martes, 21 de diciembre de 2021

La excavación política de ‘Hail, Caesar!’ y la observación hollywoodense de los hermanos Coen













Cuando ya habían completado las tres películas de su trilogía “numbskull”, los hermanos Coen descubrieron que tenían una historia más sobre el cabeza hueca que termina por desnudar los vicios estructurales del sistema en diversos ámbitos. Entonces comprendieron que habían construido la única trilogía que podría tener legítimamente cuatro películas, precisamente por ser la trilogía de los cabezas huecas. Por supuesto, nuevamente contó con George Clooney a la cabeza del reparto. En la crítica estructural característica de estas comedias de los Coen, no podían terminar sin dedicarle una observación a la industria cinematográfica, a los tejemanejes originales de la trama corporativa hollywoodense, remontándose suficientemente en el tiempo setenta años atrás, a los inicios de la década de los cincuenta, cuando la televisión emergía como toda una amenaza para los estudios de cine, justo en el contexto en el cual las amenazas eran ya parte del día a día y se convertían en rasgo cultural con la Guerra Fría. Eddie Manix (Josh Brolin), es un alto ejecutivo de Capitol Pictures, quien se encarga de mantener ocultos los escándalos de las estrellas por conveniencia de su corporación. La producción a la que más apuestan es una ambientada en la antigua Roma sobre un romano que se acoge al naciente cristianismo, en clara referencia a ‘Ben-Hur’. El protagonista es la estrella díscola Baird Whitlock (George Clooney), quien es secuestrado por una célula de escritores comunistas que se sienten despojados de la parte que les corresponde de los beneficios de las películas. El devenir de los acontecimientos revela progresivamente la inmensa fachada que se construye para sostener el prestigio del negocio y las incidencias profundas de la política en la estructura misma de la industria cinematográfica.

Los Coen logran construir por momentos un escenario que se escapa del realismo, con los sets que se vuelven en fondo esporádico del desenmascaramiento. Esos escenarios construidos para construir mentiras alucinantes, majestuosas y preciosas, se convierte en el fondo idóneo para la comedia más visible, más incisiva, cuando las estrellas se despojan del disfraz para expresar su naturaleza sin reservas. Una naturaleza sorprendente en el sentido de la laceración que les causa su propia condición humana o en la revelación de un fondo extraordinario de auténtica nobleza. En esa representación de la representación, en esa construcción del cine dentro del cine, es fundamental el diseño de producción de Jess Gonchor, que consigue construir espacios versátiles para situarse en la perspectiva del espectador de esas películas que conviven en los estudios y al mismo tiempo ese escenario formalmente surrealista en el que se transita de Roma a las piscinas y a los ranchos bucólicos del vaquero con plena naturalidad. De la misma forma, es fundamental la fotografía del ya histórico Roger Deakins, que tiene la capacidad de despojar a los sets descomunales de su abrumadora presencia para convertirlos en metáfora de la trama que se teje entre el cine en la política, con el debate profundo de los personajes que parecen refugiarse en ellos para encontrar las respuestas a sus propias tribulaciones. La película, como en una réplica de su propio contenido, multiplica las estrellas para construir la pequeña burbuja reluciente que cuesta mantener inmaculada. En la multiplicación de los argumentos, por momentos se refunde en su propia telaraña, pero logra desprenderse con los instantes de comedia furiosa de los Coen, con la sorpresa inmediata que no siempre resulta suficiente para lograr acotar la inmensa complejidad que propone el entramado lleno de luminarias que plantea la película misma. Sin embargo, ‘Hail, Caesar!’ extiende la crítica punzante de los Coen sobre la paranoia y sobre la ambición descomunal en Estados Unidos, nada más y nada menos que con la inclusión de ellos mismos como parte de la industria cinematográfica. 


martes, 14 de diciembre de 2021

La fatalidad entramada de ‘Burn After Reading’ y la aspiración cómica de los hermanos Coen



El cine de los hermanos Coen suele construirse sobre el entramado de una sociedad estadounidense repleta de vicios sistemáticos que con facilidad se convierten en sustento para la comedia. La trilogía “numbskull” sintetiza en buena medida esas intenciones constante de hacer de la comedia el vehículo expresivo con respecto a una construcción social extendida incluso más allá de las fronteras de Estados Unidos. ‘Burn After Reading’ (2008) tercera entrega de la trilogía ‘Numbskull’, vuelve a relanzar la figura del cabeza hueca para ponerlo a rodar en un nuevo escenario, en el cruce de caminos de la inteligencia de seguridad nacional, la desinteligencia institucional, y las aspiraciones de la clase media destruida en las relaciones y los empleos monótonos y sin futuro. Ozzie Cox (John Malkovich) es un analista despedido de la CIA que decide escribir sus memorias. Su esposa Katie (Tilda Swinton), es amante de Harry Pfaffer (George Clooney), empleado del Departamento del Tesoro, y está en busca del divorcio. Las memorias, escritas en clave en buena proporción, son copiadas en un CD y quedan en manos de dos empleados de un gimnasio, Chad (Brad Pitt) y Linda (Frances McDormand), quienes pretenden conseguir dinero con lo que creen es información secreta del Estado. 

Con el respaldo de un guion impecable, de una maquinaria dramática afilada y extremadamente funcional, los Coen recogen los residuos de la paranoia de la Guerra Fría, extendida hasta los tuétanos de varias generaciones de estadounidenses, para establecer un lazo que va de las alturas a las profundidades, desde las torres de marfil hasta las clandestinidades, cruzando la vida diaria de la gente del común, con sus sueños de una vida material de satisfacción plena. Las ansiedades propias del poder, de una dicha furiosa que siempre parece esquiva, mueven desatadamente las acciones que repercuten en la vida de los demás. Con actuaciones extraordinarias que se asimilan en la aceleración plena de la screwball comedy, los Coen rememoran el absurdo histórico de las paranoias violentas de la Guerra Fría, con la deshumanización de las cúpulas aún latente y la laceración de quienes persiguen con furia la oportunidad de su vida como si atraparan billetes flotando en el aire. Los Coen utilizan con sorna los modelos cinematográficos de los thrillers de espionaje, con los planos cerrados de los zapatos que pisan decididos los corredores de las oficinas, los planos panorámicos de los mapas urbanos que ubican a los espías y los movimientos de cámara que recrean la mirada incisiva de los perseguidores. Pero todo lo desarman con las ansiedades catastróficas de sus personajes, con la ambición por encontrar la dicha de lo material. En el trasfondo, se respira la melancolía profunda de quienes parecen comprender de alguna forma la condena de su propia existencia. Harry (Clooney) y Linda (McDormand) se encuentran por efectos del azar y hacen crecer una flor en medio del asfalto, desde la impersonalidad de las citas por internet, con la gracia casi milagrosa de encontrarse sin las más mínimas posibilidades. Sin embargo, el encuentro gracioso es aplastado por la indiferencia implacable del orden, sin miramientos en el asesinato, con la muerte convertida en anécdota desternillante de la fatalidad. Después de ‘O Brother Where Art Thou?’ e ‘Incredible Cruelty’, los Coen se aproximan a la definición definitiva del “numbskull”. Después de explorar en los orígenes de la aventura y en los terrenos explícitos del cinismo capitalista, con ‘Burn After Reading’ multiplican al “numbskull” y lo interrelacionan como sucede en la realidad misma, con las consecuencias de la aceleración furiosa por cualquier forma de poder, en la comedia salvaje de las equivocaciones, que resulta útil para construir la desgracia de la deshumanización estructural. 

martes, 7 de diciembre de 2021

El divorcio millonario de ‘Intolerable Cruelty’ y la comedia estructural de los hermanos Coen












Tras lanzar el ancla en los orígenes con la adaptación de la Odisea en las profundidades sureñas de Estados Unidos, los hermanos Coen extendieron su reflexión sobre la estupidez con ‘Intolerable Cruelty’ (2003), en donde condensan la deshumanización estructural producida por el capitalismo salvaje, con la sátira desenfrenada del divorcio como un negocio descomunalmente millonario. Nuevamente con George Clooney dándole cara el “nubskull” emblemático de la saga, Ethan y Joel se trasladan de las provincias farragosas de los inicios del siglo XX a los edificios, oficinas y casinos desbordantes de lujo desenfrenado, en donde se cuecen las apuestas que enfrentan a los poderes del deseo y el dinero. Los Coen tomaron el primer tratamiento de guion con idea original de Robert Ramsey y Matthew Stone para redefinirlo en una extensa comedia que reflexiona sobre el delirio sistemático y estructural de las grandes esferas. ‘Intolerable Cruelty’ cuenta la anécdota transformadora en la vida de Miles Massey (George Clooney), prestigioso abogado, de renombre en el medio por su eficiencia y falta absoluta de ética en casos de divorcios millonarios que han dejado a muchos en la calle, quien se encuentra con la horma de su zapato encarnada en Marilyn Rexroth (Catherine Zeta-Jones), una hermosísima esposa profesional en la tarea de conseguir fortunas millonarias coleccionando maridos. 

Los Coen abrevan aquí directamente de los grandes clásicos cómicos con inmenso trasfondo que Howard Hawks plantó para siempre en la historia. Como Cary Grant y Katharine Hepburn en ‘Bringing Up, Baby’ (1938) o el mismo Grant y Rosalind Russell en ‘His Girl Friday’ (1940), Clooney y Zeta-Jones son el centro de una disertación completa sobre el sistema capitalista, sobre la confrontación ilimitada en pos del poder en los Estados Unidos. La observación estructural sobre la cual se construía la filmografía de Hawks es también frecuente en los Coen, quienes apelan a las estrellas para desarmar el estrellato, para abrir de par en par las vísceras de una voracidad ilimitada, las entrañas mismas de un mundo ferozmente obsesivo con la posesión material. Como siempre, las resoluciones puntuales de los Coen están llenas de un destello implacable, de tal forma que las muertes se hacen inolvidables, de carcajada, mientras los protagonistas se arrastran en su vicio social. La cultura popular recubre por completo esta comedia ácidamente crítica, con Dylan, Elvis, Simon & Garfunkel, Big Bill Broonzy y hasta Edith Piaf, con el show televisivo que reproduce la deshumanización vulgar de la infidelidad que ha sido convertida en negocio multimillonario. En medio del cinismo abrumador, surge también el romance bendecido por la fortuna, con los millones volando sobre las cabezas como el arroz en las bodas. En los vericuetos del entramado dramático, se puede percibir sin embargo el esfuerzo de la dupla Coen por llegar al punto del interés amoroso. Las costuras cada vez se hacen más visibles, en detrimento de la armonía que se construyó progresivamente en la disertación sobre el poder. Son costuras que incomodan a pesar de estar hechas de los hilos encantadores de los Coen, que nunca fallan en introducirnos en un mundo de esplendor, sea cual sea el destino de su exploración en las profundidades de Estados Unidos. En el contexto de la trilogía “numbskull”, con la segunda estación del viaje ya se puede trazar una trayectoria extensa que atraviesa los tiempos y las clases, que reflexiona sobre la necesidad imperecedera de la acumulación de poder; un estímulo inagotable que tiene la facultad de anular cualquier escrúpulo, porque el escrúpulo se convierte en obstáculo e incluso la vergüenza es insuficiente para contener el magnetismo devastador del poder en todas sus presentaciones, como si se ofreciera siempre en todas sus presentaciones, por el precio más elevado que se le pueda colgar.