jueves, 30 de marzo de 2023

La vida a golpes en ‘Pepe El Toro’ y la escalada reivindicativa de Ismael Rodríguez


‘Nosotros los pobres’ y ‘Ustedes los ricos’ (ambas de 1948) tuvieron una extraordinaria acogida en el público mexicano de aquel entonces. La representación con intenciones de las clases populares que hizo Ismael Rodríguez fue abrazada por el público casi como un emblema de su identidad. Pedro Infante alcanzó además la cumbre como el ídolo máximo de la cultura popular mexicana, encarnando en la idealización a la gente del común, con un carisma que sin duda todos preferían para ser el que los interpretara. Inmediatamente, en los años subsecuentes, la dupla Rodríguez – Infante se apuntó varios triunfos más, adentrándose en la provincia o extendiéndose en la capital, con los dípticos de ‘La oveja negra’ (1959) y ‘No desearás a la mujer de tu hijo’ (1950), y ‘A.T.M.: ¡¡A toda máquina!!’ (1951) y ‘¿Qué te ha dado esa mujer?’ (1951). En ese intermedio, también falleció trágicamente Blanca Estela Pavón, la coestrella de Pedro Infante en las dos primeras películas de la trilogía de Pepe, el Toro. Para 1953, decidieron cerrar esta historia transversal en el cine mexicano con ‘Pepe El Toro’, retomando la desgracia y la resiliencia de ese otro emblemático carpintero en el cine nacional mexicano, diferente pero parecido al otro que nació en Belén. ‘Pepe El Toro’ nos reubica en el taller de Pepe (Pedro Infante), ahora apenas acompañado por una ya adolescente Chachita (Evita Muñoz), pero ahora con otra tragedia encima, de la cual apenas se habla: la muerte de ‘La Chorreada’ en un fatal accidente del camión en el que viajaba con sus dos bebés gemelos. Pepe disfruta efímeramente de la herencia que la abuela millonaria le dejó a Chachita y pronto su suerte descomunalmente adversa lo pondrá a sobrevivir a los golpes, sin metáforas, con guantes de boxeo. 

La trágica vida de Pepe el Toro pareciera inverosímil si no fuera probable en la marginación. Rodríguez repara en lo inasequible de un buen duelo para el carpintero, quien no puede dejar de sacudirse para apenas mantenerse vivo. Ha construido un altar con su joven familia perdida y sueña todas las noches con su esposa muerta, en el único espacio temporal que tiene para lamerse las heridas. La actuación y los diálogos aquí varían notablemente. La grandilocuencia y la cursilería de los soliloquios compartidos en todo el ecosistema popular aquí se han reducido considerablemente. Pepe apenas sacude la cabeza para lamentarse por su desgracia, mientras tiene que detener el saqueo del sistema sobre su pequeño negocio. Muchos de los personajes de la anterior película han desaparecido como si se hubieran extinguido, como es posible que haya sucedido si se fuera fiel a la realidad de la miseria. De ellos ni se menciona. Apenas dos o tres se mantienen aferrados a la barca de madera que es el mismo carpintero. Entonces, la violencia desesperada por la injusticia le abre a Pepe inesperadamente las puertas de un nuevo escenario. Las manos que se han hecho fuertes a punta de martillazos y serruchadas resultan excepcionales para el negocio del boxeo. La circunstancia del boxeo exige los recursos cinematográficos de Rodríguez, quien responde bien a ellos, fraccionando cuidadosamente los encuentros de boxeo hasta llegar a transmitir con eficiencia la brutalidad de una pelea callejera. Pero, lo más destacado es que, en medio de la pervivencia de un entorno patriarcal, conservador, moldeado a fondo por una cultura llena de vicios discriminadores, las elecciones de los personajes dejan de ser políticamente correctas para los primeros años 50 de México y se instalan en una rebeldía que es valiosa aunque todavía incipiente. La culpa de Pepe por la brutalidad de sus puños se disminuye visiblemente y la moral se ubica en otro lugar cuando repiensa su vida amorosa hacia el futuro. Ese es un indicio considerable el espíritu que surgiría hacia el final del Cine de Oro y los primeros años posteriores. 


jueves, 23 de marzo de 2023

Las emociones violentas de ‘Ustedes los ricos’ y la lucha de clases de Ismael Rodríguez


Después de dibujar todo un paisaje paradigmático de la pobreza más popular de la Ciudad de México en ‘Nosotros los pobres’, en ese mismo año de 1948, con una secuela filmada tan inmediatamente que fue casi simultánea, Ismael Rodríguez estrenó ‘Ustedes los ricos’, para completar completar su díptico sobre la lucha de clases enmarcada en la tradición revolucionaria y católica de México. Tras una considerable elipsis, ‘Ustedes los ricos’ retoma la vida de Pepe, ‘El Toro’ (Pedro Infante), ya en pleno relación conyugal con Celia, ‘La Chorreada’ (Blanca Estela Pavón), y ahora tienen a su ‘Torito’ (Emilio Girón) y ella está a la espera de una pareja de mellizos. A la colección de personajes tipo de la vecindad, se suma Antonio, ‘El Bracero’ (Fernando Soto ‘Mantequilla’), quien ha regresado de su travesía por los Estados Unidos. Pero esa frágil armonía pronto es rota por la aparición de Manuel de la Colina y Bárcena (El mujeriego) un junior de la época que resulta ser el padre de ‘Chachita’ (Evita Muñoz), además de la supervivencia a la fuga de la prisión de Ledo ‘El Tuerto’ (Jorge Arriaga), enemigo mortal de Pepe, quien quiere una venganza especialmente dolorosa para el carpintero de vecindad. 

Ismael Rodríguez profundiza aquí la cohesión popular de nosotros los pobres, planteándola como toda una fuerza de resistencia frente a un clasismo caricaturizado que ahora elabora desde el bando de los pobres. Son precisamente los bandos el asunto en ‘Ustedes los ricos’, y para generar el contraste suficiente para su exposición del inmenso reclamo social y cultural unidireccional, somete a los personajes las emociones más violentas, en una violencia que no solo abarca lo físico, sino la convulsión de humanidades que son capturadas completamente por unas pasiones fundamentalmente febriles. Así es como, casi en la embriaguez de los sentidos, Pepe ‘El Toro’ se carcajea a mandíbula batiente de las travesuras irresistibles del ‘Torito’ y sucumbe a una noche de tentaciones y embriaguez en el cabaret con Andrea, ‘La Ambiciosa’ (Nelly Montiel), para volver a casa todavía borracho y con un mariachi para darle la serenata por el día de su santo a ‘La Chorreada’, y reclamarle a ella, con su machismo de brazos musculosos, por la falta de recriminación. Y como si se tratara de ponerle más y más especias, de provocar más y más el fuego, Rodríguez le cercena las piernas con el tranvía a ‘Camellito’ (Jesús García), el más noble de toda la colección de barriada, y termina por tirar al fuego de la carpintería al ‘Torito’, para que las carcajadas desencajadas se conviertan en gritos de pena descomunal en el infierno. Ahí en la bodega encierra a Pepe, que sostiene en los brazos los restos calcinados de su niño pequeño mientras su memoria cruel le trae los momentos de carcajadas para desfigurarlos en los gritos de pena ardiente en las llamas. Mientras tanto, en el otro bando, los ricos reaccionan a un deseo casi fantástico de tan ingenuo y quieren ganarse la vida, acompañarse de la comunidad barrial y abandonar la soledad de sus millones. 

Desde ese pensamiento revolucionario y de fondo socialista, que no abandona nunca la fe católica con todos sus imaginarios sociales, Rodríguez construye una sociedad bipolar en la distancia de las clases, que le abona sustantivamente al colectivismo comunitario como mecanismo eficiente de resistencia, no solo ante la pobreza, sino ante los avatares de la vida misma, pero por otro lado hace una observación banal de las élites, que profundamente subestima la reacción natural de quienes son sacudidos en las comodidades. En la perspectiva más amplia de esa distancia, se conserva la intención puntual de toda una política de Estado que nutría el orgullo popular, pero construía un conservadurismo cultural de base. 


jueves, 16 de marzo de 2023

La comunidad flagelada de ‘Nosotros los pobres’ y la oda barrial de Ismael Rodríguez


Si hubiera que elegir una película emblemática del Cine de Oro Mexicano en la memoria popular y colectiva de México, tal vez esa sea ‘Nosotros los pobres’ (1948), de Ismael Rodríguez. En la política cultural de un Estado arraigado a la Revolución Mexicana, de la cual fue parte sustancia el Cine de Oro, la obra de Ismael Rodríguez, especialmente aquella fundamentada en la replica del Star System gringo con Pedro Infante a la cabeza, construyó buena parte de una identidad que hoy en día pervive a pesar de su evidente difusión en el extenso pasado de la cultura mexicana. En esa selección cinematográfica, la llamada ‘Trilogía de Pepe el Toro’, gradualmente se convirtió en todo un relato popular sobre la vida en las vecindades de la Ciudad de México, en los márgenes de una ciudad inmensa que crecía sin freno. ‘Nosotros los pobres’, esa maqueta adornada de un mundo feroz que no dudaría en desnudar Luis Buñuel unos años después, es toda una adaptación musical y melodramática de un discurso profundamente socialista desde una mirada cristiana igualmente profunda. Cuenta y describe la vida de Pepe ‘El Toro’(Pedro Infante), un carpintero fornido y sexualizado por las mujeres de ese ecosistema, que se debate entre la supervivencia, las tentaciones carnales, el amor romántico por ‘La Chorreada’ (Blanca Estela Pavón) y la adoración sagrada hacia su madre paralítica (María Gentil Arcos) y la responsabilidad paternal para con su hija ‘Chachita’ (Evita Muñoz). Pero las circunstancias siempre hostiles de la pobreza incisiva, que requiere incluso de la violencia para subsistir, golpearán una y otra vez la resistencia comunitaria de una familia extendida.

Con notables influencias del musical gringo a lo Broadway, Ismael Rodríguez elabora no solamente los números musicales que se repiten, en la jerga de subtextos, en la colonia de hormigas que se instalan en la maquinaria de una pequeña sociedad. Esa influencia también le sirve para trazar las escenas, para la puesta en cámara, en un mundo de puertas abiertas, donde se cruzan todos los umbrales se cruzan como los de la propia casa, llevando y trayendo chismes, favores, alivios, injurias, silbidos, risas, llantos, pequeños trabajos para aguantar la tormenta de la pobreza. Con resignación cristiana, pero con malicia popular, todos se entregan a la vida, desde la cursilería sacrosanta de la moral cristiana hasta los devaneos del diablo que se pasea en coche de lujo por la calle, que emerge de las cantinas o que se contonea en vestido ajustado por el patio y las esquinas. ‘Chachita’ revolotea desde niña en la supervivencia, con su santuario atrás de la carpintería, repleto de estampitas que adornan a su propia madre santa, empotrada en una silla de ruedas. Pepe, ‘El Toro’, se enfrenta al conflicto permanente de sostener su hombría y cargar sobre su tronco musculoso todo el mundo que le rodea y se recarga encima suyo, lanzando martillazos, bofetones, retos de machos y puñetazos para abrirse paso y mantenerse en pie para sostener la miseria mientras todo se derrumba. Todo hace parte de un rejo con varios látigos que azotan a la familia extendida en los vecinos y los cotidianos de ese submundo. Está el látigo de la pobreza, el látigo de la violencia, el látigo de la injusticia y el de la moral cristiana que es para autoflagelarse, para restregarse hasta la mística de la expiación, en el fango, en el castigo por las culpas de sentir las tentaciones, de excederse en los impulsos. Pero todo esto sucede en la armonía irresistible, en la calidez constante del abrazo en la desgracia, en el placer del albur, de la celebración constante, de una cultura popular de comida infaltable, de la compañía, bajo el resguardo de una vida comunitaria resistente hasta que no quede nada más. 


jueves, 9 de marzo de 2023

La punta del iceberg de ‘Women talking’ y la obra didáctica de Sarah Polley


Sarah Polley es uno de los casos más notables, en los últimos veinte años, de quienes han transitado de la actuación a la dirección en el cine. Con una extensa carrera como actriz, que se remonta en sus inicios a su primera infancia, Polley ha destacado en los últimos veinte años como un nombre relevante en el conjunto cada vez más afortunadamente amplio de mujeres directoras. La Polley directora está de vuelta en los premios Óscar con ‘Women Talking’, adaptación de la novela homónima de su coterránea Miriam Toews. En esta ocasión, se centra muy específicamente en una película elaborada en torno a las interpretaciones femeninas, sobre un grupo de mujeres menonitas, aislado en la geografía y en la religión, que trata de conciliar su fe con una realidad brutal que las golpea con salvajismo cotidiano. Así es como Polley concilia como nunca su vena actoral con el ejercicio de una dirección coral que representa todo un mundo subterráneo lleno de dolor y odio, pero también de bondad y amor. 

En el confinamiento de un henil en el que las mujeres se reúnen para lamerse las heridas y planear su futuro en medio de la desgracia, Polley nos instala en medio de una comunidad que con cierta desolación escéptica califica como “imaginación femenina”. La tremenda brutalidad de la que ha sido víctima este grupo heterogéneo y filial de mujeres, de todas las edades y todos los temperamentos, aparece como cuchilladas en medio de sus palabras, como un trauma cortante, para que surja la sangre, las contusiones, las bocas desdentadas y, peor aún, el dolor en el alma, la furia y la impotencia. Todo el resto del mundo gira como si fueran los demás planetas del sistema solar, mientras que el henil que sirve de recinto para un debate trascendente, se eleva lo suficiente para que siempre esté trazado el horizonte que precisamente está siendo definido. Polley se decide con preponderancia por los primeros planos, por los rostros que se expresan poseídos por la pena, por la risa, por el llanto, por la ira vengativa, por el odio. 

El elaborado camino que atraviesa la conversación colectiva, las emociones transversales de ‘Women Talking’ no nublan la extensa disertación que tienen las mujeres sobre sus propias prioridades, sobre lo preponderante de las decisiones que deben tomar. En ese punto emerge progresivamente la inclinación por la supervivencia, pero pasar por encima de los deseos de venganza, de la indignación y del odio es una purga siempre dolorosa. La película resulta ejemplar como modelo de la complejidad, sobre las interioridades de los acuerdos colectivos de resistencia multiplicados en todo tipo de marginación, no solamente en el terreno de la resistencia femenina. El saldo de esos acuerdos hace que emerjan los sacrificios y Polley tiene la destreza de plantearlos desde una posición humanista, que implica la simple observación de quienes atraviesan la tormenta y soportan la prevalencia del bien colectivo sobre el individual. En ese contexto, se revela un fondo profundo, que implica una consideración profunda sobre una lucha personal, la que tiene cada quien.  En el trazado con perspectiva de esta obra coral, Sarah Polley consigue también darle una particularidad suficiente a sus personajes, a las tensiones internas de cada una y de cada uno, que pueden ser tan tormentosas como las que tuvieron que cruzar para decidir lo mejor para todas. Sin duda alguna, ese rescate de la complejidad, de la conciliación para reducir los daños, tiene todo un proceso didáctico que protege la comprensión del otro, de un mundo que siempre será sustancialmente inaccesible para quien no está en esa circunstancia. 


jueves, 2 de marzo de 2023

El flamenco sobrenatural de ‘El amor brujo’ y el pacto amoroso de Carlos Saura


Para cerrar su “trilogía flamenca”, con Antonio Gades y Cristina Hoyos, Carlos Saura se remitió nuevamente a la adaptación de las adaptaciones, a los múltiples niveles de la metaficción. La pieza elegida fue la pantomima ‘Amor Brujo’, del trascendente compositor español Manuel de Falla, aquí adaptada al flamenco por María Pagès. Apenas con una introducción que nos lanza desde la metaficción del inmenso set de filmación, Saura se adentra en el submundo de los bajos fondos, con un flamenco al natural, de confrontaciones potentes entre el amor y el odio, para poner en el centro a Candela (Cristina Hoyos), en el día de su boda con José (Juan Antonio Jiménez), un pacto de los padres desde la infancia, que arrasa con los anhelos amorosos de Carmelo (Antonio Gades), quien es atravesado por la fatalidad del amor y el destino. Pero el azar trágico, lanza a Candela hacia el abismo de un delirio febril, cubierto por la brujería misma, que convierte al amor supremo de Carmelo en otro fantasma, uno que vive pero está capturado por fuerzas sobrenaturales. 

Saura parte de un entorno agreste, de la desnudez de un barrio tradicional, en la atmósfera de una realidad plena, relacionada de cerca con unas tradiciones inquebrantables, que son capaces de cruzar el umbral de la muerte misma. Esa progresión natural de lo tradicional a lo trascendido, recuerda constantemente ‘Milagro en Milán’ (1951), la oda fantástica al proletariado de Vittorio de Sica, pero aquí con un vehículo diferente al de las ensoñaciones, con una oscuridad permanente, la de una convulsión febril que arrastra a los personajes a través de las tormentas, de las raíces profundas de un designio sagrado, el del pacto amoroso que no se puede romper. Con un diseño de producción siempre funcional, con inmensos velos que expresan con solvencia los cielos que se transforman y sirven de fondo para las imparables evoluciones de los cuerpos que danzan, confrontándose en una disputa entre sí mismos y con una fuerza suprema que les impide encontrarse. Justo entre la concentración del modelo de ‘Bodas de sangre’ y los límites tormentosos de ‘Carmen’, Saura elabora un espectáculo de trascendencia constante, que se conoce bien con la oscuridad, con la noche, que se agita en medio de una auténtica purga de demonios dolorosos. Los fantasmas aquí son los recuerdos. Las presencias que no se pueden extinguir de tan traumáticas que se cortaron. Esa es la imagen que flota por el espacio, que surge de la oscuridad de la noche intensa. La misma que hace que las conciencias se atribulen y el sueño no se pueda conciliar, las que invaden el espíritu y destrozan la vida. Las heridas más difíciles de sanar. En ‘Amor Brujo’, a diferencia de las dos anteriores en la trilogía, el flamenco no se surge como algo desarticulado, sino como parte integral del escenario, de una humanidad que baila flamenco, una sociedad integrada alrededor del canto y el baile, que hace de este arte un vehículo para sus propias curas, para su más extraordinaria catarsis frente a las emociones que le laceran. Desde esa perspectiva, Saura consigue expresar una estructura completa y orgánica que finalmente se puede considerar como un cine flamenco, como un cine expresado también en las vibraciones de la danza y del canto, un arte que finalmente entra en armonía con una cultura completa, con una representación metafísica de la vida a través del arte, de un arte emanado de los encuentros, de las disidencias y de las comunidades fortalecidas en una comunión que sirve siempre para resistir y para salvarse.