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jueves, 24 de julio de 2025

La Sissi naíf de ‘Sissi’ y el mito de ensueño de Ernst Marishka



Las historias de las longevas cortes europeas han construido buena parte del mito de expansión del viejo continente. La ensoñación profunda con el mundo de la nobleza y las dinastías hereditarias de las coronas europeas han alimentado la fantasía del mundo durante siglos. Esto se ha visto plasmado constantemente en la literatura, el teatro y también el cine. A mediados de los años cincuenta, cuando despuntaban como todo un acontecimiento cultural histórico las vanguardias cinematográficas las vanguardias y el cine de autor, en una época dorado de los sistemas de color y el respaldo de Agfacolor, el austriaco Ernst Marishka lanzaba toda una saga biográfica sobre la Emperatriz Isabel de Austria, que al día de hoy es una de las más célebres en la historia de la nobleza europea, en gran medida por el retrato construido en la trilogía de Marishka. En la historia del cine, el proyecto derivaría en el lanzamiento de Romy Schneider, quien se convertiría en una de las estrellas transversales del cine europeo hasta su temprana muerte en los años ochenta. La primera película es ‘Sissi’ (1955), en la que describen los orígenes de la pequeña Sissi y su encuentro y amor a primera vista con el joven Emperador Francisco José (Karlheinz Böhm), quien inicialmente está acordado en compromiso con su hermana Néné (Uta Franz). Así se despliega, en medio del resplandeciente escenario austriaco, un amplio drama en la nobleza del centro de Europa. 

Marishka parte de aquel mundo paradisiaco e idealizado de una aristocracia campestre, incrustada en la resplandeciente geografía del centro de Europa, en la dicha embriagante de una familia ideal, con un padre bonachón, una madre protectora y unos niños y niñas felices que retozan por todo el espacio; en la amplitud de la plenitud. Todo esto brilla en planos gigantescos y con el brillo del Agfacolor, iluminando las fantasías de todo el resto de mortales que no estamos en ese escenario de completo deleite. Entonces, en la tradición clásica del drama mismo en Occidente, emerge quien es la elegida, aquella que menos parece seguir las dinámicas familiares, la pequeña Sissi, quien cabalga libre por los valles mientras los demás no saben dónde está. La presencia naturalmente fresca de Romy Schneider se convierte poco a poco en el eje central de todo el concepto de la película, igual que en los cuentos de hadas lo hacen las princesas, y al mismo tiempo como lo hacen los héroes y heroínas en los relatos míticos. 

Por otra parte, emergen gradualmente las formas estrictas de la corte, de la nobleza, que vistas a la luz de otro estado de conciencia en esta época, se perciben de una forma nueva, y entonces la historia tradicional de la princesa que encuentra al príncipe adquiere un nuevo valor. Así se pueden ver más claramente las incidencias ultraconservadoras de los arreglos matrimoniales, de la conservación de la sangre azul entre primos hermanos y de un sistema en el que las mujeres se presentan como bestias finas. Pero en esa misma organización social en una élite infinitamente elevada, se descubre cómo se empiezan a forjar los líderes, específicamente las lideresas, aquellas mujeres que iban a tomar el poder sobre todo al interior de esas cortes que dominaban prácticamente continentes enteros. A fin de cuentas, la historia que emprende Ernst Marishka es por enésima vez la del mito del héroe, aquí de una heroína, aquella que está destinada por las deidades para cambiar el mundo, para tomar el poder. En ‘Sissi’, todo empieza por una joven de diecisiete años que empieza por asumir la elección inesperada de la que es objeto y después en la decisión consciente de nunca dejar de ser ella misma. 


jueves, 13 de febrero de 2025

La posguerra infernal de ‘La chica de la aguja’ y la mujer superviviente por Magnus von Horn

Desde muy temprano en los albores mismos del cine, desde la Península Escandinava emergió siempre una obra incisiva y profunda alimentada por una filosofía que siempre tuvo el respaldo de toda una tradición cultural, que por ejemplo tenía raíces profundas en el teatro. En el panorama de la cinematografía escandinava, el cine sueco siempre ha ocupado un lugar estelar, en comunicación constante y de dos vías con sus vecinos escandinavos y con el resto de Europa. Magnus von Horn es uno de los más relevantes cineastas suecos en la actualidad, siempre con guiones impecables que diseccionan críticamente la modernidad, como en ‘El aquí después’ (2016) y ‘Sudor’ (2020), siempre en la contención desgarradora de lo existencialista. Pero ha sido hasta su más reciente película, ‘La chica de la aguja’ (2024), con la cual Magnus von Horn se ha instalado en la palestra del cine mundial, con reconocimiento extendido en los festivales y premios del mundo. ‘La chica de la aguja’ (2014) cuenta la violenta aventura de supervivencia pura de Karoline (Vic Carmene Sonne), una costurera que a duras penas puede mantenerse en pie en el mundo arrasado de la inmediata posguerra de la Primera Guerra Mundial. Karoline apenas conserva un techo y no puede refugiarse en nadie mínimamente, hasta que a la deriva parece encontrar una vida consistente en compañía de Dagmar (Trine Dyrlhom), con quien pareciera afiliarse a una actividad de auténtica caridad. Sin embargo, pronto se encuentra con el horror más siniestro, trascendido por la devastación mental más radical. 

Magnus von Horn alimenta gradualmente un horror que termina por representar todo un contexto histórico en el cual las mujeres están atravesadas por una violencia sistemática desde lo más físico hasta lo más psicológico. Algo que ya había estructurado el imprescindible Carl Dreyer inicialmente en ‘La pasión de Juana de Arco’ (1928), pero mucho más consistentemente en su propio ‘Dies Irae’ (1943), en donde las estigmatizadas como brujas trascienden en su legítima maledicencia en verdaderas brujas. Rainer Werner Fassbinder también había reparado varias veces en las mujeres que habían quedado desahuciadas frente al panorama crítico de la posguerra en Alemania, específicamente en ‘El matrimonio de María Braun’ (1979) y ‘La ansiedad de Veronika Voss’ (1982), en donde en circunstancias distintas pero críticas, dos mujeres quedan expuestas a los avatares más extremos de la supervivencia. En ‘La chica de la aguja’, Karoline se enfrenta a una deriva que la empuja constantemente al abismo y demanda de ella una respuesta inmediata, cuando la muerte le respira en la nuca. También en Alemania, antes que Fassbinder, Alexander Kluge había tocado paralelamente ese asunto en su clásica ‘Una mujer sin historia’ (1965), en donde el fundacional director alemán sigue la vida errante de otra superviviente que cruza la Cortina de Hierro en el cruce del Este al Oeste en Alemania. Margarethe von Trotta, la más destacada presencia femenina en el Nuevo Cine Alemán, con sus célebres biografías y retratos feministas, era también capaz, como Dreyer, de pintar todo un escenario histórico proyectado en el caminar mismo de sus protagonistas. 

Con una estética nada distante de aquella todavía fresca del polaco Pavel Pawlikowski en ‘Ida’ (2013) y ‘Guerra Fría’ (2018), Magnus von Horn apuesta decididamente en ciertos nudos esenciales a una mirada cruda, aterradora y casi mística que recuerda a Lars von Trier en toda una serie diversa y transgeneracional de tragedias melodramáticas y melodramas trágicos. ‘La chica de la aguja’ sabe pulsar con suficiente empatía lo cual es esencial si se parte de una mirada masculina, como siempre lo demostró Claude Chabrol, por ejemplo en ‘Asunto de mujeres’ (1988) y ‘La ceremonia’ (1995), también en la circunstancia violenta de un patriarcado devastador y perturbador. En cuanto a lo formal, la música de Frederikke Hoffmeier trae a la mente las elecciones atmosféricas de Jonathan Glazer para sus películas y finalmente, en el fango del desprecio y la ignominia, siempre se renuevan la sensación de ‘El hombre elefante’ (1980), de David Lynch. 

Probablemente, la película de von Horn no culmina del todo la inserción precisa del bisturí para ir aún más al fondo de una reflexión especialmente pertinente en este momento, pero la película no puede estar sostenida en pilares más contundentes.  


jueves, 25 de mayo de 2023

La guerra fraterna de ‘Paisà’ y el crisol esperanzador de Roberto Rossellini


Tras fácticamente inaugurar el Neorrealismo con ‘Roma: ciudad abierta’, Rossellini pronto dejó entrever que la crucial vanguardia italiana surgía de la guerra, pero se proyectaba hacía un futuro urgente, hacia el planteamiento de un nuevo escenario en el que cupieran todos. Con ‘Paisà’, emprendió un proyecto gigante para las dimensiones todavía iniciales del Neorrealismo, con actores naturales, filmando en una tierra todavía caliente por los bombardeos, en medio de los edificios derrumbados, concentrándose en la humanidad profunda de los encuentros multiculturales entre diversas nacionalidades en medio de los estertores violentos de la guerra agonizante. ‘Paisà’ está compuesta por seis cortometrajes, lo cual es toda una novedad para 1946, apenas un año después del final de la guerra, en los últimos esfuerzos del ejército nazi por mantenerse en pie ante la llegada de los aliados estadounidenses. Los encuentros son entre hombres y mujeres, adultos y niños; católicos, protestantes y judíos, aliados y partisanos, entre seres humanos que descubren en encuentros furtivos y fugaces la humanidad compartida y apenas alcanzan a abrazarse antes de ir en busca de su destino. 

En ‘Paisà’, el fondo siempre es dinámico, hay un mundo en supervivencia, en crisis, que se agita en medio de las ruinas, con el afán de quien necesita subirse pronto a un barco que está por zarpar con rumbo a otro mundo en el que por lo menos no se caiga herido de muerte. Por momentos, esa urgencia supera incluso la incomunicación y los gestos parecieran ser suficientes para transmitir todo un mapa emocional, para reconocerse en la miseria, en el dolor, en las carencias lacerantes. En el primer episodio, en Sicilia, en los acantilados que parecieran una forma diferente de los edificios destrozados en el continente, Carmela y Joe se iluminan mutuamente, como sí se encerraran por un instante en una cápsula de afecto, pero también es predominante la fragilidad y los disparos son inclementes e impiadosos. En el segundo episodio, en Nápoles, las calles son indefinibles, la gente se expande y se mueve como una inmensa masa que arrastra a Joe, el soldado afroamericano, completamente borracho, es rescatado por la pequeña mano de Pasquale, uno de los tantos niños que recorren las calles recogiendo migajas para subsistir, y nuevamente el intercambio, en medio de la montaña de escombros, apenas puede durar, y, en uno de los elementos fundamentales de la expansión global de la resistencia neorrealista, Joe descubre que el mundo de Pasquale es esencialmente el mundo de su propia origen. En el tercer episodio, Francesca (una extraordinaria Maria Michi), recoge a Fred, ebrio para huir de la angustia, apenas para abrazarlo, para reunirse y soportar en una habitación, hasta que descubre al mismo tiempo que estaban para encontrarse y que tenían que separarse, en medio de un mundo arrasado, apenas volviendo en sí. En el cuarto episodio, en Firenze, Harriet, una enfermera estadounidense, recorre con unos cuantos partisanos las calles apocalípticas de la ciudad y cruza las barreras críticas en busca de un ser amado del que apenas sabemos por las palabras de los demás, como si su espíritu se expandiera ya por el mundo. En el quinto episodio, en el Appennino Emiliano, el capellán militar y católico Bill Martin, tiene que hacer el papel de mediador frente al conflicto religioso que surge en el refugio del monasterio, en medio del aislamiento, en donde no escasean las alternativas para resguardarse. Finalmente, en el sexto episodio, el más bélico de todos, en Porto Tolle, los espartanos, que resistieron al monstruo en su propia casa, se encuentran con la reconfiguración de la Convención de Ginebra y quedan desposeídos de derechos, paradójicamente por la intervención distante de los aliados. 

‘Paisà’ es fundamentalmente la promulgación del Neorrealismo como un modelo que se podía replicar en el mundo, porque se refería a la guerra, pero no como una circunstancia delimitante, sino como un modelo del drama humano universal. 


jueves, 30 de marzo de 2023

La vida a golpes en ‘Pepe El Toro’ y la escalada reivindicativa de Ismael Rodríguez


‘Nosotros los pobres’ y ‘Ustedes los ricos’ (ambas de 1948) tuvieron una extraordinaria acogida en el público mexicano de aquel entonces. La representación con intenciones de las clases populares que hizo Ismael Rodríguez fue abrazada por el público casi como un emblema de su identidad. Pedro Infante alcanzó además la cumbre como el ídolo máximo de la cultura popular mexicana, encarnando en la idealización a la gente del común, con un carisma que sin duda todos preferían para ser el que los interpretara. Inmediatamente, en los años subsecuentes, la dupla Rodríguez – Infante se apuntó varios triunfos más, adentrándose en la provincia o extendiéndose en la capital, con los dípticos de ‘La oveja negra’ (1959) y ‘No desearás a la mujer de tu hijo’ (1950), y ‘A.T.M.: ¡¡A toda máquina!!’ (1951) y ‘¿Qué te ha dado esa mujer?’ (1951). En ese intermedio, también falleció trágicamente Blanca Estela Pavón, la coestrella de Pedro Infante en las dos primeras películas de la trilogía de Pepe, el Toro. Para 1953, decidieron cerrar esta historia transversal en el cine mexicano con ‘Pepe El Toro’, retomando la desgracia y la resiliencia de ese otro emblemático carpintero en el cine nacional mexicano, diferente pero parecido al otro que nació en Belén. ‘Pepe El Toro’ nos reubica en el taller de Pepe (Pedro Infante), ahora apenas acompañado por una ya adolescente Chachita (Evita Muñoz), pero ahora con otra tragedia encima, de la cual apenas se habla: la muerte de ‘La Chorreada’ en un fatal accidente del camión en el que viajaba con sus dos bebés gemelos. Pepe disfruta efímeramente de la herencia que la abuela millonaria le dejó a Chachita y pronto su suerte descomunalmente adversa lo pondrá a sobrevivir a los golpes, sin metáforas, con guantes de boxeo. 

La trágica vida de Pepe el Toro pareciera inverosímil si no fuera probable en la marginación. Rodríguez repara en lo inasequible de un buen duelo para el carpintero, quien no puede dejar de sacudirse para apenas mantenerse vivo. Ha construido un altar con su joven familia perdida y sueña todas las noches con su esposa muerta, en el único espacio temporal que tiene para lamerse las heridas. La actuación y los diálogos aquí varían notablemente. La grandilocuencia y la cursilería de los soliloquios compartidos en todo el ecosistema popular aquí se han reducido considerablemente. Pepe apenas sacude la cabeza para lamentarse por su desgracia, mientras tiene que detener el saqueo del sistema sobre su pequeño negocio. Muchos de los personajes de la anterior película han desaparecido como si se hubieran extinguido, como es posible que haya sucedido si se fuera fiel a la realidad de la miseria. De ellos ni se menciona. Apenas dos o tres se mantienen aferrados a la barca de madera que es el mismo carpintero. Entonces, la violencia desesperada por la injusticia le abre a Pepe inesperadamente las puertas de un nuevo escenario. Las manos que se han hecho fuertes a punta de martillazos y serruchadas resultan excepcionales para el negocio del boxeo. La circunstancia del boxeo exige los recursos cinematográficos de Rodríguez, quien responde bien a ellos, fraccionando cuidadosamente los encuentros de boxeo hasta llegar a transmitir con eficiencia la brutalidad de una pelea callejera. Pero, lo más destacado es que, en medio de la pervivencia de un entorno patriarcal, conservador, moldeado a fondo por una cultura llena de vicios discriminadores, las elecciones de los personajes dejan de ser políticamente correctas para los primeros años 50 de México y se instalan en una rebeldía que es valiosa aunque todavía incipiente. La culpa de Pepe por la brutalidad de sus puños se disminuye visiblemente y la moral se ubica en otro lugar cuando repiensa su vida amorosa hacia el futuro. Ese es un indicio considerable el espíritu que surgiría hacia el final del Cine de Oro y los primeros años posteriores. 


jueves, 16 de marzo de 2023

La comunidad flagelada de ‘Nosotros los pobres’ y la oda barrial de Ismael Rodríguez


Si hubiera que elegir una película emblemática del Cine de Oro Mexicano en la memoria popular y colectiva de México, tal vez esa sea ‘Nosotros los pobres’ (1948), de Ismael Rodríguez. En la política cultural de un Estado arraigado a la Revolución Mexicana, de la cual fue parte sustancia el Cine de Oro, la obra de Ismael Rodríguez, especialmente aquella fundamentada en la replica del Star System gringo con Pedro Infante a la cabeza, construyó buena parte de una identidad que hoy en día pervive a pesar de su evidente difusión en el extenso pasado de la cultura mexicana. En esa selección cinematográfica, la llamada ‘Trilogía de Pepe el Toro’, gradualmente se convirtió en todo un relato popular sobre la vida en las vecindades de la Ciudad de México, en los márgenes de una ciudad inmensa que crecía sin freno. ‘Nosotros los pobres’, esa maqueta adornada de un mundo feroz que no dudaría en desnudar Luis Buñuel unos años después, es toda una adaptación musical y melodramática de un discurso profundamente socialista desde una mirada cristiana igualmente profunda. Cuenta y describe la vida de Pepe ‘El Toro’(Pedro Infante), un carpintero fornido y sexualizado por las mujeres de ese ecosistema, que se debate entre la supervivencia, las tentaciones carnales, el amor romántico por ‘La Chorreada’ (Blanca Estela Pavón) y la adoración sagrada hacia su madre paralítica (María Gentil Arcos) y la responsabilidad paternal para con su hija ‘Chachita’ (Evita Muñoz). Pero las circunstancias siempre hostiles de la pobreza incisiva, que requiere incluso de la violencia para subsistir, golpearán una y otra vez la resistencia comunitaria de una familia extendida.

Con notables influencias del musical gringo a lo Broadway, Ismael Rodríguez elabora no solamente los números musicales que se repiten, en la jerga de subtextos, en la colonia de hormigas que se instalan en la maquinaria de una pequeña sociedad. Esa influencia también le sirve para trazar las escenas, para la puesta en cámara, en un mundo de puertas abiertas, donde se cruzan todos los umbrales se cruzan como los de la propia casa, llevando y trayendo chismes, favores, alivios, injurias, silbidos, risas, llantos, pequeños trabajos para aguantar la tormenta de la pobreza. Con resignación cristiana, pero con malicia popular, todos se entregan a la vida, desde la cursilería sacrosanta de la moral cristiana hasta los devaneos del diablo que se pasea en coche de lujo por la calle, que emerge de las cantinas o que se contonea en vestido ajustado por el patio y las esquinas. ‘Chachita’ revolotea desde niña en la supervivencia, con su santuario atrás de la carpintería, repleto de estampitas que adornan a su propia madre santa, empotrada en una silla de ruedas. Pepe, ‘El Toro’, se enfrenta al conflicto permanente de sostener su hombría y cargar sobre su tronco musculoso todo el mundo que le rodea y se recarga encima suyo, lanzando martillazos, bofetones, retos de machos y puñetazos para abrirse paso y mantenerse en pie para sostener la miseria mientras todo se derrumba. Todo hace parte de un rejo con varios látigos que azotan a la familia extendida en los vecinos y los cotidianos de ese submundo. Está el látigo de la pobreza, el látigo de la violencia, el látigo de la injusticia y el de la moral cristiana que es para autoflagelarse, para restregarse hasta la mística de la expiación, en el fango, en el castigo por las culpas de sentir las tentaciones, de excederse en los impulsos. Pero todo esto sucede en la armonía irresistible, en la calidez constante del abrazo en la desgracia, en el placer del albur, de la celebración constante, de una cultura popular de comida infaltable, de la compañía, bajo el resguardo de una vida comunitaria resistente hasta que no quede nada más. 


jueves, 19 de enero de 2023

El amor tradicional de ‘Primavera tardía’ y la inquietud moderna de Yasujiro Ozu



Se le suele considerar a Yasujiro Ozu como “el más japonés de los cineastas japoneses”. Ozu cruzó la primera mitad del siglo XX en medio de la guerra y la afición por la Época de Oro de Hollywood. Arraigado al sake y a su madre, concentró un estilo que jamás volvería a verse en las pantallas de cine. La intimidad, la calidez y la melancolía de los espacios de Ozu trazaron el camino de una síntesis poética que todavía es extraordinaria en la historia del cine. A finales de los años 40, la consolidación de ese estilo se dio de forma especial con ‘Primavera tardía’ (1949), la primera película de la que posteriormente sería la llamada “Trilogía de Noriko”. 

‘Primavera tardía’ describe la relación padre e hija entre Shukichi (Chishû Ryû) y Noriko (Setsuko Hara). Él es un profesor veterano y viudo que vive en una relación de pleno amor fraternal con su hija, pero tiene la intención de que ella se case pronto, como lo marque la tradición, ante la resistencia de ella y aún a costa de enfrentarse al dolor de la soledad. Noriko cuestiona lo que todos consideran “la ley de la vida”, percibiendo que solo se está perturbando un escenario feliz para todos, pero su padre considera que lo correcto es que ella haga su propia vida lejos de él. Esa conversación profunda entre la tradición y la modernidad, con la divergencia intergeneracional característica de Ozu, revela gradualmente el sentir más profundo de los personajes. 

En las composiciones en exteriores de ‘Primavera tardía’, Ozu parece ir expresando cada vez algo más profundo. La cotidianidad parece irse transformando gradualmente en el pasado. La rutina se va transfigurando en un escenario bucólico que solamente alberga memorias tan tristes como poéticas. En los interiores, con la simple decisión de plantar la cámara en el piso y no moverla más, es capaz de crear una inmersión que no tiene la intención de ser un efecto, sino de generar una compenetración con la agitación de las emociones que crece al interior de ese hogar, en el que el tiempo pone en confrontación una armonía que no es confiable, lo cual no puede ser más particular. Shukichi, con la sabiduría ganada a punta de experiencia, pero arraigado en las tradiciones, se presenta como pertubador fraterno de la armonía, con un amor anclado en el conservadurismo de las tradiciones, pero al mismo tiempo coherente con el requerimiento esencial de la independencia de los más jóvenes, con la necesidad imperiosa de que las crías aprendan a caminar, a correr y a volar. Por otra parte, la sonrisa inagotable de Noriko se va detonando a punta de unas circunstancias cada vez más ineludibles y como último acto de respuesta surge la reflexión abierta sobre la necesidad de seguir las tradiciones si estas van en contra de lo más parecido a la felicidad. Pero el dilema entre la tradición y la modernidad es complejo y no está puesto sobre los hombros de un solo personaje. El sacrificio del padre, aún a costa de su condena a la soledad, resguarda un espíritu auténticamente liberal con respecto a su hija, con fundamento en nada más que el amor. La preocupación y el apego de la hija deja entrever también un viso enfermizo, de una posesión de complejo de Electra. En medio de los silencios, las miradas, los silencios, en las pausas y también en las conversaciones, va emergiendo el dolor, al mismo tiempo que se va levantando una complejidad que hace que las palabras sean a fin de cuentas las que menos expresan la verdad del fondo emocional de cada quien. Sin un acercamiento siquiera a las malas intenciones, el dolor habita en medio de las sonrisas resistentes y las mentiras piadosas. 


viernes, 18 de febrero de 2022

La soledad desesperada de ‘Las noches de Cabiria’ y el dolor amoroso de Federico Fellini


La llamada ‘Trilogía de la Soledad’, de Fellini, es la mejor expresión de su paso revolucionario por un Neorrealismo ya adulto. La participación de Fellini no solamente fue formativa para la carrera de uno de los autores más influyentes del cine europeo, sino que además, desde el espíritu realista y auténticamente humanista de aquella vanguardia transversal en la historia del cine italiano, Fellini abrió la puerta de la trascendencia por la vía misma de un espectáculo mítico, que se escenificaba en los escenarios reales de un pasado milenario, en los espacio públicos de las ciudades y pueblos italianos, incluidas las periferias. En ‘Las noches de Cabiria’ (1957), Fellini, junto a Flaiano y Pinelli, cuentan la historia de Cabiria (Giulietta Masina), una prostituta azotada por las desilusiones amorosas pero aún vivaz en la ilusión de encontrar el amor que la llene de una dicha supuesta, que en el fondo no es más que la realización de una vida amorosa y plena, de un plan nuevo alrededor del afecto. 

Fellini dota a Cabiria de múltiples matices que son encarnados por una Giulietta Masina portentosa, de mil rostros, que se instala con naturalidad pasmosa una gran cantidad de máscaras expresivas, abrumadoras en el mundo de su personaje. Con la plasticidad chaplinesca que había demostrado en ‘La Strada’, Masina ejecuta todo un acto en cada espacio, en los interiores y en los exteriores, cruzando las líneas sobre los espacios legendarios de una cultura antigua, y al mismo tiempo se desplaza con gracia entre los espacios paupérrimos de su realidad y el ensueño destellante de sus fantasías. El desespero, propio de la una depresión intensa, de muchos niveles, constantemente desemboca en una furia conmovedora, en la ira por la desgracia, en la indignación propia de la injusticia, por haber recibido de vuelta siempre el castigo del desprecio, del engaño, incluso de la violencia. Fellini se planta en las extensiones agrestes de la marginación y transita de forma natural a las ciudades, eludiendo constantemente el brillo enceguecedor de las luminarias. Las prostitutas se pintan líneas en la cara que disfrazan sus ceños fruncidos, las marcas del rigor propio del sufrimiento, de la pena, de la exposición constante de su propia dignidad en pos de la supervivencia. Cabiria expresa al mismo tiempo una emoción repleta de ingenuidad infantil y la fiereza de una pena aguda con la que saca las garras. En esos espacios extensos, Fellini planta a Cabiria constantemente, en el entorno de un mundo árido, nublados y polvoso en el día, oscuro y amenazante en la noche. Poco a poco, la atmósfera se va haciendo trascendente, se respira un aire casi metafísico, en el que la pena de Cabiria se hace casi ritual, la sacude internamente, se convierte en trance, en el engaño más devastador, aquel que la arrastra por una tierra rasposa, seca, que hiere. En esa caída profunda hacia la humillación, hacia la indignidad, Cabiria se trastoca, se funde, se quiebra mientras es arrastrada por la festividad indolente de su propio entorno, del mundo felliniano, con un fondo melancólico tan profundo que excava en la esencia misma del ser humano, que encuentra una espiritualidad pura, por la vía del dolor, de la pena, de un sufrimiento extraordinario. En ‘Las noches de Cabiria’, Fellini se planta en la plataforma de un Neorrealismo avanzado y escribe una página extraordinaria en la historia del cine de autor, desde el melodrama preciso y sofisticado, con una mujer marginada, para proyectarla por vía de su propio dolor en los confines de los clásico, con esa misma trascendencia de la tragedia eterna, del devenir intenso y doloroso de la supervivencia, con la sublimación de la humanidad en la carne de alguien que puede encontrarse en cualquier esquina. 




domingo, 29 de agosto de 2021

La relatividad filial de Hirokazu Koreeda y la honestidad reparadora de ‘La verdad’


























El japonés Hirokazu Koreeda es una de las figuras fundamentales del cine internacional en los últimos treinta años. Con un cine afirmado en la herencia del legendario Yasujiro Ozu, Koreeda ha trascendido su discurso de la sociedad moderna con reflexiones transversales sobre la familia, las relaciones filiales y el sentido extenso del afecto, incluso cruzando los límites de la justicia y el orden moral. Después de convertirse en uno de los pilares del cine japonés contemporáneo, con auténticos clásicos como ‘Nadie sabe’ (2004), ‘De tal padre, tal hijo’ (2013), ‘El tercer asesinato’ (2017) y ‘Un asunto de familia’ (2018), Koreeda ha hecho su incursión en el cine europeo, vía Francia, con ‘La verdad’ (2019), nominada al León de Oro en el Festival de Venecia y protagonizada, nada más y nada menos, que por Catherine Deneuve y Juliette Binoche. ‘La verdad’ narra la visita de Lumir (Juliette Binoche), desde Estados Unidos, para visitar a Fabienne (Catherine Deneuve), su madre, quien es una veterana actriz francesa, quien filma la película de una hija que recibe la visita de su madre que nunca envejece. Fabienne acaba de escribir su autobiografía y Lumir encuentra en el libro una gran cantidad de omisiones y faltas a la verdad, casi como en un cuento de hadas. 

Koreeda reconstruye en Francia su familia heterogénea característica, aquella que ya ha convertido en toda una marca de la posmodernidad de su cine. El encuentro de fondo traumático entre la madre y la hija, entre la actriz y la guionista, es acompañado por el esposo – yerno que rompe la barrera del idioma (Ethan Hawke), por la niña de imaginación imparable, que sueña con ser actriz, por el mayordomo – cuidador, por el esposo - cocinero, por el exesposo – padre – tortuga y por otra obra del cine dentro del cine, en donde la ficción resuena en todos los niveles existenciales, como altavoz de la realidad, justo como lo hace el arte a fin de cuentas. Fabienne insinúa los delirios de una Norma Desmond, pero también tiene la negación a la defensiva de Charlotte, la madre desnaturalizada que interpretó la Bergman en la ‘Sonata de Otoño’ (1978), de Bergman. Por supuesto, también está de fondo la mismísima Catherine Deneuve, que interpreta probablemente a su propio álter ego, a su propia historia encarnada en su humanidad siempre deslumbrante. El pequeño palacete, como de eterna alucinación placentera de Jean Renoir, alberga también las pasiones viscerales de un pasado que todavía sangra, como una réplica blanda de ‘La Celebración’ (1998), de Vinterberg, pero con esos instantes Ozu multiplicados una y mil veces por Koreeda, como si sembrara por toda la casa parisina las semillas de su propia herencia fílmica japonesa. En las penumbras, mientras todos duermen, las habitaciones sirven para expresar los tormentos en conversaciones cubiertas a veces por una penumbra que el cinefotógrafo Eric Gautier hace parecer los terrenos mismos de la memoria. En la película que se filma en la historia, la hija envejece inexorablemente frente a su madre del espacio exterior y a fin de cuentas necesita que su madre, más madura que ella, la acoja en su seno para sobrevivir a sus propias pulsiones, para seguir teniendo un lugar en el mundo en medio de su propia manada, igual que a fin de cuentas la actriz necesita de la guionista en la vida real. Koreeda cuestiona con gran calidez el orden natural de las cosas, como siempre lo ha hecho en sus películas. Se replantea el deber ser y ahora se refiere a la verdad, porque no necesariamente resulta ser en todos los casos lo más conveniente o lo más armónico. O tal vez solo se trata de ponerle a la verdad las curas que necesita para poder subsistir sin hacer pedazos los lazos vitales entre las personas. 

sábado, 18 de abril de 2020

La ruptura realista de ‘La pasión según Berenice’ y la intensidad romántica de Jaime Humberto Hermosillo

La Pasión según Berenice - CONARTE : CONARTE

En los años setenta y ochenta, a pesar del contexto político adverso, especialmente conservador y represivo, como sucedía en toda Latinoamérica en el contexto de la Guerra Fría, cuando proliferaban las dictaduras y las revoluciones, el cine mexicano tuvo una época brillante en la que despuntó la carrera de grandes cineastas que marcaron toda una época, que tuvieron influencia de los grandes autores del Cine de Oro, con una particular y extraordinaria conciencia política y social que no solamente retrataba la cultura mexicana real, sino que además le daba voz a muchos que nunca la habían tenido. Cineastas como Felipe Cazals, Arturo Ripstein, Carlos Taboada, Jorge Fons, Luis Alcoriza y Jaime Humberto Hermosillo. Este último, declarado abiertamente gay, y fallecido recientemente, construyó una filmografía especialmente crítica con la clase media que sirve como referencia para el comportamiento de una clase mayoritaria no solo en México sino en toda la región latinoamericana. Una de las películas más importantes de Hermosillo es ‘La pasión según Berenice’ (1976), con la cual se llevó el Ariel de Oro al mejor director por primera vez. Berenice (Martha Navarro) es una mujer viuda que se encarga de cuidar a su vieja y pudiente madrina Josefina (Emma Roldán). El médico de la anciana ha fallecido y desde la Ciudad de México llega su hijo Rodrigo (Pedro Armendáriz Jr.), un hombre apuesto y liberal que conquista a Berenice, con quien empiezan un romance al que no pueden resistirse. El pasado de Berenice es oscuro y tormentoso, lo cual se expresa en una cicatriz en el costado izquierdo de su rostro.

Hermosillo utiliza todos los elementos convencionales del melodrama televisivo, extendida y profundamente popular en México y en toda Latinoamérica. El personaje de la princesa encantadora y la villana seductora se sintetizan en Berenice, con la oscuridad pendiendo sobre ella y también sometida a la injusta tarea asignada a las mujeres de cuidar a los más viejos, con el agregado de una deuda casi imposible de pagar. Por otra parte, Rodrigo es el príncipe de familia prestante que viene de la ciudad al pueblo, pero no en busca de una princesa sino de la mujer que se ajuste a su pensamiento liberal y moderno. Berenice se muestra abierta a la sexualidad, propositiva, intensa, como una mujer que desea, lo cual era algo absolutamente infrecuente en sociedades conservadoras de aquella época, mucho más en la provincia. Es una mujer sometida al estigma, pero que encuentra en Rodrigo no solamente el espacio para expresarse sexualmente sino para más intensamente ser ella misma. El guion del mismo Hermosillo tiene la gran virtud de darnos un mensaje especialmente crítico sobre un modelo muy bien conocido que por consiguiente se convierte en un canal mucho más eficiente para enviar cualquier mensaje. Esta combinación del modelo tradicional del melodrama televisivo, integrado a la cultura más real y verificable de la provincia mexicana, con esa perspectiva sumamente crítica sobre las clases medias e incluso sobre la vanidad del liberalismo masculino, permiten que Hermosillo desarrolle una película que se aferra a una identidad nacional y simultáneamente propone un discurso que no es excluyente pero tampoco superficial, que no es condescendiente pero tampoco instigador. Lo que tenemos al final es una observación artística completa sobre una sociedad provinciana en la que los roles están marcados a fuego, especialmente para las mujeres. Esa apropiación cultural para referirse a problemas estructurales de la sociedad tiene un valor inconmensurable y puede compararse fácilmente y de fondo con el cine independiente estadounidense, contemporáneo al de estos grandes directores mexicanos. Cineastas como Coppola, Scorsese, Robert Altman o Woody Allen también readaptaron los géneros para observar a su propia sociedad muy de fondo. El cine de Hermosillo sirve también para comprender a la sociedad profunda sobre la que se construyó el México contemporáneo.

sábado, 11 de enero de 2020

La protesta republicana de Clint Eastwood y la injusticia sistémica de 'Richard Jewell'

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Clint Eastwood es probablemente el emblema cinematográfico vivo más importante en el mundo. Su rol en los westerns de Sergio Leone lo convirtieron en la representación viva del vaquero, reconfigurando aquella imagen legendaria que construyó John Wayne. Pero no solamente como actor consiguió ese lugar entre los emblemas representativos del espectáculo cinematográfico, sino que también como director ha logrado construir un legado consistente desde su propio estilo como cineasta y como retratista de la profundidad y la diversidad de los Estados Unidos. En el siglo pasado se anotó auténticos clásicos como ‘The Outlaw Josey Wales’ (1976), ‘Sudden Impact’ (1983), ‘Bird’ (1988), ‘Unforgiven’ (1992, probablemente su mejor película) y ‘The Bridges of Madison County’ (1995), pero ha sido en el siglo que vivimos donde probablemente ha desarrollado un cine especialmente consistente y perfeccionado, con películas como ‘Mystic River’ (2003), ‘Million Dolar Baby’ (2004), ‘Changeling’ (2008) y ‘American Sniper’ (2014), entre otras. Eastwood no ha parado nunca y su más reciente película vuelve sobre la historia de Estados Unidos, esta vez en el contexto del atentado terrorista de los Juegos Olímpicos de Atlanta 96, específicamente alrededor de la historia del policía frustrado Richard Jewell (Paul Walter Hauser), quien pasó pronto de héroe nacional a principal sospechoso en la investigación.

Eastwood presenta los acontecimientos de forma estrictamente cronológica para contarnos los antecedentes de Jewell, específicamente su incipiente pero casi única amistad con el abogado Watson Bryant (Sam Rockwell) y su extendida relación con Bobi Jewell (Kathy Bates), su madre, con quien aún vive bajo el mismo techo. Contra Jewell conspiran las perversas agencias de investigación judiciales, encarnadas por el detective Tom Shaw (Jon Hamm) y los deshumanizados e interesados medios de comunicación encarnados en la perversa reportera Kathy Scruggs (Olivia Wilde). El cine de Eastwood se ciñe con precisión a la tradición estadounidense de la linealidad, la interpretación y la narrativa, con precisión casi de relojería en una fórmula probada con éxito por décadas, con el mismo Clint como uno de sus principales impulsores, con el respaldo de Joel Cox, su editor de cabecera y la exquisita aportación jazzística en este caso del cubano Arturo Sandoval, uno de los trompetistas vivos más importantes del género. El cine de Clint siempre ha tenido el enorme mérito de descubrir gigantescos territorios en la compleja personalidad de personajes que inicialmente parecen estereotípicos. Ese es el principal logro también en ‘Richard Jewell’, en donde podemos ver con claridad a un hombre característico de la extensísima población blanca y empobrecida de los Estados Unidos, con principios conservadores y hasta reaccionarios, tendiente a la discriminación constante de otros grupos y siempre autoimpuesto como el representante único de América, como llaman los gringos a su país, pero que aquí podemos ver también a un hombre noble, honesto y, sobre todo, inocente. Lamentablemente, Eastwood desaprovecha esa vena inagotable y siempre disfrutable intelectualmente de su propio legado cinematográfico, experto en el retrato de estos personajes que son ahorcados por la ley y el sistema, con el espíritu inagotable del legendario cowboy renegado, para entregarse casi con virulencia y ridiculez a la satanización de los contrapesos en su drama. Construye así unos villanos inverosímiles y de poca altura, carentes de complejidad y matiz, que actúan con tal torpeza y elocuente mala intención, reflejando tan solo el rechazo personal y político de Eastwood a un sistema que es perfectamente criticable desde una posición menos visceral. Esta contraposición entre el interesantísimo protagonista y los planos y burdos antagonistas termina por dilapidar la posibilidad de construir un retrato extenso de la sociedad estadounidense, como ya lo hecho en múltiples ocasiones un director experimentado e histórico como Eastwood. En cambio, lo que parece explicarse, sin ser la intención principal, es la emoción profunda de la inmensa población blanca y popular que llevó a la presidencia a Donald Trump.

sábado, 5 de octubre de 2019

La furia social en ‘Joker’ y el retrato cruento de Todd Phillips

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Sin lugar a dudas, el cine de superhéroes no solamente se ha consolidado como todo un subgénero durante la década que está por expirar. Son los blockbusters de esta generación y la avalancha no termina. En ese contexto, Marvel le ha ganado ampliamente la carrera a DC, así que los personajes de la tradicional editorial de Superman exploran nuevas estrategias, siempre con la referencia de la saga de Batman de Cristopher Nolan, exitosa para la crítica y la taquilla. La poderosa Warner Bros. adoptó al histórico Guasón, uno de los personajes emblemáticos de la oscura Ciudad Gótica. Todd Phillips, frecuente director de comedias hollywoodenses en atmósferas oscuras (especialmente la trilogía ‘The Hangover’ en 2009, 2011 y 2013) fue el elegido para construir ‘Joker’, una película preconcebida para enfrentar a Marvel fuera de sus dominios. Después de interpretaciones memorables del personaje, con mayor o menor éxito, a cargo de actores de gran prestigio como Jack Nicholson, Mark Hammill (en entregas de animación televisiva), Jared Leto (sin mucho éxito) y sobre todo Heath Ledger (que dejó la vida en ello), la elección del actor principal debía ser de altos vuelos, y así lo fue, con Joaquin Phoenix, uno de los actores más importantes de su generación. La película sorprendió al llevarse el León de Oro en Venecia, en uno de los más prestigiosos festivales de cine del mundo. Ahora, por fin podemos verla en las salas de cine a nivel global.

‘Joker’ se refiere específicamente a la transformación de Arthur Fleck (Phoenix) en Guasón, una de las némesis a su vez fundacionales en la conversión de Bruce Wayne en Batman. Fleck es un aspirante a comediante que deambula por la ciudad trabajando como payaso de anuncios mientras sueña con el estrellato viendo el Late Night Show de Murray Franklin (Robert De Niro), en compañía de Penny, su madre (Frances Conroy), convaleciente en mente y cuerpo, en un apartamento en tinieblas. Fleck sufre de una inestabilidad psiquiátrica que se caracteriza por una risa chillona y dolorosa que emerge en situaciones emocionales intensas que no suelen ser felices. Lo que viene será la caída por las escaleras del sótano, a las profundidades tenebrosas de la demencia más furiosa de todas. La presencia de De Niro en el casting no es gratuita. Las referencias a la obra de Scorsese con De Niro son evidentes, específicamente a ‘Taxi Driver’ (1976) y ‘The King of Comedy’ (1982), en donde De Niro también interpreta a desadaptados con diferentes complejidades psiquiátricas que tienen enfermizas pretensiones heroicas y cómicas, como Arthur Fleck. Esta referencia no solamente se circunscribe al personaje sino a la construcción del entorno, en una sociedad oscura y decadente, cuyas calles son auténticas fauces deshumanizadas. La ascensión del personaje en este contexto establece sin duda un paralelo con los tiempos que vivimos, en donde el abandono masivo termina lanzando a los ciudadanos a una lucha intestina que en muchas ocasiones deriva en el crimen, en una sociedad que cada vez se consume más a sí misma. Sin embargo, a diferencia de las obvias referencias a Scorsese, aquí se trata de un personaje victimizado en una construcción casi melodramática, a tal punto que el desenlace de sus tormentos resulta a fin de cuentas predecible. No es fácil que el espectador se conecte con Fleck porque, a pesar del entorno hiperrealista, se trata de un personaje para el que no hay matices en la vida, que siempre es golpeado hasta la laceración. Fleck va descubriendo dolorosamente la verdad horrorosa de su propia vida y la película se sustenta en esa escalada emocional que al final libera una locura brutalmente violenta. En ese proceso, el trabajo de Joaquin Phoenix es tan potente como se requiere y carga sobre sus escalofriantes hombros el peso de la película entera, con la creación de una voz inolvidable, una corporeidad asombrosa y una mirada a través de la cual se puede contemplar la abismal caída a la degradación mental de Fleck, mientras el Guasón asciende hasta la cima del poder sociopolítico más sectario. Aquel al cual espantosamente nos vamos acostumbrando en el mundo.

sábado, 6 de abril de 2019

La provincia crítica de ‘Todos lo saben’ y el aparato dramático de Asghar Farhadi

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El cine del Medio Oriente tiene una larga tradición y se ha convertido en un foco sumamente atractivo del panorama cinematográfico internacional, especialmente en Irán, con el liderazgo del legendario Abbas Kiarostami, quien tomó las banderas de auténticos próceres de aquellas cinematografías, como la poetisa Forugh Farrojzad y los hitos que pusieron el dedo en el renglón de la realidad política de la región como ‘La batalla de Argel’, de Gillo Pontecorvo. Durante la más reciente década, Asghar Farhadi, también iraní, se ha posicionado sin duda alguna como uno de los mejores cineastas del momento, especialmente con ‘Una separación’ (2011) y ‘El cliente’ (2016), películas que han retratado de forma intensa y profunda la humanidad mediáticamente olvidada de Irán, con películas que se destacan por sus sólidos guiones y sus actuaciones de tinte realista. Por primera vez, Farhadi ha abandonado su país para hacer cine y se ha decidido por España, en donde ha reclutado a la pareja más celebre del cine español: Penélope Cruz y Javier Bardem, acompañados por el argentino Ricardo Darín, uno de los actores emblemáticos del cine latinoamericano. Si se piensa bien, España es la mejor conexión con el Medio Oriente que se puede encontrar en Occidente. La película se titula ‘Todos lo saben’ y cuenta la historia de las fatídicas vacaciones de Laura (Penélope Cruz), quien viaja junto a sus dos hijos desde Argentina hacia España, su país natal, para atender la boda de su hermana, sin su esposo Alejandro (Ricardo Darín). Allí se encuentra con su familia y con su amor de infancia y juventud, Javier Bardem (Paco). La fatalidad aparece por sorpresa en el escenario festivo de la celebración y entonces se agitan las memorias y se reabren las cicatrices del pasado.
En un entorno provincial, en donde los vínculos sociales son mucho más estrechos, y al mismo tiempo en la atmósfera cálida del escenario, Farhadi instala su ya probado aparato dramático, con un tratamiento realista no solamente en lo narrativo sino en lo cinematográfico, siempre siguiendo a sus personajes, exponiéndolos de forma plena en los momentos álgidos de la emoción, construyendo la situación con la intensidad de su relato bien elaborado. El dolor intenso se plantea como la sustancia que libera de forma inmediata cualquier tipo de formalidad y saca a la luz los resentimientos y traumas del pasado que todos albergan en medio de un contexto bucólico que parece adquirir con la cotidianidad un efecto anestésico. Es a fin de cuentas un retrato de la familia misma, en donde se encuentra el cobijo frente a las inclemencias de la vida individual, pero donde también residen las historias que son calladas permanentemente. La urgencia del horror requiere de cualquier tipo de acto frente a la memoria, con tal de resolver la situación extrema, aunque, por supuesto, esa liberación de penas no resulte gratuita. De esto se trata conceptualmente la propuesta histórica de Farhadi, del despertar de los demonios silenciados, a partir de la eventualidad trágica.
Sin embargo, en ‘Todos lo saben’, hay puntadas forzadas en la trama, algunas que requirieron de refuerzos que se perciben visibles y por lo tanto afectan negativamente el ritmo mismo que el cineasta quiere implantar. La necesidad de hacer énfasis en situaciones que para Farhadi se perciben indispensables de expresarle al espectador. Ese énfasis distrae, difumina la experiencia frente a la película. Por supuesto, un director de este nivel tiene una vara límite y plantea una calidad básica, en la cual los asuntos planteados como base serán siempre interesantes desde la perspectiva de lo humano, lo cual lo hace especialmente universal. Esta película de Farhadi nos plantea una reflexión interesante con respecto al cine, especialmente en tiempos en donde proliferan las imágenes. Nos plantea la disertación con respecto al guion como soporte casi exclusivo en la construcción de una película. La apuesta de Farhadi a su talento en la escritura no pareció suficiente, a pesar de su talento probado.

jueves, 20 de diciembre de 2018

El espacio temporal de Alfonso Cuarón y la fundación matriarcal de ‘Roma’

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Desde su estreno en las salas de cine, ‘Roma’, la más reciente película de Alfonso Cuarón, su primera en México después de 17 años desde ‘Y tu mamá también’ (2001), ha sido no solo una tendencia en las conversaciones entre cinéfilos, sino entre la sociedad en general. El filme de Cuarón representa el regreso del exitoso cineasta mexicano a su ciudad y específicamente a su barrio, a su colonia, la colonia Roma, que le da el título a la película. Cuenta un episodio en particular en la vida de Cleo (Yalitzia Aparicio), empleada doméstica de una familia de clase media en los albores de los setenta en la capital, en tiempos de cruenta represión política. Al seguir a Cleo, podemos apreciar a través de su mirada el contexto que ha reconstruido Cuarón muy detalladamente, al punto del fetiche. Este recorrido se da desde la individualidad multiplicada de Cleo, pasando por la familia que gira alrededor de ella, hasta el álgido momento histórico, característico del escenario latinoamericano en la Guerra Fría.

Aunque esta es sin duda la película más experiencial de Cuarón, no es esta la primera vez en la que podemos ver en la obra del autor esta búsqueda de la experiencia, de construir un mundo entero y abocarse a la potencia de la experiencia casi como una vivencia. Lo vimos en algunos momentos de ‘Y tu mamá también’, pero mucho más en ‘Children of Men’ (2006), en un futuro distópico. Resulta fundamental comprender ese carácter antes de abordar cualquier interpretación. La historia de Cleo es la columna vertebral de ‘Roma’, pero es obvio decir que la columna vertebral no es ni siquiera toda la espalda en el cuerpo. Si estiramos al máximo hacia el pasado las referencias, seguramente nos encontraremos con el manifiesto de Vertov sobre el cine como arte y lenguaje independiente de la literatura, el teatro y la fotografía, para construir a partir del movimiento. ‘Roma’ se inscribe en esa filosofía, probablemente sin proponérselo y con más herencias de la experticia técnica que consiguió en Hollywood, pero sin duda transformadas por un tema definitivamente mexicano y latinoamericano. Los travellings laterales van en esa dirección, los push, los pull, que se sincronizan armónicamente con el espectáculo sonoro repleto de evocaciones antropológicas, desde el contexto barrial hasta la violencia, pasando por los programas de televisión, los cines y las taquerías. Todo esto, más que verlo y escucharlo, casi lo experimentamos desde la perspectiva de Cleo, así que la vivencia se da a través de ojos y oídos muy humanos que están en el sitio y en el momento, no desde una perspectiva distante u objetiva. Así se puede evocar la feria de emociones en ‘Las reglas del juego’, de Renoir, y al mismo tiempo la laceración discriminatoria de ‘Imitation of life’, de Douglas Sirk.

El asunto como tal es ni más ni menos que la fundación matriarcal de nuestras sociedades contemporáneas en Latinoamérica. Se trata de una sociedad en la cual las nanas han jugado un rol fundamental, brazo derecho de las amas de casa, madres solteras en gran cantidad, que las han apreciado de forma utilitarista. Probablemente, el cariño de los hijos sea sincero pero no consciente, el que impulsó a Cuarón a explorar en su propia vida, seguramente apreciado con mejor forma con el tiempo y la distancia, pero el cariño de la patrona en realidad es necesidad práctica. La inmersión es potente; lo más cercano que el cine nos puede poner en un auténtico viaje al pasado, pero del lado de un personaje discriminado por su género, raza y su condición social. Es medio es beligerante con ella, intenso, acosador. A fin de cuentas, es la turbulencia típica de una nueva conformación, en cualquier ámbito, como las formaciones geológicas y sin duda en la fundación de las civilizaciones, de esta Roma latinoamericana y muy mexicana. Es el trauma en realidad, es el gran parto a fin de cuentas, el Big Bang matriarcal de este lado del mundo. Es la asociación no necesariamente virtuosa ni igualitaria entre las mujeres para enfrentarse al mundo. Podemos fácilmente reconocer el entorno matriarcal que nos ha construido Roma y de ahí proviene gran parte de su músculo emocional. Es el reconocimiento y la recreación del evento sísmico y conmovedor de una fundación extensa, con sacrificio inherente.