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jueves, 4 de septiembre de 2025

El anillo cataclísmico de ‘El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey’ y el final interminable de Peter Jackson


En el invierno de 2003, dos años exactos después del estreno de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ y un año después de ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’, en una de las planeaciones comerciales más precisas de los blockbusters, apareció ‘El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey’, el cierre de la trilogía que marcaría la entrada de Hollywood al siglo XX y toda una marca generacional para los millennials más tardíos. Peter Jackson concluía finalmente la travesía de la Comunidad del Anillo del clásico de la literatura fantástica de Tolkien. En ‘El Retorno del Rey’, Frodo (Elijah Wood), acompañado de Sam (Sean Astin), se encamina a destruir finalmente el Anillo de poder, a enfrentarse finalmente al máximo poder de Sauron. La lucha entre el bien el mal llegará al extremo, hasta el punto en el cual el suspenso no se podrá estirar más, mientras que simultáneamente va regresando el orden a la Tierra Media, especialmente con el regreso de Aragorn (Viggo Mortensen), hijo de Arathorn y heredero de Isildur. Se trata de un inmenso sismo que está por reorganizar el mundo y traer la paz del orden preestablecido por la hegemonía de siglos. 

En ‘El Retorno del Rey’, Peter Jackson procura simultáneamente desatar toda la densidad que ha ido acumulando en la trilogía, con la necesidad de darle al mismo tiempo una relevancia extraordinaria a unas batallas gigantescas porque se trata de la definición misma del mundo; de la implantación de aquel escenario idealizado por las jerarquías tradicionales de este escenario trascendente. Por momentos, la película busca arraigarse nuevamente al espíritu de la primera entrega de la trilogía y se plantea pausas características de la introspección del guerrero previamente a la gran batalla; antes de confrontarse con el evento sísmico que es necesario atravesar para conseguir la dicha. En estos espacios, Jackson tiene un espacio significativo para nuevos escenarios extraordinarios, nuevos palacios y nuevos personajes que se debaten en la trama gigantesca de la Tierra Media, entre Gondor y Rohan, en medio de las angustias propias de la cercanía de un apocalipsis siniestro o el amanecer de un mundo de ensueño. Por otra parte, se sigue trazando en los salones y los mapas la estrategia para enfrentar una colisión descomunal en la cual se enfrentan decenas de miles de soldados enfurecidos. Con ese amplio margen, la película crece por sus propias dimensiones que se hacen necesarias, más que por la propia intensidad de su espíritu humano. 

Sobre el fundamento estrictamente clásico de la tradición narrativa de Occidente y en las reglas de la aventura y la fantasía, la trilogía de ‘El Señor de los Anillos’, de Peter Jackson, marcaba una nueva perspectiva para los blockbusters, sobre los hombros de la adaptación cinematográfica de grandes obras de la literatura occidental y en busca de un relato mítico precisamente con el horizonte de un nuevo siglo que se abría de par en par con todas las inquietudes por delante. Desde la distancia, casi un cuarto de siglo después, se percibe como el asentamiento final del mundo anglosajón en una batalla cultural que tomó décadas, pero que no terminó por ocultar una amplia gama de miradas: las de todos quienes buscaban visibilidad frente a un mundo multipolar. En la saga de Jackson, el relato mítico se cierra finalmente con una batalla campal en la que el viejo mundo se reinstala y el rey prometido vuelve a traer la paz que se construye sobre la hegemonía, mientras que la oscuridad, la fealdad y el caos han sido derrotados. La diferencia que violentamente no quiso acogerse a esa hegemonía. Estaría por abrirse la puerta para que llegaran los superhéroes a homogenizar críticamente un mundo diverso.

jueves, 28 de agosto de 2025

El anillo incisivo de ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’ y la gesta coral de Peter Jackson


Justo un año después del estreno de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’, con una programación especialmente precisa incluso dentro de los siempre estrictamente planeados blockbusters, apareció la segunda película de la saga de adaptación de la obra de J.R.R. Tolkien, con ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’ (2002). Una nueva épica que se tomaba la cartelera navideña en todo el mundo. La comunidad encargada de destruir el Anillo Único se ha dividido por decisión y por necesidad, de tal manera que Gandalf (Ian McKellen) ha caído al abismo, Frodo (Elijah Wood) y Sam (Sean Astin) se encaminan vulnerables en el camino abrumador de enfrentar al mismo Sauron y destruir el anillo, Merry (Dominic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd) son secuestrados por los poderosos Uruk-Hai, cuyo rastro es perseguido cuan sabuesos por Aragorn (Viggo Mortensen), Legolas (Orlando Bloom) y Gimli (John Rhys-Davies). Así se plantea una estructura coral en la que la comunidad solo tendrá de comunitario el espíritu, al menos por el momento, con una gran cantidad de ramificaciones perceptivas entre un grupo del cual se plantea que se ha hecho familiar en su diversidad. 

En la división del relato mítico y el seguimiento de una épica ahora multiplicada, Peter Jackson se encuentra frente a la circunstancia ineludible de abordar una película coral. También es una oportunidad para matizar un relato necesariamente grande por sus dimensiones en todos los aspectos y llenarlo de matices y de relieve para contrastar entre las agitaciones y las serenidades propias de un viaje característicamente largo. Esa diversidad de líneas dramáticas le permite presentar en profundidad a sus personajes; construir con ellos una inmensa cantidad de esquemas largamente establecidos en toda la narración occidental, desde el romance hasta el melodrama; desde el horror hasta incluso la comedia más ligera. Por supuesto, todo esto responde a la necesidad de construir todo un esquema de personajes que respalde la potencia industrial necesaria para un blockbuster de estas magnitudes. Tras esa estructura por fin se revela con claridad una gran cantidad de jerarquías culturales, de homologaciones, en una película en la que fácilmente puede concurrir toda la tradición dramática del norte global. Por supuesto, en esa emoción elaborada como filigrana desde la música hasta la fotografía cabe todo el público que haya sido construido en esa tradición judeocristiana. 

Gandalf, fundamentalmente resucitado al tercer día de sacrificarse por el mundo, regresa para guiar a sus apóstoles que están extraviados, que incluso han llegado perder la fe. Mientras tanto, Frodo, el más débil de los hobbits (el más débil de los débiles), se encamina hacia el fuego para purgar su tentación, sus pecados, sus deseos demoniacos, con la compañía constante de su conciencia en Sam y de su perversión misma en el Gollum (Andy Serkis), quien lo aterra y lo seduce, básicamente en la misma medida que Sam, el sempiterno ente paternal que lo cuida y es su siervo. También Aragorn muere y revive, lanzando al aire una virilidad que en su propia potencia sexual convoca su propia salvación desde el espíritu de Arwen (Liv Tyler), la princesa elfa, y tiene a la dama que lo espera con un amor ya abnegado en Eowyn, (Miranda Otto), quien bien podría ser quien extendiera su especie entre la especie de los humanos. Todo está encaminado para que los viejos sabios patriarcales encumbren a los nuevos reyes, a los nuevos patriarcas, a los nuevos emperadores del mundo conservado de la oscuridad deforme de Saruman (Cristopher Lee) y su ejército de orcos salvajes. Solo falta el trance final para que los héroes se consagren en sus propias heridas que se hacen cicatrices que serán adoradas por el mundo. 


jueves, 21 de agosto de 2025

El anillo convocante de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ y el viaje del héroe de Peter Jackson


Apenas empezando el siglo, la imagen de un grupo de personajes entre fantásticos y medievales, encumbrándose en una montaña, atrajo la atención de millones con respecto a la invitación a ese viaje trascendente de esos héroes que fijaban la mirada en un horizonte que los espectadores aún no conocían. Era el tráiler de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ (2001), la primera película de la trilogía sobre la adaptación del clásico de la literatura fantástica de J.R.R. Tolkien, a cargo del neozelandés Peter Jackson. Se trata de la primera saga cinematográfica corporativa en el nuevo siglo. La historia describe por enésima vez el clásico viaje del héroe de la más antigua tradición narrativa occidental. Frodo Baggins (Eliaj Wood), hobbit de linaje de estudiosos y creativos, asume la misión de destruir el extraordinario anillo de poder mediante el cual Saurón, el espíritu diabólico mismo, canaliza toda su fuerza para controlar el mundo. En la misión, lo acompañarán representantes de cada comunidad que se resiste, incluyendo a Gandalf (Ian McKellen), el mago; Aragorn (Vigo Mortensen), el Rey prometido; Légolas (Orlando Bloom), el príncipe elfo; Boromir (Sean Bean), el primogénito del rey, Gimli (John Rhyes-Davies), el último de los enanos y sus camaradas hobbits, encabezados por el leal Sam (Sean Astin), además de Merry (Dominic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd). 

Jackson empieza a entrelazar toda una serie de relatos que son parte de la gran historia del mundo de Tolkien. Los teje todavía desde unos recursos voluntariamente artesanales hasta donde tiene margen de hacerlo. Todo está construido con gran minuciosidad en cada instante, en cada detalle, en el ensamble completo de uno y otro recurso, para construir una trama pero también para sumar impacto emocional a cada paso. Ni el mundo de Tolkien ni el de Jackson parten de una auténtica originalidad, sino que recaban todo lo que es posible en tradiciones narrativas europeas, de todo tipo de pueblos, y de una estructura medieval que incluso puede acercarse a las referencias históricas verídicas. Frodo, estrictamente sobre la tradición narrativa del viaje del héroe, emerge de la clase más popular, de una comarca pacífica, y está destinado a salvar el mundo, como cualquier redentor que pueda venir a la mente. Constantemente, los personajes evocan un pasado glorioso de magnificencia y belleza. Unos tiempos que parecen verse amenazados por los acontecimientos de un mundo en el que la expansión de la oscuridad parece inminente. Por esto, todo se refiere constantemente a unos principios rectores, a un orden que es necesario conservar, en el que todos estos personajes han encontrado la dicha, en unas jerarquías y unos grupos bien definidos. 

En la adaptación cinematográfica, Jackson introduce estos momentos de poesía épica y de añoranza en medio de la agitación inevitable que el destino depara para Frodo, y en la mancomunidad que emerge en la situación extrema de defensa del orden establecido, es posible alinearse con ese simple propósito de proteger el mundo que han conocido. Constantemente se percibe una sensación de nostalgia con respecto al pasado y de anhelo de restitución completa de aquel mundo hacia el futuro. Por lo tanto, el presente que confronta a los personajes con un camino lleno de espinas de las cuales tendrán que librarse. Así es como todo un ejército oscuro, dominado por la fealdad, por la maldad, por la podredumbre, se plantea como el enemigo. Como el caos más profundo que amenaza con destruir la calma de los hobbits en la comarca, de los elfos en la contemplación de su propia belleza y de los hombres en la hegemonía de sus reinos. 

jueves, 29 de mayo de 2025

La guerra generacional de ‘Star Wars: el regreso del Jedi’ y la extensión familiar de Richard Marquand


Para 1983, ya se había desplegado la maquinaria prediseñada de la franquicia de Star Wars. Después de que las dos primeras películas de la trilogía se habían difundido poco a poco por el mundo entero, sobre el lomo del Hollywood más corporativo y por la vía de una campaña progresiva y creciente de mercadotecnia que se extendía por la industria de los juguetes y la moda, entonces era el momento de para que apareciera ‘Star Wars: el regreso del Jedi’, que más que cerrar una etapa, la iniciaba definitivamente de cada al mundo del cine globalmente. En la sucesión de hechos del mundo gigantesco creado por George Lucas, la Alianza Rebelde, cada vez más consolidada, se enfrenta al inmenso desafío de confrontarse con el descomunal y definitivo proyecto del imperio para consolidar una base aún más poderosa que la destruida Estrella de la Muerte. Ante esta nueva estrategia, liderada por Palpatine (Ian McDiarmid), el maestro Sith de Anakin Skywalker (nada menos que Darth Vader, interpretado entre David Prowse, James Earl Jones y Sebastian Shaw), quien a su vez quiere aprovechar este golpe maestro definitivo para atraer al lado oscuro de una vez por todas a su hijo Luke Skywalker (Mark Hamill). Por supuesto, la ya extendida corte rebelde de Luke y el entrenamiento de Luke por parte de Yoda y Obi-Wan Kenobi será la esperanza para salir avante en la batalla definitiva. 

Entre los ewoks y el submundo mafioso de Jabba The Hutt, todo esto cruzando al mundo infantil de los títeres de Jim Henson, con pequeñas acciones de comedia física y chistoretes blancos que podrían ser celebrador por cualquiera, ‘El regreso del Jedi’ se extiende a los terrenos del cine familiar, para que no haya nadie en ninguna casa que esté apto para asistir a las salas y a rentar lo videos de la saga. Que todos sean potenciales consumidores de una maquinaria gigantesca. Y para darle mucha más amplitud y profundidad a ese carácter familiar, vale la pena adentrarse en los intríngulis propios de aquella paternidad predominante en cualquier escenario especialmente judeocristiano, en la cual el padre es un lastre extraordinario para cualquier hijo, como lo es Anakin para Luke, y usualmente el hijo debe honrar a su padre siempre y a pesar de cualquier vicio, falta o hasta crimen. Luke, en el estado supremo de su conversión en Jedi, en un sabio juvenil como Cristo entre los ancianos en los templos, debe rescatar a su propio padre del mismísimo demonio, para que al menos pueda limpiar sus pecados antes de entregarse a una muerte honorable en la pira purificadora. Así es como este relato sobre el hijo del dictador que quiere entregarle limpio a su padre a las alturas, avanza progresivamente en medio de las danzas infantiles de un teatro guiñol de tamaño natural. 

Así es como ‘El regreso del Jedi’ terminaba por construir definitivamente la plataforma del cine de franquicias, de las sagas de blockbuster, de cada a un mundo salvaje de gigantescas maquinarias hacedoras de unas cuantas inconmensurables fortunas. En medio de la difusión masiva de aquel mundo amplio en el que cabe todo otro mundo, se formaron especialmente las infancias y adolescencias de la generación X, que estaba ad portas de un mundo unidimensional, en el terreno de la globalización, con la uniformidad irrompible que estaba por barnizar al mundo entero de un solo tono cromático. En medio, envuelto en la abismal parafernalia, el discurso del neoliberalismo y de la tradición judeocristiana. Sin embargo, también la primera mirada de muchos a la consideración mágica de lo que a fin de cuentas, después de una larga excavación, termina siendo el cine. Una marca ineludible, directa o indirecta, en el mapa genético de toda generación occidental. 

jueves, 15 de mayo de 2025

La guerra mitológica de ‘Star Wars: una nueva esperanza’ y la contrarrevolución corporativa de George Lucas


Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Hollywood se convirtió en una de las principales puntas de lanza de Estados Unidos de cara al dominio imperial del mundo. Sin embargo, aquella generación del Hollywood Clásico se apagaría hacia mediados de los años sesenta, para darle el paso al Nuevo Hollywood, que venía a replantear todo el escenario autoral de la Meca del cine con ideas recogidas de las vanguardias europeas, aún vigentes entonces muchas de ellas, y la propia influencia de los grandes autores surgidos en medio de la maquinaria hollywoodense. De aquella generación extensa de cineastas, emergió George Lucas, quien ya había dejado ver algún interés por los géneros fantásticos y específicamente por la ciencia ficción con ‘THX 138’ (1971) y había creado un precedente de la adolescencia gringa sesentera con ‘American Grafitti’ (1973). Sin embargo, era una figura silenciosa atrás de Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y mucho más detrás de Sam Peckinpah o John Cassavetes. El Nuevo Hollywood había replanteado el cine en los estudios y se había trasladado al retrato de los outsiders batiéndose incluso a muerte frente al “american way of life”. Hacia la segunda mitad de los setenta, Estados Unidos pisó el acelerador del neoliberalismo para definir la Guerra Fría. Las corporaciones se hicieron descomunales y Hollywood, por supuesto, no fue la excepción. Los estudios lanzaron los blockbusters, películas planeadas como franquicias para multiplicar extraordinariamente los ingresos. Todo empezó con ‘Star Wars: una nueva esperanza’ (1977), el descomunal proyecto de George Lucas, aquel tímido integrante del Nuevo Hollywood, quien fundado en la mitología clásica y las teorías del viaje del héroe de Campbell había preparado todo un universo ideal para crear personajes, merchandising, ropa y todo un culto de fanáticos. En ‘Star Wars: una nueva esperanza’, Lucas recoge del pueblo raso de una tierra bajo la dictadura del Imperio a Luke Skywalker (Mark Hamill). Un joven granjero y mecánico de robots, quien es el elegido para salvar de la extinción a todo un culto de guerreros trascendentes: los Jedi, esencia de la resistencia rebelde. Todo cambia cuando llegan a su taller C3PO (Anthony Daniels) y R2D2 (Kenny Baker), dos robots que traen un mensaje vital de la princesa Leia Organa (Carrie Fisher) y sobre todo unos planos detallados de la Estrella de la Muerte, la inmensa estructura matriz del poder dictatorial. El envío está dirigido al viejo jedi Obi-Wan Kenobi (Alec Guinness), la última esperanza para salvar a la resistencia, un conocido cercano de Luke. A partir de aquí, la persecución del Imperio, en cabeza de Darth Vader (David Prowse y James Earl Jones en la voz), sobre la célula rebelde, que a su vez se adentra en la boca del lobo para cumplir el plan maestro de destruir la Estrella de la Muerte. 

‘Star Wars: una nueva esperanza’ paradójicamente surge de la naturaleza propia del Nuevo Hollywood pero como una disidencia de aquella revolución para sentar las bases de la hegemonía misma en Hollywood. Una hegemonía como nunca antes se había conocido en el mundo del entretenimiento y con una saga que inauguraría un mundo especialmente corporativo en el cine. En ‘Star Wars’, Lucas recurre a la reinvención de los géneros y sus personajes, sus héroes, son toda una colección de outsiders que inmediatamente se perciben coleccionables. Todas estas características unificaron la inmensa diversidad del Nuevo Hollywood por mucho tiempo, y Lucas las tomó para la disidencia de aquella vanguardia, para la fundación de toda una contrarrevolución sincronizada con el auge de capitalismo salvaje de Estados Unidos por aquel entonces y de cara a los años ochenta. La aventura de Star Wars se ciñe también a los principios clásicos del mito, en el contexto de una guerra apenas en etapa embrionaria. En este caso, Luke Skywalker, el elegido en medio del pueblo para salvar al pueblo, también tiene a sus padres adoptivos (como Cristo), y en las circunstancias culturales y políticas descritas en Estados Unidos, se erige fácilmente como toda una pieza de propaganda para la superación personal, fundamental en el discurso neoliberal. Un personaje inconscientemente parte de la realeza, que está destinado a liderar a todo un pueblo como representación de unos principios rectores antiguos y conservadores. Más allá de todo esto, la inmensa tarea creativa de George Lucas estaba por abrir el panorama de una industria descomunal, apabullante y capaz de todo. 


jueves, 6 de febrero de 2025

El Oz popular de ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ y la travesía contracorriente de J. Farrell MacDonald


En la intensa velocidad de una de las primeras trilogías de la historia del cine, la trilogía de Oz, de la fugaz The Oz Film Company, con el mismísimo creador del mundo de Oz a la cabeza, L. Frank Baum, y la dirección de J. Farrell MacDonald, llegaría a su fin con ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ (1914), que extiende el espectro de todo un universo que dejaba entrever las posibilidades de toda una veta no solo creativa sino industrial. En ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’, se relata el conflicto entre las intenciones del Rey Krewl (Raymond Russell), quien quiere casar a su hija, la Princesa Gloria (Vivian Reed) con un anciano de la corte, Googly – Goo (Arthur Smollett), pero Gloria está enamorada de Pon (Todd Wright), hijo de un jardinero. El Rey Krewl decide acudir a la bruja Old Mombi (Mai Wells) para que congele el corazón de Gloria. Así empieza una travesía contracorriente de fondo, desde una colectividad explícita, para conseguir revertir el maleficio de Mombi. En ese camino, Gloria y Pon, como pareja fundacional, reunirán a toda una congregación surgida muy especialmente desde las bases de una sociedad de clases diferenciadas, en un mundo de extrema desigualdad entre monarquía y pueblo raso. 

La trilogía traza una evolución acelerada, tanto en los tiempos como en los espacios mismos. La narrativa rápidamente se instala a saltos agigantados en un ritmo mucho más eficiente, que se detiene rápidamente en los puntos precisos en los cuales la trama avanza decididamente. Con la columna vertebral de una premisa mejor construida que en las obras anteriores, pronto se pueden adherir una serie de personajes que buscan directamente crear recordación, ser emblemáticos, tanto así que se convertirían en los personajes emblemáticos que en poco tiempo se convertirían en auténticos símbolos en la historia del cine de fantasía. Por otra parte, a diferencia de ‘La capa mágica de Oz’, esta película regresa a una convención de los planos fijos similar a la de ‘La muñeca de trapo de Oz’, con una perspectiva más plana y menos sugerente en la narrativa interna, pero compensada por la agilidad notable con respecto a las dos películas antecesoras. En esta película, probablemente esta decisión de composición está derivada de un discurso mucho más directamente alineada con la convergencia extendida e igualitaria en la conformación de una resistencia en la que incluso los animales y los humanoides están alineados con los humanos mismos, entre los cuales se cuenta muy particularmente una Princesa, que desciende desde su castillo a la integración misma, plenamente reivindicativa frente a esas causas populares. La película también resulta de vanguardia en el discurso frente a su mismo padre, frente a un poder eminentemente patriarcal y que recurre a una fuerza oscura contra su propia hija. Seguramente desde una derivación mitológica frecuente en la ficción occidental. Aquí se llega muy cerca de otro ritmo, de una frecuencia que estaba cerca de la alimentación real de una narrativa innovadora para aquellos años todavía muy jóvenes del cine. 

Lamentablemente, la trilogía de Oz, de The Oz Film Company, fue apenas en términos prácticos la producción muy breve de una obra profundamente experimental que derivó en el fracaso industrial, cuyos resultados positivos solamente han sido descubiertos y valorados con el paso del tiempo, en el terreno del cine de culto del género fantástico y también en el estudio específico y progresivo del cine. Se trata de una trilogía que sentó un precedente fundamental como referencia para construir sobre esa base en un análisis definitivo para la construcción de una perspectiva cinematográfica que, aunque no en los terrenos de esta breve casa productora, se convirtió en uno de los primeros pasos hacia la consolidación de un proceso histórico y cultural a través del cine. 


jueves, 23 de enero de 2025

El Oz gestante de ‘La muñeca de trapo de Oz’ y la fantasía acrobática de J. Farrell MacDonald


En aquellas décadas en las que el cine todavía abría los ojos y exploraba intuitivamente las posibilidades técnicas de una máquina aún nueva como el cinematógrafo, el negocio del cine estaba lleno de entusiastas que buscaban materializar económicamente el planeta soñado que había descubierto Georges Méliès en el terreno de la fantasía. Esto se daba especialmente en Estados Unidos, en donde el territorio extenso de una industria naciente estaba sembrado de esfuerzos que se fundamentaban de la experiencia en otras artes escénicas. Una de esas compañías que buscaban convertirse en máquina de sueños fue The Oz Film Manufacturing Company, fundada por L. Frank Baum, el mismísimo autor de la serie de novelas infantiles ‘El maravilloso Mago de Oz’, que se convertiría en una de las referencias fundamentales de la narrativa fantástica en Occidente. La apuesta fundamental se estos estudios fue una trilogía sobre la obra de su fundador, que a pesar de la fallida aventura empresarial de su casa productora, se ha ido convirtiendo en una saga de culto para quienes trazan la historia del género fantástico en el cine. El encargado para dirigir la trilogía fue J. Farrell MacDonald, cantante de los espectáculos de minstrel y posteriormente actor de reparto en el cine. La primera película de la trilogía es ‘La muñeca de trapo de Oz’ (1914), que cuenta la historia del viaje del niño munchkin Ojo (Violet MacMillan), quien junto a su tío Nunkie sufren de la pobreza hasta el hambre, así que deciden emprender el viaje a la ciudad de Oz para buscar sustento. En el camino se encuentran con Margolotte (Leontine Dranet), ama de casa cansada del trabajo doméstico, quien a creado a una muñeca de trapo (Pierre Couderc) a punta de retazos, con la expectativa de que en Oz el Doctor Pipt (Raymond Russell) la traiga a la vida para ser su asistente. Interesados por la historia, sobrino y tío acompañan a la mujer a la ciudad. 

‘La muñeca de trapo de Oz’ se distancia notablemente de la tendencia de la fantasía en ese entonces que recurría a los efectos visuales prácticos de aquel entonces, desarrollados casi inmediatamente con la aparición del cinematógrafo especialmente por Georges Méliès. Aunque no falta algún que otro efecto, la tendencia notoria es a la acrobacia circense de varios de los intérpretes, sobre todo en el caso de Pierre Couderc interpretando con gran destreza la corporalidad de la muñeca de trapo. Sin embargo, la película se ciñe por completo a la teatralidad, al teatro filmado, y se puede apreciar muy claramente el esfuerzo colectivo de una compañía de cine en busca de la capitalización de un negocio todavía a punto de estallar. Resulta también importante la entrada en las alternativas de todo un universo literario para alimentar la narrativa de un lenguaje en ciernes. Se trata también de una aventura especialmente colectiva, en la que el heroísmo no se concentra en un único personaje, sino en varios, lo cual habla de una perspectiva representativa de lo popular. Incluso las tareas se dividen entre varios grupos, de tal forma que tienen que juntarse esas tareas para tener una conquista definitiva. 

Menos de veinte años después de la exhibición que los Lumiere hicieran del cinematógrafo, empezaban gradualmente a reunirse una serie extraordinaria de referencias de la literatura, el teatro e incluso las artes circenses para elaborar cada plano, apenas con la perspectiva de un orden, pero con una memoria cultural de la cual alimentarse, especialmente con la conciencia ya suficientemente clara para comprender el potencial descomunal de esa potencia cinematográfica que crecería sin medida en lo que estaba por transcurrir en el siglo XX. 


jueves, 11 de julio de 2024

El Mick Travis capitalista de ‘O Lucky Man!’ y el viaje de negocios de Lindsay Anderson


Los cineastas surgidos de las vanguardias europeas en el despegar de la segunda mitad del siglo XX no solamente hicieron de esos movimientos las escuelas que los convirtieron en artistas, sino todo un espacio de pensamiento, de reflexión extensa sobre el cine, el arte y el mundo. En el Free Cinema, derivado después en la Nueva Ola Británica, este proceso se dio consistentemente, sobre una insatisfacción furiosa que constantemente desembocaba en un espíritu esencialmente revolucionario, de reconstrucción completa de los estamentos que habían constituido una sociedad fundamentalmente conservadora. Precisamente en ‘If…’ (1968), ese flujo salvaje del Free Cinema y la Nueva Ola Británica se consolidó y finalmente floreció con tal energía que se convirtió en el inicio de otra trilogía de viaje iniciático para un personaje mítico y fundacional: Mick Travis, quien encarnaba al ser humano que se sacudía esplendoroso en medio de las ataduras múltiples de la realidad. En ‘O Lucky Man’ (1973), Mick Travis se ha insertado como obrero raso en una planta de producción de café industrial, en donde sus desempeño y lealtad a la empresa le han valido para convertirse en agente de ventas y emprender toda una campaña de expansión capitalista por toda Inglaterra. En su recorrido, Travis irá descubriendo y al mismo tiempo dejando en evidencia los vicios criminales y devastadores del capitalismo, hasta el punto de la supervivencia misma. 

En una modernidad descarnada que tiene mucho de visionaria para el primer tramo de los años setenta, Anderson lanza a su héroe mítico a un viaje por toda la Isla Británica, que bien podría ser el de un conquistador, con su portafolio, sus maletines y el descubrimiento constante de unos vicios morales extraordinarios, que surgen de una degradación máxima y que podemos apreciar gracias a una farsa siempre potente que en esta región del mundo crece con tanta avidez como si se tratara del trigo. Ese viaje lleva a Mick Travis a la deriva, quien es poseído por la ambición y embriagado por los placeres, mientras cruza los escenarios horrorosos del corporativismo más criminal, de una mafia extendida que cubre todo el escenario como una sombra verdaderamente fascista en las prácticas. Así como Mick Travis es perseguido fieramente por la represión en el modelo institucional de ‘If…’, ahora es perseguido por la paranoia del espionaje en la Guerra Fría o la maquinaria genocida que arrasa el territorio para arar el terreno de horizonte interminable para las multinacionales. La actuación irrepetible de Malcolm McDowell, como un ensayo único, encarna a un personaje distante de la racionalidad, que es arrastrado constantemente por las emociones y los instintos, con la suerte necesaria para apenas salir vivo, pero con la risa y el llanto siempre fáciles en la reacción natural. Para darle aún más la forma a este viaje de antihéroe afortunado, impresiona el fabuloso coro que nos va confrontando con una reflexión política profunda: Alan Price y su banda de rock, que en ensayos caseros van desmenuzando las vicisitudes y las frustraciones derivadas de la vida misma al interior del capitalismo. También cabe además la metaficción, con el mismísimo Lindsay Anderson, con el paso de las décadas convertido en auténtico pilar del cine británico, quien directamente moldea en el casting a su creación, a su personaje, en medio de un caos que pareciera el de antes de la creación del universo. 

Así como el Apu de Ray concentra la esencia milenaria y mística de la historia misma de las sociedades, el Antoine Doinel de Truffaut el dolor el placer de las relaciones humanas y el Robert Tucker de Davies con la marca indeleble del pasado traumático, Mick Travis (Alexander de Large en el delirio kubrickiano) encarna al ser humano moderno, el que está condenado al alambre de púas de un fascismo que se disfraza de liberal. 


jueves, 25 de abril de 2024

La fantasía urbana de ‘El globo rojo’ y la magia infantil de Albert Lamorisse


En la observación retrospectiva de la historia del cine y su desarrollo natural como arte transversal en la extensión humana del siglo XX, surge como forma esencial el cortometraje, una expresión fundamental y consecuente con la experimentación, que resultó extraordinariamente eficiente también en el desarrollo mismo del lenguaje cinematográfico, de la naturaleza profunda de la imagen en movimiento. En esa cocción específica de pequeños y reveladores experimentos, el cine surgió en una alquimia natural que sirvió para que se demostrara a sí mismo sus amplísimos alcances. Más allá de ese origen fundacional, el cortometraje se ha mantenido como un formato sólido, que sigue siendo una alternativa funcional y valiosa para quienes se adentran en el oficio y el aprendizaje cinematográficos. Y por sí solo, se ha convertido en toda una fuente de auténticas obras históricas, como es el caso de ‘El globo rojo’ (1956), del director parisino Albert Lamorisse, quien establece una relación tan misteriosa como mágica entre un pequeño niño y un inmenso globo rojo, mientras atraviesa las calles históricas de una París que poco a poco se fue volviendo un recuerdo. 

En ‘El globo rojo’, Lamorisse construye una simbiosis misteriosa entre el niño y el globo, en una interacción que no está determinada en sus causas pero que se puede aceptar muy fácilmente en el código de lo fantástico y más especialmente en el propio reconocimiento del pensamiento infantil; en la memoria de nuestro propio pensamiento infantil. Existe una observación seria y profunda sobre la belleza, en el descubrimiento de mundo, sobre los objetos, y en la película esa observación se va dando naturalmente para el espectador también sobre la ciudad. Una ciudad que muchas veces el cine ha recorrido sobre los hombros históricos de realismo poético francés, en un viaje guiado por la mirada de grandes artistas como lo fueron Jean Renoir, René Clair o Jean Vigó, quienes sin duda establecieron esta apreciación poética sobre el mundo urbano de Francia. Una herencia que no solamente recogió Lamorisse, sino también Jacques Tati, entre otros. En la travesía de Pascal (Pascal Lamorisse, el hijo del director), constantemente nuestros ojos están posicionados en una perspectiva de auténtico privilegio sobre una ciudad que se percibe transformada por la gente misma, impactada además por una transformación inminente. Los niños, incluido el mismo Pascal en su aventura de ensoñación amorosa con su inmenso globo rojo y encantado, están integrados orgánicamente a ese paisaje, a ese escenario previo a un mundo mucho más homogéneo en las siguientes décadas. En los últimos instantes de un tejido naturalista en medio de la ciudad. 

Por supuesto, la película nos invita constantemente a observar desde una distancia que se da inevitable por el tiempo, por la edad, sobre esa infancia que es también nuestra propia infancia. Una memoria que se concentra muy especialmente en nuestra propia fascinación por a simpleza, por el brillo, por los colores, por la magia real, la que no emerge naturalmente de la esencia de las cosas. Ese tipo de pensamiento, que atraviesa el descubrimiento constante de la infancia, genera una conexión que constantemente es espiritual, y que en ‘El globo rojo’ está vinculada con la particularidad de la levedad, como lo razonaría con profundidad Ítalo Calvino. La magia infantil, esa mirada contemplativa y esencial que puede tener el cine, sobre la levedad y las formas, que también exploró Chaplin en la oficina misma de su dictador satírico, en una evasión de su tiranía en la oficina. El cuadro que compone Lamorisse constantemente, contrasta lo humano, en lo más íntimo de la fascinación, con el escenario social, el colectivo, a fin de cuentas como un espacio de auténtica resistencia emocional, directamente desde la imaginación. 


jueves, 5 de octubre de 2023

La jaula de la identidad de ‘El rostro de la medusa’ y el cuestionamiento del esquema de Melisa Liebenthal



En la sociedad existen algunos cánones intocables, que suelen ser incuestionables en sus cimientos, y que funcionan como el impulso fundamental de diferentes disciplinas en el pensamiento racional, especialmente en el académico. El culto por la identidad impulsa decididamente muchos de los fundamentos de cualquier sociedad, pues permite construir toda una filosofía en torno al individuo y estructurar una serie de principios que al menos en teoría facilitan la vida en la sociedad. El cine, como vehículo potente de representación, es capaz de cuestionar cualquier tipo de dogma en la normalidad misma. El cine latinoamericano lo ha hecho en incontables ocasiones, como una respuesta normal al inmenso colonialismo con el que ha cargado siempre sobre la espalda. La película argentina ‘El rostro de la medusa’, de la directora Melisa Liebenthal, toca de forma novedosa y concisa el asunto de la identidad, cuestiona el dogma con el vigor propio de un lenguaje cinematográfico ya crecido, fuerte en sus herramientas. Marina (Rocío Stellato), una joven profesora universitaria, despierta un día con un rostro completamente diferente. No se trata de un cambio en sus facciones, como lo sería el síntoma de alguna enfermedad, sino el cambio completo de todo su rostro por otro totalmente nuevo. Marina se enfrenta primero a su propio impacto emocional, pero sobre todo a la pérdida de un rostro que ha representado para ella misma su reconocimiento sistemático en la sociedad. Sin embargo, gradualmente la pérdida empieza a percibirse como un hallazgo, como un descubrimiento que implica una revelación liberadora. 

Liebenthal construye un auténtico esquema de las pulsiones extendidas de Marina frente a una circunstancia extraordinaria, en los terrenos mismos de una fantasía en la cual el insecto kafkiano no se queda para siempre como una desgracia, sino que, visto desde auténticos nuevos ojos, excava un nuevo territorio, hace todo un descubrimiento antropológico en el cual la identidad es una atadura, una auténtica prisión como aquella de los animales salvajes en los límites estrictos del zoológico, sometidos a la cómoda manipulación de los humanos. Esa imágenes de gorilas, tigres, pericos, orangutanes y por supuesto medusas, se repiten constantemente mientras están dominadas cruelmente por los antojos rayanos en la vulgaridad de quienes los observan en su magnificencia interminable. El sonido de Lucas Larriera y Marlene Vinacur, con el aporte en la música de Inés Copertino, construye un espacio diverso, un lugar en el que vive solamente la perspectiva de Marina. Las gráficas constantes de la fisionomía propia de los rostros, de los rasgos compartidos en la herencia con los padres, los collages de ojos, narices, orejas, bocas, sin duda aportan a la inquietud incontrolable de quien repentinamente se queda sin máscara para identificarse. Pero entonces, Liebenthal impulsa a su personaje hacia una nueva perspectiva en la que el horizonte se le abre diáfano, solo con dejar de ver en la misma dirección de siempre y mirar hacia el costado o hacia atrás, para encontrarse con la oportunidad tremendamente tentadora de vivir una nueva vida, de renovar las emociones de otros encuentros, de quitarse de encima el sometimiento de su propia identidad. Por lo tanto, la película emerge en dos direcciones que se encuentran en el mismo punto de la identidad. Un camino avanza en el necesario nuevo reconocimiento de cada rasgo, de cada pliegue, de cada gesto, para reconocerse único, singular y por lo tanto valioso, mientras que por el otro camino va en busca de un placer liberador, el de la huida del encasillamiento, el de una nueva vibración, un cartucho nuevo para quemar en las emociones intensas de la vida en su sentido más puro y biológico. 

jueves, 10 de agosto de 2023

La imaginación teatral de ‘Las aventuras del Barón Munchausen’ y la aventura fantástica de Terry Gilliam






















Para finales de los años ochenta, Terry Gilliam ya estaba posicionado como un cineasta de prestigio y no solamente como uno de los integrantes de Monty Python, lo cual por sí mismo ya era bastante para su propia trayectoria. Buena parte de ese prestigio lo consiguió con la consolidación de su llamada “trilogía de la imaginación”, que cerraría con un nuevo clásico, uno de esos que se ha ido revalorando con el tiempo, como lo es ‘Las aventuras del Barón Munchausen’ (1988), la más célebre de las adaptaciones de las aventuras de aquel personaje histórico real, que bien podría considerarse actualmente como el Quijote alemán. Para esta película, Gilliam consiguió hacerse de un elenco heterogéneo entre experimentados y nuevas estrellas para insertar en una de sus fantasías mejor tonificadas. Entre lo experimentados, se pueden encontrar a John Neville, Oliver Reed, Jonathan Price (protagonista de ‘Brazil’), Robin Williams, la notable actriz italiana Valentina Cortese y su amigo pythonesco Eric Idle, mientras que, en el caso de las nuevas estrellas, un cameo del mismísimo Sting, Uma Thurman y la entonces niña Sarah Polley, hoy en día una de las grandes mujeres cineastas en el panorama mundial del cine. ‘Las aventuras del Barón Munchausen’ cuenta la materialización fantástica de las aventuras del Barón Munchausen (John Neville), acompañado por la pequeña Sally (Sarah Polley) y su corte de outsiders con poderes sobrenaturales, leales en las gestas rebeldes y piratas cuando es el caso. 

Con un despliegue extraordinario de recursos imaginativos, Gilliam nos sumerge en un tono de auténtica saturación que cumple con la misión de llevarnos a otro espacio que tiene la capacidad de también ser metafísico. Desde los límites del escenario teatral y la burocracia castrante del siglo XVIII alemán, Gilliam traza todo un camino que se va a extender para acoger una aventura fantástica en la que todo un Quijote germánico va a volar en las balas de los cañones y va a emerger de las aguas sujetándose la coleta, mientras que se enamora sin subterfugios, mientras que en los escarceos de la supervivencia también vive los de una imaginación subversiva, que hace que sea posible arrastrar la cabeza de la luna hasta una corte llena de vicios o bien escalar hasta el infinito, hundirse en las profundidades de la tierra o del mar,  abrirse a las extensiones interminables de la tierra o recluirse en el espacio diminuto. Todo puede superarse como si fuera cualquier habitación de la casa propia, con las piernas veloces de Berthold (Eric Idle), la puntería infalible del tirador Adolphus (Charles McKeown), el oído capaz de escuchar lo inaudible y los pulmones generadores de huracanes de Gustavus (Jack Purvis), la fuerza descomunal de Albrecht (Winston Dennis) y la lealtad inagotable de Bucéfalo, el fiel corcel del Barón. Como en ‘El Mago de Oz’, también todos estos personajes son proyecciones fantásticas romantizadas de los miembros humildes y fieles del grupo teatral, que se convierten en excepcionales, en auténticos semidioses dentro de la cabeza desbordante de imaginación de Munchausen. Como un viraje destacadísimo, la resolución de la aventura desbordante de Gilliam, con todos sus escenarios fundamentalmente disparatados en la alucinación misma, toda una tragedia histórica, el magnicidio, lleva los acontecimientos hacia el final más convincentemente heroico que puede existir, el de los sueños que son devorados por la violencia, como si se tratara efectivamente de la extinción de la imaginación misma, de una imaginación feliz, tal cual como ha sucedido en la historia durante incontables meses, en todos los países, en donde se ha cortado de tajo el sueño de tantos echando mano del burdo y vulgar asesinato, para servirle todo un banquete a la muerte. 

jueves, 27 de julio de 2023

La imaginación histórica de ‘Bandidos del tiempo’ y la aventura surreal de Terry Gilliam


En Inglaterra, la televisión creció  de forma prematura en comparación con los demás grandes países de Europa. En ese medio acelerado que se expandía a una alta velocidad, en la segunda mitad de los años sesenta surgieron los Monty Python, un grupo revolucionario de auténticos creadores de comedia y farsa, en la línea intensa de un surrealismo incisivo, que buscaba siempre poner de manifiesto los vicios más profundos de la sociedad. En ese grupo de talentos diversos, Terry Gilliam, el único estadounidense, se destacó muy especialmente por las animaciones cut-off, que crearon toda la imagen con la que se difundieron los Python a lo largo del tiempo, con una extraordinaria perspectiva de los espacios, las dimensiones e incluso pequeñas secuencias narrativas implícitas en sus ya célebres aportaciones en este campo. Para inicios de los años 80, después de que Monty Python iba explorando caminos por separado con cada uno de sus integrantes, ya consolidados como artistas de culto, Gilliam encaraba los ochenta ya con un par de largometrajes en su haber, incluido alguno de los célebres de los Monty Python en el cine. George Harrison, el legendario guitarrista de The Beatles, admirador declarado de los Python, creo su propia productora de cine y acogió un proyecto ambicioso de Gilliam, que sería ‘Time Bandits’ (1981), una película de aventuras con toda la textura surrealista que caracterizaría al director y se convertiría en la primera película de la “trilogía de la imaginación”. Kevin (Craig Warnock), desatendido por sus padres adictos a la tecnología casera, es arrastrado en la aventura de una banda de enanos que roban por todas las épocas de la historia, mientras es perseguida por un ser supremo. 

El viaje en el tiempo, toda una fantasía tradicionalmente humana, sirve de vehículo para cruzar los tiempos y poner en la misma escala a Napoleón (Ian Holme), el Rey Agamenón (Sean Connery) y personajes decididamente de ficción, ya sean ahora clásicos como Robin Hood (John Cleese) o toda una nueva gama de auténticas quimeras surgidas de la imaginación de Gilliam. En la fascinación de Kevin, puede caber esa amplia combinación que permite que se cruce el tiempo como si se cruzara la mente misma, en el terreno de la memoria o de la imaginación, como dos estados mentales que cohabitan constantemente en el flujo normal del pensamiento. Las formas de Gilliam llevan ineludiblemente a un diseño de producción meticuloso, en el que Milly Burns elabora una heterogeneidad de alta dificultad, en la cual resulta todo un reto establecer un estilo uniforme y finalmente lo consigue con arraigo en la aventura, en un mundo siempre hostil, pero apasionante, que invita permanentemente a una aventura potente, llena de sorpresas que usualmente están concentradas en la transformación de los escenarios, lo cual representa permanentemente la deriva, el azar que pareciera sacudir una barca invisible que atraviesa los tiempos, en la que Kevin y sus compañeros se apiñan para protegerse, para mantenerse unidos, mientras que el fluir de los tiempos azota la embarcación siempre multiforme, que evoluciona constantemente hasta que Kevin es lanzado nuevamente a su origen, como si se tratara de una extensa travesía que ha llegado a su fin cuando el despertar es la desembocadura de un cauce frenético que no es más que el de la imaginación que ha fluido incesantemente en la mente de un niño que prácticamente no puede controlar la fuerza de sus propias sorpresas que vienen en oleadas con la mirada sobre la historia y sobre la fantasía, sin distinción alguna, consiguiendo que el mismo Terry Gilliam tenga el espacio indicado para construir un espacio que puede ser hasta infinito en sus posibilidades. 

jueves, 2 de marzo de 2023

El flamenco sobrenatural de ‘El amor brujo’ y el pacto amoroso de Carlos Saura


Para cerrar su “trilogía flamenca”, con Antonio Gades y Cristina Hoyos, Carlos Saura se remitió nuevamente a la adaptación de las adaptaciones, a los múltiples niveles de la metaficción. La pieza elegida fue la pantomima ‘Amor Brujo’, del trascendente compositor español Manuel de Falla, aquí adaptada al flamenco por María Pagès. Apenas con una introducción que nos lanza desde la metaficción del inmenso set de filmación, Saura se adentra en el submundo de los bajos fondos, con un flamenco al natural, de confrontaciones potentes entre el amor y el odio, para poner en el centro a Candela (Cristina Hoyos), en el día de su boda con José (Juan Antonio Jiménez), un pacto de los padres desde la infancia, que arrasa con los anhelos amorosos de Carmelo (Antonio Gades), quien es atravesado por la fatalidad del amor y el destino. Pero el azar trágico, lanza a Candela hacia el abismo de un delirio febril, cubierto por la brujería misma, que convierte al amor supremo de Carmelo en otro fantasma, uno que vive pero está capturado por fuerzas sobrenaturales. 

Saura parte de un entorno agreste, de la desnudez de un barrio tradicional, en la atmósfera de una realidad plena, relacionada de cerca con unas tradiciones inquebrantables, que son capaces de cruzar el umbral de la muerte misma. Esa progresión natural de lo tradicional a lo trascendido, recuerda constantemente ‘Milagro en Milán’ (1951), la oda fantástica al proletariado de Vittorio de Sica, pero aquí con un vehículo diferente al de las ensoñaciones, con una oscuridad permanente, la de una convulsión febril que arrastra a los personajes a través de las tormentas, de las raíces profundas de un designio sagrado, el del pacto amoroso que no se puede romper. Con un diseño de producción siempre funcional, con inmensos velos que expresan con solvencia los cielos que se transforman y sirven de fondo para las imparables evoluciones de los cuerpos que danzan, confrontándose en una disputa entre sí mismos y con una fuerza suprema que les impide encontrarse. Justo entre la concentración del modelo de ‘Bodas de sangre’ y los límites tormentosos de ‘Carmen’, Saura elabora un espectáculo de trascendencia constante, que se conoce bien con la oscuridad, con la noche, que se agita en medio de una auténtica purga de demonios dolorosos. Los fantasmas aquí son los recuerdos. Las presencias que no se pueden extinguir de tan traumáticas que se cortaron. Esa es la imagen que flota por el espacio, que surge de la oscuridad de la noche intensa. La misma que hace que las conciencias se atribulen y el sueño no se pueda conciliar, las que invaden el espíritu y destrozan la vida. Las heridas más difíciles de sanar. En ‘Amor Brujo’, a diferencia de las dos anteriores en la trilogía, el flamenco no se surge como algo desarticulado, sino como parte integral del escenario, de una humanidad que baila flamenco, una sociedad integrada alrededor del canto y el baile, que hace de este arte un vehículo para sus propias curas, para su más extraordinaria catarsis frente a las emociones que le laceran. Desde esa perspectiva, Saura consigue expresar una estructura completa y orgánica que finalmente se puede considerar como un cine flamenco, como un cine expresado también en las vibraciones de la danza y del canto, un arte que finalmente entra en armonía con una cultura completa, con una representación metafísica de la vida a través del arte, de un arte emanado de los encuentros, de las disidencias y de las comunidades fortalecidas en una comunión que sirve siempre para resistir y para salvarse. 


martes, 26 de octubre de 2021

La parábola contemporánea de Annette y las pulsiones cinematográficas de Leos Carax


Se puede decir que en los más recientes cuarenta años, en el panorama del cine europeo no ha existido una figura que conjugue de mejor forma lo clásico y lo hipermoderno como lo ha hecho Leos Carax. Su visión fatalista y simultáneamente luminosa sobre el amor ha excavado hasta el fondo en las esencia misma de un ser humano que se reconstruye violentamente frente a un mundo que avanza devastadoramente empujado por el desarrollo y por el desastre diversificado. Su particular mundo se abrió de par en par con ‘Chico conoce chica’ (1984), en donde nació la pareja trágica que atraviesa toda su obra. En ‘Mala Sangre’ (1986), convertía la ciudad histórica, Paris, en el escenario de las agitaciones extraordinarias de la modernidad más aplastante, como en una alucinación. En la década anterior, marcó definitivamente la historia con su irrepetible ‘Holy Motors’ (2012), en donde multiplica a su personaje para que él mismo contenga a toda la sociedad, para atravesar después la noche con un mundo tan luminoso como oscuro. La más reciente película de Leos Carax se titula ‘Annette’ (2021) y cuenta la historia del romance estelar entre el comediante de stand-up Henry McHenry (Adam Driver) y la cantante de ópera Ann Defrasnoux (Marion Cotillard), quienes se deleitan portentosamente en el ensueño de su fama hasta que poco a poco el mundo mismo va derrumbando progresivamente la fantasía que han construido, especialmente a raíz del nacimiento de su hija Annette. 

Por la vía del musical, Carax pone el dedo en la llaga de la deshumanización masiva del mundo contemporáneo. Esa forma clasicista ata el pasado y el futuro para expresar la condición inmanente y eterna de la tragedia, en la agitación de un entorno tormentoso, como explícitamente se cierne la tormenta sobre el idilio embriagador del romance de las estrellas, como si fuera la sexualidad de los mismos dioses, que se carcajean, que viajan fugaces como flotando a través de la noche. El director francés echa mano de sus ya célebres sobreimpresiones que proyectan auténticos fantasmas que a fin de cuentas son la materialización etérea de las inquietudes de los personajes, que poco a poco empiezan a ser presas de un misterio que derruye poco a poco el palacio de cristal que han hecho de su propia vida. Henry atraviesa el escenario con la explosión de su comedia provocadora y su propio físico imponente (Adam Driver en una exigencia máxima), mientras que Ann luce delicada en contraposición a su amante, mientras fluye casi natural entre la escenografía de la ópera, recordando las heroínas de Powell y Pressburger en ‘Las zapatillas rojas’ (1948) y ‘Los cuentos de Hoffman’ (1951), aquí también como si la representación fuera convirtiéndose en premonición de su propio destino. La película conjuga la parábola del mundo actual en la artificialidad asombrosa y pasmosa de Annete, la cría de las estrellas, artificial pero trascendente, excepcional y aguda, una máquina de billetes explotada y circunstancial, efímera, como las celebridades descomunales que crecen de la nada y explotan a niveles casi imposibles de vislumbrar. Sin embargo, como en Pinocho, la humanización se convierte en una salvación parcial, que apenas alcanza para unos pocos, pero que termina por condenar a quienes se han nutrido en el remolino incesante del flujo violento de los tiempos. Carax mismo nos planta rápidamente en la adoración de sus personajes, podemos verlos pronto en el pedestal de su divinidad masiva, pero después de la cumbre tormentosa de su propio mundo, se deriva el naufragio de una desesperación auténtica, en el que solo predomina una ambición cruda por aferrarse a las alturas, una resistencia cada vez más violenta frente a la necesidad de desarmarse, para rehacerse en un mundo que necesita subsistir para sostener la supervivencia. Justo como esa resistencia conservadora que parece tímida pero que gradualmente puede ponerse el uniforme de un fascismo constatable, como una sociedad que niega a revisarse o al menos a detenerse para no morir en el desbarrancadero.  

sábado, 5 de junio de 2021

El lavatorio de penas de 'No quiero dormir solo' y el refugio erótico de Tsai Ming-liang














Los animales se refugian en sus escondrijos para lamerse las heridas y sanarse de la hostilidad del mundo. Esa sanación mística es habitual especialmente en los terrenos del mito, en donde los héroes en trance se curan de la violencia implícita de la existencia. En ese escenario, aparecen también quienes salvan a los salvadores, quienes lavan sus heridas y purifican profundamente su humanidad. Es la evocación constante de María limpiando las heridas del cadáver de Cristo para ponerlo en el sepulcro y prepararlo para la sublimación final de la redención. La resonancia cultural de las fieras que se reparan en las madrigueras. El cine del Lejano Oriente, como un eco unificado de toda aquella cultura diversa, recaba en su propia naturaleza mística y cuenta con abundantes relatos trascendentes sobre esa comunión de soledades. En las periferias de las extensas cinematografías de Japón, China y Corea, tan extensas como sus países, se ha elaborado todo un tejido de espiritualidad brillante que ha encendido un faro acogedor y especialmente atrayente en el panorama del cine internacional. En Filipinas, las catedrales fílmicas de Lav Diaz han pintado el paisaje de una sociedad tan melancólica como hipnótica, mientras que en Tailandia el ya indispensable Apichatpong Weerasethakul ha roto los límites entre las deidades y el entramado humano de las sociedades segregadas. Cercano a la corriente de aquel río que Weerasethakul navega con potencia, en Malasia, Tsai Ming-liang ha labrado con detalle una filmografía luminosa, de más de veinticinco años, en los suburbios de su país, con los alcances de un larguísimo viaje para contemplar los interiores de soledades que se encuentran para refugiarse entre sí. Ese techo bajo el cual se lavan las llagas pocas veces se ha retratado con tanta diafanidad como en su No quiero dormir solo (2006), dedicada a la purificación afectiva de las compresas de agua tibia y fresca. 

Hsiao-Kiang (Lee Kang-sheng), vagabundo segregado entre los segregados, sufre una violenta golpiza en las entrañas mafiosas de la ciudad más fría y oscura. Tirado en las calles es salvado por Rawang (Norman Atun), trabajador raso del entramado citadino, quien le construye un altar de santito, en el que lo lava y lo llena de cuidados reparadores con sus propias manos curtidas y con los paños y aguas que se vuelven medicinales. Así Hsiao-Kiang se va haciendo resplandeciente y atrae las pulsiones sexuales de la dueña (Pearlly Chua) y la mesera (Chen Shiang-yi) de un café, quienes también lavan con desafecto a su propio paciente entumido (interpretado por el mismo Lee Kang-sheng). Sobre esa plataforma de carnalidad, navegando sobre la las aguas de la atmósfera melancólica, el director malayo nos da acceso a la intimidad benefactora del ángel de la guarda, a la trastienda para resguardarse de las angustias, en donde, mientras revive el herido, se convierte en un espíritu sexual que libera otras vidas. En la elaboración creativa de esa cueva llena de luz, resulta esencial la fotografía de Liao Pen-Jung y el mismo Tsai Ming-liang, que convierten las tenues luces de la marginación, los negocios deshumanizantes y el alumbrado público en las zonas de luz que revelan los cuerpos tras los velos que se descuelgan con un halo ensoñador. El diseño de producción de Gan Sion-king y Lee Tien-chueh está repleto de detalles que construyen un mundo hechizo, en el que se juntaron pedazos de todas las cosas para construir un nuevo lugar, con fragmentos que son adoptados, readaptados, un espacio configurado con pedacitos lanzados desde otro mundo. 

Desde la violencia polvorienta de la ciudad, ‘No quiero dormir solo’ se alimenta de las mismas aguas de su contemporánea tailandesa Tropical Malady, piedra preciosa de la filmografía de Apichatpong Weerasethakul, en donde también se encuentran dos hombres hasta la trascendencia mística, pero en el entorno embebedor de las proximidades de la jungla. Tsai Ming-liang cultiva la propia naturaleza de su acto de magia, en el rincón de un cantón, en el lecho que se extiende en la esquina de una guarida. Cultiva ese espacio místico con el afecto y la paciencia de Rawang, el cuidador, en donde se va purificando el aire con una esencia que se va haciendo inexplicable. Los barriles plásticos, repletos de agua hasta la orilla, se multiplican por el lugar y mojan una piedra fría que Rawang pisa descalzo en su pobreza, transformando ese reducto de la miseria en la habitación de los alambiques milagrosos de la santidad, en donde se producen las aguas puras que no solo curarán a Hsiao-Kang, sino que lo recubrirá de un fulgor que alterará los sentidos de quienes lo rodean. 

Las mujeres del café respiran esa emanación mística de la sobrenaturalidad que cuece Rawang en Hsiao-Kang y buscan en él la trepidación abrumadora de un sexo estertóreo que no está ligado con la muerte, pero sí con la ruptura espiritual que las libera de la hostilidad rocosa de un mundo agreste en el que se enfrentan cada día a la crudeza de su exclusión social y genérica. Lentamente se abre un submundo de catacumbas en obras negras abandonadas, que parecen las ruinas de divinidades antiguas, en donde los personajes se sumergen en pos de una luz renovada por su experiencia mística en torno al nuevo santo reparado de sus heridas de mártir. 

Pero no todo lo que sucede en No quiero dormir solo se expresa en los terrenos de esa espiritualidad sublimada. El desarrollo vertiginoso de las grandes ciudades de Asia implicaron rezagos lacerantes producto de la desigualdad, y en ese contexto furiosamente realista solamente los lazos humanos más afectivos pueden construir una red que sostiene las carencias individuales, tal vez para juntarlas y pararse en conjunto sobre un pedestal de pequeñas posesiones materiales que se potencian entre sí, con el calor de la compañía, de la humanidad como condición afectiva, como virtud esencial para la supervivencia en medio del devenir de la vida real en las fronteras sociales desde donde se vislumbra la miseria. Para muchos, considerablemente la mayoría, la dignidad solo es posible sobre ese tejido colectivo, en el que se conjuran las penas, en la que se lavan las heridas. Ahí también habita una redención que también sublima sin la magia milagrosa que se respira en la atmósfera de No quiero dormir solo. Tsai Ming-liang rompe con destreza las fronteras artificiales entre el realismo y la fantasía para presentar la experiencia justo como se vive en la vida, dotando a su película de una sensación plenamente identificable, reconocible para cualquiera en la propia revisión memoriosa de sus afectos. Como un eco desde sus entrañas, la película se percibe como un nuevo refugio para quienes la contemplan, con la parsimonia letárgica de un cine que resguarda de la aceleración angustiosa que vivimos. Nos aparta un lecho para descansar y lavar nuestras propias heridas. 


sábado, 24 de octubre de 2020

La infelicidad simultánea de ‘Back to the Future: Part II’ y la coexistencia de realidades de Robert Zemeckis















Después de la exitosa primera entrega de ‘Back to the Future’ (1985), Robert Zemeckis, ya con una visibilidad inédita en medio de la acelerada década de los años ochenta, tuvo tiempo para apuntarse un nuevo clásico generacional con ‘Who Framed Roger Rabbit’, el célebre encuentro de los personajes de Disney y Warner con nuevos personajes en los cuarenta del cine negro. Antes de terminar la década, ya posicionado especialmente en las taquillas hollywoodenses, Zemeckis entregó la segunda parte de su viaje en el tiempo, la continuación de su emblemática trilogía intergeneracional, con ‘Back to the Future’ (1989). Marty McFly ni siquiera ha puesto los pies en la nueva realidad tras salvar el matrimonio de sus padres, la existencia de sus hermanos y la suya propia cuando de repente el cielo relampaguea y rompe el cielo el Doc Emmet Brown (Cristopher Lloyd), en un Delorean que ahora es máquina del tiempo voladora. Es urgente que Marty viaje al futuro, 30 años adelante, para salvar a su hijo de los estragos de una estupidez que lo condenará invariablemente a la fatalidad. En el viaje resulta involucrada Jennifer (Elisabeth Shue), quien completará junto al brillante perro Einstein el equipo que se enfrentará a un futuro en el que el rumbo se habrá extraviado.

Zemeckis y el guionista Bob Gale enfrentan ahora a su maestro y a su aprendiz al límite de un abismo del azar, al que McFly se ha visto arrastrado por solazarse en los éxitos que se garantizaron con el primer viaje en el tiempo, reforzando los orígenes familiares y transformando a sus padres en aristócratas integrados, abandonando su encanto outsider.  Zemeckis toma el modelo fundacional de la trilogía, el pueblo de Hill Valley, para construir el modelo de un mundo impreciso y fundido en carne con la tecnología, en una proyección estilística de los propios años ochenta, como si se prolongara aquel presente y se preguntara con pensamiento lúdico hasta dónde llegarían los conflictos, la avidez tecnológica y la superficialidad que se disparaba en la cumbre ultracapitalista. Marty se descubre como un ejecutivo degradado, pisoteado, con hijos extraviados en el fracaso y sentado en la sala emborrachándose mientras acaricia el sueño de convertirse en estrella de rock, rumiando el despido. Pero sus propias tentaciones de materialismo desbordado lo condenan a la desgracia, convirtiendo a Biff, el antagónico de ultratumba, en una bestia corporativa trumpiana que ha construido un emporio sobre las ruinas de una ciudad asolada por la violencia, llena de guetos y armas. Su madre trasplantada en esclava sexual de aquel villano sometido y su padre enterrado en el olvido. Zemeckis traza el mapa de un Estados Unidos en auge, en el que las corporaciones devoraban todo a su alrededor y no había espacio intermedio entre los depredadores y los depredados. La única solución que queda es la de extinguir los tesoros, las llaves del cielo que en realidad son las del infierno, para poder resarcirse y volver a empezar de nuevo, en algún otro lugar y en algún otro tiempo. El extraordinario guion de Bob Gale construye ese entramado de derivas trágicas en las que el modelo se replica de forma perversa en futuro, pasado y presente, con sus propios Martys y sus propios Docs Brown que se tienen que mirar a la cara, como quien se revisa en la memoria, como quien recuenta sus pasos y constantemente trata de corregirlos para mantenerse en pie. Asombra sobremanera descubrir en aquella especulación el monstruoso reinado del tirano vulgar y la adolescencia errante en un mundo saturado. Es como si nuestro propio presente fuera hijo de esas dos miradas, como si fuéramos el pueblo fundado por la errante Lorraine y el nervioso George. El Hill Valley de alguna pesadilla de la cual despierta el Marty McFly inconsciente que se encuentra con la silueta de su madre en la oscuridad. 


sábado, 17 de octubre de 2020

El asombro ante el pasado de ‘Back To The Future’ y la nostalgia minuciosa de Robert Zemeckis












En los años ochenta, la respuesta del cine al corporativismo que se tomaba el mundo entero fueron los blockbusters, esa reconversión de los grandes éxitos de taquilla en toda una saga de películas, de donde se desprenderían otras industrias millonarias a su alrededor. El primer y más grande ejercicio fue ‘Star Wars’ (1977), en donde George Lucas dividió en dos la historia del cine como industria y construyó toda una corporación de marca registrada que aún hoy sigue siendo toda una máquina inmensa de crear dinero. Después de Lucas y de Steven Spielberg, quien se convirtió en la máxima referencia del cine comercial gringo y aportó su trilogía de Indiana Jones, el turno fue para Robert Zemeckis, de la misma generación de los dos anteriores, quien ya había despuntado especialmente con su vistazo nostálgico a la beatlemanía en ‘I Wanna Hold Your Hand’ (1978) y sobre todo la memorable ‘Romancing The Stone’ (1984), protagonizada por Michael Douglas, Kathleen Turner y Danny DeVito. Su entrega en forma de trilogía empezó con ‘Back To The Future’ (1985) en donde construyó un clásico generacional de masas, protagonizado por Michael J. Fox (la estrella juvenil del momento) y Cristopher Lloyd. Nos cuenta la aventura de Marty (Fox), un joven adolescente que vaga por Hill Valley, un pequeño pueblo modelo en las profundidades de Estados Unidos, quien mantiene una amistad llena de curiosidades con el marginado Dr. Emmet Brown (Lloyd), mientras que su familia retoza en el fracaso y la vergüenza. El Doc Brown le comparte el mas grande de sus inventos: un automóvil DeLorean convertido en maquina del tiempo. En la demostración, Michael J. Fox es lanzado por accidente a 1955, en el mismo pueblo, con los suburbios donde está su casa apenas en fase de proyecto.

Zemeckis convierte el pueblo modelo americano (no solo de Estados Unidos) en el microcosmos del viaje en el tiempo, de la especulación como punto partida de la ciencia ficción. Sin escapar nunca de los márgenes de Hill Valley como resumen del mundo, Marty regresa hasta el mismísimo origen de su vida, de su existencia, se transporta al retrato de su propia prehistoria, justo en el preámbulo en el que sus padres deben encontrarse para que sus hermanos y él mismo se conviertan en una realidad verídica. En el viaje, solamente lo acompaña desde esa perspectiva de la conciencia de la aventura el Doc Brown, una reconversión del Dr. Frankestein en el mundo Pop, quien con su monstruo en forma de automóvil futurista. El café, en la plaza central del pueblo, es el sitio de los encuentros y los desencuentros, en donde se cuecen las relaciones sociales y ahí se construyen identidades transversales en la vida de Marty, de su familia y de Hill Valley. La torre del reloj, erguida como todo un símbolo de la aventura temporal, concentra la historia completa de la ciudad, registra los acontecimientos que determinan el destino de todo un pueblo que es la humanidad. Marty nos invita a mirar a través de sí mismo el pasado, aquel lugar del que todos hemos escuchado y nuestra imaginación ha proyectado sin fin con el estímulo del relato adaptado de los padres. Marty se encuentra cara a cara con su propio y denostado padre a su propia edad, con su propia madre en la penumbra, como ángel protector, que al hacerse la luz se convierte en demonio incestuoso que lo mira con ojos de mujer. El Doc Brown del pasado, de su nuevo presente, es el único en aquel microuniverso que puede comprender su propia perspectiva, que puede situarse con él en su lugar, y desde que lo consiguen, construyen una amistad que factualmente atraviesa el tiempo, de amigos que se encuentran en cualquier escenario espacio-temporal para rescatarse del mundo. El guion de Bob Gale nos plantea a través de la trama lo que significa pararse sobre el inmenso poder de conocer el futuro, la tentación irresistible de transformarlo, la multiplicación de los posibles efectos que se convierten en nuevas causas, e incluso las causas que se convierten en efectos, en paradojas interminables que reconstruyen vidas enteras.


sábado, 5 de septiembre de 2020

El implacabilidad de la costumbre en ‘I’m Thinking of Ending Things’ y el pensamiento incesante de Charlie Kaufman

I'm Thinking of Ending Things is Jessie Buckley's weirdest role yet - i-D


Charlie Kaufman es uno de los miembros más destacados de la notable generación de cineastas autorales que surgió en Estados Unidos en la última década del siglo XX. Kaufman se abrió un espacio estelar no desde la dirección sino desde el guion, después de haberse ejercitado en el gimnasio eficiente de la televisión. Su guion para la memorable ‘Being John Malkovich’ (1999), dirigida por un joven Spike Jonze, hizo que todas las miradas voltearan a Kaufman, quien rediseño la ficción de la fantasía y le dio el banderazo de salida a una mirada mucho más trascendente que se hacia suyo un género dominado por los blockbuster. Después de otros dos éxitos de crítica que marcaron el inicio del siglo para la nueva independencia gringa en el cine, como lo fueron ‘Adaptation’ (2002), dirigida también por Jonze, y ‘Eternal Sunshine of a Spotless Mind’ (2004), dirigida por Michel Gondry, y que le valió a Kaufman su primer y único Óscar al mejor guion original hasta el momento, llegó su debut como director con ‘Synecdoche, New York’ (2008), que le valió inmediatamente una nominación a la Palma de Oro en Cannes. Después de su encantadora inmersión en el mundo del cine de animación con ‘Anomalisa’ (2015), Charlie Kaufman tiene su turno en el respaldo de Netflix a grandes cineastas con ‘I’m Thinking onf Ending Things’ (2020), en donde adapta la novela homónima del canadiense Iain Reid. Cuenta la historia de una joven mujer (Jessie Buckley), quien emprende un largo viaje por carretera en pleno invierno junto a su novio Jake (Jesse Plemons), para visitar la granja de sus suegros (Toni Colette como la madre y David Thewlis como el padre), en medio de dudas crecientes sobre la continuidad de la relación, envuelta en pensamientos desde lo más detallistamente humano hasta lo más extensamente filosófico.

 

Desde la antigüedad, el viaje en la ficción siempre resulta darse en la vía material y también en la espiritual, como una suerte de regreso a los orígenes, tal y como lo hace Jake, para recoger los hilos del destino que a los protagonistas los han traído hasta el punto en el que se suben al vehículo que los llevará a otro tiempo y otro espacio. Kaufman es diestro como pocos en pintar ese gran paisaje mental que se ajusta mucho más a la realidad comprobable que aquello que genéricamente llamamos realismo, ese modo existencial en el que se combinan todos los estados de percepción, así que en el viaje conviven naturalmente la observación de los paisajes que parecen devolver la mirada, la memoria que crece sin parar pero va desapareciendo del alcance de los sentidos, la vibración de la imaginación y el pensamiento que se desata inquieto y tiene la capacidad de detallar hasta las comisuras y también desdoblarse hasta observar al mismo observador en su cruda realidad, siempre marcada por el tiempo que no por ser inasible deja de ser implacable, especialmente cuando toma cauce a través de la costumbre que convierte cada día en un esquema y cada encuentro en una secuencia de repeticiones que también dan refugio. En los padres de Jake, esta joven mujer comprende que el tiempo ha perdido el orden y ha marcado por todas partes una casa que ha encapsulado a una pareja por la cual los años han pasado salpicando las paredes de recuerdos, inundando cada espacio incluso por encima de los límites de lo verosímil. En Kaufman, esa visión integral de la percepción bebe siempre del fluir incesante de Lynch, desde esa denuncia de todo el sistema institucional de la sociedad tan en la línea de ‘Eraserhead’ (1977) para partir dándose cuenta de que la vida ha pasado mientras has hecho planes, como diría Lennon, en una evocación de homenaje pleno desde su propia cuna estadounidense noventera hasta ese viaje de trascendencia que prepara para la muerte del Dr. Eberhard Isak Borg en las hipnóticas ‘Fresas Salvajes’ (1957) de Bergman. Kaufman nos da una luz de conciencia sobre la consumición misma de nuestra vida sin privilegiar esa sencillez omnipresente, perpetua y atomizada que no es más que la felicidad.

sábado, 9 de mayo de 2020

La corporación lunática de 'Space Jam' y la fusión de entretenimiento de Joe Pytka



En los años noventa, después del final de la Guerra Fría y con una globalización que implicaba una expansión sin precedentes de Estados Unidos como potencia, sobre los hombros del desarrollo tecnológico, paradójicamente los blockbusters, la forma de Hollywood en el capitalismo más potente, no tuvieron sagas que fueran especialmente taquilleras, al menos con respecto a las multimillonarias que les precedieron en los ochenta y las que vendrían en la primera década del siglo XXI. Aparecieron películas sumamente millonarias en producción y recaudación como ‘Jurassic Park’ (1993), de Steven Spielberg, ‘Independence Day’ (1996), de Roland Emerich y ‘Men in Black’ (1997), de Barry Sonnenfeld. El lugar de las sagas podría decirse que lo tomó una época inspirada y memorable de Disney, con clásicos como ‘Beauty and The Beast’ (1991), ‘Aladdin’ (1992) y ‘The Lion King’ (1994), entre otras. En el campo del entretenimiento, el deporte en auge era el baloncesto, que en la NBA vivía una época única de grandes estrellas, por supuesto encabezadas por el mítico Michael Jordan. Ese auge del baloncesto, de Michael Jordan y de la animación fue el escenario propicio para una conjunción corporativa de época que derivó en ‘Space Jam’ (1996), de Joe Pytka, un especialista en publicidad y videoclips, lo cual es especialmente significativo para este caso. Se trata de una película fundamentalmente corporativa que conjuntaba a la NBA y a la Warner Brothers, que aportaban nada más y nada menos que toda su saga de personajes de los clásicos y fascinantes personajes de la histórica serie de animación de cine y televisión Looney Tunes. En el esfuerzo por liberarse de una amenaza esclavista, los Looney Tunes deben acudir a Michael Jordan, en su etapa de beisbolista, para ayudarles a enfrentar a los Monstars, un grupo de criaturas que han robado los poderes y la fuerza de otras estrellas de la NBA.

 

La coexistencia en las películas de personajes de carne y hueso y personajes animados ya tenía un amplio desarrollo en ese entonces. Desde clásicos extraordinarios de Disney como ‘Song of the South’ (1946), la muy difundida ‘Mary Poppins’ (1964) y también ‘Pete’s Dragon’ (1977). Más cercano a ‘Space Jam’, los Looney Tunes habían tenido una intervención histórica, junto a los personajes emblemáticos de Disney, en ‘Who Framed Roger Rabbit’ (1988), dirigida por Robert Zemeckis, que se convertiría también en un clásico generacional. En cuanto a Space Jam, la animación se hace mucho más tridimensional y ya deja ver los avances de la animación digital en ese punto. La película se centra en la figura absolutamente encumbrada de Jordan y alrededor de él gira todo un despliegue de animación llena de detalles que responden a los movimientos de Jordan. Para acompañar a Jordan incluyeron principalmente a dos figuras consolidadas de la comedia como Wayne Knight y Bill Murray. Pero la película no arriesga demasiado y se dedica exclusivamente a explotar el muy rentable y espectacular despliegue de Jordan impulsando la presencia de otras estrellas de la NBA, que entonces se vendía como pan caliente, aderezado con unos Looney Tunes desarticulados que no responden consistentemente a una trama apenas existente. Por supuesto, Jordan, la NBA y los Looney Tunes sostienen mucho sobre los hombros, pero no es suficiente para que la película sea mucho más que una alianza corporativa en un periodo de auge para diversas corporaciones al interior del entretenimiento en Estados Unidos. Por supuesto, la fusión de esos entretenimientos potentes entretienen, hasta que la mirada del espectador cambia y va en busca de algo más que esté relacionado con algún vestigio de humanidad transparente y no prefabricada en ese contexto, y ahí empieza a adolescer por todas partes de un concepto artístico considerable. Si acaso ese trasfondo de explotación profunda, frecuente en las intensas historias del deporte, apenas queda insinuado, pero nunca es considerado en toda su potencialidad. Por supuesto, resulta diciente de alguna forma ver a Michael Jordan, tal vez el mejor deportista de la historia, integrado a los clásicos personajes de Warner Bros., como una figura más del entretenimiento, igual que Bugs Bunny o el Pato Lucas.

sábado, 21 de marzo de 2020

La melancolía desmembrada de ‘Perdí mi cuerpo’ y la memoria dolorosa de Jérémy Clapin


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En los terrenos de la animación, el desarrollo descomunal de la tecnología ha ampliado las posibilidades de forma considerable, pero además la evolución cultural del mundo le ha dado nuevas voces en este espacio a quienes están particularmente influenciados por una faceta del cine especialmente vinculada con las artes gráficas y plásticas. En los años recientes, sorprendió la mitológica ‘La tortuga roja’ (2016), una de las películas más destacadas en años recientes, dirigida por el holandés Michael Dudok de Wit. Otra película surgida del centro de Europa, ópera prima del francés Jérémy Clapin, ganadora a la mejor ópera prima y premio del público en el Festival de Annecy, el más importante de animación en el mundo y premio de la crítica en la edición 2019 del Festival de Cannes. ‘Perdí mi cuerpo’ nos muestra la vida de Naoufel (voz de Hakim Faris), un joven adolescente y huérfano de origen árabe que lucha en la ciudad por encontrar una forma de vida, no solamente con relación a su sustento, sino a su propia humanidad, algo que le dé sentido a su propia existencia, mientras las memorias bellas y dolorosas de su niñez fluyen con gran fuerza poética. Al mismo tiempo, una mano amputada vive toda una odisea a través de la calle, en busca de reencontrarse con su cuerpo.

‘Perdí mi cuerpo’ está basada en la novela ‘Happy Hand’, de Guillaume Laurant, guionista frecuente de Jean-Pierre Jeunet, quien aquí se encarga de la adaptación cinematográfica en mancuerna con el director Clapin. Precisamente el guion es la estructura fundamental de una película que domina con destreza los paralelismos, la acciones simultáneas y un montaje pensado desde la idea misma, con escenas que se dan en unidad de tiempo y diferencia de espacio o también con unidad de espacio y diferente tiempo. El pasado y el presente se fusionan en una memoria especialmente poética, en donde los pequeños instantes determinan por completo la vida entera, incluyendo el destino. El sonido del violonchelo, las moscas, las grabadoras, los astronautas, los rostros, las manos, las voces, las presencias, las ausencias. Todo deriva en un personaje silencioso y melancólico, que busca el amor, la realización, una vida en la cual pueda refugiarse, mientras las emociones y los recuerdos lo conmueven en la profundidad, a pesar de su rostro que pareciera siempre abrumado por cierta rudeza del entorno. La preciosa música de Dan Levy no solamente cumple con la función de cargar de emoción esos momentos significativos en lo emocional, sino que también expresan esa evocación musical de Naoufel. De la misma forma, el diseño sonoro de Coste Anne-Sophie resulta muy eficiente para aportarle a la inmensa atmósfera citadina y además para nuevamente dividir los escenarios con esa acciones fuera de campo que incluso tienen la capacidad de dividir el tiempo en un mismo espacio. Es una película que se refiere a todos nuestros estados de percepción y a la carga melancólica que tenemos que llevar encima mientras a pesar de todo vamos en busca del amor, de la dicha. Es entonces cuando esa resiliencia no implica necesariamente abandonar la melancolía, sino precisamente el abrazarla para seguir adelante. Son películas que hablan también de la juventud contemporánea, como también lo hace por ejemplo ‘La mujer joven’ (2017), de Léonor Serraille, también francesa, en donde es una joven mujer quien busca un espacio en medio de la sociedad, mientras simultáneamente busca la liberación hasta el colapso. En esa búsqueda, ‘Perdí mi cuerpo’ aprovecha la expresividad extendida de la animación para representar esa conmoción emocional cruzando el tiempo y también cruzando a los terrenos de lo fantástico. El estupendo guion nos permite a todos encontrarnos con Naoufel justo cuando llega todo al clímax de las sensaciones, como si se tratara de una invitación a que cada uno de nosotros se lama sus propias heridas para recomponer el camino que siempre hay que continuar, en cualquier circunstancia.