sábado, 28 de septiembre de 2019

El espacio interior de ‘Ad Astra’ y el espacio exterior de James Gray

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El viaje espacial siempre ha sido uno de los grandes tópicos de la ciencia ficción. Es un escenario inmejorable para el fondo filosófico que caracteriza al género. Auténticas obras maestras del arte cinematográfico, como ‘2001: odisea del espacio’ (1968) y ‘Solaris’ (1972), firmadas respectivamente por gigantes del cine como lo son Stanley Kubrick y Andrei Tarkovsky, representan la cima del viaje espacial en el cine. Más allá de la Carrera Espacial, uno de los campos de batalla de la Guerra Fría, el hombre en el espacio se dispone humanamente para el encuentro consigo mismo, cuando todo el artificio materialista se queda atrás millones de kilómetros y no queda más que enfrentarse a la oscuridad que caracteriza nuestros adentros. Un ejemplo reciente de la insoportable condición humana que hace ebullición en el vacío del espacio exterior es sin duda ‘High Life’ (2018), de la histórica cineasta francesa Claire Denis. También puede mencionarse la subestimada ‘First Man’ (2018), de Damien Chazelle acerca del heroico Neil Armstrong. El muy interesante cineasta neoyorquino James Gray, quien se ha apuntado auténticos logros cinematográficos con películas como ‘Little Odessa’ (1994) y ‘Two Lovers’ (2008), por mencionar solo un par de ellas, está de regreso, esta vez con su primera inmersión en la ciencia ficción, un viaje espacial titulado ‘Ad Astra’ (2019), protagonizado por Brad Pitt. Cuenta la historia del viaje fuera del planeta que emprende Roy McBride (Pitt), un astronauta fisiológicamente superdotado, quien es asignado a la misión de encontrar a su propio padre, el destacado explorador espacial H. Clifford McBride (Tommy Lee Jones), quien ha desaparecido de los radares y rastreadores y alimenta una catástrofe de proporciones astronómicas.

‘Ad Astra’ nos señala desde el comienzo que el tiempo de esta película está en un futuro no muy lejano. Como si de cierta forma nos dijera que prácticamente ya estamos en el futuro que el cine siempre nos había descrito, con la sensación de que tenemos una pared insalvable en frente, con ese halo melancólico y apocalíptico del cine contemporáneo. Roy McBride, el héroe casi superhéroe de esta historia, es un hombre silencioso, con pocas alteraciones que lo convierten en el modelo ideal para emprender física y mentalmente cada una de las tareas que requiere entregarse a la inmensidad del espacio exterior. El mismo McBride, sin embargo, nos va relatando íntimamente las tribulaciones que vive su alma, especialmente determinadas por la relación transversal y conflictiva con su padre y por Eve (Liv Tyler), la mujer a la que ama, quien siempre está ahí en sus pensamientos como una presencia metafísica. Constantemente tenemos luces de la memoria de McBride que nos permiten contemplar la calidez de su sensibilidad, mientras en el exterior luce impasible. En el camino se encuentra con los problemas extendidos de la tierra en plena distopía y también con Thomas Pruitt (Donald Sutherland), un viejo contendor de su padre que aparece ante él casi como el vestigio encarnado de la desaparición de quien fue su héroe. El héroe del héroe. Roy cruza con su habilidad extraordinaria las adversidades incluso mortales de su expedición, pero se mantiene en la profundidad de su memoria, de sus emociones intensas. Se trata de un flujo de pensamiento que resulta casi letárgico para el espectador. Hipnótico con el fondo abrumador del espacio y la variación de gravedad.

Lamentablemente, esa logradísima disertación cinematográfica, repleta de trascendencia sustanciosa, en los terrenos de Kubrick y Tarkovsky, se rompe como un despertar con agua fría. La ciencia ficción se destroza abruptamente en el instante cumbre del drama para resolverse en los terrenos de una fantasía que jamás no fue establecida de antemano, como una broma de mal gusto que al final pareciera lanzarnos al patriotero ‘Armageddon’ de Michael Bay, con todo y Liv Tyler esperando tras la puerta de cristal. Así es como se desvirtúa la declaración de principios positivista del final, lo que hubiera sido todo un nuevo matiz en el escenario de la melancolía cinematográfica contemporánea.

sábado, 21 de septiembre de 2019

La aplanadora sistémica en ‘La fábrica de nada’ y la comunión obrera de Pedro Pinho

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La crisis que vive el mundo en el que vivimos no pasa desapercibida para nadie. Se transforma en nostalgia, melancolía, angustia, enojo y mucho más. Como siempre ha sucedido, el arte se convierte en el registro emocional de cada época, y el cine no es la excepción. El sistema en el que vivimos hace agua por todas partes y el presente se inunda cada vez más de la distopía que siempre pensamos exclusiva del futuro. Mientras los grandes monstruos del cine comercial se alimentan vorazmente de una nostalgia cada vez más superficial, el cine independiente se sumerge contrariado en las emociones naturales que desata tal situación. No hay escenario más didáctico y transparente que el escenario obrero para comprender las complejidades y conflictos en los que nos metimos al decidirnos por este modelo de mundo, al escoger el capitalismo. En los albores del cine y del comunismo, el Realismo Socialista de los soviéticos transitó esos caminos con ideología y vanguardia, marcando la historia del cine. Con el paso del tiempo, el tema nunca se ha agotado, porque los asuntos de fondo nunca se han resuelto del todo. El segundo largometraje de ficción del portugués Pedro Pinho se planta en la actualización de esa crisis, en un momento en el que podemos ver con más claridad los estragos del mundo fallido que construyó el ser humano. ‘La fábrica de nada’ (2017) nos cuenta la historia de la huelga y ocupación de una fábrica en Lisboa, por parte de sus trabajadores, quienes se ven sometidos al cierre sin otro ofrecimiento que el de aceptar una liquidación.

La película nos ofrece todo un panorama de rostros maduros de la clase media de Lisboa, que han entregado su vida a un empleo, pero se centra en la historia del más joven de quienes se han resistido a las tentaciones del finiquito. Se trata de José (José Smith Vargas, quien se representa a sí mismo), un joven de tradición izquierdista que vive con su novia manicurista (Carla Galvão) y con el pequeño hijo de ella, mientras se mantiene cercano a su padre, un viejo rebelde de armas, decidido a la independencia y en total resistencia frente mundo. Mientras tanto, un veterano cineasta argentino (Danièle Incalcaterra)   los impulsa políticamente mientras filma el proceso de huelga y ocupación de las instalaciones. En este escenario, se desarrollan las tensiones propias de enfrentarse a las urgencias propias del despido, del desempleo al borde de la tercera edad, con la tentación de las tenebrosas liquidaciones y la necesidad de la unión como único vehículo para subsistir. Pinho nos introduce en la situación con el estilo del documental (que ha ocupado dos de sus cuatro largometrajes) y fácilmente se desliza hacia un cine contemplativo que conmueve, que instala a quienes lo hemos vivido en la melancolía de las mañanas frías de esos sitios congelados del transporte público y la armazón arquitectónica repleta de maquinaria, mientras el sol se asoma o se esconde lánguidamente. Mientras tanto, presenciamos con emoción dramática profunda la confrontación de los obreros, como lo hiciera Elio Pietri en ‘La clase obrera va al paraíso’ (1971), incluido el desencanto brutal que implica el descubrimiento de un sistema aplastante en el que no solo el obrero, sino el hombre ha sido construido socialmente para alimentar constantemente las entrañas de una máquina imparable que avanza hacia el precipicio.

A pesar de su trasfondo apocalíptico, con esa atmósfera melancólica que se respira tan naturalmente en el cine contemporáneo, ‘La fábrica de nada’ es también propositiva y su propuesta consiste en que solo el cooperativismo, la autogestión y la solidaridad, como principio universal, podrían ayudarnos a navegar en la tormenta. De forma conmovedora plantea esa alternativa, pero también es bellamente pesimista y se refugia en la lúdica de tono neorrealista como el único espacio de liberación, al menos para jugar, para reír, para bailar. A veces con la nobleza de Kiarostami, a veces con la desolación de Béla Tarr. Quién sabe si alcance, pero solo nos tenemos los unos a los otros.

sábado, 14 de septiembre de 2019

La mexicanidad de tres pistas en ‘Los tres García’ y el espectáculo costumbrista de Ismael Rodríguez

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El movimiento cinematográfico latinoamericano más importante de la historia es sin duda el Cine de Oro Mexicano. Durante esta etapa de esplendor, con base en un star system tan potente como el del Hollywood Clásico, se configuró en gran medida la imagen cultural de México en el mundo, con base en las historias de sus ciudades, sus barrios, sus pueblos y sus campos, incluyendo diversas regiones y todas las clases sociales, siempre interrelacionado con la música vernácula y las profundas y antiguas tradiciones de un país multicolor. Uno de los cineastas fundamentales de este periodo fue sin duda Ismael Rodríguez, quien es el autor de muchos de los clásicos más populares en la historia del cine mexicano, destacándose muy especialmente la legendaria mancuerna que hizo con Pedro Infante, muy seguramente la figura más celebrada y querida en la historia de la cultura mexicana entera, más allá del cine. Ismael Rodríguez fue todo un precursor de las sagas cinematográficas, con dos o tres películas en diferentes escenarios creativos y costumbristas mexicanos, donde Pedro Infante siempre fue protagonista. El primer éxito masivo de esta sociedad artística fue ‘Los tres García’ (1947), una delirante comedia romántica protagonizada por estrellas crecientes del Cine de Oro. Además de Pedro Infante, estelarizaron Sara García, Marga López y Fernando Soto ‘Mantequilla’. Los tres García nos lleva hasta la provincia mexicana en donde tres charros que se detestan tienen el infortunio de ser primos. Todos se llaman Luis y se apellidan García (unos nombres no casualmente genéricos). Luis Antonio García (Pedro Infante) es el mujeriego, José Luís García (Abel Salazar) es el pobre lleno de resentimiento, mientras que Luis Manuel García (Víctor Manuel Mendoza) es el poeta. Solamente tiene control sobre ellos su matriarcal y temperamental abuela Doña Luisa García (Sara García). Al pueblo llega Lupita Smith García (Marga López), su prima de los Estados Unidos y entonces los tres gallos se ponen en plan de conquista.

Se trata de un auténtico espectáculo costumbrista que definiría la carrera de Ismael Rodríguez durante décadas y abriría de forma definitiva su legado dentro del Cine de Oro. La película, con todo el espíritu del patriotismo mexicano, no deja nunca de enmarcarse en los escenarios tradicionales mexicanos, cruzando las fiestas, la comida, la música e incluso ese humor tan verbal y tan característico hasta estos días, lleno de doble sentido, picardía y subtextos tradicionales. La historia de los hermanos que se enfrentan se remonta hasta la Grecia Antigua y aquí desde el punto de vista de la cinematografía se procura siempre el cotejo evidente de las tres fuerzas que se oponen. El orgullo machista se lleva al punto del delirio y de forma muy interesante tiene un tono de parodia que con el tiempo parece cada vez más crítico. La presencia de los temas del western siempre es constante, como es característico en el Cine de Oro que habla de la provincia. El honor del macho como un valor que es más grande que la vida misma es una constante y lo más asombroso es que efectivamente retrata la realidad de una cultura que se fundamenta en una historia que ha implicado mucha violencia en todos los niveles para construir el desarrollo del país. Al considerar las fuentes genéricas de las que se alimenta usualmente el Cine de Oro se puede contemplar un mapa emocional de la cultura mexicana. Estos géneros son la comedia, el romance, el western y el melodrama (que aquí no se hace presente). Esta combinación explica en gran parte la identidad cultural colectiva del país. Esa configuración casi biológica se puede ver con claridad en la figura del charro, que aquí está multiplicado por tres, con diversos énfasis. A fin de cuentas, es una síntesis de la mexicanidad, repleta de espíritu festivo, de melancolía trascendente, romántica, soberbia, orgullo y potencialmente violenta. El esplendoroso espectáculo costumbrista del Cine de Oro Mexicano, especialmente de ‘Los tres García’ es un ejemplo inmejorable del proceso de construcción de la identidad cinematográfica de un país, de la forma en la que el camino para el cine nacional de cualquier nación es el de la plena transparencia de su humanidad.

sábado, 7 de septiembre de 2019

La prisión humana de ‘High Life’ y el pensamiento poético de Claire Denis

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Claire Denis es una de las mujeres cineastas más importantes en toda la historia del cine. La directora parisina ha construido una filmografía que no solamente se refiere a los temas feministas, sino que ha extendido su mirada a la condición humana completa, a la presencia misma del ser humano en el mundo que ha construido. En su obra se destaca especialmente la intensa y profunda ‘Beau Travail’ (1999), todo un clásico del cine y una de las miradas más impresionantes de la mujer a la masculinidad. En 2017, Denis causó buen impacto con ‘Una bella luz interior’, de paso exitoso por el Festival de Cannes de aquel año. Su más reciente película se titula ‘High Life’ (2018) y para ella reclutó a Juliette Binoche y a Robert Pattinson. Cuenta la historia de una misión espacial de tripulación conformada por conejillos de Indias sacados de reformatorios, hospitales psiquiátricos y algunos a quienes se les presenta como una segunda oportunidad después de haber cometido un delito o de ser considerados un fracaso. En este escenario especulativo y repleto de condición humana en ebullición, empieza a progresar un proceso que podría considerarse biológico hacia la autodestrucción.

La ciencia ficción se presenta como una alternativa inmejorable para explorar asuntos de este tipo que van directo a la inviabilidad de las sociedades a causa de la condición humana siempre compleja, destructiva e intensa. Aunque es una película esencialmente existencial, como podría decirse de ‘2001: A Space Odissey’ (1968), de Stanley Kubrick, en realidad está mucho más cerca de los ejercicios de ciencia ficción de Tarkovsky: ‘Solaris’ (1972) y ‘Stalker’ (1979). En ‘High Life’, esa textura afectada por la naturaleza, característica en Tarkovsky, está vinculada estrechamente con la situación aquí planteada y sirve como medio para expresar el proceso ampliamente científico y casi biológico que lleva a la degradación completa de la vida misma. Monte (Robert Pattinson) es el asceta que se enfrenta a su propia naturaleza que se acentúa en el encierro para todo el grupo, para utilizar su propia filosofía como un medio de subsistencia, para ponerse a salvo a sí mismo tanto como sea posible. Ese planteamiento hace de la película una pieza fundamental para integrar a las amplias discusiones sociales con respecto al futuro del mundo. A fin de cuentas, se trata de aprovechar el cine para que podamos adentrarnos en un pequeño modelo de la sociedad y plantear una nueva perspectiva con respecto a la forma en la cual nos asumimos como seres sociales.

La película rompe naturalmente con la línea temporal y nos lleva al futuro y al pasado de tal forma que progresivamente vamos integrando la trama, a medida que las emociones se van activando cuando vamos yendo al fondo profundo de los asuntos que hierven y poco a poco emergen a la superficie. La doctora (Juliette Binoche) ejerce como una chamana racional y obsesiva, con ética discutible, que es quien activa los hilos de los acontecimientos que se detonan y se expanden como un gas venenoso que termina por embriagarlos a todos, víctimas de sus propios instintos, de la naturaleza que crece sobre ellos y los cubre en un naufragio cada vez más irreversible. La producción es modesta para el género de la ciencia ficción espacial, pero la dirección está orientada hacia los planos cerrados, de tal forma que así se va elaborando meticulosamente una atmósfera muy eficiente, con base en la interacción y en la presencia de los personajes mismos en los espacios reducidos. Se trata de una película que está más en función del pensamiento que de las emociones. Su belleza radica en la poesía de ese ejercicio reflexivo profundo que Claire Denis tiene la capacidad de construir de forma extensa, en espacios y tiempos ágiles y abarcables que nos acogen con tranquilidad, que nos dan todo el margen necesario para entrar en la experiencia, para sentir ese pensamiento profundo y ponerlo en función de considerar el extenso asunto que debemos enfrentar. Un asunto que parte desde nuestra simple individualidad y cubre la extensión física del mundo y el universo. El modelo de Claire Denis resulta placentero en ese ejercicio vital.