jueves, 29 de junio de 2023

La historia indeleble de ‘Buenos hombres, buenas mujeres’ y la representación interminable de Hou Hsiao-Hsien


Progresivamente en la “Trilogía de la Historia de Taiwán”, Hou Hsiao-Hsien fue desprendiendo un hilo narrativo a través de los tiempos, para vincular su presente mismo con las convulsiones de la historia taiwanesa, específicamente aquellas que se dieron en torno a la ocupación japonesa. En ‘Ciudad doliente’, la familia disgregada por los terremotos políticos sirve como punto de partida para construir un referente identificable en cualquier época. En ‘El maestro de marionetas’, desde el presente el gran artista que ha sobrevivido a los tiempos turbulentos, que ha mantenido firme su existencia, cuenta la historia para traerla desde esa primera mitad del siglo XX. Finalmente, en ‘Buenos hombres, buenas mujeres’ (1995), Hou Hsiao-Hsien apuesta por los juegos de metaficción, por las duplicidades, por el eje de las mujeres como vía para expresar de qué forma se permean en la sociedad taiwanesa de los años noventa el pasado intenso que ha transcurrido en el siglo XX, especialmente aquel que sacudió los caminos familiares de todos alrededor de la ocupación japonesa y la posterior liberación tras la Segunda Guerra Mundial. Son tres los niveles de la metaficción en ‘Buenos hombres, buenas mujeres’. En el fondo, está la historia de una pareja que regresa a Taiwán después de participar en el movimiento anti-japonés en China, para ser entonces arrestados como comunistas por el gobierno japonés. En el medio está la historia una actriz recibe constantemente faxes anónimos con páginas de su diario robado, mientras rememora a su esposo fallecido unos años antes. Simultáneamente está en los ensayos para participar en una película que se revelará como el último nivel de la metaficción. 

A diferencia de las dos anteriores películas de la trilogía, Hou Hsiao-Hsien aquí abandona la distancia y la deja solamente para el pasado, en donde se mantiene observando como el viajero del tiempo. Para el presente, la compenetración hasta la intimidad misma es intensa, hasta la sexualidad, hasta un lugar en el que podemos comprender que el pasado sigue hablando, como le habla a quien recibe los faxes con mensajes del pasado, repercutiendo constantemente en sus emociones. Incluso, en aquel tiempo contemporáneo, cuando se instala en la distancia, el espacio es diferente. La cámara no se posiciona en las habitaciones contiguas ni tampoco en medio de otros objetos o de otros personajes, sino que se confronta directamente con aquellos personajes. Mientras tanto, en el pasado pareciera expresarse la misma tortura que los personajes del presente viven, pero entonces en carne viva. Pero en el presente, ese dolor emerge progresivamente hasta hacerse violento, hasta descarnarse. Esa evolución paralela entre pasado y presente es la que canaliza todo el ritmo de la película, que va creciendo a medida que existe conciencia sobre una situación crítica. En el caso de los taiwaneses presos con una reclusión que se va recrudeciendo a cada instante, que les va dejando ver que el horror los cerca cada vez más, mientras que en el presente, se instala finalmente el duelo, la aceptación de la ausencia, un dolor que ha sido aplazado sistemáticamente, que ha sido negado. En ese vínculo entre esas dos emociones radica la trascendencia de ‘Buenos hombres, buenas mujeres’. Se trata de una mujer que personifica el proceso doloroso de reconocer los horrores cometidos y sufridos para poder encontrar al menos la capacidad suficiente para expresar a través del arte esas señales que pueden ser útiles para que por fin pueda encontrarse la base de una verdad conciliada, de un relato que sirve para aliviar, para recoger los pedazos y construir otro mundo, con todo lo viejo, todo lo nuevo y lo que está por venir.


jueves, 22 de junio de 2023

La historia de los oficios en ‘El maestro de marionetas’ y la estela agreste de Hou Hsiao-Hsien

La agitada historia de Taiwán durante la primera mitad del siglo XX siguió siendo todo un caldo de cultivo para que Hou Hsiao-Hsien aportara de forma considerable a la exploración identitaria o al menos del reconocimiento propio de un país que fue marcado por una gran cantidad de influencias históricas, no siempre homogéneas y constantemente autoritarias. Para la segunda película de su ahora memorable “trilogía de la Historia de Taiwán’, Hou eligió a un personaje, el titiritero Li Tien-Lu, un artista trascendental en el arte popular taiwanés, quien en persona relata los acontecimientos de su vida, al mismo tiempo que son representados en la ficción, precisamente en aquel periodo de control japonés sobre Taiwán hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. De esta forma, después de la colectividad familiar de ‘Ciudad Doliente’, el cineasta taiwanés concentra esa colectividad en un individuo, en un hombre que atraviesa ese periodo abrazado a su oficio. 

Como ya empezaba a hacerse notable en su estilo, Hou Hsiao-Hsien nos hacer observar desde la distancia, en planos largos y abiertos, nuevamente replicando la sensación del viajero en el tiempo, pero la mirada ahora va específicamente por ese personaje que cruza todas las etapas de su vida, de la infancia en una época en la que su pangea propia se está acomodando en medio de los terremotos que lo llevan de aquí para allá, hasta el anciano sobreviviente y verídico, en los terrenos del testimonio documental, que desde el escenario tranquilo de los años noventa reflexiona sobre su pasado, relata su propia historia. En el transcurso, podemos deslumbrarnos con las espectaculares representaciones del teatro de marionetas que se desenvuelve con unas evoluciones conmovedoras de títeres elaborados en la meticulosidad de un oficio heredado, aprendido por siglos y milenios, de generación en generación, en una tradición conservada como si el poeta de la ‘Nostalgia’ de Tarkovsky empeñándose en cruzar la piscina de piedra vacía. En medio del viaje, el dolor es extraordinario, por la muerte inevitable de los avatares de la precariedad, de la pobreza, de la guerra, de la necesidad constante del nomadismo, de las familias que a duras penas pueden mantenerse vivas, como ya se había constatado con Ciudad Doliente. El oficio sirve como referencia para seguir el camino, no solo para el espectador, sino para el personaje, que tiene una auténtica ancla para aferrarse a la vida, para librarse de una tristeza pertinaz. El oficio es el arte y aquí responde a su esencia mística, a su capacidad de convertirse en uno de los recursos de la civilización para explicarse a sí misma, para comprender la existencia, si es posible. 

El planteamiento de ‘El maestro de marionetas’ como concepto recoge de cierta forma el documental predispuesto de Flaherty en ‘Nanook el esquimal’, pero abiertamente hace uso de una metaficción que como recurso mismo apela a la poesía, porque hace poesía del testimonio, como si proyectara esa historia relatada con la voz del mismo protagonista para extenderla en una proyección sin duda evocadora de un tiempo que emanaba otra atmósfera, en la que se respiraba otro aire, en la que el mundo era concreto pero también riesgoso, en una época de conformación del suelo mismo sobre el que hasta el día de hoy no acaba de conformarse final y pacíficamente una nación. Es sin duda el ejemplo paradigmático de la relevancia histórica del cine, de cómo es posible poner el espejo gigantesco que permita una perspectiva suficiente para verse con distancia y poder contemplar el esplendor pero al mismo tiempo el horror angustioso del azar en medio de los conflictos. 


jueves, 15 de junio de 2023

La historia voraz de ‘Ciudad doliente’ y la familia superviviente de Hou Hsiao-Hsien


La guerra ha sido natural y tradicionalmente un escenario dramático. En sus terrenos, el drama crece con fuerza, lleno de ramificaciones, con el vigor propio de una condición humana que se expresa en medio de la pena, de la angustia de una urgencia extraordinaria. Pero la posguerra no ha sido menos fértil. En el drama mismo de la historia, la posguerra, con sus impulsos, necesidades y vacíos, el cine se ha encontrado constante y progresivamente con la vanguardia. En Occidente y, por extensión en el mundo, desde el Neorrealismo Italiano hasta el Nuevo Hollywood, ese mundo en reconstrucción contó con un cine especialmente incisivo sobre la complejidad histórica de la posguerra. En los años ochenta, una Taiwán independientes tras cruzar un camino de espinas, concentró su propia ola cinematográfica, la llamada Nueva Ola Taiwanesa, que retrató de forma excepcional el encuentro de un desarrollo económico acelerado y una historia milenaria, concentrada en un presente vibrante. Hou Hsiao-Hsien, uno de las cineastas más prominentes de esa camada, a finales de aquella década decidió darle el vistazo al pasado intenso de Taiwán, de Taipei, remontándose unas décadas al pasado, precisamente en la posguerra taiwanesa tras la Segunda Guerra Mundial. ‘Ciudad doliente’ (1989) se concentra en una ciudad apenas liberada de la posesión japonesa, por la vía de una familia que apenas puede reencontrarse antes de que las mafias que ocupan los vacíos de poder y la arremetida china desperdigara a los parientes por un escenario crítico. 

En ‘Ciudad doliente’, Hou Hsiao-Hsien se planta como un observador externo, como un viajero del tiempo, desde la distancia, en las habitaciones contiguas, mientras es testigo de una transición frenética de emociones, desde la fraternidad de los encuentros  familiares hasta la mismísima muerte violenta en las narices de los asistentes. Desde esa perspectiva, como un ente que se hiciera presente simplemente en las habitaciones que se repiten, o en los escenarios naturales que apenas miran cómo se sacude el tiempo, podemos comprender la profundidad de una transformación tan profunda que viaja también por la sangre. En ese espacio del caos, del vacío del poder, emergen las intentonas, los asaltos, de un lado y de otro, para estacionarse en el poder, en el control de toda la extensión de la vida. Y en medio, subsisten las palabras, la comunicación amorosa entre seres cercanos, el cuidado de los niños y de los viejos, el amor que parte principalmente del reconocimiento. La tragedia pasa por esos salones también con naturalidad, en la convulsión de un tiempo crítico, y la familia, como núcleo extendido, apenas puede mantener sus piezas juntas, como quien sostiene la estantería en medio de un terremoto intenso. Esa intensidad es tal, que como sucede en el contexto de las crisis, las lesiones pueden ser permanentes o fatales, las heridas pueden ser profundas, pero la búsqueda siempre consiste en mantenerse vivo, en mantenerse en pie y la familia procura cuidar las piezas de los aporreos, de los males, no siempre con éxito siquiera en la supervivencia, pero cuidando el cuórum para volver, para sentarse a la mesa y volver a la reunión, al encuentro reparador de la colectividad, a la comida, a la gracia que está por hacer el bebé. En ese encuentro diverso de la afinidad de sangre, en la satisfacción de haber sobrevivido, a pesar de las huellas de un terror histórico que arrasa con todo, como quien se levanta sonriente de los escombros causados por las diferencias que siempre tienen que ser irreconciliables, a pesar de la bondad, en medio de la guerra, de la mafia, de las revoluciones y de las dictaduras. 


jueves, 8 de junio de 2023

La mancha de la memoria en 'Nuestra película' y la reconstrucción del asombro de Diana Bustamante


En la palidez de una cinta de video, un coro infantil canta el Himno Nacional de Colombia en las escalinatas del Palacio de Nariño, la casa de gobierno del país sudamericano, y esta es la puerta de entrada para ‘Nuestra Película’, de Diana Bustamante, quien pronto interviene con su voz y apunta que generacionalmente pudo ser parte de ese grupo chovinista, por la edad de los participantes, pero apenas se define como una espontánea televidente infantil de ese periodo lacerante en la historia de su país. Con esa circunscripción de su mirada en el pasado, rebusca en esas manchas electrónicas de los ya viejos videos análogos y, por consiguiente, en su memoria, inspeccionando las impresiones magnéticas que pronto se convierten en reciclaje, como el de Agnès Varda en ‘Los espigadores y la espigadora’ (2000). Aquí se trata del reciclaje de imágenes cotidianas que brotaron por décadas desde los noticieros, entreverando los comerciales, las gráficas, las lágrimas, los lamentos, los gritos, los ataúdes y la sangre que pinta de rojo el cemento, la tierra, el pasto y la ropa que es el vestigio de una lucha por la supervivencia, de la derrota del instinto de supervivencia, de un forcejeo perdido con la muerte. Este video, que ha sido capturado con la urgencia de la primicia noticiosa, poco a poco empieza a revelar un fondo infausto: el de una hecatombe convertida en paisaje; el de las almas atormentadas en los frescos y vitrales intimidatorios de las basílicas. Así sucede también en ‘Caché’ (2005), de Michael Haneke, en donde el video autómata de la cámara de vigilancia empieza a cobrar vida, revelando una monstruosidad que se traga la sensibilidad segundo a segundo en el timecode de la videocasetera. En ‘Nuestra película’, el horror se esconde tras la cortina de los formatos del noticiero televisivo, envuelto en el mismo paquete de oferta con los jingles y la sección de deportes. Pero la mirada adquiere la perspectiva que permiten las décadas transcurridas y puede ver con amplitud el mapa de gráficas ensangrentadas y colores secos, transmitido por tanto tiempo durante el prime time de la matanza, de 7:00 a 7:30 y de 9:30 a 10:00 de la noche en cada casa colombiana con un televisor.

Mediando la década de los sesenta, en la segunda etapa del Cinema Novo, que se enfocaba en denunciar el auge del régimen militar en Brasil, Glauber Rocha utilizó ese escenario dictatorial para construir su perspectiva de una vorágine revolucionaria creciente en la que también participaba el cine. La intensidad de esa ficción incisiva viene a la memoria política con ‘Nuestra película’, que no adopta la vehemencia escénica de la cámara de Rocha, sino la reiteración consecutiva de los planos en la edición (a cargo de Sebastián Hernández), un recurso tan potencialmente político que el mismísimo Eisenstein lo puso en la paleta del montaje desde la vanguardia del Realismo Socialista. Como en ‘Tierra en trance’, la segunda película de la trilogía de la tierra de Glauber Rocha, aquí la directora también traza todo un mapa de su tierra y de su tiempo, sobre un escenario en el que los márgenes conceptuales los define el marco de la pantalla que procura filtrarle la crudeza a la niña televidente, y así, en su caso, con pura perplejidad instintiva, se elabora una curiosidad desconcertante, año tras año, sin el compromiso emocional de la incidencia física, pero con el de la exposición temprana a los sedimentos de la brutalidad, mirando la pesadilla reconvertida a través del ojo de la cerradura, en imágenes adulteradas, como lo haría en esencia Hayao Yamaneko, el que solariza imágenes en ‘Sans Soleil’ (1983), de Chris Marker, hasta transfigurarlas para la memoria. A fin de cuentas, el reciclaje de Bustamante es también un diorama de manchas, con un fondo sangriento que se mueve como un organismo visto en el microscopio, que se expande hasta hacer habitual al monstruo, hasta convertirlo en otra presencia familiar en el cuarto o en la sala, en el descanso o en la cena. A diferencia de ‘Tierra en trance’, aquí no se trata de los gritos trémulos de la pasión política o de la agitación colectiva, sino más bien de una melancolía sorda, del aturdimiento que causa un bombardeo de ataúdes, una avalancha de sangre. El llanto deja de ser un sonido incidental para convertirse en el tono invariable que acompaña a la línea de la muerte en un monitor de signos vitales.

En ‘Sur’ (1999), Chantal Akerman también había incursionado hasta el fondo de las manchas y los granos del video, en donde su sendero creativo se desvió y la llevó al linchamiento racista de un afroestadounidense por parte de tres hombres blancos, en el sur de Estados Unidos, al borde de la frontera con México. Bustamante, Como Akerman, también sigue el rastro de la sangre, como García Márquez en la nieve, y en el camino se encuentra con comunidades devastadas por la masacre. ‘Nuestra película’ repara constantemente en unas víctimas de las que emana también un alma étnica y comunitaria, una sacralidad profanada por la violencia asesina. Como en ’Sur’, en la película de Diana Bustamante también hay un núcleo rural que es el corazón de una pena cultural y comunitaria, pero que aquí se extiende como una inundación, hasta las ciudades, y se hace multitud en marchas y mítines, tanto en las manifestaciones de indignación en las plazas públicas como en los funerales atravesados por un llanto ensordecedor o revestidos por un silencio fúnebre, en los velatorios en los que ya queda poco espacio para los ataúdes que envuelven los cadáveres de políticos de izquierda y líderes campesinos. Pero la mancha no tiene final ni dirección, sino que es el factor de una multiplicación: la de millones de pantallas observadas desde casa. En ‘Videodrome’ (1982), David Cronenberg elabora desde la ciencia ficción lo que en aquellos inicios de los ochenta era la aceleración del video como formato, en una especulación profética sobre la dilución de la percepción, sobre la demolición de la frontera entre la realidad y la imagen reproducida. La propia voz de Bustamente revela un terror subterráneo a la muerte, una fantasía tenebrosa que se hace oscuramente poética por la visceralidad transparente de la perspectiva infantil.

Más allá de la especificidad sobre el conflicto sociopolítico en Colombia, ‘Nuestra película’ se refiere a una guerra hecha costumbre, con la violencia asentada en el día a día. Pero ese rastreo sobre la naturaleza de una rutina lacerante trasciende a la guerra. La desgracia pronto se convierte en olvido, en marginación, especialmente en un mundo en el que las incontables las reproducciones de video no dan tiempo de asentar la conmoción. La pena embotada zumba en los oídos, con palabras muertas sobre los muertos, en la repetición de una declaración institucional que es tan oficial como inútil. En la costra de otra herida que ha echado raíces, la cineasta y poeta iraní Forough Farrokhzad se adentró en el gueto de leprosos de ‘La casa es negra’ (1962), para reparar con lirismo en la resistencia de los moradores ante la marginación, de cara al dolor, en la convivencia melancólica pero entusiasta con la enfermedad crónica. En ‘Nuestra película’, Bustamante descubre el adormecimiento, la parálisis de esa extremidad inflamada y endurecida que la televisión era capaz de ser durante el auge del materialismo capitalista en los años ochenta. Farrokhzad acude al fondo místico del Corán para entretejer continuamente esas escrituras sagradas con su propia escritura poética. El Himno Nacional de Colombia, que abre y cierra ‘Nuestra película’, es otra escritura fundacional que se resignifica, y las palabras que entonan los niños terminan por sonar irónicas después de haber atravesado todo un pantano electrónico sobre la violencia. “En surcos de dolores, el bien germina ya”, dice la letra, y al final hemos constatado que los surcos están yermos. Así, por enésima vez, se cierra esa puerta omnipresente de ‘La casa es negra’, en otro lugar del mundo, dejando atrás a los marginados, ahora encapsulados en unas manchas electromagnéticas que para toda una generación de colombianos también son las manchas de la memoria.

jueves, 1 de junio de 2023

La guerra cruel de ‘Alemania: año cero’ y el neorrealismo transfronterizo de Roberto Rossellini


Después de ‘Paisà’ (1948), ya con toda una distancia suficiente de perspectiva sobre el final de la guerra, Rossellini no solamente se fijó en la humanidad de quienes estaban al otro lado de la frontera, sino que llevó su cine fundacional a Alemania, un país que pasaba angustias y soportaba estigmas comparables a Italia por ese entonces. Las decisiones de Rossellini incluyen el escenario de una Berlín notablemente destruida por las bombas y el idioma alemán como único y principal. Desde esa posición, Rossellini convirtió al neorrealismo en un auténtico modelo, en una observación universal sobre una circunstancia que no solamente era política o temporalmente contextual, sino profundamente humana, que recogía las angustias, los anhelos y la disputa propia de quienes deben mantenerse con vida en medio de una sociedad devastadora. En ‘Alemania: año cero’, Rossellini sigue la ruta de la supervivencia tormentosa de Edmund Köhler (Edmund Moeshcke), quien es lanzado a la calles por una necesidad monstruosa, mientras su padre agoniza, su hermano exsoldado nazi que se oculta del juicio implacable y su hermana sobre quien pesan los riesgos de un mundo amenazante. En la búsqueda urgente, inmediata, de algún bien esencial, de dinero, si se puede de comida, siguiendo a un niño, Rossellini recorre un escenario que es el mundo entero.

Edmund se planta constantemente en una atmósfera tan desoladora como abrumadora, especialmente para él, un niño de doce años. Siempre atento a los llamados, como en un mundo salvaje, corre en cuenta hay una posibilidad, una ilusión, un mínimo olor de esperanza, con otros niños que lo acompañan. Para vender algo, para trabajar en algo, para conseguir algo, una pieza de comida, un par de monedas, algo que alivie la urgencia de las tripas que presionan cada vez con más insistencia. Y cuando Edmund vuelve a su guarida, a la oscuridad de su edificio a medio caer, tiene que cerciorarse de que los pedazos de su corazón, repartidos entre sus familiares más cercanos, sigan con vida, que sigan juntos. Las angustias son diversas en la calle, en el vacío absoluto del poder, en el abandono de aquel mundo derrumbado, con Edmund lanzado a un mar de incertidumbre, en el que los adultos lo acarician en exceso, mientras con observadores miramos con desconfianza, mientras se convierte progresivamente en víctima de la manipulación política, de la agitación de quienes aún luchan por ocupar aquel vacío de poder. Pero Edmund no puede nunca dejar de ser niño, a pesar de tener que ser adulto prematuramente. A pesar de tener que encargarse de que su abuelo no sufra en medio de la enfermedad terminal, o de procurar que su hermano no sea descubierto por la policía que lo llevaría a la pena de muerte. Inevitablemente tiene que recorrer el mundo con la falta de rigor de un niño, con la lúdica de quien simultáneamente está descubriendo, mientras es aplastado por un ritmo que naturalmente no puede soportar. Y así, entre la angustia y la divagación propia de su espíritu infantil, poco a poco va a avanzando hacia el precipicio, hacia la fatalidad. El horror que pesa sobre un niño sin duda habla con profundidad de una esterilidad crítica, de un campo que tiene que ser cultivado de nuevo porque la tierra es árida, porque no existe la posibilidad de pensar en reconstruirse en medio de la supervivencia. Nuevamente, ese es un relato que se puede replicar mil veces, en la Italia de la posguerra, como lo estaban haciendo todos los neorrealistas, o cruzando las fronteras como lo demostró Rossellini, o en todo el mundo, como estaría por difundirse la revolución de toda una veta para construir una historia del cine por fuera de la hegemonía.