sábado, 29 de febrero de 2020

La existencia integral de ‘Mantarraya: los espíritus ausentes’ y la atmósfera transversal de Phuttiphong Aroonpheng

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El cine del Lejano Oriente puede considerarse como el que determina la historia en los tiempos que vivimos. Pero el cine de esta región del mundo no se circunscribe solamente a Japón, Corea del Sur y China. En la periferia se han desarrollado cinematografías destacadas, entre las cuales se destaca especialmente la tailandesa. El cine tailandés, de una larga tradición, es una de las cinematografías más destacadas en lo que va transcurrido de este siglo. Sin duda, la figura fundamental en este periodo ha sido Apichatpong Weerasethakul, quien ya ha sumado tres películas que son consideradas entre las mejores, no solo de Asia, sino del mundo, en lo que va de este siglo, como lo son ‘Tropical Malady’ (2004) y ‘El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas’ (2010). Por supuesto, como sucede con cualquier cineasta que trasciende, su influencia empieza a extenderse y hacer escuela. Una de las películas destacadas del cine tailandés en los últimos años ha sido ‘Mantarraya: los espíritus ausentes’ (2018), ópera prima de Phuttiphong Aroonpheng, que destacó en los festivales de cine más importantes de Asia y se llevó el Premio Horizontes en el Festival de Venecia. ‘Mantarraya: los espíritus ausentes’ cuenta la historia de un joven pescador (Wanlop Rungkumjad) que se encuentra con un hombre mudo en los barrizales del pantano donde trabaja, para después nombrarlo Thongchai (Aphisit Hama) y cuidarlo en la recuperación de sus heridas. Todo se transformará con la desaparición del pescador y la aparición de Saijai (Rasmee Wayrana), su expareja.

Los sucesos de ‘Mantarraya: los espíritus ausentes’ se dan en medio de un entorno cultural que incluye aspectos sociales, espirituales y humanos particulares, en medio de la miseria de los trabajadores, la espiritualidad propia de los entornos más naturales y la condición humana explícita en las relaciones interpersonales. Es una representación integral de la existencia, que Aroonpheng realiza echando mano de una fotografía, a cargo de Nawarophaat Rungphiboonsophit, de planos largos en un escenario particular en el que se fusiona armónicamente la presencia del ser humano en un entorno agreste y natural. La música de Mathieu Gabry y Christine Ott deja de lado el énfasis en la melodía y aporta a la construcción de esa atmósfera con sonidos graves y extensos que simulan los mismos del ambiente natural. El guion es simple y se caracteriza muy especialmente por la escasez de los diálogos, para darle predominio a las miradas y a la simple observación de los personajes. La película se percibe especialmente conectada con la extraordinaria y ya mencionada ‘Tropical Malady’ (2004), de Apichatpong Weerasethakul, también consistente en el retrato del vínculo cercano entre dos hombres (en ese caso amoroso) y su relación con un entorno no solo natural sino mágico, igual al que plantea Aroonpheng. Esa cohesión de dimensiones vitales y reales le da a este tipo de cine una potencia particular ya que aprovecha al máximo las características visuales, sonoras y cinéticas del cine, con el objetivo de que se pueda expresar de forma especialmente potente la verdadera experiencia humana. A pesar de la diferencia conceptual, el silencio de Thongchai inevitablemente remite a ‘Persona’ (1966), de Ingmar Bergman, en donde el silencio de uno de los protagónicos en el aislamiento, de cierta forma estimula una emocionalidad particular en su contraparte, haciendo que surjan esencias que durante mucho tiempo se han mantenido ocultas. La relación con la mantarraya como animal también funciona especialmente al representar esa pequeña y poética luminosidad eléctrica del cazador que representa la presencia marginal del hombre en un entorno densamente natural que sin duda alguna lo sobrepasa. Esa electricidad percibida desde esa perspectiva fundamentalmente biológica tiene también la virtud de construir esa existencia que elabora la película, en donde los procesos culturales se relacionan estrechamente con los naturales.

sábado, 22 de febrero de 2020

La cartografía suburbana de ‘Los miserables’ y el movimiento cardiaco de Ladj Ly

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En las profundidades del cine francoparlante siempre se ha cocido un movimiento vivaz, lleno de expresividad, que se distancia de las postales tradicionales y se adentra en los suburbios de las grandes ciudades europeas o incluso en territorio africano. Paralelo al histórico cine francés que han hecho los intelectuales blancos, en las profundidades de Francia y sus colonias siempre ha existido una respuesta extensa y conmovedora. Películas como ‘La batalla de Argel’ (1966), de Gillo Pontecorvo y ‘Touki Bouki’, de Djibril Diop Mambéty (1973), le dieron una voz complementaria a la historia colonialista francesa. La migración transformó sustancialmente a la sociedad francesa y europea, específicamente a la ciudad de París, en los suburbios. Esa segregación no es nueva y ya había sido planteada por la misma Revolución Francesa, pero específicamente en la narrativa por Víctor Hugo con su inmortal novela ‘Los Miserables’ (1862). Ladj Ly, cineasta maliense nacionalizado francés, tomó el espíritu de la constante segregación y el histórico colonialismo francés para traerlo a la París de nuestros días y entregarnos ‘Los miserables’ (2019), su ópera prima como director. Ladj Ly nos muestra el amplio retrato coral de diversos personajes de los suburbios parisinos, entre los que se incluyen de origen africano, árabe y gitano, entre otros. El Brigadier Stéphane Ruiz (Damien Bonnard), con un pasado oscuro, es integrado a un grupo especial que patrulla los suburbios. La violencia y denostación que ejercen sus compañeros chocan con sus propios principios y generan tensiones constantes en la zona. Entonces se rompe el delgado hilo que mantiene el orden y la furia se expande hasta escenarios impensados.

Ladj Ly, parte él mismo de esos suburbios, con historial criminal constatable, y conoce de cerca los subterfugios del sistema social violento que retrata en su película. Con movimiento frenético en planos audaces predominantes sobre los cortes, nos introduce en una dinámica emocional desenfrenada que no solamente nos hace respirar el aire que se corta con un cuchillo, sino que nos permite percibir la furia latente, la violencia siempre a punto de estallar, repleta de insatisfacción y abandono. Se puede recordar ‘ Do The Right Thing’ (1989) al otro lado del Atlántico, aquel otro mapa del gueto que elaboró al detalle el efervescente Spike Lee y que también permitía comprender las fisuras nunca resueltas de un sistema económico y social devastador. En la película de Ly, se lee también el discurso clásicamente humanista de Víctor Hugo, con personajes que siempre exhiben sus matices y que nunca pueden definirse maniqueamente como buenos o malos, porque siempre exhiben, en diferentes medidas, una virtud que termina por definirlos tanto como sus dramáticas imperfecciones. Esa dosificación de virtudes medida proporcionalmente, permite tener siempre un mapa con relieve de seres humanos de carne y hueso, en un grupo multicolor que siempre está haciendo ebullición, en diferentes edades y con una pasión que puede tomar siempre cualquier camino, que es indescifrable y que que tiene todo el potencial para llegar hasta lo más horroroso o hasta lo más eufórico.

La referencia histórica a Victor Hugo, que se cita específicamente en la película, sirve para expresar una segregación que trasciende las épocas. Un confinamiento suburbano que es inherente a la sociedad francesa y que pareciera responder a su propia historia. Todos los procesos coloniales de Francia parecen enraizarse de nuevo en los propios suburbios de París, como una readaptación necesaria de su propia identidad. La Francia de hoy no se puede concebir sin su componente africano y árabe. Ladj Ly consigue exponernos una cartografía suburbana que incluye a todos los grupos, pero que también los fusiona, para que apreciemos la síntesis de un nuevo mestizaje que se da en el fondo de las capitales europeas. Ese movimiento cardiaco que al que nos invita con su película, no solamente nos transmite sensaciones y emociones intensas, sino que va en busca de sentimientos que parten de la conciencia misma de que existe el otro.

sábado, 15 de febrero de 2020

La semilla celestial de 'Titixe' y la exploración memoriosa de Tania Hernández Velasco

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De la inmensidad del cielo a la minúscula promesa del grano. Así transcurre Titixe, la ópera primera de Tania Hernández Velasco que explora en la existencia de su abuelo campesino, ahora su propia memoria. La película nos fragmenta el campo para poder experimentarlo. Nos traslada de las semillas a los atardeceres, pasando por las flores, las ramas, los niños, el agua, el fuego, el aire, la tierra, el dolor, el duelo, la pena, la risa, la sonrisa. Todo este grupo fragmentado de elementos al final se suma para ponernos en la atmósfera que vivía un hombre que protagoniza sin estar ahí. Que quería conservar la tierra por la que luchó siempre, que albergaba, con ternura implícita, la esperanza de que alguno de sus descendientes continuara la tarea en el campo. Las fibras de Hernández Velasco ineludiblemente serán sacudidas, quien expone su propia emocionalidad frente esta depuración de su propia historia.

La cámara al hombro se mete en la siempre activa plantación para vivir de cerca la experiencia sonora y visual del trabajo campesino, en medio del fondo siempre bucólico del atardecer. Por momentos, las decisiones estéticas tocan los terrenos de la metaficción, que por sí misma es ya un límite. La perspectiva es distante y cercana intermitentemente, lo cual expresa de forma diáfana la situación particular de quien, proveniente de la ciudad, retorna a sus orígenes campesinos. También se combinan la fertilidad, esa abundancia, incluso inacabable que a fin de cuentas es escasa, y la ausencia de quien dejó por todas partes su esencia. Son los mismos protagonistas quienes nos cuentan la historia, de forma directa, sin ambages, conmovidos aún por el dolor. También está el silencio y ese sonido incluso musical que le permite a la autora incluso transitar de lo diegético a lo extradiegético, con el sonido propio de la labor que se convierte en la música que la acompaña. El desenfoque aumenta por momentos la percepción de ese sonido que fortalece como ningún otro la atmósfera.

Apreciar ‘Titixe’ trae a la memoria inevitablemente al luminoso Terrence Malick de los setenta, especialmente su embriagadora ‘Días de Cielo’ (1978), también con cámara al hombro en medio del arduo trabajo en la cosecha y con esas alternancias inolvidables entre el insert casi microscópico y los long shot descomunales de Néstor Almendros en los atardeceres a campo abierto. La extensión de 62 minutos de esta película mexicana no impide recordar también el kilométrico y magistral documental de 551 minutos, ‘Tie Xi Qu: al oeste de los rieles’ (2002), de Wang Bing, que describe profundamente la transición de la industria china entre el comunismo y el capitalismo, con un trasfondo de abandono económico que aquí también puede percibirse. Por momentos también, en menor medida, viene a la mente el testimonial conmovedor del histórico ‘Shoah’, de Claude Lanzmann, especialmente con esas voces cortadas que cargan con la muerte a cuestas. Cada uno de los elementos se fusiona para pintar el paisaje de ‘Titixe’ que a fin de cuentas es la extensión de las memorias. Es el vademécum producto de la exploración de Tania Hernández Velasco en sus propias raíces. Unas raíces que no pueden serlo más precisa y literalmente porque son las raíces que echaron las semillas de su propio abuelo.

Por supuesto, no solamente las emociones se estimulan con ‘Titixe’. También hay una cabida importante para la reflexión. La vida en la experiencia real se presenta también con esta diversidad y el análisis es solamente posterior, porque de cualquier forma queda sembrado. Todo se presenta unido, como una situación indivisible, en donde se detonan simultáneamente la felicidad y la tristeza, el júbilo y la melancolía, de la forma más simple posible en un entorno en el que el trabajo arduo se combina con el sobrecogimiento propio de estar involucrado un proceso supremamente natural.
La huella de quienes se marchan en estas condiciones no es nunca pasiva. Siempre está estimulando emociones diversas en quienes formaron parte de su círculo más íntimo, de su propia familia. Cada vez que se repite el proceso de la siembra, el cultivo y la cosecha, los parientes sienten ese aire impregnado por el abuelo que ya se ha ido. Han sido años en los cuales su propia esencia se ha instalado en esa parcela.

‘Titixe’ vincula diferentes vertientes del documental para lograr trazar con la mayor precisión posible una historia que también es diversa, que se asienta en diferentes escenarios. Es una invitación de esas que solo el cine puede hacer, que nos instala muy cerca en la verdad, esa que trasciende la misma realidad. Que nos pone de frente a lo singular y lo universal. Por supuesto, trata de nuestra propia mortalidad y la de quienes son cercanos. Esa semilla también se siembra en ‘Titixe’. Es una oportunidad también de distanciamiento frente a nosotros mismos, en la que el canal que nos instala Hernández Velasco funciona para vivir la experiencia y poder apreciar nuestra propia existencia, pensar en nuestro propio caso. Podemos sumergirnos en este gran mar lleno de melancolía, teniendo contacto con lo minúsculo, y emerger para asimilar la mayúsculo, lo amplio, en donde estamos todos.

sábado, 8 de febrero de 2020

La sátira didáctica de ‘Jojo Rabbit’ y el tono fársico de Taika Waititi

Por qué 'Jojo Rabbit' debe ganar el Oscar a la Mejor película y por qué no  | El HuffPost Life

El director neozelandés Taika Waititi ha ido adquiriendo visibilidad en el panorama cinematográfico mundial a lo largo del siglo. La primera campanada de Waititi fue ‘Boy’ (2010), su segundo largometraje, con el cual se llevó el premio a la Mejor Ópera Prima en Berlín. Desde aquel largometraje se trazó un círculo temático de asuntos serios y graves, ya sea en lo realista o en lo fantástico, siempre con un tono fársico que se ha convertido en la huella digital de Waititi. Después siguió ‘What Do We Do In The Shadows’ (2014), el divertido falso documental sobre vampiros desadaptados. Lo más reciente de Waititi había sido su entrada al mundo blockbuster de los superhéroes con ‘Thor: Ragnarok’ (2017) y ahora ha conseguido su entrada a los premios Oscar con ‘Jojo Rabbit’ (2019), una apuesta autoral sobre el complejo asunto del nazismo, con el trasfondo del Holocausto. ‘Jojo Rabbit’ cuenta la historia del pequeño Jojo (Roman Griffin Davis), un niño alemán en el epílogo de la Alemania Nazi, al final de la Segunda Guerra Mundial, que hace parte de la formación primaria y scout de los nazis, a cargo del Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), mientras Rosie (Scarlett Johansson), su madre, secretamente integra la resistencia antinazi. Mientras su amigo secreto es Hitler (interpretado por Waititi), Jojo va comprendiendo desde su perspectiva infantil la miseria humana que se esconde detrás de los acontecimientos políticos y bélicos.

Waititi aprovecha el desarrollo de su propio estilo en cerca de veinte años de carrera para construir una fábula no solamente en tono fársico sino infantil que permita apreciar un tema recurrente como el Holocausto desde una nueva perspectiva que sin duda resulta didáctica para los niños y también para los adultos. La representación se circunscribe a la mirada inocente de Jojo y para ello se requiere un desarrollo particular de lo visual, en la elaboración conceptual tendiente al libro ilustrado, con animaciones mecánicas que permiten contrastar con eficiencia la gravedad del tema. El diseño de producción de Ra Vincent no se limita solamente a la recreación de la época, sino a representar también la mirada de Jojo, siempre influenciada por el dibujo, como una analogía del libro ilustrado que el propio personaje va elaborando a medida que su comprensión se va ampliando. Cierta consideración sobre el conflicto y la ridiculización de Hitler recuerda por supuesto a la histórica ‘The Great Dictator’ (1940), de Charles Chaplin, realizada en la plena apertura de la guerra, en la cumbre horrorosa del nazismo. La representación de asuntos especialmente trágicos y escabrosos desde la perspectiva infantil con cercanías a la ilustración también evoca ‘The Night of The Hunter’ (1955), el gran clásico de Charles Laughton, con la actuación sobrecogedora de Robert Mitchum. Sin embargo, aparece la disonancia entre la propuesta y el asunto de fondo, no por incorrección política, sino porque precisamente las intenciones se quedan cortas en sus alcances y la revelación de Jojo no toca todas las aristas del horror. La especificidad del tema, bien conocido por el público, invita obligatoriamente a representar un horror que en diversos aspectos es uno de los más crueles que ha existido, así que la película roza la superficialidad constantemente por no atreverse por completo a abordar todos los asuntos que debe tratar y retratar. Tal vez fuera del tema extenso y bien documentado del Holocausto y el nazismo, el concepto hubiera disfrutado de mayores posibilidades de flexibilización, ya que hubiera podido darle a la historia con libertad toda la profundidad que fuese necesaria, justo como sucede en la citada ‘The Night of The Hunter’. Roberto Begnini, en su célebre ‘La vida es bella’ (1997), nos planta también en una lúdica didáctica que tiene la virtud de descender hasta el infierno mismo soportando siempre esa perspectiva de fantasía entre padre e hijo que le da singularidad a la película. ‘Jojo Rabbit’ tiene la gran virtud de apostar por una observación original sobre un tema muy observado, pero palidece en las limitantes que se autoimpone.