Orson Welles se convirtió en una presencia fantasmagórica y divina en el mundo desde mediados de los años sesenta, cuando una empezó a surgir la camada de la generación baby boomer que transformaría el cine desde la independencia en Estados Unidos. Para ellos, Welles era un gurú, una presencia fundamental en la historia del cine y de sus propias inclinaciones por este arte. Le costó muchísimo trabajo sacar adelante sus películas desde entonces hasta su muerte. El símbolo fundamental de esa etapa fue el desarrollo tortuoso y tormentoso de ‘The Other Side Of The Wind’, una película en la que Welles apostaba por transformarlo todo otra vez. Como en la radio, con ‘La guerra de los mundos’. Como en el cine con ‘Citizen Kane’. Las dificultades fueron desangrando ese sueño y de paso el ánimo de Welles. Peter Bogdanovich, una de las figuras de esa camada post-Welles, quedó con la tarea de sacar esta película adelante, y con la ayuda de muchos auténticos adoradores de Welles (y Netflix) por fin podemos ver en streaming esa película que llegó a rozar el mito. La película cuenta la historia del último día en la vida de Jake Hannaford (interpretado de forma apoteósica por John Huston) quien mientras termina con dificultades su última película, es objeto de un documental a cargo del joven cineasta Brooks Otterlake (Peter Bogdanovich). Sí, de nuevo los espejos se multiplican con Welles.
Sin ningún tipo de filtro en la transición, Welles nos lleva de la película de Hannaford a la de Otterlake, presumiblemente pasando del color al blanco y negro, y viceversa. Podemos percibir con los sentidos, como espectadores, las diferencias entre la mirada del cineasta de ficción y el de documental. La ficción es protagonizada por una actriz hechizante (Oja Kodar, la amante de Welles por ese entonces, quien también comparte crédito en el guion) en un panorama extenso y erotizado que recrea el cine de autor europeo en boga por ese entonces. Mientras tanto, el documental mantiene la apariencia pero finalmente retrata la humanidad plena del longevo director. La mirada del personaje nos habla de una sexualidad inquietante en un hombre que lucha denodadamente contra la superficialidad del medio en el que se desenvuelve. Muy hábilmente, con una destreza como solo la tienen los grandes, Welles se permite construir un auténtico edificio cinematográfico, en el que nos trasladamos entre dos realidades de forma natural, sin límites, como sucede en la vida, y al mismo tiempo como espectadores tenemos una elucubración que nos lleva a pensar inevitablemente en el propio Orson Welles de aquellos años. Él mismo, en la posición omnisciente y omnipotente que le da la creación de su película, cierra la triada de directores, que es encarnada por otros dos históricos: Huston y Bogdanovich. Huston es el contemporáneo de Welles que representa en gran parte su propia personalidad, mientras que Bogdanovich se nutre fundacionalmente para también hacer su propia fundación, precisamente en el paso que en la realidad hizo el director: de la cinefilia a la crítica y a la dirección.
La película no podría subsistir sin el impresionante trabajo de edición del mismo Welles en su momento y de Bob Murawski (‘The Hurt Locker’, 2008), quien consiguió darle forma al concepto del histórico director. La fotografía de Gary Graver resulta sorprendente y con la versatilidad suficiente para darle luz y acción a las dos realidades que se encuentran, en medio de la oscuridad, en escondites que invitan. Cabe mencionar también el exquisito score musical de jazz a cargo del gran Michel Legrand, que le aporta a la atmósfera reluctante de la película, pero que la llena de elegancia simultáneamente. En medio del ensueño reconstructivo, memorioso y pasional de Welles, aparecen de nuevo en la pantalla rostros de aquella época como Dennis Hopper, Claude Chabrol, Paul Mazursky, Edmon O’Brien y Mercedes McCambridge. Podemos apreciar la confrontación propia de quien crea y ve de cerca el final de su tiempo, en diferentes escenarios. La caja negra de Orson Welles por fin ha sido revelada ante todos nosotros y el registro es tan magistral como conmovedor. Plano por plano. Emoción tras emoción.
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