viernes, 25 de febrero de 2022

El teatro urbano de ‘Belfast’ y la postal sociopolítica de Kenneth Branagh














En las fuentes de la ficción clásica, nadie ha alimentado de forma más consistente y constante el cine anglosajón como lo ha hecho el norirlandés Kenneth Branagh. En las adaptaciones precisas de la literatura narrativa y los clásicos del teatro, Branagh ha mantenido fresca la esencia trascendente de una tradición antiquísima de la ficción, desde sus adaptaciones shakespearianas hasta la imposición de los nuevos paradigmas culturales en los blockbusters de superhéroes. Kenneth Branagh de nuevo es relevante mediáticamente por su película ‘Belfast’ (2021), que ha conseguido siete nominaciones a los premios Óscar. En un claro ejercicio autobiográfico, Branagh, nacido precisamente en Belfast, la capital de Irlanda del Norte, se traslada a la década de los sesenta para construir todo un entramado sociopolítico con el núcleo en Buddy (Jude Hill), la célula funcional de una familia de tres generaciones de la clase media en plenos conflictos interétnicos y religiosos entre católicos y protestantes, en medio de intensos disturbios y brutalidad policial como respuesta. Buddy nos lleva de la mano por todo un teatro urbano de implicaciones históricas con reflejos inmediatos en nuestro presente convulsionado.

Branagh nos introduce en un sobrevuelo a color sobre la ciudad, haciendo referencia al presente, pero explorando la raíz en blanco y negro de una historia profundamente social. La especificación de su inmersión en el teatro urbano llega hasta el pequeño Buddy, uno niño inquieto, que se mueve en su ecosistema y funciona eficientemente como referencia de una comunidad viva, latente, de interacciones naturales, entre padres e hijos, entre hermanos, entre parejas de diversas edades, entre primos, entre amigos, entre vecinos. Los escenarios se repiten como postales con la capacidad fotográfica de sintetizar todo un mundo, desde lo social más cercano hasta la política que atraviesa a fin de cuentas las relaciones y determina el destino de quienes ya conocemos de cerca. En ‘Belfast’, puede percibirse la trascendencia profunda de las relaciones familiares que talló en piedra para siempre Terence Davies con su ‘Distant Voices, Still Lives’ (1988) y simultáneamente la angustia del horror tocando a la puerta que explota todo en mil pedazos en ‘En el nombre del Padre’ (1993), de Jim Sheridan. Esa relación transversal propia de la realidad ineludible plantea una toma de conciencia profunda sobre las consecuencias de las decisiones colectivas sobre cada persona y la ruptura de sus vínculos de afecto. Así la película se convierte en el álbum de fotos que con profunda tristeza y melancolía observa en detalle, hoja por hoja, quien ha tenido que dejar atrás a los que ama. Solo en la ficción de la sala de cine y el teatro regresa el color, que brilla en la mirada de los protagonistas, como si se tratara de sus propias memorias encendidas por la representación. De la misma forma, por la novedad del aparato de televisión cruza con la misma naturalidad ‘Star Trek’ o John Ford con ‘Liberty Valance’, mientras que por la calle corre la aceleración de un tiempo convulsionado, de puñetazos iracundos y sillas contra los cristales, contrarrestados en exceso por armaduras hiperviolentas. En esa deriva incesante, los lazos familiares se resisten todo lo posible a romperse, procurando continuar la vida como si nada, pero conscientes de que está pasando todo. La música de Van Morrison nos toma de las solapas y nos instala placenteramente en una época de consolidación de una pangea inestable. Resulta ser una voz que tiene la capacidad de camuflarse en la cultura de quienes cantan a voz en cuello, como si gritaran, como si se defendieran de la angustia atroz que poco a poco los encierra en las propias limitaciones de la individualidad simple frente a la historia. En el recorrido coordinado por esta maqueta de las consecuencias tristes de la violencia, podemos comprender buena parte de un presente que separa cruelmente a 

viernes, 18 de febrero de 2022

La soledad desesperada de ‘Las noches de Cabiria’ y el dolor amoroso de Federico Fellini


La llamada ‘Trilogía de la Soledad’, de Fellini, es la mejor expresión de su paso revolucionario por un Neorrealismo ya adulto. La participación de Fellini no solamente fue formativa para la carrera de uno de los autores más influyentes del cine europeo, sino que además, desde el espíritu realista y auténticamente humanista de aquella vanguardia transversal en la historia del cine italiano, Fellini abrió la puerta de la trascendencia por la vía misma de un espectáculo mítico, que se escenificaba en los escenarios reales de un pasado milenario, en los espacio públicos de las ciudades y pueblos italianos, incluidas las periferias. En ‘Las noches de Cabiria’ (1957), Fellini, junto a Flaiano y Pinelli, cuentan la historia de Cabiria (Giulietta Masina), una prostituta azotada por las desilusiones amorosas pero aún vivaz en la ilusión de encontrar el amor que la llene de una dicha supuesta, que en el fondo no es más que la realización de una vida amorosa y plena, de un plan nuevo alrededor del afecto. 

Fellini dota a Cabiria de múltiples matices que son encarnados por una Giulietta Masina portentosa, de mil rostros, que se instala con naturalidad pasmosa una gran cantidad de máscaras expresivas, abrumadoras en el mundo de su personaje. Con la plasticidad chaplinesca que había demostrado en ‘La Strada’, Masina ejecuta todo un acto en cada espacio, en los interiores y en los exteriores, cruzando las líneas sobre los espacios legendarios de una cultura antigua, y al mismo tiempo se desplaza con gracia entre los espacios paupérrimos de su realidad y el ensueño destellante de sus fantasías. El desespero, propio de la una depresión intensa, de muchos niveles, constantemente desemboca en una furia conmovedora, en la ira por la desgracia, en la indignación propia de la injusticia, por haber recibido de vuelta siempre el castigo del desprecio, del engaño, incluso de la violencia. Fellini se planta en las extensiones agrestes de la marginación y transita de forma natural a las ciudades, eludiendo constantemente el brillo enceguecedor de las luminarias. Las prostitutas se pintan líneas en la cara que disfrazan sus ceños fruncidos, las marcas del rigor propio del sufrimiento, de la pena, de la exposición constante de su propia dignidad en pos de la supervivencia. Cabiria expresa al mismo tiempo una emoción repleta de ingenuidad infantil y la fiereza de una pena aguda con la que saca las garras. En esos espacios extensos, Fellini planta a Cabiria constantemente, en el entorno de un mundo árido, nublados y polvoso en el día, oscuro y amenazante en la noche. Poco a poco, la atmósfera se va haciendo trascendente, se respira un aire casi metafísico, en el que la pena de Cabiria se hace casi ritual, la sacude internamente, se convierte en trance, en el engaño más devastador, aquel que la arrastra por una tierra rasposa, seca, que hiere. En esa caída profunda hacia la humillación, hacia la indignidad, Cabiria se trastoca, se funde, se quiebra mientras es arrastrada por la festividad indolente de su propio entorno, del mundo felliniano, con un fondo melancólico tan profundo que excava en la esencia misma del ser humano, que encuentra una espiritualidad pura, por la vía del dolor, de la pena, de un sufrimiento extraordinario. En ‘Las noches de Cabiria’, Fellini se planta en la plataforma de un Neorrealismo avanzado y escribe una página extraordinaria en la historia del cine de autor, desde el melodrama preciso y sofisticado, con una mujer marginada, para proyectarla por vía de su propio dolor en los confines de los clásico, con esa misma trascendencia de la tragedia eterna, del devenir intenso y doloroso de la supervivencia, con la sublimación de la humanidad en la carne de alguien que puede encontrarse en cualquier esquina.