jueves, 28 de julio de 2022

El apocalipsis bioquímico de ‘The Thing’ y la imitación descarnada de John Carpenter










En la renovación del género del horror en los terrenos del Nuevo Hollywood, John Carpenter se erigió como uno de los más destacados y transversales directores de este género en el mundo. Carpenter siempre ha sido un profundo admirador de la obra fundacional de Howard Hawks, uno de los grandes edificadores de los géneros y el star system del Hollywood clásico. En la encrucijada de caminos entre los géneros fantásticos y la obra plural de Hawks, es fácil comprender la inmensa fascinación de Carpenter por ‘The Thing’ (1951), la aportación simultánea de Hawks al horror y a la ciencia ficción. Carpenter inevitablemente estaría entonces destinado a hacer su propia adaptación de ‘Who Goes There?’ la novela corta de John W. Campbell, como lo hizo Hawks, una de sus grandes influencias, cuando quiso aproximarse más específicamente a su mundo. ‘The Thing’ (1982) cuenta la historia de un equipo de científicos investigadores asentados en la Antártida, quienes se cruzan con un helicóptero noruego que está a la caza de un perro local. En la defensa del animal, sin entender los gritos en noruego, matan de un disparo al cazador y el piloto R.J. MacReady (Kurt Russel) emprende la exploración de la base noruega, encontrando ruinas, cadáveres congelados y un humanoide deforme que llevan para hacerle una autopsia. 

El modelo que sigue Carpenter no es novedoso, no solamente por su condición de adaptación o por ser el remake de la película de Hawks, sino por no ser la primera entrega de la ciencia ficción horrorosa, o del horror cientificista, que apenas unos años atrás había dejado otro clásico con la elaboradísima ‘Alien’ (1979), de Riddley Scott. También Carpenter, como Scott, se alimenta del naufragio, de la desconfianza mútua, de la vulnerabilidad de los héroes que son presas de tu propio pavor. Pero a diferencia de Alien, ‘The Thing’ desciende del espacio exterior y se planta en una tierra verídica, aunque tan distante como es posible en los márgenes de la realidad, por lo cual se ata con más firmeza a la especulación sobre el mundo. Carpenter también aparta a las mujeres y parte de un grupo de hombres que se pelean como venados el territorio gélido. Desde sus propias especialidades, como puede serlo entre una comunidad científica real, estos hombres siempre están posicionándose en la crisis, en medio de la desconfianza, en la necesidad forzada y contraproducente de lo colectivo. Pero en ese posicionamiento, en esa reivindicación subsiste la amenaza misma, porque en el fondo puede yacer una imitación depredadora, una monstruosidad viral, que adopta una identidad para fagocitar al dueño de ese rostro y fagocitarlo a él y a los demás. Es una escalada inescrupulosa, mortífera, que solo es extinguida con el fuego abundante que alivia las temperaturas gélidas del entorno, bajo las llamas que ya eran la supervivencia antes de la llegada del monstruo. Carpenter observa la falsedad, la imitación, en un entorno social, desde la mirada del horror y con la perspectiva aún más horrorosa de una proyección social que permite la ciencia ficción. Solo un año después, Woody Allen, desde el encuentro entre la comedia y la farsa, observó el fondo del mismo problema con su extraordinaria ‘Zelig’ (1983), también en la imitación, en la falsedad, encubierta en una adaptación natural. Los sorprendentes y repugnantes efectos especiales y de maquillaje de ‘The Thing’ canalizan un sentimiento hondo de desprecio por esa monstruosidad, por ese huésped usurpador, que rapta la personalidad, que deshumaniza, que saquea la condición humana, para conservar solamente su rostro. Es una maldición descarnada, que puede tener el rostro de cualquiera, que distancia, que separa, que divide, que se reconvierte en bicho tan brutal como escurridizo. En esa despersonalización está el fondo de la inmensa grieta social.

jueves, 21 de julio de 2022

La consciencia carnal de David Cronenberg y el cuerpo superviviente de ‘Crimes of the future’













Durante más de cincuenta años, el canadiense David Cronenberg se ha convertido en el enclave más visible entre los géneros fantásticos del cine en Occidente, lo cual sin duda alguna lo ha posicionado como todo un autor determinante en la construcción de un cine transversal, que extiende las perspectivas a partir de la inmensa tradición artística, no solo narrativa de las fuentes de las cuales se alimenta. Cronenberg, uno de esos escasos autores que ha entregado clásicos década tras década, ha decidido retomar el hilo discursivo de su propia obra, algo que fácticamente debe ser aún más escaso que su propia trascendencia transgeneracional. Su más reciente largometraje, ‘Crimes of the future’ (2022), renueva el tema del que fue apenas su segundo largometraje, en 1970, el homónimo ‘Crimes of the future’, que resulta pertinente para los tiempos que vivimos, al menos en las ideas. En la evolución fisiológica de los seres humanos al entorno sintético, el artista de performance Saul Tarsen (Viggo Mortensen), secundado por la melancólica asistente Caprice (Léa Seydoux), hace de la cirugía de extracción de sus nuevos y desconocidos órganos todo un procedimiento de placer extenso, que va de lo más plenamente sexual hasta lo espiritual, cruzando la inmensa fascinación intelectual científica, encarnada en la entusiasta Timlin (Kristen Stewart).

En la discusión autorreferencial, Cronenberg encuentra la profundidad de su propio pensamiento, con el bien conocido arraigo casi obsesivo sobre la carnalidad trascendida, fusionada con el entorno, con las cosas, como una visceralidad extendida que termina por representar una existencia profunda, un alma innegable que deriva en dolor, en placer, en la muerte y en la vida. En un futuro ruinoso, seco, vacío, despreocupado finalmente por el entorno, emerge la belleza fulgurante de los seres humanos concentrados en su propio proceso interno, en la sardónicamente llamada “belleza interna”, no la de la personalidad, sino la de las tripas renovadas, las nuevas tripas que traen consigo el nuevo sexo, la nueva resistencia, el nuevo camino hacia la supervivencia. La historia de Cronenberg en esta especulación futurista se centra en el punto de transición entre la distopía y la utopía, en la antesala de la victoria de la resistencia que finalmente traerá la liberación. Se trata de una resistencia que se sustenta en la ruptura con las leyes naturales, en la nueva definición de lo natural que abre las puertas para la intervención del ser humano sobre su propio destino, en la apertura final de todas las puertas cerradas por el conservadurismo, en la reescritura del discurso evolutivo. El escenario de ‘Crimes of the future’ no se centra en la recuperación del entorno, es un mundo ensimismado pero extraordinariamente colectivo, en el que se comparte extensamente. Los seres humanos de esta visión futurista se abren de par en par, en los hechos y en los símbolos, se diseccionan entre sí, se reparan, se sacan los males de adentro, en el entorno griego en el que se filmó la película, en las ruinas del viejo mundo que sirven de muros, techos y recintos para convertirse finalmente en el marco de una obra de arte culminada, en la que los cuerpos son el convenio de todos los placeres. Cronenberg se distancia de una visión escéptica y repara en un camino más alcanzable para la humanidad, consistente en la revisión de sus propias entrañas. Podría también decirse que mira al planeta como un caso perdido, sobre el cual no vale la pena seguir esperanzado.  A pesar de la ausencia de una trama consistente, Cronenberg descansa su película en una atmósfera fascinante en sus propias sombras, en la trascendencia de un deseo auténticamente metafísico, con personajes inconstantes, inasibles, convulsionados en la búsqueda de aquel equilibrio definitivo que le dé sentido a todo.


jueves, 14 de julio de 2022

La cotidianidad mítica de ‘Kirikou y los hombres y las mujeres’ y el mundo interminable de Michel Ocelot













Para cerrar la trilogía de Kirikou, tras haber cultivado todo un terreno de memoria auténtica en la historia del cine de animación, Michel Ocelot confrontó al pequeño y heroico Kirikou con un nuevo conflicto, con una nueva adversidad, que ya no sería precisamente la bruja Karaba o las bestias salvajes, sino los hombres y las mujeres, los propios y los extraños, hombres y mujeres de su aldea y del exterior. Con la consolidación de todo un mundo ya bien identificado, en las profundidades del África Subsahariana, en la integración intensa de una naturaleza orgánica y transversal, en un escenario en ebullición, justo con la misma calidad latente de lo impredecible de la naturaleza más condensada, Ocelot traslada las historias excepcionales de Kirikou a la cotidianidad, a la particularidad propia de cada día, de un día común en la vida aldeana. En ‘Kirikou y los hombres y las mujeres’ (2012), su abuelo, en el fondo de la cueva, relata nuevas hazañas de Kirikou, que van desde la relación propia con los propios personajes de su aldea y con los externos, que llegan a transformar profundamente su perspectiva frente a todo el mundo y la vida. 

Las acciones de Kirikou parten del trabajo comunitario, de las tareas diarias, usualmente colectivas. Desde ese mismo mundo profundamente feliz, surge una novedad que resulta especialmente útil para describir una vida entera, una forma de existir, desde las chozas, en las inmediaciones de la selva, en los puntos específicos de un sistema integrado plenamente a algo mucho más extenso. Las miradas, el sueño, los pasos, los caminos y los gestos se vuelven relevantes, consiguen un relieve resplandeciente que pone en perspectiva una existencia desatendida desde nuestro mundo como espectadores. Con una extraordinaria habilidad, Ocelot consigue proyectar, desde la simplicidad de una vida funcional, todo un tejido interconectado, que puede derivar en valores extraordinarios y abismales, como la libertad, el amor, la vida misma. En las reparaciones simples de las chozas, en el cuidado mismo entre los aldeanos, en las risas, en las celebraciones constantes de la danza, en las risas, en las miradas, en la atención cada vez menos común en la comunicación. Poco a poco, historia tras historia, las historias de Kirikou dan cuenta de una vida que está en el propio entorno pero que pertenece a un universo mucho más extenso, que relaciona la vida de forma extendida, más allá de lo que puede ser perceptible, en las inmediaciones del entorno. Kirikou extiende gradualmente los hilos de un tejido extraordinario, lleno de matices, en los que la simplicidad de las cosas alberga una trascendencia profunda. Los colores y las líneas característicos en el mundo que ha creado Ocelot dan cuenta de una biología detallada, de una verdad escalada e inmanente a todo lo que se considera vivo. La progresión didáctica de las tareas, de las artes, de la música, de los procesos naturales de la supervivencia misma, dejan entrever una realidad asombrosa. La estructura convencional de este libro de cuentos, no permite que nada trascienda, porque a fin de cuentas ya es trascendente, desde su propia cotidianidad, desde su propia realidad. Es la repetición de los días, pero cada día trae su propia particularidad y en un entorno interconectado y orgánico resulta ser la repetición de la trascendencia, como si asistiéramos a las costumbres de un mundo trascendido, con una fuerte presencia en la vida de cada quien. Kirikou, como siempre, es el personaje que activa los acontecimientos míticos, aquellos que a fin de cuentas se convertirán en el sustento de la tradición oral, en el vehículo de una memoria que se transmite boca a boca, de generación en generación. 


jueves, 7 de julio de 2022

La aldea reverdecida de ‘Kirikou y las bestias salvajes’ y la comunidad universal de Michel Ocelot y Benedicte Galup

Para la segunda película de la trilogía de Kirikou, Michel Ocelot trabajó muy de cerca con Bénédict Galup, un animador experto, que incluso tiene crédito como codirector. La razón se puede explicar fácilmente con el notable avance en los detalles y las precisiones extraordinaria de ‘Kirikou y las bestias salvajes’ (2005). Sobre la estela inolvidable de ‘Kirikou y la hechicera’ (1998), Ocelot y Galup consiguen hacer del pequeño Kirikou un héroe trascendente desde su propia aldea. Desde su trono en el fondo de la gruta azul, el abuelo nos relata las varias transformaciones de Kirikou en las tareas propias de su comunidad, al interior de su aldea, desde el jardinero dedicado hasta el gran héroe histórico, pasando por alfarero visionario. Desde esa perspectiva territorial, Kirikou se proyecta como un héroe que encuentra la redención a partir de su parte como tejido comunitario. 

Ocelot y Galup parten de la aldea reverdecida tras la hazaña de Kirikou que trajo de vuelta el agua, tras internarse al centro mismo de la tierra. De forma extraordinariamente novedosa, la saga continúa con una deriva del episodio del regreso del agua a la aldea. En la regeneración de los huertos secos, Kirikou se erige como un líder inagotable, que con su velocidad extrema surca la tierra para que vuelvan a crecer las plantas, pero en el contexto de esa misma naturaleza integral, las bestias salvajes, los animales silvestres, que también reclaman su parte, que hacen su papel en el círculo equilibrado. Kirikou los enfrenta acogiéndolos, redirigiéndolos, soportado en la convivencia. Kirikou nuevamente, como en ‘Kirikou y la hechicera’, recorre un camino de obstáculos, pero en el universo particular de una comunidad universal, en la colectividad. Como una película de perfil mucho más infantil, en la simplicidad de los acontecimientos, pareciera extenderse la representación de una cultura que no puede ser más original que la africana subsahariana. Esa representación de la integralidad se fortalece en el minimalismo propio del relato infantil. Se trata de una síntesis que profundiza la esencia cultural misma, que consigue cada vez más expresar la naturalidad como un elemento común para todos. Ocelot aumenta considerable los múltiples retratos en close-up de Kirikou y su aldea, en la exaltación estética de la negritud, en la desnudez, en el dibujo detallado de un fondo armónico, lleno de brillo, de detalles, de ornamentos naturales que auténticamente conmueven. La inteligencia de Kirikou no parte de un conocimiento heredado, sino de una virtud fundamentalmente sobrenatural, como sucede con los dones de los héroes. Parte de una intuición potente, de una previsión insospechada. Así pues, fuera de su gran velocidad, los dones de Kirikou no parecen realmente inalcanzables pues se complementan con una inteligencia que lo hace siempre útil, que lo convierte en el líder más apto a pesar de la subestimación que suele pesar sobre él, y también radica en lo que parecería su debilidad, en un tamaño minúsculo que le permite penetrar el espacio con una ductilidad asombrosa. Los animales no se presentan como supervillanos en esta gran épica de carácter mítico y popular, sino que aparecen simplemente como elementos que necesitan de reorganización armónica, de integrarse de nuevo en el gran tejido de la naturaleza. Por otra parte, los ejércitos que comanda la bruja Karaba son el total artificio, una pléyade de máquinas torpes, que chocan entre sí, que no tienen siquiera la flexibilidad para alcanzar la elusión indestructible de Kirikou. En los ciclos interminables, Kirikou pronto se convierte en el nuevo rescatista de la sociedad matriarcal y les abastece de los antídotos suficientes contra el veneno de la embriaguez colectiva. A fin de cuentas, se trata de nuevo de los jóvenes que tienen que poner su vigor en beneficio de los más débiles.