jueves, 26 de enero de 2023

La disolución familiar de ‘Principios de verano’ y la resignación poética de Yasujiro Ozu


Para los inicios de la década de los cincuenta, Yasujiro Ozu ya era un cineasta especialmente experimentado, con más de cuarenta títulos como director de largometrajes. Esa abundante práctica repercutió en un dominio que se podría considerar inédito, especialmente sobre su propio estilo y sobre los temas que terminaron por definirlo. ‘Principios de verano’ (1951), la segunda película de la “trilogía de Noriko”, demuestran muy particularmente la capacidad que tenía Ozu de regresar a los mismos temas y renovar la emoción de forma natural, con la capacidad de abrir un abanico de matices interminable, sobre la poesía cotidiana de un mundo tan japonés como universal. 

‘Principios de verano’, en el fondo mueve las mismas piezas de ‘Primavera tardía’, para construir una nueva historia, con tanta renovación que tiene la capacidad de conmover nuevamente gracias al fortalecimiento de nuevos lazos familiares, con otra Noriko a cargo de Setsuko Hara, que es una Noriko con más poder, pero igual de resistente en su propia alegría. Noriko (Setsuko Hara), ya suma 28 años y despierta la inquietud de su familia porque se mantiene soltera, especialmente por los comentarios incisivos del tío que viene de visita a la ciudad. Noriko vive una vida familiar feliz con sus padres, su hermano, su cuñada y sus nietos, y en su vida laboral como secretaria, con su jefe y sus amigas. Los pretendientes surgirán pronto, pero los intereses familiares y los sentimientos de Noriko andarán por caminos distintos. 

En ‘Principios de verano’, Ozu rodea su ya tradicional retrato familiar de un contexto social mucho más visible, con mujeres mucho más independientes, partícipes de una sociedad de posguerra que las necesitaban de una forma mucho más extendida. El escenario constante de las habitaciones del hogar, se comparte ahora con las oficinas, en donde las mujeres son protagonistas e interactúan en un mundo en el que aparecen con mucha más confianza. Esta amplitud del concepto, con nuevos lugares en los cuales Noriko vuelve a ser generosa y alegre, y el proceso social y natural de las relaciones se extiende aún más como todo un concepto colectivo. De tal forma que se construyen los contrastes entre la casa y el trabajo, la ciudad y la provincia, los hombres y las mujeres, los viejos y los jóvenes. El tiempo pasa y las nuevas relaciones distancian irremediablemente a padres, hijos y hermanos. Esa transición se acelera considerablemente en el escenario histórico al que se refiere Ozu, que nuevamente va detonando la dicha con una melancolía profundamente poética, que surge naturalmente de la evolución de la vida de las personas. 

‘Principios de verano’ es capaz de construir el retrato colectivo siempre conmovedor de una familia grande, extensa, con abuelos, padres, hijos, nietos, tíos, primos, sobrinos, amigos y amigas. Es capaz de tocar el dolor con poesía, y entonces para todos en casa, la ruptura de la armonía, de la felicidad, la división de una inmensa manada dichosa, no despierta más que una resignación repleta de buenos deseos, de un amor sincero que simplemente ha sido disuelto en su unidad por otro amor espontáneo. Cada espacio, cada luz, las puertas, las ventanas, abriga auténticamente, es honesto, es transparente y se siente como la casa de cada quien, también en las diferencias. Ozu es capaz entonces de hacer entrañable una disolución familiar, la desestructura de un árbol firme y sano. Hay un sustrato de espiritualidad profunda, elaborada por el amor, en la que una tristeza extraordinaria es parte de un auténtico trance en el que los personajes respiran profundo y aceptan la naturaleza de un cauce que no para de correr y de llevarnos a todos pacíficamente hasta el final de la vida misma.    


jueves, 19 de enero de 2023

El amor tradicional de ‘Primavera tardía’ y la inquietud moderna de Yasujiro Ozu



Se le suele considerar a Yasujiro Ozu como “el más japonés de los cineastas japoneses”. Ozu cruzó la primera mitad del siglo XX en medio de la guerra y la afición por la Época de Oro de Hollywood. Arraigado al sake y a su madre, concentró un estilo que jamás volvería a verse en las pantallas de cine. La intimidad, la calidez y la melancolía de los espacios de Ozu trazaron el camino de una síntesis poética que todavía es extraordinaria en la historia del cine. A finales de los años 40, la consolidación de ese estilo se dio de forma especial con ‘Primavera tardía’ (1949), la primera película de la que posteriormente sería la llamada “Trilogía de Noriko”. 

‘Primavera tardía’ describe la relación padre e hija entre Shukichi (Chishû Ryû) y Noriko (Setsuko Hara). Él es un profesor veterano y viudo que vive en una relación de pleno amor fraternal con su hija, pero tiene la intención de que ella se case pronto, como lo marque la tradición, ante la resistencia de ella y aún a costa de enfrentarse al dolor de la soledad. Noriko cuestiona lo que todos consideran “la ley de la vida”, percibiendo que solo se está perturbando un escenario feliz para todos, pero su padre considera que lo correcto es que ella haga su propia vida lejos de él. Esa conversación profunda entre la tradición y la modernidad, con la divergencia intergeneracional característica de Ozu, revela gradualmente el sentir más profundo de los personajes. 

En las composiciones en exteriores de ‘Primavera tardía’, Ozu parece ir expresando cada vez algo más profundo. La cotidianidad parece irse transformando gradualmente en el pasado. La rutina se va transfigurando en un escenario bucólico que solamente alberga memorias tan tristes como poéticas. En los interiores, con la simple decisión de plantar la cámara en el piso y no moverla más, es capaz de crear una inmersión que no tiene la intención de ser un efecto, sino de generar una compenetración con la agitación de las emociones que crece al interior de ese hogar, en el que el tiempo pone en confrontación una armonía que no es confiable, lo cual no puede ser más particular. Shukichi, con la sabiduría ganada a punta de experiencia, pero arraigado en las tradiciones, se presenta como pertubador fraterno de la armonía, con un amor anclado en el conservadurismo de las tradiciones, pero al mismo tiempo coherente con el requerimiento esencial de la independencia de los más jóvenes, con la necesidad imperiosa de que las crías aprendan a caminar, a correr y a volar. Por otra parte, la sonrisa inagotable de Noriko se va detonando a punta de unas circunstancias cada vez más ineludibles y como último acto de respuesta surge la reflexión abierta sobre la necesidad de seguir las tradiciones si estas van en contra de lo más parecido a la felicidad. Pero el dilema entre la tradición y la modernidad es complejo y no está puesto sobre los hombros de un solo personaje. El sacrificio del padre, aún a costa de su condena a la soledad, resguarda un espíritu auténticamente liberal con respecto a su hija, con fundamento en nada más que el amor. La preocupación y el apego de la hija deja entrever también un viso enfermizo, de una posesión de complejo de Electra. En medio de los silencios, las miradas, los silencios, en las pausas y también en las conversaciones, va emergiendo el dolor, al mismo tiempo que se va levantando una complejidad que hace que las palabras sean a fin de cuentas las que menos expresan la verdad del fondo emocional de cada quien. Sin un acercamiento siquiera a las malas intenciones, el dolor habita en medio de las sonrisas resistentes y las mentiras piadosas.