jueves, 24 de noviembre de 2022

La pena trascendente de ‘Los Reyes del Mundo’ y el viaje reparador de Laura Mora

 


Desde el giro inexorable del Neorrealismo, la historia del cine en el contexto de las vanguardias, de la construcción de una alternativa a las hegemonías, ha recalado constantemente en la observación de las infancias. Así se erigieron grandes clásicos como ‘Alemania, año cero’ (1948), ‘Ladrón de bicicletas’ (1948) y ‘Bellísima’ (1951), entre otros, que encontraron en la infancia un elemento especialmente funcional para hablar de los desposeídos, de aquellos que no eran usualmente observados por el mundo. 

El cine latinoamericano siempre ha encontrado identificación con esa exploración poética de la marginación que el Neorrealismo encontró en el terreno fértil de la posguerra europea. Con una devastación propia, la del subdesarrollo, la de la pobreza, la del aislamiento global. Ya desde los inmensos paisajes del Cinema Novo, se asomaba la infancia como un rostro particularmente expresivo de la pena, en medio del grupo familiar empobrecido, como en ‘Vidas Secas’, de Nelson Pereira dos Santos, y los argentinos, especialmente Leonardo Favio, tal vez hizo su película más importante alrededor del melodrama social de Polín en ‘Crónica de un niño solo’, y Héctor Babenco fue todavía más frontalmente crudo con ‘Pixote’ (1980). 

En Colombia, Ciro Durán puso todo un cimiento en esa mirada de la infancia desprotegida, directamente en el documental, con ‘Gamín’ (1977) y, sin duda alguna, Víctor Gaviria sacudió las emociones de toda Latinoamérica con el martirio poético y espiritual de ‘La vendedora de rosas’ (1997). Lo que no ha sido tan frecuente, en el mundo, en Latinoamérica o en Colombia, ha sido tratar el desplazamiento desde la provincia hacia los cinturones de miseria de las capitales, y mucho menos en el sentido contrario, en el retorno hacia el origen en la profundidad de los campos. En ese trayecto, también con laceraciones que quitan el aliento y con la inmersión que hace difusa la frontera entre el sueño y la conciencia, surge inmediatamente la sobrecogedora ‘Paisaje en la niebla’ (1988), de Theo Angelopoulos. En ese escenario trascendente es donde vive ‘Los reyes del mundo’, de Laura Mora, quien cuenta la historia de Rá (Carlos Andrés Castañeda), quien acompañado por su familia de retazos, compuesta por Sere, Nano, Winny y Culebro, va en busca de la tierra que le ha heredado su abuela fallecida, para demandar la restitución que le ha sido oficializada. 

Apenas con la imagen mítica de un caballo blanco en medio de la calle vacía en pleno barrio marginal, Mora no tarda en darle paso a la agitación de la calle, a la lucha cotidiana por la supervivencia, por resistir una violencia que ya es paisaje. Llenos de cortes y cicatrices, los niños se refugian apenas para ser lanzados al viaje por la Negro, que por un instante los acoge bajo las alas, para lanzarlos a la travesía de regreso al origen, como monja iniciática de un relato fundacional. Y los niños no pueden escapar del juego, retozan por ahí, juguetean, como una manada de perros callejeros, mordiéndose de vez en cuando, rompiendo el cerco de las vacas, corriendo sin parar. En ese delirio entre el pegante, la lúdica y la expansión paradisiaca de las montañas verdísimas, finalmente descienden para ser abrazados y alimentados por las putas con la maternidad en flor, las matronas que los resguardan en medio de clientes racistas que les muestran los colmillos. Después se lanzan a la oscuridad, rompiendo las luces de los postes y encendiendo la noche con las chispas del machete contra el asfalto. 

‘Los reyes del mundo’ trata de una verdad de la que apenas en las capitales se sabe de su existencia, pero que ha atravesado a Colombia ya incluso en términos de identidad. No es fácil constatar si la situación es constatable, si así se dieran las cosas si un joven indigente recibiera un documento de restitución de tierras. Si se lanzaría solo o si llegaría tan lejos. Pero aquí lo esencial es que esas emociones son un sismo que termina por llevar a la trascendencia espiritual. Una pena trascendente, que en medio del odio, del miedo, de la furia y de la melancolía, lanza a estos jóvenes a un trance de evasión, de analgesia como mecanismo de defensa, y ahí entonces es cuando ese contexto de fondo local de Colombia se hace universal, porque retorna a la búsqueda de una mística que resulte útil para soportar la voracidad y la devastación que implica la existencia en su plena crudeza.


jueves, 17 de noviembre de 2022

El mundo artificial de ‘Naqoyqatsi’ y el paisaje digital de Godfrey Reggio


Godfrey Reggio se había instalado definitivamente en el escenario del cine de culto a finales de los noventa, cuando había plantado para la historia del cine dos banderines de todo un legado con ‘Koyaanisqatsi’ (1982) y ‘Powaqqatsi’ (1988). Con ese precedente de reconocimiento cada vez más firme, atravesó la última década del siglo XX casi como espectador, más allá de un par de cortometrajes para meter los pies en el agua. Finalmente, ya entrado el siglo XXI, Reggio cerraría la “trilogía Qatsi” con ‘Naqoyqatsi’ (2002), que precisamente tendría mucho que ver con la transición global y digital que era todo un tema por ese entonces. ‘Naqoyqatsi’ sigue el espíritu propio de las películas anteriores de la trilogía, desde una perspectiva alta, con una mira extensa sobre un mundo en transformación. 

Mientras que en ‘Koyaanisqatsi’ Reggio anunciaba el auge desenfrenado de la era más salvaje del capitalismo y en ‘Powaqatsi’ atestiguaba el paso de ese huracán sobre una extensa diversidad cultural, en ‘Naqoyqatsi’ redescubre unas ruinas modernas, las de un mundo tangible olvidado y derruido por la digitalización y la virtualidad en ciernes. Como si fuera el sustrato del que parte su tercer experimento de la triada, Reggio repara en las ruinas de un edificio del que se percibe un pasado glorioso a mediados de siglo, para después lanzarse en un nuevo código genético, lleno de símbolos binarios y redes que fluyen a toda velocidad y sin parar. Es como si las extensiones de los cultivos y los rostros multiplicados se hubieran reemplazado por un tejido hecho de otra esencia, de una piel artificial. Así es como surgen de nuevo los rostros, los de las celebridades mediáticas, representadas en humanoides de juego de video, que se mezclan en el mismo costal con las figuras históricas, las que transformaron el mundo en las décadas previas. En esa negación de la diferencia, de la complejidad que a fin de cuentas es la diversidad, emerge también una violencia extraordinaria, en la que los rostros desencajados de la tragedia humana se mezclan con las sonrisas huecas de la belleza más plástica. Hay una especie de silencio cómplice frente a una barbarie que se da en el fondo de una superficie extendida, como el manto que cubre los cadáveres que yacen sobre el piso. 

En el contexto de la realización, ‘Naqoyqatsi’ tiene mucho más material de archivo que las dos películas anteriores. Y no echa mano solamente del archivo sino de la creación digital de nuevas series que caracterizan usualmente a la trilogía. Constantemente se van coleccionando conjuntos de imágenes como si se abordara un tema por párrafos en un escrito. Consciente o inconscientemente, Reggio planteaba una realidad tangible en el presente, veinte años después, en disolución cada vez más acentuada del límite entre la realidad y la virtualidad, entre el mundo tangible, material, y las reproducciones en miles de plataformas, desde lo fundamentalmente impreso hasta lo más detalladamente construido a través de la informática, en múltiples pantallas que se multiplican y extienden la experiencia humana, al mismo tiempo que hacen menos perceptibles las consecuencias del abandono de lo constatable. Ese mundo en el que los ojos de la humanidad poco a poco ven más imágenes reproducidas que imágenes palpables, ya se puede sospechar en la película de Reggio, y por momentos ese plástico de envoltura se retira y lo que aparece es un grito, un lamento, un cuerpo inerte. Con un mundo mucho menos vinculado al pasado que el retratado en ‘Koyaanisqatsi’ y ‘Powaqqatsi’, ‘Naqoyqatsi’ frecuentemente se percibe como un esbozo, como la lectura en braile de un invidente que también pretende ser profeta y al que podemos pasarle examen pasadas dos décadas.


jueves, 10 de noviembre de 2022

El mundo arrasado de ‘Powaqqatsi’ y la mirada liberal de Godfrey Reggio



Después de ‘Koyaanisqatsi’ (1982), Godfrey Reggio atravesó casi toda la década de los ochenta observando cómo su película, que había sido abrazada por Coppola y Lucas, iba creciendo en un mundo subterráneo, en el circulo del cine de culto, y los acontecimientos de aquellos años revalidaban cada vez más los planteamientos y el espíritu mismo de su planteamiento sobre el vértigo desenfrenado del capitalismo. Hacia finales de los años ochenta, al borde del final de la Guerra Fría, cuando el capitalismo estaba por hacerse más global y hegemónico que nunca, Reggio reparó en los efectos de la colonización en diversos escenarios alrededor del mundo, en la adopción extendida de toda una cultura masiva. En ese proceso, parte de la explotación interminable  para emprender un viaje complejo por auténticos territorios empiezan a trasladarse a un nuevo mundo que los impulsa constantemente. 

La película empieza con el trabajo devastador de un grupo de hombres en una mina, cargando costales con desperdicio, envueltos en el lodo. Hasta que la mirada de Reggio se centra en otra carga, la de un hombre derribado por un derrumbe, que igual que los costales, es levantado, con el torso al cielo, por otro grupo de hombres que igual que a los desperdicios, lo llevarán a un lugar en el cual su ser derribado no estorbe la tarea arrasadora que no puede detenerse. Desde este cuadro de deshumanización, Reggio emprende el vuelo para revelar los rostros tan antiguos como frescos de hombres, mujeres, ancianos y niños, todos ellos con un espíritu que se percibe imperecedero. Nuevamente, con en ‘Koyaanisqatsi’, el vehículo para concentrar la mirada en esas individualidades multiplicadas es la cámara lenta, con una música de Phillip Glass que esta vez invita precisamente a la contemplación. Pareciera que la pretensión fuera la de sostener esa colección de rostros y de humanidades con la diversidad, pero no tarda mucho en saturarse y agotarse ese recurso. Hasta que Reggio emprende el vuelo para contemplar con más frecuencia esos espacios que más que ser el hábitat de estos humanos, es la extensión de su propia naturaleza. 

Desde las alturas, con esa perspectiva, se empieza a hacer visible la expansión de una nueva estructura, de un sistema a fin de cuentas extraño, y en medio de esa nueva dinámica, en la que los aparatos, las máquinas y los inmensos edificios se tragan las extensiones de la tierra, apenas subsisten aferrados a sus raíces la presión de una hegemonía implacable. Entonces aquellos humanos que estaban conectados naturalmente a su entorno, ahora están en plataformas sobre rieles que los transportan a los lugares de trabajo, probablemente en una capital multitudinaria, y así se multiplica la miseria, ya sea en las periferias o en los centros urbanos. Las paredes resguardan los mensajes de las guerrillas, ya prácticamente como nuevos pictogramas de un nuevo mundo, una nueva ruina, la de otra perspectiva también derrotada. Así se extiende sobre el documental la sombra de un mundo arrasado, en el que el pavimento se llevó las flores. La mirada de Reggio es liberal, se adentra en el terreno, pero no se embarra demasiado, y la cohesión de los diversos elementos de ‘Powaqqatsi’ apenas esboza la sensación de un compendio New Age, que tiene la inmensa virtud de trazar la transición brutal del desarraigo colectivo, pero no puede dejar atrás el espíritu de una seguidilla de postales para vender en una feria global. De cualquier forma, esa es una inmersión suficiente, importante, que sin duda alguna es otro eslabón en la cadena que había iniciado ‘Koyaanisqatsi’. Es la consecuencia de esa causa, y así se siguió alimentando una referencia que no ha dejado de revalorizarse hasta que hoy en día es una observación suficientemente explicativa sobre un presente ya crítico. 

jueves, 3 de noviembre de 2022

El mundo vertiginoso de ‘Koyaanisqatsi’ y la visión trascendida de Godfrey Reggio


En buena medida, el arte cinematográfico se ha construido sobre las bases de la experimentación. En la búsqueda de la autonomía del cine frente a la herencia evidente de otras artes, para expresarse como un arte independiente, experimentar fue un camino consecuente y revelador, que se puede palpar con claridad en películas como ‘Ballet Mecánico’ (1924), ‘Berlín: sinfonía de una gran ciudad’ (1927) y ‘El hombre de la cámara’ (1929), de Dziga Vertov, entre muchas más. Sobre las bases de esa obra crucial en las vanguardias cinematográficas, cineastas históricos como Maya Deren, Chris Marker y Jonas Mekas, abrieron perspectivas extraordinarias para el cine, por fuera de la corriente hegemónica del cine occidental. En los últimos cincuenta años, probablemente una de las películas más relevantes en el terreno del cine experimental sea ‘Koyaanisqatsi’ (1982), dirigida por el cineasta independiente estadounidense Godfrey Reggio. ‘Koyaanisqatsi’ es toda una onda expansiva desde el punto original mítico de las profecías míticas del pueblo Hopi en Arizona, hasta la voracidad del mundo hipermoderno en la aceleración capitalista del inicio de los años ochenta. 

La película empieza con la imagen de los pictogramas Hopi y de ahí salta en una elipsis arqueológica descomunal sobre un cohete en la plataforma de lanzamiento, para después regresar, como un dios perdido en el desierto, para emprender el vuelo por las extensiones infinitas de los cañones y después sobre la explosión de colores de los latifundios de cultivos. Así va trasladándose a la explotación minera, hasta que el náufrago desértico, como un migrante de la provincia, llega a la gran ciudad y se agrega rápidamente a la corriente violenta de un mundo deshumanizado pero lleno de gente. En el espacio abierto de las inmensidades de Estados Unidos, la película flota en una naturalidad persistente, mientras que en las extensiones de la gran ciudad se repite el time-lapse y la cámara lenta, casi instantáneamente, como dos puntos contrastantes que responden de forma diversa a la música minimalista pero incisiva de Phillip Glass. Los time-lapse son potentes, con panorámicas constreñidas en un orden bien demarcado, en las escaleras eléctricas, en las avenidas, en las filas interminables, pero también pueden centrarse en retratos de los oficios, de las actividades, con la apariencia de humanoides. Pero por momentos todo se frena y se pueden apreciar los rostros sonrientes o aterrados, expresivos en medio de la multitud, la humanidad que subsiste, que se abraza, que se reconoce, que camina en medio de una superestrectura que ya hemos visto en los time-lapse. A fin de cuentas, es el mismo humano de Chaplin en ‘Tiempos Modernos’, en medio de los engranes de la maquinaria que no se apaga jamás. 

En el trasfondo, permanece la imagen inicial de los pictogramas, que regresan para el final, como trazando una estructura circular, con las profecías de los Hopi sobre el fin del mundo, sobre la destrucción del planeta. Vista desde el contexto actual, ‘Koyaanisqatsi’ parece extenderse y multiplicarse, justo como la película, con sus tantas repeticiones, con sus tantas ondas concéntricas. La película es el registro de la decisión de acelerar una máquina esencialmente material, en su propia época, pero también es un lazo extenso con la antigüedad, con el mito, con una fundación de pura sabiduría en la que se podía percibir, con apenas un par de puntos trazados en el camino, que el avance inconsciente de la idea del desarrollo iba a terminar siendo regresiva, cada vez con más intensidad. Esa visión trascendida de Godfrey Reggio todavía palpita, ahora más que nunca, con taquicardia, mientras que sigue retumbando la voz de la advertencia fundacional que se cierne sobre este presente y sobre el futuro que esté por delante.