Por sus propias virtudes y contenidos históricos, el ánime, es decir, la animación japonesa, ha logrado una posición de prestigio artístico y cultural, no solamente dentro del mundo de la animación, sino en la historia del cine durante los últimos cuarenta años. En Latinoamérica nos hemos criado con las series de las productoras estatales de animación japonesa, en muchas ocasiones adaptando literatura clásica de Occidente, y también con las espectaculares adaptaciones de legendarios cómics manga. Específicamente en estos terrenos, ha destacado sin duda la producción de los Estudios Ghibli, fundados por el ya reverenciable Hayao Miyazaki y por el brillante y recién fallecido Isao Takahata. Sus hermosas películas de carácter mítico han logrado tocar la fibra de un inmenso público en todo el mundo y han logrado competir en todos los escenarios con poderosos estudios de animación de Hollywood. Por supuesto, Ghibli también ha servido para crear escuela y uno de los discípulos más destacados recientemente es Hiromasa Yonebashi, quien logró reconocimiento como director con películas como ‘El mundo secreto de Arriety (con guión de Miyazaki) y ‘El recuerdo de Marnie’, que consiguió una nominación a los premios Óscar. Su tercera película como director se titula ‘Mary y la flor de la hechicera’ y está basada en la novela ‘The Little Broomstick’, de la legendaria escritora inglesa Mary Stewart, autora de la saga de Merlín y Arturo. ‘Mary y la flor de la hechicera’ en la aventura de Mary, una inquieta niña que vive con su tía en un paraje paradisiaco y encuentra una flor mágica que la lleva a un mundo fantástico pero simultáneamente lleno de peligros que tendrá que sortear como portadora de una magia extraordinaria.
Se trata de una película en la cual la intención evidente y fundamental consiste en la vinculación armónica de las tradiciones literarias y cinematográficas de Oriente y Occidente. Para la versión inglesa, Yonebashi contó con la codirección de Giles New, un actor secundario del género fantástico en el cine y la televisión estadounidense, que ha tenido además participación como guionista en series de este tipo. Lamentablemente, en ese camino por encontrar una fusión definitiva entre dos vertientes muy extensas entre lo anglosajón y lo nipón, la película termina paradójicamente naufragando en la superficialidad. Por supuesto, la situación particular de origen mítico en la que un personaje pequeño, lleno de defectos, resulta ser el elegido para cumplir una tarea prácticamente divina, es un tema recurrente en las obras infantiles y el cine ha sabido vincular este tipo de relatos a tu propia historia. Ghibli, con sus autores fundamentales, Miyazaki y Takahata, se refiere además a las tradiciones sintoístas del Japón, a los mitos fundamentales que vinculan de forma profundamente mística a los dioses y la naturaleza. Por supuesto, la escuela de Yonebashi se hace explícita desde el punto de vista técnico, con una animación impecable, detallada y casi dancística, en unas ilustraciones que resultan como siempre acogedoras para este estilo particular del arte. Pero la película no termina por contagiar. Los desarrollos temáticos terminan siendo tristemente gratuitos y la tradición literaria de la novela de Mary Stewart no alcanza a vislumbrarse tampoco con total naturalidad. En sus anteriores películas como director, había logrado conciliarse todo de forma mucho más lograda, como pudo verse durante décadas con las inolvidables adaptaciones televisivas animadas japonesas de series emblemáticas generacionalmente como ‘Heidi’ y ‘Tom Sawyer’. Resulta imposible no establecer una comparación con la conmovedora y potente ‘La tortuga roja’, dirigida por el holandés Michael Dudok de Wit y coproducida entre otros por Ghibli y Wild Bunch, dos estudios sin duda de calidad comprobada. En esta película, se consigue muy exitosamente reunir las características propias de la animación del centro de Europa con la japonesa, dando como resultado una obra maestra de la animación contemporánea. En el caso de ‘Mary y la flor de la hechicera’, probablemente el afán por replicar la estética Ghibli con fines comerciales resulta en la intrascendencia.
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