jueves, 20 de diciembre de 2018

El espacio temporal de Alfonso Cuarón y la fundación matriarcal de ‘Roma’

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Desde su estreno en las salas de cine, ‘Roma’, la más reciente película de Alfonso Cuarón, su primera en México después de 17 años desde ‘Y tu mamá también’ (2001), ha sido no solo una tendencia en las conversaciones entre cinéfilos, sino entre la sociedad en general. El filme de Cuarón representa el regreso del exitoso cineasta mexicano a su ciudad y específicamente a su barrio, a su colonia, la colonia Roma, que le da el título a la película. Cuenta un episodio en particular en la vida de Cleo (Yalitzia Aparicio), empleada doméstica de una familia de clase media en los albores de los setenta en la capital, en tiempos de cruenta represión política. Al seguir a Cleo, podemos apreciar a través de su mirada el contexto que ha reconstruido Cuarón muy detalladamente, al punto del fetiche. Este recorrido se da desde la individualidad multiplicada de Cleo, pasando por la familia que gira alrededor de ella, hasta el álgido momento histórico, característico del escenario latinoamericano en la Guerra Fría.

Aunque esta es sin duda la película más experiencial de Cuarón, no es esta la primera vez en la que podemos ver en la obra del autor esta búsqueda de la experiencia, de construir un mundo entero y abocarse a la potencia de la experiencia casi como una vivencia. Lo vimos en algunos momentos de ‘Y tu mamá también’, pero mucho más en ‘Children of Men’ (2006), en un futuro distópico. Resulta fundamental comprender ese carácter antes de abordar cualquier interpretación. La historia de Cleo es la columna vertebral de ‘Roma’, pero es obvio decir que la columna vertebral no es ni siquiera toda la espalda en el cuerpo. Si estiramos al máximo hacia el pasado las referencias, seguramente nos encontraremos con el manifiesto de Vertov sobre el cine como arte y lenguaje independiente de la literatura, el teatro y la fotografía, para construir a partir del movimiento. ‘Roma’ se inscribe en esa filosofía, probablemente sin proponérselo y con más herencias de la experticia técnica que consiguió en Hollywood, pero sin duda transformadas por un tema definitivamente mexicano y latinoamericano. Los travellings laterales van en esa dirección, los push, los pull, que se sincronizan armónicamente con el espectáculo sonoro repleto de evocaciones antropológicas, desde el contexto barrial hasta la violencia, pasando por los programas de televisión, los cines y las taquerías. Todo esto, más que verlo y escucharlo, casi lo experimentamos desde la perspectiva de Cleo, así que la vivencia se da a través de ojos y oídos muy humanos que están en el sitio y en el momento, no desde una perspectiva distante u objetiva. Así se puede evocar la feria de emociones en ‘Las reglas del juego’, de Renoir, y al mismo tiempo la laceración discriminatoria de ‘Imitation of life’, de Douglas Sirk.

El asunto como tal es ni más ni menos que la fundación matriarcal de nuestras sociedades contemporáneas en Latinoamérica. Se trata de una sociedad en la cual las nanas han jugado un rol fundamental, brazo derecho de las amas de casa, madres solteras en gran cantidad, que las han apreciado de forma utilitarista. Probablemente, el cariño de los hijos sea sincero pero no consciente, el que impulsó a Cuarón a explorar en su propia vida, seguramente apreciado con mejor forma con el tiempo y la distancia, pero el cariño de la patrona en realidad es necesidad práctica. La inmersión es potente; lo más cercano que el cine nos puede poner en un auténtico viaje al pasado, pero del lado de un personaje discriminado por su género, raza y su condición social. Es medio es beligerante con ella, intenso, acosador. A fin de cuentas, es la turbulencia típica de una nueva conformación, en cualquier ámbito, como las formaciones geológicas y sin duda en la fundación de las civilizaciones, de esta Roma latinoamericana y muy mexicana. Es el trauma en realidad, es el gran parto a fin de cuentas, el Big Bang matriarcal de este lado del mundo. Es la asociación no necesariamente virtuosa ni igualitaria entre las mujeres para enfrentarse al mundo. Podemos fácilmente reconocer el entorno matriarcal que nos ha construido Roma y de ahí proviene gran parte de su músculo emocional. Es el reconocimiento y la recreación del evento sísmico y conmovedor de una fundación extensa, con sacrificio inherente.

sábado, 15 de diciembre de 2018

La perspectiva única de Lars von Trier y la mirada crítica de ‘The House that Jack Built’

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Lars von Trier regresó este año con una nueva película y realmente pocos pueden ocultar interés por su obra. Sin duda alguna, el provocador cineasta danés no pasa inadvertido y ha entregado varias de las mejores películas en el panorama internacional del cine durante los últimos veinticinco años. La polémica va de la mano con un director evidentemente provocador, en el mejor sentido de la palabra. Desde que encabezó el fulgurante Dogma 95, Lars von Trier ha impulsado el arte cinematográfico con una obra sustanciosa, llena de matices, absolutamente culta y llena de pulsiones filosóficas para el mundo pensante. El turno en su filmografía es para ‘The House that Jack Built'. Nos muestra el relato de Jack (Matt Dillon), asesino en serie y auténtico constructor con conocimientos diversos sobre ingeniería, arquitectura y otros temas diversos, quien le cuenta en la oscuridad a Verge (Bruno Ganz), como si estuviera junto a nosotros en la sala, una selección de sus crímenes misóginos más horrendos y de los cuales se siente más orgulloso como se sentiría un artista de sus obras. Estos sucesos son llamados “incidentes” y describen cada uno de los crímenes.

Trier vuelve sobre modelos similares a los que utilizó en la primera Ninfomanía (2013), con ese diálogo profundo y filosófico entre el maestro guía y el intenso aprendiz. En esta ocasión, hace referencia específicamente la Divina Comedia, en donde Virgilio (Verge), el clásico poeta romano, guía a Dante a través del purgatorio. La estructura nos permite seguir con facilidad el proceso criminal de Jack como si siguiéramos el proceso de un artista, pasando por la preparación, la ejecución e incluso la presentación. El psicópata, especialmente misógino y totalmente desafectado de la sociedad  y la cordura, destaca especialmente en el contexto de la reivindicación femenina y su crudeza lo hace en el contexto de discusión entre lo correcto e incorrecto políticamente. Probablemente, esta crudeza, esta sevicia, esta crueldad gráfica, distrae al espectador del fondo auténtico de esta obra de cualidades estéticas propias del director y de profundidades filosóficas que tampoco le son ajenas. Lo más importante, lo más revelador, es la posición brillantemente novedosa que toma el director para analizar el presente del mundo, sus crisis éticas y morales profundas. Lars von Trier se plantea en la perspectiva del asesino brutal para denunciar el silencio lacerante de la sociedad frente al crimen evidente y hasta cínico. De la impunidad galopante y del auténtico picnic sangriento que disfrutan y comandan genocidas incluso empoderados institucionalmente como mandatarios de potencias mundiales. Esta película es a fin de cuentas una versión descarnada y muy original de la sentencia de Luther King cuando dijo “Al final no recordaremos las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos". La perspectiva es tan original y creativa que genéricamente Trier desarrolla una de las comedias más negras que ha dado el cine, nuevamente en la reconstrucción cautivadora de su pensamiento enciclopédico.

La provocación de Lars von Trier es estimulante, aguda y muy satisfactoria para quienes logran sobreponerse a la estridente pero comprensible violencia de sus imágenes. Una violencia que busca sacudir a la gente de su letargo frente al sadismo al que nos enfrentamos de forma obscena en la actualidad. Para plasmar su mirada crítica a través del cine, el danés se vale de referencias en su propia filmografía para presentar su película como la continuación de anteriores disertaciones. Vuelve además en gran parte del metraje al estilo promulgado en el manifiesto dogma, al menos en los movimientos de cámara, consiguiendo así una inmersión particular en escenarios repletos de un suspenso terrorífico y muy bien construido, muy eficiente, que está respaldado por la violencia gráfica que constatamos muy pronto y sabemos que puede actuar sin vacilación. Lars von Trier está consiguiendo con éxito la construcción del pensamiento, como lo hizo Godard y también como no lo ha hecho nadie. Lamentablemente, no todo el mundo actualmente está en la disposición de recibir el mensaje.

sábado, 8 de diciembre de 2018

La armonía estilística de Orson Welles y el ensamble noir de ‘Touch of Evil’

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Orson Welles fue probablemente el artista que más empujó las barreras del cine entre los años cuarenta y sesenta. Tras la explosión de su carrera con la inmortal ‘Citizen Kane’ (1941) y la entrañable ‘The Magnificent Ambersons’ (1942), Welles sumó varias películas que desarrollaron su sello como director, pero al mismo tiempo le valieron una fama difícil entre los productores e inversores por los riesgos y complejidades de sus proyectos. Esto desembocó en que sus proyectos tuvieran cada vez mejores perspectivas en Europa, donde desarrollo sus adaptaciones de Shakespeare, además de otras películas. A finales de los cincuenta, regresó a Estados Unidos a filmar ‘Touch of Evil’, sobreponiéndose a las adversidades con la ayuda del influyente Charlton Heston, quien protagonizó la película y resultó fundamental para sacarla adelante y que finalmente se convirtiera en una de las obras cumbres de Welles y del cine negro. ‘Touch of Evil’ nos ubica en una ciudad mexicana fronteriza, en donde el policía mexicano Mike Vargas (Heston) y su esposa Susan (Janet Leigh) deben interrumpir su luna de miel tras la explosión de un automóvil de un mafioso. La explosión se da del lado estadounidense de la frontera y Vargas debe trabajar en equipo con Hank Quinlan (encarnado por un obeso Welles), el jefe de policía local. En el proceso, Vargas va descubriendo los procedimientos ilegales de Quinlan y su gente, además de ver amenazadas su integridad y la de su esposa. La situación se va tornando oscura y fatal, marcada por la visión trágica de Tanya (Marlene Dietrich), una gitana examante de Quinlan.

El espectacular plano secuencia con el que inicia la película anuncia de forma inmejorable perspectiva estilística de Welles con respecto al proyecto. Se trata de una auténtica inmersión, con todas las características formales del cine negro, incluida por supuesto una fotografía de altos contrastes a cargo de Russell Metty y la puesta en escena cuidadosamente coreográfica, con recomposiciones meticulosas sobre los movimientos, pasando de un emplazamiento osado al otro, siempre poniendo en perspectiva de forma dramática a un grupo de personajes en confrontación intensa, esto último característico en el cine de Welles. Al mismo tiempo en el cual somos pasajeros del viaje en el que nos embarca la visión vanguardista de Welles, en un entorno particular de cine negro, también vamos presenciando cada vez más cerca la caverna en el que Vargas va avanzando, en una lucha que se va develando, que se hace evidente, ante la monstruosidad del crimen, del aparato policial profundamente corrupto y decadente. Por supuesto, el legendario elenco de la película proporciona un soporte firme, pero también alimenta el concepto con diferentes matices, ya que contamos con la masculinidad heroica de Charlton Heston, la sensualidad fresca de Janet Leigh, el patriarcado siniestro de Orson Welles y la belleza hipnótica de Marlene Dietrich.

Esta película representó un viraje en la carrera de Welles, quien además de culminar las grandes obras de la época más grandiosa del cine negro, se embarcó definitivamente en una etapa de grandes búsquedas artísticas, profundas, especialmente sintonizadas con las renovadas vanguardias europeas que se empatarían con la contracultura. Por supuesto, Welles siempre avanzó en esa dirección, pero en esta etapa de madurez como cineasta se decidió por completo a mover las aguas, a ir más allá de los propios límites que él mismo había establecido. La película también nos plantea ideas sin duda revolucionarias. Nos planta específicamente en la frontera y, muy tempranamente para el cine estadounidense, nos pone en la perspectiva del mexicano como protagonista virtuoso, frente a la figura institucional gringa especialmente viciada. El tema resulta increíblemente provechoso para estos tiempos en los cuales las migraciones lucen más crecidas que nunca, en donde esa confrontación de nacionalidades y razas se encuentra en un punto álgido, en diferentes regiones del mundo. Esta vigencia es característica en la obra de los grandes artistas de la historia, como sin duda lo es Orson Welles.

sábado, 1 de diciembre de 2018

El tratado western de los hermanos Coen y la potencia antológica de ‘The Ballad of Buster Scruggs’

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Ya se puede ver en Netflix ‘The Ballad of Buster Scruggs’, la más reciente película de los prolíficos hermanos Joel & Ethan Coen, quienes sin duda alguna han marcado la pauta del cine independiente estadounidense durante los últimos 30 años. Los Coen han tomado la estafeta de una larga tradición de cineastas que han sabido exponer de la mejor forma posible las profundidades de Estados Unidos. Una tradición en la que se inscriben cineastas de la talla de Howard Hawks, John Ford, Robert Altman e incluso Terrence Malick. Por supuesto, el western es uno de los géneros idóneos para explorar las raíces profundas de la cultura estadounidense. Los Coen siempre han bordeado este género y por supuesto lo desarrollaron a fondo en ‘True Grit’ (2010), protagonizado por Jeff Bridges y remake del clásico de Henry Hathaway que protagonizó el legendario John Wayne. En esta ocasión, los Coen abordan el western con una estructura antológica de seis cortometrajes diversos, llenos de su agudo humor, su profunda reflexión y dotados por su exquisita cinematografía.

La película nos planta en la posición del lector curioso que revisa el libro del Oeste, como si fuera la condensación de toda una época. El primer cuento es precisamente ‘The Ballad of Buster Scruggs’, la historia de Buster Scruggs (Tim Blake Nelson), un alegre cowboy con pinta de antihéroe, que canta alegremente con el eco de las montañas como coro, con sorprendente fama de auténtico terror. Poco a poco, las credenciales de Buster se hacen evidentes y contrastan luminosamente con su apariencia de cowboy arlequín. El asunto a fin de cuentas tiene que ver con la infalibilidad y con la comunión auténtica que surge a partir de la muerte. La tradición del country como compañero del vaquero en la extensión física de su propia soledad en diferentes planos existenciales. La película entonces da paso al segundo relato, titulado ‘Near Algodones’, en donde un joven forajido (James Franco) asalta un banco aislado que sin duda luce como una tarea sencilla. Se encuentra con un particular banquero que lo sorprende con una resistencia empírica pero eficiente. El personaje es hábilmente suspendido al filo de la muerte y su vida se entrega al devenir de fuerzas que se oponen en el escenario western, hasta que finalmente su único refugio es la belleza misma. Nuevamente el personaje es acogido en el momento de la fatalidad, en medio del salvajismo de su propio entorno, precisamente del Salvaje Oeste. El libro pasa la página y nos adentra en ‘Meal Ticket’, la siguiente historia. Un viejo empresario teatral (Liam Neeson) y su joven artista (Harry Melling), sin piernas ni brazos, se instalan en diferentes pueblos con una carreta convertible en un encantador escenario. El joven recita con profundidad textos clásicos de diversas procedencias, como Shakespeare, la Biblia e incluso Abraham Lincoln. El público es cada vez más escaso y los esfuerzos del viejo por sostener al joven discapacitado se hacen cada vez más evidentes. Surge entonces la posibilidad de cambiar el giro del negocio y la melancolía se toma la historia de la forma más poética posible. Sin duda alguna un reflejo de los tiempos que vivimos, en donde la rentabilidad desplaza a la poesía misma. La página da la vuelta y estamos en una nueva historia titulada ‘All Gold Canyon’. Un gambusino (Tom Waits), buscador de oro, altera con su canto la fauna en valle montañoso, cruzado por una cristalina corriente de agua. Empieza a hacer excavaciones para luego filtrar muestras de tierra en el agua, en busca del precioso metal. Durante varios días, en un diálogo con el gran filón que busca, el hombre construye su propia fortuna con un esfuerzo entusiasta que es amputado por el oportunismo, pero un impulso providencial y trascendente lo protege de la forma más descarnada, nuevamente en conexión con valores trascendentes. Nos adentramos entonces a ‘The Gal Who Got Rattled’, en donde nos embarcamos en una caravana que recorre los caminos de los campos extensos y simultáneamente nos sitúa en la evolución del amor, en la evolución de una épica romántica que se va definiendo entre Alice Longabaugh ((Zoe Kazan), una joven que está a la deriva y Billy Knap (Bill Heck), un vaquero noble en busca de compañía. Igual que los amantes trágicos, la fatalidad aparece y podemos entonces prever el dolor más intenso apenas con una maravillosa y terrible noticia. Finalmente estamos de nuevo en la clásica diligencia, en camino para la historia final, con el título de ‘The Mortal Remains’, en donde atestiguamos la conversación intensa entre cinco personajes: un inglés (Jonjo O’Neill), un irlandés (Brendan Gleeson), un francés (Saul Rubinek), una dama cristiana (Tyne Daly) y un trampero (Chelcie Ross). La discusión filosófica y de principios nos puede mostrar una perspectiva diversa de una época de los Estados Unidos que suele identificarse exclusivamente con el conservadurismo. Los personajes se enfrascan en una conversación intensa que termina exhibiendo sus auténticas identidades y finalmente pone a tres de ellos en la consciencia brutal del propio entorno en el que se encuentran.

Los Coen construyen así una de sus mejores películas en años. Tal vez en lustros. Se trata, en primer lugar, de un ejercicio narrativo impecable, lleno de matices y con una profundidad sorprendente para ser plasmada en cortometrajes. El concepto de la película es simplemente cautivador. Recurre a nuestra propia memoria, a nuestra particular atracción por los cuentos, por los libros ilustrados, por la lectura desprovista de otro interés que la misma curiosidad. Pero al adentrarnos del momento histórico de los Estados Unidos. Nos aproximamos a la figura del vaquero, en su soledad frente al amplio territorio, frente a la adversidad permanente del sitio sin ley. También podemos ver el origen mismo del imperio económico que se fue construyendo palmo a palmo, con esfuerzos que costaron sangre, desde la propia tierra, con momentos verdaderamente cruentos. Lo más importante es la referencia para el género cinematográfico del western. Estamos frente a la búsqueda del oro de que exploró Huston en ‘El tesoro de la Sierra Madre’, frente al viaje mítico de la diligencia de la que nos hablaba Ford en la película titulada justo de esa forma, de la caravana que extendió la civilización como nos lo describió Hawks en ‘Red River’, frente a la ley de fuerza ineludible que también Hawks nos había enseñado en ‘Río Bravo’. Pero sobre todo, volvemos a percibir la intensa melancolía de Ethan Edwards, encarnado eternamente por John Wayne en ‘The Searchers’. ‘The Ballad of Buster Scruggs’ se establece sin duda como un referente del género, como un compendio de la extensión del western, como un referente histórico y como una pieza especialmente creativa en la abundante y excelsa filmografía de esta pareja de hermanos cineastas que ha marcado una época en el cine contemporáneo.

sábado, 24 de noviembre de 2018

La disertación humana de Hirokazu Koreeda y la poesía antisistema de ‘Un asunto de familia’


Hirokazu Koreeda es el portador actual del estandarte legendario de la cinematografía japonesa. Tras una sustanciosa carrera que abarca ya cerca de treinta años, el oriundo de Tokio ha conseguido más reconocimiento que nunca en la más reciente década. Su más reciente película, ‘Un asunto de familia’ (2018), alcanzó la prestigiosa Palma de Oro en el Festival de Cannes. ‘Un asunto de familia’ nos cuenta la historia de una familia al borde de la extrema pobreza, que se dedica a actividades delincuenciales para subsistir, y encuentra a una muy pequeña niña, Yuri, a quien acogen en su muy humilde y cálido hogar. A partir de este punto podremos ver, a través del tamiz de esta pequeña célula humana, el planteamiento de cuestiones filosóficas, sociales, políticas y sistémicas en general de la sociedad japonesa en las grandes ciudades, pero también la humanidad misma en este contexto. Se configura una familia llena de remiendos que de forma armónica se enfrenta al mundo con base en el instinto puro.

Koreeda parte de aquel naturalismo entrañable, que inevitablemente trae a Yasujiro Ozu al recuerdo, y que ya se había hecho tangibles en películas recientes como ‘Nuestra pequeña hermana’ (2015) y ‘De tal padre, tal hijo’ (2013). Es como el escenario histórico de Ozu pero afectado por el deterioro de la miseria, sin que pierda por ello sus cualidades estéticas y su atmósfera acogedora. La recreación de este espacio de ensueño tiene mucho que ver con el escenario que nos plantea Koreeda, que nos enfrenta moral y éticamente enseñándonos la armonía colmada de amor en una familia que en la práctica objetiva y sistémica es delincuencial. Las relaciones absolutamente afectivas y solidarias entre los personajes resulta ser emocional a más no poder. Poco a poco se va revelando la poesía natural de este grupo humano que a fin de cuentas se revela como una manada, con códigos libres de condicionamientos éticos y morales, con lealtad y solidaridad, siempre en pos de la supervivencia.

La discusión filosófica y social que plantea Koreeda no es menor. Se trata de una familia que ha conseguido una forma de vida armónica, afectiva y funcional a expensas de lo correcto, de los parámetros sociales, empezando por la legalidad misma. Es una familia que ha resuelto para sí misma los problemas de la convivencia y que ha encontrado un modelo en miniatura del bienestar, por fuera esencialmente del materialismo, con acuerdos básicos y uniones sólidas. Esta discusión se hace aún más interesante cuando el sistema destruye a la manada y entonces se deshace la felicidad misma. La reflexión ineludible consiste en pensar en los orígenes mismos de las sociedades, en el génesis del sistema, específicamente en el criterio que llevó a definir un modelo a seguir. ¿Por qué ha de perseguirse una forma de existir diferente si ha conseguido los objetivos de bienestar que teóricamente buscaron los acuerdos que construyeron el mundo en que vivimos?

Al enfrentarse a los miembros de esta familia-manada con el sistema, Koreeda vuelve al estilo de otra vertiente de su cine, la que consiste en la lucha propia del individuo frente al marco legal, como lo expuso en otras de sus obras como ‘El tercer asesinato’ (2017) y ‘Tras la tormenta’ (2016). La confrontación que también trató en varias ocasiones Akira Kurosawa, especialmente en su clásico ‘Rashomon’ (1950). Podemos apreciar la individualidad catalogada de cada uno de los miembros de la familia, compungidos emocionalmente ante el naufragio de su aventura social. Pero Koreeda tiene aún más que decirnos, porque a fin de cuentas el sistema establecido tampoco tiene una respuesta, no plantea una alternativa satisfactoria. Koreeda nos brinda la oportunidad de ampliar la perspectiva más allá de los condicionamientos, de forma extensa, para que con esa expansión fuera de serie comprendamos nuestra propia individualidad, con tantas aristas como es posible. Koreeda nos plantea, con su identidad individual y con su pertenencia japonesa, una reflexión imperecedera.

sábado, 17 de noviembre de 2018

La emoción arrítmica de ‘First Man’ y el cine jazzero de Damien Chazelle



El joven Damien Chazelle (33 años) es una de las figuras más destacadas en el panorama del cine hollywoodense en el último lustro. Sus películas ‘Whiplash’ (2014) y ‘La La Land’ (2016) lo llevaron a los premios Óscar y a importantes reconocimientos en la crítica. Su más reciente película reconstruye a Neil Armstrong, el primer hombre en la luna, especialmente en el tránsito de la histórica expedición del Apolo 11. Para interpretar al legendario astronauta, Chazelle recurrió nuevamente a Ryan Gosling, quien ya había estelarizado ‘La La Land’, obteniendo una nominación al Óscar. Es la primera vez que el director de Rhode Island emprende una película biográfica o histórica específicamente, aunque sus dos anteriores están llenas de reminiscencias y evocaciones. Además, el viaje espacial no suele abordarse con miras al pasado, sino al futuro, en la ciencia ficción, en donde ha conseguido clásicos esplendorosos, no solo del género sino de la historia del cine, como la ‘2001’ de Kubrick o la ‘Solaris’ de Tarkovsky o inclusive la fundacional ‘Viaje a la luna’, de Méliès . Probablemente la más recordada remembranza aeroespacial sea ‘Apollo 13’, de Ron Howard, sobre la posterior y fallida expedición. Pero Chazelle aquí se propone un abordaje particular y novedoso de la experiencia.

Durante los años sesenta, la vida de Neil Armstrong estuvo tan convulsionada como la década misma en los Estados Unidos. A finales de los cincuenta, se había casado su esposa Janet (Claire Foy) y pronto tuvieron a su primer hijo. A su segunda hija, Karen, se le detectó un cáncer encefálico que acabó con su vida apenas a los dos años de edad. Este hecho en la vida de Armstrong resulta fundamental para que Chazelle construya un escenario convulsionado desde el interior hacia el exterior, desde el terrible trauma natural de perder a una hija pequeña hasta la convulsión formal misma del viaje espacial, pasando por la etapa del personaje como piloto de pruebas. Chazelle describe la forma en la cual esta tragedia marcó la personalidad misma de Armstrong frente a los retos que tendría por delante, otorgándole incluso liderazgo y una templanza particular en momentos críticos fuera y dentro de un vehículo espacial. Sin embargo, aunque esta personalidad sirvió para llevar a la humanidad a la luna, para Armstrong el dolor se mantuvo en una contención que Gosling representa con una contención que recuerda por momentos a Casey Affleck en ‘Manchester by the Sea’, de Kenneth Lonergan.

Chazelle busca ponernos como espectadores en la experiencia física y emocional misma del viaje espacial, meternos en la lata y enviarnos a la estratósfera, mientras simultáneamente comprendemos la pena inmensa y también interna que embarga a Armstrong, el personaje que nos dará la perspectiva. Nuevamente, como en sus anteriores filmes, Chazelle se apoya de forma especial en la música, rindiendo honores a sus propios antecedentes como artista en ese arte. Le asigna a la luna melodías específicas desde el concepto, lo cual surge un efecto particular de contraste para quien agudiza el oído. Por supuesto, el jazz es su gran influencia rítmica y aquí también se hace presente esa influencia en la edición de la película (Tom Cross). Permanentemente estamos expuestos al contraste de los inserts y close-ups, en dimensiones tan amplias como es posible: desde la mirada conmovida hasta la inconmensurabilidad del espacio exterior. Pero la experiencia, como es de suponerse desde la perspectiva realista, es accidentada, turbulenta, dolorosa, como un auténtico parto. Los astronautas se someten a un tremolo distorsionado que los sacude por completo y finalmente los expone a la calma de la inmensidad. Es un proceso que se repite en la vida de forma extensa y continua. Es como la agitación y al éxtasis en el sexo, es como el retorcimiento doloroso y la luz en el parto. Entonces Chazelle lo hace con jazz, pero esta vez un jazz de tiempos desiguales, inconstantes, como la experimentación de Coltrane, que también nos pone en la luna. Es probable que esta sea la forma de la transición en la experiencia humana. Puede ser un concepto profundo. Tal vez también así sea la muerte.

sábado, 10 de noviembre de 2018

La potencia de Queen, la superficialidad de ‘Bohemian Rhapsody’ y la tarea de Byan Singer

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Una de las películas más esperadas en el panorama del cine comercial de este año 2018 ha sido ‘Bohemian Rhapsody’, la biopic de Freddie Mercury, el espectacular vocalista de la legendaria banda de rock inglesa Queen. La tarea se le encomendó a Bryan Singer, quien ya se anotó un clásico generacional con la muy efectiva ‘Usual Suspects’ (1995) y ha estado muy presente en la oleada de superhéroes con varias películas de la saga ‘X-Men’, en la década anterior y en la actual. Para encarnar a Mercury, se eligió a Rami Malek, reconocido por su trabajo en la televisión como protagonista de ‘Mr. Robot’. ‘Bohemian Rhapsody’ se centra en la historia de Queen teniendo como eje central la de Freddie Mercury, desde que se unió al grupo hasta su célebre presentación en el multinacional concierto de ‘Live Aid’. En este recorrido, se exploran diversas etapas conocidas o al menos familiares incluso para los seguidores más modestos de este recorrido. Por supuesto, no es casualidad que un experimentado director de películas de superhéroes se haga cargo de esta tarea.

La película transita de forma veloz y superficial por años especialmente agitados en la vida de un ser humano intenso y pasional, lo cual en parte se explica obviamente por la necesidad de ahorrar tiempo, pero también porque no es precisamente el interés de la cinta el abordar esos avatares. Tan solo unos cuantos diálogos agudos y la resolución solo ilustrativa de momentos cruciales en la vida del artista, tratando de ir formando el perfil de un superhéroe, algo que por supuesto Singer sabe hacer con destreza por su propia experiencia profesional. Entonces tenemos una turbulencia humana de fondo y un poder en primer plano, como cualquier X-Men, incluso con un Malek que tiene toda la pinta de freak mutante, que hace un buen trabajo corporal para un requerimiento complejo, aunque en los primeros años por momento evoca más a Mick Jagger que a Freddie Mercury. Por supuesto, los secundarios son Brian May, Roger Taylor y John Deacon, elegidos con precisión de cosplay detallado.

Singer y los productores saben muy bien que ellos también tienen un superpoder para utilizar y conquistar el mundo: la potente y esplendorosa música de una de las mejores bandas en la historia del rock, con quien suele encabezar los listados expertos como el mejor vocalista que ha dado el rock. No tienen pues ninguna necesidad de arriesgarse ahondando en las oscuridades del gran Freddie, cuando tienen toda la oportunidad de crear un blockbuster multimillonario que se tome el mainstream. De hecho, en la película es notorio la diferencia en el concepto cuando la música se hace presente para deleitarnos a todos. Se han creado nuevos videoclips que regeneran los muy trabajados de Queen en su propia época, y se puede aprovechar la experiencia que se disfruta en la sala al entrar al fondo de la música misma. La homosexualidad, las drogas, las discusiones, el origen indio y todos esos temas no caben en una película que está llamada a recaudar millones de dólares a nivel global y entretener reencauchando música especialmente potente, que domina a cualquier público mínimamente sensible.

Desde el jingle de la Twentieth Century Fox tocado con el estilo lírico de Brian May, la película promete para los adultos contemporáneos un viaje nostálgico y emocional, mientras que prepara a los jóvenes del momento para disfrutar de una nueva entrega en el cine de superhéroes. Por supuesto, lo mejor son los últimos veinte minutos, en donde efectivamente estamos involucrados, como en una experiencia de realidad virtual, en la presentación de Queen en Live Aid, para terminar con las emociones en alto, como quien sale de un gran concierto, precisamente. En ese punto, podemos apreciar verdadera destreza cinematográfica, aunque sea enmarcada en las pretensiones exclusiva y válidamente comerciales de la película. Al salir de la sala se siente que no se desperdició el costo de la entrada. Y ese era el objetivo. Lo mejor de todo es que Queen está de nuevo reinando en el mainstream. Se le necesitaba.

sábado, 3 de noviembre de 2018

La caja negra de Orson Welles y el ensueño de ‘The Other Side Of The Wind’

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Orson Welles se convirtió en una presencia fantasmagórica y divina en el mundo desde mediados de los años sesenta, cuando una empezó a surgir la camada de la generación baby boomer que transformaría el cine desde la independencia en Estados Unidos. Para ellos, Welles era un gurú, una presencia fundamental en la historia del cine y de sus propias inclinaciones por este arte. Le costó muchísimo trabajo sacar adelante sus películas desde entonces hasta su muerte. El símbolo fundamental de esa etapa fue el desarrollo tortuoso y tormentoso de ‘The Other Side Of The Wind’, una película en la que Welles apostaba por transformarlo todo otra vez. Como en la radio, con ‘La guerra de los mundos’. Como en el cine con ‘Citizen Kane’. Las dificultades fueron desangrando ese sueño y de paso el ánimo de Welles. Peter Bogdanovich, una de las figuras de esa camada post-Welles, quedó con la tarea de sacar esta película adelante, y con la ayuda de muchos auténticos adoradores de Welles (y Netflix) por fin podemos ver en streaming esa película que llegó a rozar el mito. La película cuenta la historia del último día en la vida de Jake Hannaford (interpretado de forma apoteósica por John Huston) quien mientras termina con dificultades su última película, es objeto de un documental a cargo del joven cineasta Brooks Otterlake (Peter Bogdanovich). Sí, de nuevo los espejos se multiplican con Welles.

Sin ningún tipo de filtro en la transición, Welles nos lleva de la película de Hannaford a la de Otterlake, presumiblemente pasando del color al blanco y negro, y viceversa. Podemos percibir con los sentidos, como espectadores, las diferencias entre la mirada del cineasta de ficción y el de documental. La ficción es protagonizada por una actriz hechizante (Oja Kodar, la amante de Welles por ese entonces, quien también comparte crédito en el guion) en un panorama extenso y erotizado que recrea el cine de autor europeo en boga por ese entonces. Mientras tanto, el documental mantiene la apariencia pero finalmente retrata la humanidad plena del longevo director. La mirada del personaje nos habla de una sexualidad inquietante en un hombre que lucha denodadamente contra la superficialidad del medio en el que se desenvuelve. Muy hábilmente, con una destreza como solo la tienen los grandes, Welles se permite construir un auténtico edificio cinematográfico, en el que nos trasladamos entre dos realidades de forma natural, sin límites, como sucede en la vida, y al mismo tiempo como espectadores tenemos una elucubración que nos lleva a pensar inevitablemente en el propio Orson Welles de aquellos años. Él mismo, en la posición omnisciente y omnipotente que le da la creación de su película, cierra la triada de directores, que es encarnada por otros dos históricos: Huston y Bogdanovich. Huston es el contemporáneo de Welles que representa en gran parte su propia personalidad, mientras que Bogdanovich se nutre fundacionalmente para también hacer su propia fundación, precisamente en el paso que en la realidad hizo el director: de la cinefilia a la crítica y a la dirección.

La película no podría subsistir sin el impresionante trabajo de edición del mismo Welles en su momento y de Bob Murawski (‘The Hurt Locker’, 2008), quien consiguió darle forma al concepto del histórico director. La fotografía de Gary Graver resulta sorprendente y con la versatilidad suficiente para darle luz y acción a las dos realidades que se encuentran, en medio de la oscuridad, en escondites que invitan. Cabe mencionar también el exquisito score musical de jazz a cargo del gran Michel Legrand, que le aporta a la atmósfera reluctante de la película, pero que la llena de elegancia simultáneamente. En medio del ensueño reconstructivo, memorioso y pasional de Welles, aparecen de nuevo en la pantalla rostros de aquella época como Dennis Hopper, Claude Chabrol, Paul Mazursky, Edmon O’Brien y Mercedes McCambridge. Podemos apreciar la confrontación propia de quien crea y ve de cerca el final de su tiempo, en diferentes escenarios. La caja negra de Orson Welles por fin ha sido revelada ante todos nosotros y el registro es tan magistral como conmovedor. Plano por plano. Emoción tras emoción.

sábado, 27 de octubre de 2018

La inmortalidad de Alfred Hitchcock y la obsesión de ‘Vértigo’

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En este año 2018 se cumplieron 60 años de la que para muchos es la mejor película de Alfred Hitchcock y para no pocos la mejor película de todos los tiempos. Se trata de ‘Vertigo’ (1958), protagonizada por Jimmy Stewart (uno de los favoritos del legendario director inglés) y una muy joven Kim Novak. Es una adaptación de la novela ‘De entre los muertos’, escrita por la dupla de escritores del género policiaco conformada por Pierre Boileau y Pierre Ayraud. 'Vértigo' relata el caso de John ‘Scottie’ Ferguson (Stewart), quien se involucra en un trabajo como detective, consistente en seguir de cerca los pasos de Madeleine (Novak), esposa de Gavin Elster (Tom Helmore), uno de sus viejos amigos. La hermosa rubia deambula extrañamente por pasajes específicos de San Francisco y las investigaciones previas de Elster concluyen que está poseída por el espíritu de una atormentada mujer que construyó toda una leyenda urbana en la ciudad. Scottie acepta, a pesar de recién haberse retirado de la policía debido a un diagnóstico de acrofobia, es decir un temor extremo a las alturas.

Pocas películas en la historia del cine relacionan de forma tan majestuosa la forma y el contenido. Es decir, el vértigo estará presente siempre, en la situación, en las emociones. Siempre los personajes estarán pendiendo de un hilo, al borde del abismo de sus propias pasiones y de sus propias debilidades. Como espectadores, también sentiremos el vértigo, desde la misma escena inicial que nos describe el evento que develó la acrofobia de Scottie. Después, vamos a entrar en las profundidades del deseo, de la mano de un stalker voyerista increíblemente interpretado por el entrañable Jimmy Stewart. Vamos a recorrer las calles de la preciosa San Francisco cincuentera desde su mirada, que percibe a Madeleine como una revelación sobrenatural y no puede evitar el deseo sexual potente que siente por ella, a pesar de ser la esposa de uno de sus mejores amigos. Hitchcock nos invita a recorrer los caminos eternamente y a introducirnos en la ensoñación de dos que, más que amarse, se desean rabiosamente. La emoción de la experiencia que ha creado Hitchcock es embriagante, podemos sentir simultáneamente la clandestinidad y el peligro como si fuera en un sueño, con todas las sensaciones características. Desde los créditos del siempre excitante Saul Bass, con la música del espectacular Bernard Herrmann, estamos en la montaña rusa más oscura que pueda existir. Después, la presencia fantasmagórica de los personajes en los escenarios, con la intuición privilegiada de Hitchcock para los emplazamientos y la fotografía envolvente de Robert Burks. 

La película gradualmente va transitando hasta los habitáculos más tenebrosos de la mente humana, al paroxismo, sobre una obsesión incontrolable, todo ello vertido en sadismo, masoquismo y fetichismo, a un nivel casi terrorífico que incluso genera en la audiencia risas nerviosas o hasta cómplices. Alfred Hitchcock logra en esta película ponernos de cara con nuestra propia naturaleza perversa y esa experiencia siempre será especial, siempre será inquietante, ha quedado plasmada de forma material e inmaterial para la eternidad, porque simplemente nunca podremos deshacernos de nuestro condición humana, del yugo de los instintos, inclusive en la capacidad de domarlos. El valor documental que la película terminó adquiriendo con respecto al paisaje histórico de San Francisco tampoco es menor. Probablemente esa no fue la prioridad creativa de Hitchcock, pero la película representa todo un patrimonio también desde esa perspectiva. Cada vez que regresemos a ‘Vértigo’, tendremos el placer de deslizarnos con Scottie tras de Madeleine, por los caminos de su locura, contemplándola ahí, como un animal salvaje que se yergue elegante y recorre el espacio de forma casi etérea. Resulta sobrecogedor sentir al unísono la humanidad de Hitchcock, como si nos hubiera atado con una soga eterna, con su maestría puesta en servicio de sus propios fantasmas. Siempre será delicioso emprender ese viaje tortuoso. 

sábado, 20 de octubre de 2018

La experiencia tormentosa de ‘La noche de 12 años’ y la conformación sensorial de Álvaro Brechner

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El Cono Sur del continente americano ha traído seguramente durante los últimos 15 años el desarrollo cinematográfico más consolidado desde el punto de vista de una identidad social, de pueblos vinculados por procesos históricos comunes y con rasgos colectivos en común. Argentina, Chile y Uruguay probablemente sean los países de toda Latinoamérica que mejor han sabido conectar sus procesos cinematográficos históricos con su propia actualidad. Uruguay, que ha ofrecido obras notables como ‘25 Watts’ (2001) y ‘Whisky’ (2004), de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, ‘El baño del Papa’ (2007), de César Charlone y Enrique Fernández, ‘Gigante’ (2009), de Adrían Biniez y ‘Mal día para pescar’ (2009) o ‘Mr. Kaplan’ (2014), de Álvaro Brechner. Precisamente Brechner es quien ha vuelto a poner al cine uruguayo en el escenario destacado del cine mundial, con su más reciente película, ‘La noche de 12 años’, que describe la larga y violenta reclusión de doce años de los presos políticos, guerrilleros tupamaros, José Mujica (Antonio de la Torre) , Mauricio Rosencof (Chino Darín) y Eleuterio Fernández Huidobro (Alfonso Tort), quienes recientemente llegaron a posiciones de poder en Uruguay, especialmente Mujica, quien se convirtió en presidente y en una figura muy reconocida en el panorama político internacional.

Brechner aborda la película a partir de los principios fundamentales de un cine vivencial, que se propone ubicar al espectador en los zapatos de los protagonistas. Que pretende que se pueda describir de forma precisa desde lo cinematográfico una experiencia que se relaciona directamente con las sensaciones en la piel, con toda la derivación de emociones y sentimientos que se implican. Justamente es lo que se refiere a un encierro prolongado, relacionado con la tortura, con la represión propia de una dictadura militar. Resulta ser sin duda alguna un concepto absolutamente eficiente para retratar de forma cercana la situación desde el punto de vista humano, por delante de lo político e incluso de lo social, para comprender lo que significa la experiencia verdadera de estar ahí, durante todo ese tiempo. Se trata de tres guerrilleros que caen en manos de dictadura militares de extrema derecha, una historia que podría contarse en múltiples escenarios de Iberoamérica, lo cual permite una primera fase de identificación con una historia social relacionada efectivamente con la región en el contexto de la Guerra Fría, durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, especialmente. Después, la relación familiar viene a partir de la presencia de la memoria, ineludible en una situación de aislamiento y después la confrontación individual de cada uno de los personajes con su propia existencia, desde lo más biológico hasta lo más filosófico, y entonces es cuando la imaginación se transforma en delirio y raya con la locura.

El sonido (de Eduardo Esquide) cumple una función esencial en la creación de la experiencia, con sensaciones que transitan desde la sordera propia del encierro lacerante hasta la estridencia aguda de la tortura, pasando por el traslape sobre la misma imagen, como cuando esos sonidos activan huellas dolorosas y específicas. La fotografía (a cargo de Carlos Catalán) sabe construir muy bien las entradas de la luz en la oscuridad plena, que al final termina siendo el brillo de la esperanza a partir de la resistencia en medio de la tenebrosidad de la brutalidad más radical. La edición también juega un papel fundamental en el retrato del proceso mental, de la sensibilidad alterada de las víctimas protagónicas. Por supuesto, para el espectador, el proceso intelectual es constante, interpretando, construyendo, elaborando las pistas que la trama deja a su paso, a través de la ventana trepidante de las emociones plenas de estos tres personajes atormentados. Finalmente, se logra traslucir el retrato de una época completa, de un proceso histórico del cual aún sentimos coletazos muy vívidos. No se trata de asumir la perspectiva de la izquierda, sino a fin de cuentas de comprender y, sobre todo, experimentar a través del arte las implicaciones individuales de confrontaciones históricas que suelen verse recientemente con una distancia malsana. Álvaro Brechner consigue decirnos mucho con la potencia del cine.

sábado, 13 de octubre de 2018

El ánime occidentalizado de ‘Mary y la flor de la hechicera’ y la simulación Ghibli de Hiromasa Yonebashi

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Por sus propias virtudes y contenidos históricos, el ánime, es decir, la animación japonesa, ha logrado una posición de prestigio artístico y cultural, no solamente dentro del mundo de la animación, sino en la historia del cine durante los últimos cuarenta años. En Latinoamérica nos hemos criado con las series de las productoras estatales de animación japonesa, en muchas ocasiones adaptando literatura clásica de Occidente, y también con las espectaculares adaptaciones de legendarios cómics manga. Específicamente en estos terrenos, ha destacado sin duda la producción de los Estudios Ghibli, fundados por el ya reverenciable Hayao Miyazaki y por el brillante y recién fallecido Isao Takahata. Sus hermosas películas de carácter mítico han logrado tocar la fibra de un inmenso público en todo el mundo y han logrado competir en todos los escenarios con poderosos estudios de animación de Hollywood. Por supuesto, Ghibli también ha servido para crear escuela y uno de los discípulos más destacados recientemente es Hiromasa Yonebashi, quien logró reconocimiento como director con películas como ‘El mundo secreto de Arriety (con guión de Miyazaki) y ‘El recuerdo de Marnie’, que consiguió una nominación a los premios Óscar. Su tercera película como director se titula ‘Mary y la flor de la hechicera’ y está basada en la novela ‘The Little Broomstick’, de la legendaria escritora inglesa Mary Stewart, autora de la saga de Merlín y Arturo. ‘Mary y la flor de la hechicera’ en la aventura de Mary, una inquieta niña que vive con su tía en un paraje paradisiaco y encuentra una flor mágica que la lleva a un mundo fantástico pero simultáneamente lleno de peligros que tendrá que sortear como portadora de una magia extraordinaria.

Se trata de una película en la cual la intención evidente y fundamental consiste en la vinculación armónica de las tradiciones literarias y cinematográficas de Oriente y Occidente. Para la versión inglesa, Yonebashi contó con la codirección de Giles New, un actor secundario del género fantástico en el cine y la televisión estadounidense, que ha tenido además participación como guionista en series de este tipo. Lamentablemente, en ese camino por encontrar una fusión definitiva entre dos vertientes muy extensas entre lo anglosajón y lo nipón, la película termina paradójicamente naufragando en la superficialidad. Por supuesto, la situación particular de origen mítico en la que un personaje pequeño, lleno de defectos, resulta ser el elegido para cumplir una tarea prácticamente divina, es un tema recurrente en las obras infantiles y el cine ha sabido vincular este tipo de relatos a tu propia historia. Ghibli, con sus autores fundamentales, Miyazaki y Takahata, se refiere además a las tradiciones sintoístas del Japón, a los mitos fundamentales que vinculan de forma profundamente mística a los dioses y la naturaleza. Por supuesto, la escuela de Yonebashi se hace explícita desde el punto de vista técnico, con una animación impecable, detallada y casi dancística, en unas ilustraciones que resultan como siempre acogedoras para este estilo particular del arte. Pero la película no termina por contagiar. Los desarrollos temáticos terminan siendo tristemente gratuitos y la tradición literaria de la novela de Mary Stewart no alcanza a vislumbrarse tampoco con total naturalidad. En sus anteriores películas como director, había logrado conciliarse todo de forma mucho más lograda, como pudo verse durante décadas con las inolvidables adaptaciones televisivas animadas japonesas de series emblemáticas generacionalmente como ‘Heidi’ y ‘Tom Sawyer’. Resulta imposible no establecer una comparación con la conmovedora y potente ‘La tortuga roja’, dirigida por el holandés Michael Dudok de Wit y coproducida entre otros por Ghibli y Wild Bunch, dos estudios sin duda de calidad comprobada. En esta película, se consigue muy exitosamente reunir las características propias de la animación del centro de Europa con la japonesa, dando como resultado una obra maestra de la animación contemporánea. En el caso de ‘Mary y la flor de la hechicera’, probablemente el afán por replicar la estética Ghibli con fines comerciales resulta en la intrascendencia.

viernes, 5 de octubre de 2018

La brillantez ególatra de Carlos Reygadas y el paisaje extenso de ‘Nuestro tiempo’



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Carlos Reygadas es uno de los cineastas mexicanos más importantes en lo que va de este siglo. Desde su ópera prima ‘Japón’ (2002), pasando por ‘Luz Silenciosa’ (2007) y ‘Post Tenebras Lux’, entre otras, se ha convertido en una figura emblemática del panorama cinematográfico mexicano, latinoamericano y mundial. Su más reciente película se titula ‘Nuestro tiempo’ y estuvo presente en la competencia de la más reciente edición del Festival Internacional de Cine de Venecia. ‘Nuestro tiempo’ es seguramente la película más autobiográfica que ha realizado el cineasta mexicano hasta la fecha. Cuenta la historia de Juan, un hombre de mediana edad, criador de toros y poeta (caracterizado por el propio Reygadas), quien simultáneamente vive una vida familiar junto a Esther (Natalia López, la esposa del director), un hijo adolescente y dos hijos pequeños (los propios hijos del director). La familia lleva una vida de ensueño en un entorno paradisiaco rodeado por una naturaleza ensoñadora y con una relación abierta entre la pareja de padres. Todo empieza a dificultarse cuando esa relación abierta se ve permeada por sentimientos más profundos que sacan a la luz gradualmente la infelicidad.

Reygadas nos plantea una mirada característica que ha ido develándose cada vez más en su filmografía, en la que se puede apreciar al mundo y a los seres humanos como un paisaje por igual, con emplazamientos de cámara particulares y la posibilidad para el espectador de adentrarse a fondo en la naturaleza misma de todas las cosas. En su anterior largometraje, ‘Pos Tenebras Lux’, había ya tenido exploraciones de este tipo que resultaron especialmente exitosas desde el punto de vista creativo. Aquí la experiencia se extiende en el tiempo, y podemos ver mucho más a los seres humanos habitando los espacios, de una forma particularmente natural, lo cual trae a la mente al Terrence Malick de esta década. Para conseguir la naturalidad precisa, Reygadas apela a los actores naturales, en escenas naturales, apenas coordinadas, no exactamente pensadas desde la perspectiva de una puesta en escena. El resultado por supuesto es conmovedor y está repleto de poética audiovisual. Lamentablemente, toda esta plástica seductora pasa a segundo plano cuando se empieza a desarrollar el asunto dramático de la película.

De la fluidez poética del inicio de la película, transitamos hacia espacios más cerrados que resultan necesarios para captar la intimidad de una pareja en crisis. Es entonces cuando, al ver en el fondo de quienes habitan esos lugares, descubrimos sus profundos vicios de carácter, especialmente de Juan, seguramente el mismo Carlos Reygadas. Las oleadas de clasismo y machismo, que raya en misoginia, se hacen tan insoportables que la preciosa observación y escucha cinematográfica se cubre, se vuelve intrascendente, con un asunto que poco a poco tiene un grave diagnóstico: deja de importarle al espectador. La película dura casi tres horas, pero el desinterés de monotonía que genera en el espectador no se debe a ello. Se debe a que Reygadas se dedica particularmente a construir un monumento de sí mismo, hasta niveles insoportables y preocupantes desde cierto punto de vista, si es cierto que el personaje que interpreta en la película es él mismo en la realidad, de alguna manera. La desarticulación es tan grave que resulta insuficiente para evitar que la contemplación de su bella perspectiva cinematográfica resulte insuficiente para disfrutar de la película. Resulta verdaderamente agotador someterse a los delirios personalistas de alguien a tal grado. Los animales, los lugares, la luz, la sombra, los sonidos, las voces, los ambientes y las texturas se perciben por momentos como una trampa en la cual caímos para darnos cuenta de que se trataba solamente de una elegía ególatra. Por supuesto, el ejercicio es válido, pero el distanciamiento con el espectador sin duda termina pasando factura para las pretensiones del autor con el público, si es que existen en este caso.

sábado, 29 de septiembre de 2018

El suspenso estrangulador de Alfred Hitchcock y el misterio incestuoso de ‘Shadow of a doubt’

Shadow of a Doubt (1943) – Journeys in Classic Film

Dentro del grupo de quienes suelen ser considerados los más grandes cineastas de la historia, Alfred Hitchcock es uno de los que tiene una filmografía más extensa, dejando clásicos desde el mismo contexto de las vanguardias en el cine silente de los veinte hasta los pasionales años setenta. Durante los años cuarenta, fue uno de los autores fundamentales de la edad de oro en Hollywood y entregó películas emblemáticas como ‘Rebecca’ (1940), ‘Notorious’ (1946) y ‘Rope’ (1948). Una de sus mejores películas en esta etapa fue ‘Shadow of a doubt’, protagonizada por Teresa Wright y Joseph Cotten. La película nos cuenta la visita de Charlie (Joseph Cotten) a la casa de su hermana Emma (Patricia Collinge). El hombre resulta ser prácticamente un héroe para la familia, especialmente para su hija Charlotte (Teresa Wright), quien siempre decepcionada de la vida monótona de su pequeño pueblo se alegra particularmente con la visita de su tío, quien incluso inspiró su propio nombre. Durante la película, a los dos se les llamará siempre Charlie. El escenario familiar especialmente acogedor,  es complementado por Joseph (Henry Travers), el cuñado del visitante, y Herbie (Hume Cronyn), su mejor amigo, quienes se entretienen pensando en cómo se asesinarían uno al otro, además de los dos niños pequeños de la casa, Anna y Roger, inquietos intelectualmente y especialmente agudos. La situación se torna sorpresivamente tenebrosa cuando reciben la visita de dos hombres que se presentan como encuestadores, pero Jack, uno de ellos, confiesa a la joven Charlie que están en busca de un asesino serial de viudas y su tío tocayo es uno de los principales sospechosos.
La película va siendo inundada por una atmósfera inquietante, por una sensación que asfixia al espectador. Nos ponemos gradualmente en la perspectiva de una joven y vivaz mujer que descubre la oscuridad del mundo de un momento a otro, y empieza a ser acorralada, a perder tiempo y espacio, mientras un hombre maduro la reduce, la arrincona, la amenaza con tanta sutileza que simultáneamente parece construir un juego de seducción fundamentado en un complejo de Electra tan elocuente como elegante. El padre de la casa es un hombre mayor, entrañable, pero que nunca llegó presentarse como una figura de gran autoridad masculina. Algo que la esposa poco valora, mientras que la hija admira casi con ternura. El peligro cada vez se percibe más en acciones claras por parte de Joseph, un demente escondido en el disfraz de un galán. Un asesino despiadado que caza a su presa. Hitchcock nos inquieta con escenas brillantes, en donde el crimen está en el aire, con un dominio fundamental del suspenso, reforzado por un sarcasmo delicioso que se presenta en los momentos más álgidos de la trama. El secreto es latente y solamente la postura social parece impedir que este hombre físicamente fuerte y potente destroce con sus manos a una joven y frágil mujer. La tensión sexual resulta especialmente inquietante para quienes observan. Los niños y los adultos infantilizados caminan por la situación como si estuvieran sobre un campo minado. La aterrada y ligera Charlie casi corre por las calles al borde de sufrir un accidente mientras la persigue con determinación, desde la oscuridad, un asesino serial poderoso, eficiente y sumamente encantador. Escapa del acecho sujetando a quienes se encuentra, tratando de tomarse del brazo de cualquiera que la salve. Incluso en su propia casa, con la inmensa desventaja de contar con infinitamente menor credibilidad que él, debe protegerse de las dentelladas de todo un depredador. La sombra de la duda parece disiparse, pero para hacer visible a la muerte misma. Es una silueta que se define a medida que se acerca, pero es la de alguien que quiere romperle el cuello con las manos. La atracción sexual y la muerte, dos de los temas frecuentes en el cine de Hitchcock, habitan el misterio y el suspenso que venía afilando con maestría en las décadas anteriores y aquí empezaban a rendirle los mejores frutos de su obra, para deleite de quienes disfrutamos de la incorrección de su perversidad, contemplando los sinuosos caminos de su alma.

sábado, 22 de septiembre de 2018

El concepto de Pixar, la proyección de 'Inside Out' y el ingenio de Pete Docter

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Pixar ha sido un faro en el panorama del cine mundial durante los últimos veinte años, desde su celebrada primera entrega de Toy Story, que transformó por completo la animación. A pesar de muchos altibajos, siempre han mantenido unos estándares especiales de calidad, marcados profundamente por una habilidad excepcional para crear conexiones emocionales con un público masivo, diverso, que le ha otorgado éxitos constantes de crítica y taquilla, logrando crear verdaderos clásicos que han sobrepasado a la animación misma.
Una de las más recientes películas de los estudios Pixar se ha titulado como ‘Intensa-mente’ en Latinoamérica, con título original ‘Inside Out’. Después de no haber lanzado largometrajes en 2014, Pixar regresó con esta película dirigida por Pete Docter (Monsters Inc, Up), uno de sus grandes genios. Y el regreso fue apoteósico.

‘Inside Out’ es una película supremamente inteligente, vivaz, emotiva y original, en la cual se logra explicar algo muy complejo de una forma muy simple y didáctica, lo cual, de por sí, ya es un logro muy importante. Nos adentramos en el cerebro de la pequeña Riley y entonces podemos comprender desde un punto de vista particular cómo las emociones se integran a nuestra existencia y logran darnos lo que necesitamos en el momento preciso, especialmente cuando nuestro sistema de emociones está conectado armónicamente con nuestra vida.  Lo que sucede básicamente en ‘Intensa-mente’ no es un asunto tan simple, ni mucho menos común en una película que muchos considerarían de corte infantil. Es la exposición detallada, minuciosa e iluminada de una gran depresión, en la cual la furia, el temor y el desagrado quedan al mando, mientras que la tristeza y la alegría caen incluso hasta el subconsciente. Es una situación que está efectivamente al borde de convertirse en una tragedia, pero en Pixar nos lo muestran con una brillantez efervescente, que nos hace reír, llorar y emocionarnos como si fuéramos al parque de atracciones.

Pixar deslumbra con su dominio absoluto del cine. Desde el guión, hasta el montaje, da una cátedra, en la que demuestra claramente las inmensas posibilidades que existen para quien conoce y domina el lenguaje cinematográfico en su totalidad. Con ‘Inside Out’, nos entrega un manual de las posibilidades de entretenimiento, educación, cultura y ciencia que puede tener el séptimo arte, mucho más allá de lo que cualquiera podría normalmente lograr. Es supremamente acertada la característica simbólica de la película, ya que cada situación, cada acción que transcurre, tiene una doble lectura para el espectador atento, porque, al enseñarnos muy pedagógicamente los códigos del universo de la película (que son los mismos del cerebro, la mente, el pensamiento), podemos y debemos realizar la debida interpretación de todo lo que sucede. Así pues, nos damos cuenta de que el pensamiento no funciona con la ira, de que nuestras islas son las pasiones, de que la tristeza también tiene un papel fundamental en nuestra vida emocional y de que los sueños son los estudios cinematográficos de nuestra mente.

‘Intensa-mente’ es una película que perdurará y la reflexión que genera seguirá siendo larga y muy importante para cada uno de nosotros como seres de carne y hueso, con un cerebro que está siempre trabajando, aunque nosotros estemos durmiendo. Está maravillosa y genial película se convierte, sin ninguna duda, en uno de nuestros recuerdos permanentes… y quienes la hayan visto, sabrán de que estoy hablando.

sábado, 8 de septiembre de 2018

La oscuridad pedagógica de ‘Ana y Bruno’ y la introspección revelada de Carlos Carrera
























Carlos Carrera ha sido un cineasta particularmente destacado en el medio cinematográfico mexicano. Durante cerca de treinta años, ha logrado sacar adelante películas que han sido influyentes en el desarrollo del cine en este país. Películas como ‘La mujer de Benjamín’, ‘Sin remitente’, ‘Un embrujo’, ‘El crimen del Padre Amaro’ y ‘El traspatio’, son bien recordadas en el contexto de una cinematografía sin duda amplia y diversas. Por supuesto, una de las vertientes fundamentales en el trabajo de Carrera ha sido la animación, especialmente con su cortometraje ‘El héroe’, que ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1994. Durante varios años, el director mexicano estuvo luchando por sacar adelante un proyecto de largometraje de animación, titulado ‘Ana y Bruno’, que felizmente ha podido ver la luz este año en las salas del país, después de superar innumerables obstáculos durante unos siete años. ‘Ana y Bruno’ cuenta la historia de la pequeña Ana (Galia Mayer), quien en medio de una época en México que ha sido retratada desde otras perspectivas, es llevada junto a su madre a un retiro junto al mar, en donde descubre seres fantásticos que gradualmente le van revelando una verdad que resulta ser una auténtica conmoción, pero que le impulsa a la aventura para rescatarse a su madre y a sí misma.

Carrera nos cuenta una historia poética que se va sumergiendo gradualmente en una oscuridad profunda que resulta por supuesto especial desde la mirada de una niña muy pequeña. Lo que surge como un entramado fantástico e incluso lleno de poesía, poco a poco va revelándose con una oscuridad intensa que al mismo tiempo resulta ser pedagógica para los más pequeños con respecto a temas especialmente trascendentes en el desarrollo del ser humano, que trastocan para siempre su sensibilidad frente al mundo, como lo son la muerte y la locura. La película tiene todos los elementos para una pieza de horror especialmente intensa, pero la adaptación que hace Flavio González Mello sobre la novela de Daniel Emil logra establecerse casi como un manual lúdico para tratar estos temas con los niños. Como lo mandan los cánones del thriller, los espectadores tienen un trabajo que hacer y, en este caso, los padres que visitan la sala con sus hijos pequeños tendrán que construir junto a él ese camino, mientras va tocando temas que resultan especialmente sensibles. Bruno (con la voz de Silverio Palacios) es el personaje encargado de catalizar los momentos más álgidos de la película para la emocionalidad de los pequeños, con un humor punzante, directo y que logra hacer que todo se normalice de forma especialmente sana, incluso la revelación de la muerte misma.

Nuevamente en ‘Ana y Bruno’, como en otras películas de Carlos Carrera, la introspección profunda de los personajes resulta abrirse paso de forma muy natural para presentarse como una reflexión muy tangible de la naturaleza humana. Al final de la película, logramos vislumbrar la situación verdadera que ha sucedido, la realidad de los acontecimientos que permanentemente hemos estado observando desde la perspectiva de la fantasía y por momentos del horror. Comprender finalmente ese camino transcurrido resulta especialmente conmovedor, como si nos dejaran una nueva revelación que nos asaltará emocionalmente después de terminada la historia. Ese ejercicio le da un gran valor a la película desde el punto de vista autoral puesto que habla muy bien de las capacidades del guionista y del director. La animación resulta ser suficientemente eficiente para retratar las conmociones de esta historia que a fin de cuentas es una radiografía del devenir propio de quienes descubren la crudeza de la verdad de la condición humana. El diseño de los personajes nos recuerda el sello gráfico de Carrera, el que vimos desde el héroe y el tema sabemos que siempre ha estado dentro de sus intereses. Esto nos dice claramente que estamos frente a un autor, con un estilo identificable, con un mundo particular. ‘Ana y Bruno’, en específico, resultará útil en la revisión de su filmografía y también para quienes tienen la tarea de ser padres, de quienes se enfrentan a la necesidad de acompañar a sus hijos en la revelación de la verdad.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La poética existencial de Wim Wenders y la expansión anticlimática de ‘Submergence’

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Wim Wenders es una de las figuras emblemáticas del cine europeo durante la segunda mitad del siglo XX. Como parte del intenso y conmovedor Nuevo Cine Alemán, junto a otras figuras de ese país como Werner Herzog y Rainer Werner Fassbinder, entre otros, Wenders logró construir, especialmente en las tres últimas décadas del siglo, todo un imaginario para el cine independiente, siendo siempre de suma influencia para realizadores posteriores en todo el mundo, con películas como ‘Alicia en las ciudades’, ‘El miedo del portero ante el penalti’, ‘El amigo americano’, ‘Historias de Lisboa’, ‘Las alas del deseo’ y, por supuesto, la inolvidable ‘París Texas’. La década actual ha servido para volver a poner su nombre en las mejores consideraciones de la crítica, especialmente en el documental, con títulos como ‘Pina’, en 3D sobre la legendaria coreógrafa alemana Pina Baucsh y  ‘La sal de la tierra’, sobre el fotógrafo brasilero Sebastião Salgado. Su filmografía documental siempre ha sido especialmente interesante, pero nunca ha abandonado la ficción, aunque el éxito no ha sido el mismo, pero siempre abordando los temas derivados del paso del ser humano por la vida, de los encuentros con otros seres humanos, de las huellas propias de ese tránsito. Su más reciente película de ficción, se titula ‘Submergence’ y es una adaptación de la novela homónima del británico J.M. Ledgard. Cuenta la historia de James More (James McAvoy), un ingeniero hidráulico que es secuestrado por terroristas yihadistas en Somalia, y Danielle Flinders (Alicia Vikander), quien trabaja como biomatemática en un proyecto de inmersión en lo más profundo del océano. Un año antes tuvieron un encuentro amoroso que los flechó de por vida y los mantiene unidos, a pesar de que ninguno sabe nada del otro.

Wenders nos introduce en un asunto que evidentemente está en el fondo de las inquietudes que siempre ha tenido como artista, relacionados con el azar, con la existencia, con los encuentros que terminan transformándonos, y algo más reciente que tiene que ver con el paso del tiempo y con un interés casi biológico en la vida, con especial asombro, como lo retrató en ‘La sal de la tierra’, donde los mismos temas de esta película son tratados como documental y como mucho más acierto desde el punto de vista dramático. El guionista Eric Dingham no logra cohesionar con solidez el desarrollo del thriller geopolítico y ambiental con las disertaciones visuales de los personajes dentro de estos espacios cerrados y abiertos que sin duda los ponen en un debate existencial intenso. Wenders parece dedicarse de forma exclusiva a explorar sus inquietudes artísticas con respecto a estos temas y entonces podemos apreciar imágenes sin duda repletas de poesía, pero desvinculadas de una ficción sólida que las sostenga. Probablemente, si las intenciones originales de la película no fueran en la dirección del thriller romántico y político, tan convencionalmente, en la línea del cine estadounidense más comercial, hubiéramos tenido una película memorable donde Wenders hubiera tenido plena libertad para expresar la situación sin duda profunda que plantea la historia original. Tal vez algo similar a lo que desarrolla actualmente Malick y que llegó a su punto más alto con la emblemática ‘The tree of life’, tal vez la mejor película de la década. Las referencias de Malick, desde ‘Badlands’ hasta ‘The thin red line’, resultarían también ilustrativas de lo que se puede conseguir cuando se encuentran armónicamente la ficción y la poesía, como se pretendió en este película de Wenders.

Sin embargo, la película es aprovechable justamente para apreciar los intereses estéticos de Wenders, siempre en torno a temas que se expanden cada vez más desde la propia experiencia humana, sin perder ese centro, y ahora llegando a asuntos cada vez más globales e incluso existenciales, biológicos a gran escala. En ese contexto del análisis, cabe destacar el cuidadoso y sensible trabajo del cinefotógrafo Benoit Debie, de cabecera para Gaspar Noé, el trabajo del español Fernando Velázquez en la música. Lastimosamente, la película no estuvo abocada a la expresión, sino a un drama anticlimático.

viernes, 24 de agosto de 2018

La descompostura gradual de ‘Bad Samaritan’ y el control extraviado de Dean Devlin

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Los thrillers nunca pasan de moda y son sumamente eficientes cuando están bien diseñados, como un mecanismo especialmente filoso para cortar las emociones. Cabe destacar los acertados y disfrutables ejercicios que ha llevado a cabo Denis Villeneuve antes de abocarse con inmenso éxito a la combinación con la ciencia ficción, como ‘Incendies’ (2010), 'Prisoners' (2013), 'Enemy' (2013) y Sicario (2015).  Por supuesto, no hay que olvidar la deliciosa ‘Blue Ruin’ (2013), de Jeremy Saulnier. Sin embargo, cuando los thrillers no funcionan, el efecto es inverso, todo se transforma en una pesadilla muy diferente a lo que la ficción procura. Este es el caso de ‘Bad Samaritan’, la más reciente película de Dean Devlin, quien ha hecho el paso del guion a la dirección y resulta por lo tanto insólito el gran déficit dramático de esta película que fracasa como thriller, estrepitosamente. ‘Bad Samaritan’ cuenta la historia de Sean (Robert Sheehan), extranjero británico, quien junto a su amigo Derek (Carlito Olivero) de origen mexicano, roban aquí y allá para solventarse una vida lejos de un sistema que aborrecen sin mayor profundidad. En uno de los robos, trabajando en un valet parking, se encuentran con una sorpresa que pone en debate sus principios éticos y morales en el mundo del crímen, al menos inicialmente.

La película tiene un planteamiento más que interesante: el pequeño criminal que se encuentra de cara con el gran crimen y debe resolver casi por una necesidad urgente el debate ético y moral que lo sacude violentamente. Lastimosamente, todo se va diluyendo poco a poco en un mar de intrascendencia y efectismo que resulta aborrecible minuto a minuto. Se destaca la confrontación entre generaciones geek, entre el desquiciado Cale Erendreich (David Tennant, con un desempeño actoral espantoso) y el compungido Sean Falco, millennial de habilidades ya aprendidas cuyo celular es casi una extensión de sí mismo.  El planteamiento especialmente atractivo, con muchas posibilidades para construir un thriller especial, con aristas hasta filosóficas, resulta en una retahíla de carencias, de amagos, de torpezas dramáticas, de gratuidades, que caen como una plaga que termina haciendo pedazos cualquier intento por salir con decencia de la situación, opacando cualquier brillo. El mérito de ser entretenida no resulta suficiente para pagar la entrada. Los aciertos en la edición no resultan suficientes para rescatar de las aguas lo que se hunda en un mar de vergüenzas que terminan despertando carcajadas en lugar de nerviosismos. La fotografía resulta esmerada, incluso acogedora dentro del ambiente sombrío, pero parece solamente la antesala de un consultorio dental donde van a sacar las muelas, donde destruirán todas tus pretensiones de conseguir una sonrisa, al menos de satisfacción.

Devlin no puede articular la situación con fluidez, no puede conectar las piezas, tal vez porque inexplicablemente, con una extensa experiencia como guionista, no tuvo participación en el que apenas es su segundo largometraje como director. ¿Qué hubiera pasado si lo hubiera hecho? Al menos escribió el guion de la gringada generacional ‘Independe Day’ (1996). Tal vez para él fue una tortura tener que filmar este pésimo guion, culpa de Brandon Boyce, quien escribió ‘Venom’, de 2005 (con razón). Tal vez hubiéramos podido disfrutar de un desenlace que no terminara convirtiéndose en una parodia de la película misma. Resulta al mismo tiempo ejemplar para comprender por qué los guiones son fundamentales en la construcción de un thriller, en la elaboración de un crimen que debe ser desglosado, en la atadura armónica de los cabos, para que ninguno quede suelto. No se trata de perder la alegría por hacer una película, de no crear y recrear pretendiendo risas nerviosas. Se trata de mantener la alegría, pero en conjunto con el espectador. La idea es que se rían contigo, no de ti. La idea es que todos compartamos el placer de vivir las emociones. Devlin debería darle un vistazo a la exquisita ‘You were never really here’, de Lynne Ramsay, de este mismo año. Aún está a tiempo si no lo ha hecho. Es solo su segundo largometraje como director.

sábado, 18 de agosto de 2018

La tensión dramática de Ingmar Bergman y el mito espeluznante de ‘El manantial de la doncella’


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Durante los años cincuenta, Ingmar Bergman logró posicionarse como una de las presencias fundamentales en la cinematografía europea. En la segunda mitad de esa década transformadora, entregó obras fundamentales de su filmografía como ‘El séptimo sello’ y ‘Fresas salvajes’, que abrieron toda una nueva perspectiva en el mundo del cine, no solamente por los temas, sino por la mirada innovadora del cineasta sueco, a partir de un drama profundo y punzante en el medio cinematográfico más sensitivo posible. En 1960 su nombre empezó a hacerse realmente popular en Estados Unidos después de ganar el Óscar con ‘El manantial de la doncella’, basada en una leyenda medieval sueca, adaptada por la guionista Ulla Isaksson. Karin (Birgitta Pettersson), la joven hija de Kören (Max Von Sydow), un próspero cristiano, es designada para llevar velas a la virgen en la iglesia, lo cual representaba todo un honor. Es acompañada por Ingeri (Gunnel Lindblom) , la criada de la casa, quien secretamente adora al dios nórdico Odín. La doncella encuentra en el camino los peligros propios del contexto, en medio del bosque y de una época cruda y cruenta.

Uno de los orígenes más sólidos de Bergman es el teatro. Sus primeros ejercicios en la ficción fueron en este medio, en el cual consiguió dominar conceptos fundamentales que definirían gran parte de la especial singularidad de su cine, como la puesta en escena, la dirección de actores y por supuesto la interpretación de la dramaturgia pura. Además, Bergman fue el segundo hijo de una familia luterana donde el padre era pastor, así que los conceptos de pecado y redención, con todos sus matices y derivaciones, fueron siempre cercanos para él, siempre relacionados con su propia visión del mundo y de la existencia humana. En esta película, que marca propiamente la entrada a los años sesenta, una década prodigiosa en su filmografía, estos temas y esas herencias biográficas cobran una relevancia fundamental. Como espectadores, podemos comprender por fin lo que la cristiandad intentó decir durante siglos, con la vinculación que hace Bergman a la propia experiencia humana, al mundo de las relaciones, de los instintos, de las emociones puras, como el miedo, como el deseo, como las ansias en estado puro y violento. Max Von Sydow, quien ya había resultado estelar en las películas más notables de Bergman, vuelve aquí a convertirse en el sujeto de identificación del mismo Bergman con su película, en una interpretación que resulta subestimada con el paso del tiempo. También fue la segunda película con Sven Nykvist, el histórico fotógrafo que se convertiría en parte fundamental del círculo creativo del director. Los planos fijos, que caracterizaron el cine de Bergman por aquel entonces, se convierten aquí en auténticos testigos de la acción cinematográfica en medio del bosque. La destreza de Bergman para cotejar las emociones intensas y las acciones violentas resulta armónica con su propia visión de las pasiones humanas. Por supuesto, resulta también ilustrativo con respecto al origen de las religiones y las naciones, llenos de muerte, sangre y dolor insoportable.

Teniendo en cuenta el origen antiguo de la historia y que la película de Bergman se acerca a los sesenta años desde su lanzamiento, resulta impresionante la vigencia temática en el mundo actual. Resulta sobrecogedor como si Bergman nos hablara desde el pasado para comprender los riesgos que corremos en la actualidad, como si el registro de su perspectiva frente a un cuento tradicional y fundacional se haya convertido a su vez en la voz profética de este futuro. Aún hoy, después de tantos y tantos años, en los que las imágenes se han multiplicado frente a nuestros ojos y pasamos de escasas a cientos en tan poco tiempo, resulta sobrecogedora la tensión dramática que con maestría plasma Bergman en cada escena, con ese designio de la fatalidad que flota sobre todo el ambiente de la película, que por momentos nos acoge y siniestramente nos ronda, hasta que nos convierte en presas de una situación espeluznante, que a fin de cuentas termina siendo el verdadero origen de nuestras civilizaciones.

sábado, 11 de agosto de 2018

La observación social en ‘De mendigo a millonario’ y la visión neoyorquina de John Landis

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Durante los años ochenta, la comedia estadounidense tenía su centro en Nueva York, y desde el cine y la televisión aparecieron figuras que marcaron la década, con un humor inteligente y que simultáneamente tenía la capacidad de conectar con enormes masas de público. ‘Saturday Night Live’, el popular espacio televisivo de los sábados por la noche, surgido en los años setenta fue la escuela de muchos de ellos, quienes tuvieron su máximo esplendor en los ochenta. El stand up y los sketches del show televisivo formaron una serie de actores, presentadores, guionistas y comediantes de stand up que transformaron el negocio y el género hasta nuestros días. Dos de las grandes estrellas surgidas de ese show fueron Dan Aykroyd y Eddie Murphy, quienes brillaron en el cine. Se encontraron en el año 83 en la película ‘Trading Places’ (‘De mendigo a millonario’), dirigida por John Landis, otro formador de la memoria generacional de occidente por ese entonces, con cintas como ‘The Blues Brothers’, ‘An American Werewolf in London’ y el celebérrimo video de ‘Thriller’, de Michael Jackson, entre otras. Para Aykroyd, Murphy y Landis, una de las cimas de calidad en su carrera llegó cuando se encontraron en ‘Trading Places’, en 1983, película traducida como ‘De mendigo a millonario’, en Latinoamérica. La historia nos cuenta lo sucedido con Louis Winthorpe III (Dan Aykroyd) y Billy Ray Valentine, el primero es el acaudalado heredero de una millonaria empresa familiar y el segundo un pordiosero y vicioso hombre negro. Los hermanos Duke (Ralph Bellamy y Don Ameche), dueños de una firma multimillonaria, deciden apostar para demostrar si solamente es casualidad que alguien tenga éxito en la vida, así que, con varias artimañas, deciden intercambiar de escenario a los dos personajes. El resultado es una comedia desenfrenada que pone en relieve mucho del espíritu humano.

Landis utiliza un precioso collage de la Nueva York de aquel entonces, con las Bodas de Fígaro, para adentrarnos en la particularidad de estos dos personajes situados en los extremos de la brecha social. Tan solo esa apertura ya se convierte en todo un documento. Posteriormente, nos muestra con una visión mordaz los entornos llenos de defectos y vicios de cada una de estas clases, hasta que la historia empieza a desenvolverse con la apuesta de los dos hermanos y cada uno de estos personajes es llevado por el azar de una acción arrolladora, hasta que se encuentran en el escenario del otro, con la necesidad urgente de enfrentarse a la vida que se pone enfrente de ellos. Landis logra momentos de auténtica hilaridad con una perspectiva amplia y serena que nos permite disfrutar con tiempo y espacio de todo lo que vemos, del encuentro de dos realidades sociales. El trabajo en el guion, a cargo de unos jóvenes Timothy Harris y Herschel Weingrod (quienes se convertirían en una dupla especialmente exitosa para este género en el cine) resulta encajar perfectamente con la interpretación de Aykroyd y Murphy, siempre física y con una intención impecable en los parlamentos. Además, el casting se completa de forma extraordinaria, como pocas veces puede verse, con nombres como Jamie Lee Curtis, Denholm Elliot, Paul Gleason, en incluso apariciones de los históricos Frank Oz y Bo Diddley. Con la perspectiva del tiempo, la película resulta cada vez más sobresaliente, por convertirse en un testimonio útil en diferentes niveles. Es el testimonio audiovisual de una ciudad en una década específica de los años veinte, es una de las primeras películas especialmente destacadas que se dieron como consecuencia de una comedia en ebullición, surgida de la televisión. Es la perspectiva particular de una comedia aún conectada con la vieja tradición de la comedia norteamericana en el cine, como la de Frank Capra, Ernst Lubitsch y en algunos casos el mismo Howard Hawks. Este desenfreno situado en el interés por observar la sociedad neoyorquina termina siendo por su propia cuenta un buen estudio con respecto a lo que históricamente determinaba a una ciudad donde muchas de las grandes corporaciones de la actualidad estaban aún jóvenes o incluso recién nacidas. ‘Trading places’ sirve para ejemplificar la utilidad del cine.

sábado, 4 de agosto de 2018

El testimonio eufórico de The Beatles: Eight Days a Week - The Touring Years y la reconstrucción emocional de Ron Howard


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La cultura popular es la primera que marca nuestras vidas y no deja de hacerlo nunca. La música y el cine fueron los primeros medios por los cuales recibimos esa influencia. Por supuesto, la aparición de la música rock renovó el significado de ser joven y masificó notoriamente la exploración de diferentes espacios para el desarrollo individual de cada persona, especialmente en Occidente. The Beatles representó simultáneamente la consolidación del rock and roll estadounidense y abrió las puertas para la Invasión Inglesa, que terminaría transformando profundamente la cultura popular en este lado del mundo. Por supuesto, la trascendencia de los Beatles los ha llevado muchas veces al cine, a la exploración cinematográfica de un fenómeno simultáneamente trascendente en lo comercial y en lo artístico. Una de las entregas más interesantes alrededor del célebre Cuarteto de Liverpool en el mundo del cine estuvo a cargo del experimentado Ron Howard (ganador del Óscar en 2002 con ‘A Beatiful Mind’). Howard dirige ‘The Beatles: Eight Days A Week’, en donde reconstruye el impresionante fenómeno social que representaron The Beatles en los Estados Unidos a mediados de los años sesenta, desde su llegada en 1964 hasta su retiro de los conciertos en 1966. Con base en testimonios diversos, de diferentes fuentes, incluidos los archivos de los dos Beatles fallecidos, John Lennon y George Harrison, y de los sobrevivientes, Paul McCartney y Ringo Starr, además de muchos que vivieron de una forma u otra aquella época.

Howard aborda esta reconstrucción con la intención de reconstruir la auténtica magnitud de lo que representó la Beatlemania y en general la influencia de los Beatles en el mundo para ese entonces. La ausencia de precedentes para fenómenos de ese tipo en el momento, representó sin duda un reto para las instituciones, incluidas las políticas, las religiosas, las de gobierno y las sociales mismas. McCartney y Starr nos relatan, con la perspectiva que da la distancia en los años, una visión renovada de lo que ellos vivían interiormente, en medio de la euforia desbordada muchas veces hacia el caos. La película trata de hacer un recorrido cronológico con base en los exitosísimos álbumes que el grupo iba lanzando al mercado, batiendo todos los récords, y simultáneamente revisa miradas distintas, de expertos en música y humanidades, de artistas bien reconocidos en diversos medios y de periodistas. Todo esto funciona al mismo tiempo como retrato de unos años convulsionados en el mundo, llenos de discriminaciones, de violencia, de revoluciones, de dictaduras, como un planeta en formación, agitado, mientras ellos pasaban en medio de la locura, ciertamente vulnerables en diversos puntos, en Asia, en Europa, en los mismos Estados Unidos, en donde la lucha entre los activistas y los fundamentalistas estaba en plena ebullición. En este contexto, trascendieron a su propia música y se convirtieron en la identificación que millones de jóvenes buscaban después del desastre en la guerra, en la forma como podían construir relaciones entre sí mismos. Siempre con una respuesta oportuna, con una postura natural pero única y con música especialmente viva y revolucionaria en el arte mismo, los Beatles se convirtieron en un punto de encuentro, en la posibilidad para millones de adolescentes para sentirse parte de algo. Las imágenes de archivo resultan ser las más efectivas en el documental de Ron Howard para transmitir de forma eficiente la sensación de la historia misma sucediendo en ese punto. Un estadio inglés repleto de hombres cantando ‘She Loves You’, como si se tratara de un himno obrero, y por supuesto los mismos Beatles, en Washington, dándole la vuelta a la batería de Ringo Starr y llenando el aire con su energía descomunal, contagiosa. La experiencia humana poco a poco se fue sobrepasando a la banda, pero el impacto derribó sin duda una barrera que trajo los años finales de los años sesenta, donde también fueron claves. Resulta emocionante y asombroso reconocer la dimensión de lo sucedido.

sábado, 28 de julio de 2018

La exploración estilística de Stanley Kubrick y la épica transformadora de 'Espartaco'











Stanley Kubrick filmó cuatro largometrajes en los años cincuenta, todos ellos en blanco y negro, todos ellos considerablemente independientes y con presupuestos que fueron poco más que suficientes en general. Estas películas iniciaron su carrera como autor de ficción en el cine y lograron plantear la filmografía de uno de los más grandes cineastas en la historia. Para 1960, se dio un acontecimiento que bien puede ser considerado como el que lo trajo definitivamente al mundo del cine masivo. Kirk Douglas, el legendario actor de Hollywood, se embarcó en la producción ejecutiva de un proyecto en el género épico, que dominaba con excelentes resultados de taquilla las carteleras del mundo para ese entonces. Se trataba de ‘Espartaco’, una película protagonizada por el mismo Douglas y que tendría como director a Anthony Mann, quien se había hecho bien conocido con una serie de westerns memorables y una larga experiencia en la dirección. Por razones desconocidas, Mann fue retirado del proyecto al inicio del rodaje y Douglas influyó para que el encargado de la dirección fuera un Stanley Kubrick de apenas 31 años, con su costal de películas prácticamente independientes, entre las cuales se incluía ‘Senderos de Gloria’, protagonizada por el mismo Kirk Douglas. El guion estuvo a cargo del recordado Dalton Trumbo, perseguido por la célebre y terrible “Caza de Brujas” en Hollywood y el histórico compositor musical Alex North, autor del score de auténticos clásicos de la época. ‘Espartaco’ cuenta la historia del esclavo del mismo nombre, quien inicia una revuelta que gradualmente va tornándose en revolución hasta llegar a ser toda una amenaza ideológica para el poderoso imperio romano. La película, formalmente de encargo para Kubrick, representó para nosotros la oportunidad tenerlo dirigiendo a una serie de actores emblemáticos del momento, además de Douglas, como Laurence Olivier, Jean Simmons, Charles Laughton, Tony Curtis, Peter Ustinov, John Gavin y Nina Foch, entre varios más. Para Kubrick significó filmar en el abrumador formato de 70 milímetros y hacer su primer largo en color, con Technicolor. Es decir, le dio amplitud, resolución y un reparto estelar, a cambio de hacer la película con menos control creativo de toda su carrera.

Kubrick tuvo entonces la posibilidad de acercarse a los millonarios juguetes hollywoodenses y esto marcaría un parteaguas en su carrera. Podría decirse que también para la historia del cine, porque su visión inigualable, su genialidad visionaria comprendería por fin todas las posibilidades que podría otorgarle a su creatividad privilegiada. Pudo trabajar también en la fotografía con Russel Metty, quien para ese entonces ya le había dado luz, por ejemplo, a una película fundamental como lo es ‘Sed del Mal’, de Orson Welles, quien alguna vez en su vida diría que Kubrick le parecía un gigante. En la película, puede percibirse ese interés de Kubrick por el espacio, esa exploración estilística que le permitían las condiciones técnicas que disfrutó en esta película. Se pueden ver en sus movimientos de cámara los recorridos frontales y laterales que ya había explorado antes, la profundidad que siempre quiso, la composición que lo haría tan característico, con esa insistencia apasionante alrededor de la perfección, la amplitud de la expresión en otros terrenos como la música y el color, que apenas había vislumbrado anteriormente en su cortometraje documental ‘The Seaferers’. Por si esto fuera poco, los temas de ‘Espartaco’ pertenecen plenamente al conjunto filosófico y social por el cual siempre estuvo interesado, con un personaje principal también rebelde, activo, frontal, lleno de exuberancia, como los que él mismo construyó antes y después. Con reflexiones alrededor de la guerra, la política, la vida y la muerte, la violencia, la sexualidad, incluido el homosexualismo, este último tema de aquellos que gustaba tocar de forma específica para esa tarea de la cual fue tan participativo, consistente en formar conciencia, en despertarla, ampliar la perspectiva, tal y como lo hizo específicamente, en concreto, con su cine. Así como ‘Espartaco’ liberó en cuerpo y alma a los esclavos, también lo hizo con la voz autoral de Kubrick.

sábado, 21 de julio de 2018

El superhéroe original de ‘Los Increíbles 2’ y el bagaje cultural de Brad Bird

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Pixar es una de las compañías más destacadas en Hollywood durante los últimos 25 años. Ha sabido mantenerse en la cima del negocio y convertirse en todo un paradigma en la animación, además de posicionarse como todo un referente para las generaciones de todo el mundo en dicho lapso. Gradualmente se han ido adentrando en la ola de reconstrucciones y derivaciones que desde hace un buen rato domina en esta industria. Se han decidido por las secuelas y ya suman tres de ‘Toy Story’, su película emblemática, dos de ‘Buscando a Nemo’ y más recientemente ‘Los Increíbles 2’, muy ad hoc con la oleada de superhéroes que se ha tomado esta década de blockbusters. Para entrar en estos terrenos, con tantas referencias inmediatas y simultáneas, la segunda parte del mundo superpoderoso de Pixar fue dirigida por Brad Bird, uno de los grandes pioneros de la compañía, quien ya se había encargado de la primera entrega y de la entrañable ‘Ratatouille’, además de contar por su propia cuenta con participación en la televisión, nada más y nada menos que dirigiendo un par de capítulos de ‘Los Simpson’ y uno más de la extraordinaria ‘Historias Asombrosas’, de Spielberg, entre otros creadores. De hecho, ya en el cine, específicamente en la animación, había marcado todo un clásico con la fabulosa ‘El gigante de acero’. Para ‘Los Increíbles 2’, Bird nos ubica justo en donde nos había dejado la primera entrega, en el ataque del Hombre Topo que parecía el regreso triunfal de la superfamilia Parr. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable para esta familia casi maldita con el poder. Su enfrentamiento con este criminal deja daños incalculables y pocos resultados, lo cual los lanza de nuevo al exilio, en un triste hotel de paso. Surge entonces la iniciativa privada, interesada en que los súper vuelvan a tomar su posición y, como nos quedó bien claro en la primera película, no todo lo que brilla es oro en el mundo corporativo.

Para construir esta experiencia, Brad Bird abreva de su vasta experiencia, no solamente como cineasta, sino como aficionado ferviente del cine, la televisión y los cómics de superhéroes, reconstruyendo personajes bien conocidos con gran elegancia y un diseño especialmente elegante. Todo se sostiene sobre un thriller característico del género, particularmente de los cómics, con una inmensa cantidad intriga y un misterio que debe ser resuelto, con el protagonismo de Helen Parr (Holly Hunter), la atractiva Elastigirl, quien despierta la envidia machista de su marido, el todopoderoso Mr. Increíble (Craig T. Nelson), quien tiene que asumir más decididamente su personalidad humana como Bob Parr y encargarse de una casa en constante evolución, con una Violeta (Sarah Vowell), cada vez más adolescente, Dash (Huck Milner), progresivamente más preadolescente y el impredecible Jack-Jack (Eli Fucile), una caja de sorpresas, superpoderes y encanto. Por fin una película de superhéroes en esta atiborrada década nos permite ver desvelos, angustias, desesperos, llamadas telefónicas entre familiares, cotidianidad, día a día, sin despegarnos de las inmensas posibilidades de la acción característica. Podemos comprender al superhéroe como un profesional comprometido en todo sentido, como ese filántropo que se exige continuamente y está sometido a las falencias de su condición humana. La espectacular música rememora, la luz nos acoge, el color nos llama con sus destellos, como las series que construyeron este imaginario, con los trazos de los cómics que les dieron vida, con la experiencia cinematográfica que vivimos hace tanto tiempo. Podemos disfrutar de un suspenso elaborado y de una comedia exquisita, con diálogos finísimos y unos gags visuales inolvidables. Regresamos a una memoria colectiva longeva y que marcó la individualidad de millones de personas en todo el mundo. El héroe otra vez es filosófico, mítico y humano. Vuelve de la fantasía donde lo tenían encerrado a su casa matriarcal con la ciencia ficción y la aventura.