jueves, 27 de abril de 2023

La muerte aislada de ‘Last Days’ y el ocaso del héroe de Gus Van Sant


Ya con los dos pies bien posicionados en el siglo XXI, Gus Van Sant era una de las figuras más importantes del cine de autor estadounidense. La llamada “trilogía de la muerte” fue todo un manifiesto de sus intenciones en el establecimiento de todo un vínculo entre la naturaleza melancólica y el fondo trágico de aquella generación de jóvenes en Estados Unidos. Después del experimento de ‘Gerry’ (2002) y el paradigma de ‘Elephant’ (2003), Van Sant cerraba la tríada con ‘Last Days’, una película también en todo experimental, también en la exploración de la melancolía, pero con el fundamento potente de la referencia biográfica, específicamente la de los días finales y tristes de Kurt Cobain, el legendario líder de la banda de grunge Nirvana, fallecido mediando la década de los noventa, en un personaje ficticio llamado Blake (interpretado por Michael Pitt), que apenas vive en medio de la dilución progresiva de su propia conciencia, en un estado mental progresivamente cambiante. 

En ‘Last Days’, Gus Van Sant recoge la avanzada hacia la muerte de ‘Gerry’ para lanzar a su personaje en otro tipo de deriva: la del contacto estertóreo con sus propios sentidos, con el entorno. Blake vaga por el rumbo natural y embriagante de un castillo que ha construido su talento y su fama. La captura que hace el director está en el borde un auténtico documental de la vida salvaje, no en el salvajismo malentendido de las fiestas excesivas de la élite rockera, sino en aquel que se circunscribe más claramente al de una supervivencia apenas sostenida, en medio de los desmayos de la enfermedad, de la imposibilidad creciente de mantener la vida. Blake se arrastra incluso con calma por los espacios, en donde convive con otros humanos que saben que está ahí pero que no están en la disposición mínima de atenderlo. De momento en momento, se planta en medio del muladar del abandono para que se proyecte un rayo luminoso de su talento, para rasgar la guitarra eléctrica y emitir unas cuantas palabras que expresan una sensibilidad que pareciera a veces ser una súplica y otras apenas el reconocimiento tranquilo de una circunstancia ineludible. Como en ‘Gerry’, Gus Van Sant no tiene la intención de elaborar una trama, aunque sí tenga la misma de ‘Elephant’ de cruzar las perspectivas, para entrar y salir de un personaje solitario en un espacio que parece ocupar en todos los rincones. 

La concentración constante de Gus Van Sant, durante toda la trilogía, en los personajes plenamente, por encima de cualquier intento de trama, consiguen efectivamente hablar con profundidad del vacío, de una desolación en la que ya no queda nada a lo cual aferrarse, de la muerte como destino previsible, consiguiendo que aún así exista una poesía remanente en esa tristeza casi siempre clara, luminosa, en escenarios extendidos de par en par en cada plano. Esa soledad en los grandes espacios, con la dificultad constante para abrazar al otro, resulta entonces en todo un panorama, en la radiografía de lo que se insinúa como todo un asunto social que puede colapsar a toda una generación, a una juventud en circunstancias diversas. A la juventud anónima, a la juventud célebre, a aquella que procura seguir un camino, a aquella que no lo encuentra o a aquella que no parece saber a dónde dirigirse. La poesía melancólica, que en ‘Last Days’ se expresa muy especialmente en el ocaso de un héroe representativo, no impide que se construya toda una observación social con respecto a un mundo en el que no se pintan las las motivaciones mínimas, en el que no parece suficiente una vida sencilla. 


jueves, 20 de abril de 2023

La muerte implacable de ‘Elephant’ y el memorial doloroso de Gus Van Sant


La filmografía de Gus Van Sant alcanzó la cumbre justo en la segunda película de la “trilogía de la muerte”, con ‘Elephant’ (2003), que le valió al cineasta de Kentucky los premios al mejor director y a la mejor película en el Festival de Cannes. Van Sant se detuvo a observar, en medio de su tratado sobre la muerte, la matanza de la Escuela Secundaria Columbine en Colorado, que por ese entonces también recogía Michael Moore para explorar en las raíces de sus causas. Con el impulso experimental que había expuesto en ‘Gerry’ (2002), la primera película de la trilogía, el director emprendió la elaboración de todo un memorial dedicado a las jóvenes vidas que se vieron terminadas brutalmente en los hechos acontecidos. ‘Elephant’ sigue a una serie de personajes que hacen parte del hábitat cotidiano de la escuela, incluyendo a John (John Robinson), hijo de un padre ebrio y con problemas en la escuela; Nathan (Nathan Tyson), un salvavidas popular entre las chicas; Michelle (Kristen Hicks), una joven introvertida que sufre en la clase de gimnasia, Elias (Elias McConnell), un entusiasta fotógrafo amateur y Brittany, Jordan y Nicole (Brittanny Mountain, Jordan Taylor y Nicole George), tres chicas superficiales y demandantes entre sí que vomitan lo que comen en los baños de la escuela. 

El punto de partida de ‘Elephant’ es siempre el de la perspectiva de las víctimas. De aquellas caídas por la locura descomunal, de quienes sobrevivieron con el trauma lacerante de la muerte de sus compañeros y de los mismos que dispararon, abandonados en un mundo desértico que no les ofrece nada satisfactorio. La cámara de Van Sant suele moverse constantemente sobre el eje, avanzando y retrocediendo, o sobre los costados, subida en los dollys y los steady cam, como si barriera el espacio acompañando a los personajes, que deambulan por la escuela buscando algo que jamás encuentran. En la búsqueda interminable de lo que pareciera una simple satisfacción, un instante de paz, se desprende el alma de Alex (Alex Frost), quien junto a Eric (Eric Deulen), se aferran a un odio poético, en el que Alex es capaz de asirse a sus habilidades en el piano para sublimar su propia violencia, su desprecio profundo por un mundo que se le presenta como hostil. Así como está Beethoven, está Hitler y están los videojuegos de auténtico asalto violento o también el despertar homoerótico con su propio patiño. Por supuesto, también los rifles de asalto, que todo lo silencian, que se imponen abruptamente sobre las voces, sobre las presencias, que derriban los argumentos, que son sordos y furiosos. El avance enajenado de Álex y Eric arranca las pocas flores que surgen en un espacio árido. Van Sant cruza los destinos constantemente, reitera las escenas desde la perspectiva de un personaje distinto, con otra mirada, señalando la interacción de toda una comunidad que es interdependiente casi sin ser consciente de ello. Cada mirada es nombrada, es identificada con un hombre, es representada en un ser humano tangible. Entonces, con esa ancla en el reconocimiento, los asesinatos dejan de ser impersonales, se convierten en una auténtica pérdida de un joven del cuál hemos escuchado sus palabras, hemos visto sus gestos o incluso nos hemos reconocido en sus miradas. Pero Van Sant tiene la gran habilidad de complejizar la poesía, de relacionar hábilmente la locura y la poesía, el horror y la belleza. Constantemente un cielo melancólico se posa sobre el vacío de los jóvenes vivos y la desolación de los jóvenes muertos y eso a fin de cuentas es la vida, que no discierne entre lo que amamos, lo que tememos, lo que odiamos, lo que añoramos y lo que vivimos. 


jueves, 13 de abril de 2023

La muerte a la deriva de ‘Gerry’ y el experimento expansivo de Gus Van Sant


Gus Van Sant es una de las figuras más particulares en la segunda generación de cineastas independientes de Estados Unidos. El director nacido en Kentucky ha conseguido construir un estilo que es capaz de abarcar la experimentación, la reivindicación política y la contemplación. Desde su mirada a la marginación estadounidense, como es característico de la contracultura cinematográfica gringa, Van Sant ha logrado construir un rasgo identificable como cineasta. Tras atravesar la aceleración masiva de los años ochenta, con verdadera contracultura fílmica en el cráter del volcán que hizo erupción en los noventa, expresada en clásicos generacionales como ‘Drugstore cowboy’ (1989) y ‘My own private Idaho’ (1991), para consecutivamente encumbrarse con obras aclamadas como ‘Good Will Hunting’ (1997) y ‘Finding Forrester’ (2000), Van Sant aprovechó la aprobación diversa que consiguió para emprender toda una trilogía sobre una muerte de muchas caras, presente en la juventud estadounidense el momento, con licencias de experimentación y la libertad de expresar inquietudes humanas y artísticas propias. La primera película su “trilogía de la muerte” fue ‘Gerry’ (2002), que cuenta la aventura a la deriva de dos jóvenes entusiastas, los dos llamados Gerry (Matt Damon y Casey Affleck), quienes poco a poco aceptan su extravío en las extensiones indefinidas de la geografía que los rodea. 

En ‘Gerry’, Gus Van Sant se decide a romper todos los modelos y las fórmulas consideradas del debiera ser en el mainstream gringo. Los planos se extienden hasta transformarse gradualmente en la percepción, hasta empezar a develar una profundidad con cierto misterio. Los dos Gerrys emprenden el camino por el escenario interminable con la jovialidad de la amistad expresa, en medio de las bromas, las risas, la conciencia de la situación que al comienzo es divertida y poco a poco se va haciendo aterradora. Van Sant también se desprende de la necesidad de llevar a sus personajes a un lugar fijo, de ponerles encima un destino claro. Apenas los junta al lado del fuego o en el filo de un desbarrancadero para que deliren o para decidir hacia dónde se quieren mover, mientras que el entorno desinteresado los trata como a un elemento más en ese mundo desierto. Los planos de ‘Gerry’ se pueden estirar hasta donde sea posible, instalando a los personajes en los extremos, de tal forma que parecen confrontados en un duelo que no es más que el de la supervivencia. En otros casos, pueden vagar sin rumbo y podemos tenerlos en un close up compartido que se extiende mientras que sus rostros empiezan a perder la capacidad de expresar algo que no sea el agotamiento. En ‘Gerry’, no hay objetivos específicos, no hay trama y tampoco hay desesperación. Todo consiste en la entrega, en la corriente natural de la muerte, de una inanición imparable, que todo se lo va tomando, hasta que la muerte se hace casi necesaria, una alternativa que se puede considerar con tranquilidad, en el vacío. No parecieran existir siquiera jerarquías entre la vida y la muerte, entre la renuncia y la aceptación con respecto a la lucha instintiva por salir vivo. Ese espacio que queda vacío, le abre las puertas a la contemplación profunda, al paso de tiempo que está por encima de la existencia de un par de seres humanos en el desierto. El experimento expansivo de Gus Van Sant no se expande así solamente en el terreno natural, sino que también se expande en una percepción que probablemente no podamos controlar del todo, sobre todo si está de por medio la necesidad creada del cine hegemónico por contarlo todo, por decirlo todo, por explicarlo todo a cada instante.