sábado, 20 de octubre de 2018

La experiencia tormentosa de ‘La noche de 12 años’ y la conformación sensorial de Álvaro Brechner

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El Cono Sur del continente americano ha traído seguramente durante los últimos 15 años el desarrollo cinematográfico más consolidado desde el punto de vista de una identidad social, de pueblos vinculados por procesos históricos comunes y con rasgos colectivos en común. Argentina, Chile y Uruguay probablemente sean los países de toda Latinoamérica que mejor han sabido conectar sus procesos cinematográficos históricos con su propia actualidad. Uruguay, que ha ofrecido obras notables como ‘25 Watts’ (2001) y ‘Whisky’ (2004), de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, ‘El baño del Papa’ (2007), de César Charlone y Enrique Fernández, ‘Gigante’ (2009), de Adrían Biniez y ‘Mal día para pescar’ (2009) o ‘Mr. Kaplan’ (2014), de Álvaro Brechner. Precisamente Brechner es quien ha vuelto a poner al cine uruguayo en el escenario destacado del cine mundial, con su más reciente película, ‘La noche de 12 años’, que describe la larga y violenta reclusión de doce años de los presos políticos, guerrilleros tupamaros, José Mujica (Antonio de la Torre) , Mauricio Rosencof (Chino Darín) y Eleuterio Fernández Huidobro (Alfonso Tort), quienes recientemente llegaron a posiciones de poder en Uruguay, especialmente Mujica, quien se convirtió en presidente y en una figura muy reconocida en el panorama político internacional.

Brechner aborda la película a partir de los principios fundamentales de un cine vivencial, que se propone ubicar al espectador en los zapatos de los protagonistas. Que pretende que se pueda describir de forma precisa desde lo cinematográfico una experiencia que se relaciona directamente con las sensaciones en la piel, con toda la derivación de emociones y sentimientos que se implican. Justamente es lo que se refiere a un encierro prolongado, relacionado con la tortura, con la represión propia de una dictadura militar. Resulta ser sin duda alguna un concepto absolutamente eficiente para retratar de forma cercana la situación desde el punto de vista humano, por delante de lo político e incluso de lo social, para comprender lo que significa la experiencia verdadera de estar ahí, durante todo ese tiempo. Se trata de tres guerrilleros que caen en manos de dictadura militares de extrema derecha, una historia que podría contarse en múltiples escenarios de Iberoamérica, lo cual permite una primera fase de identificación con una historia social relacionada efectivamente con la región en el contexto de la Guerra Fría, durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, especialmente. Después, la relación familiar viene a partir de la presencia de la memoria, ineludible en una situación de aislamiento y después la confrontación individual de cada uno de los personajes con su propia existencia, desde lo más biológico hasta lo más filosófico, y entonces es cuando la imaginación se transforma en delirio y raya con la locura.

El sonido (de Eduardo Esquide) cumple una función esencial en la creación de la experiencia, con sensaciones que transitan desde la sordera propia del encierro lacerante hasta la estridencia aguda de la tortura, pasando por el traslape sobre la misma imagen, como cuando esos sonidos activan huellas dolorosas y específicas. La fotografía (a cargo de Carlos Catalán) sabe construir muy bien las entradas de la luz en la oscuridad plena, que al final termina siendo el brillo de la esperanza a partir de la resistencia en medio de la tenebrosidad de la brutalidad más radical. La edición también juega un papel fundamental en el retrato del proceso mental, de la sensibilidad alterada de las víctimas protagónicas. Por supuesto, para el espectador, el proceso intelectual es constante, interpretando, construyendo, elaborando las pistas que la trama deja a su paso, a través de la ventana trepidante de las emociones plenas de estos tres personajes atormentados. Finalmente, se logra traslucir el retrato de una época completa, de un proceso histórico del cual aún sentimos coletazos muy vívidos. No se trata de asumir la perspectiva de la izquierda, sino a fin de cuentas de comprender y, sobre todo, experimentar a través del arte las implicaciones individuales de confrontaciones históricas que suelen verse recientemente con una distancia malsana. Álvaro Brechner consigue decirnos mucho con la potencia del cine.

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