sábado, 29 de junio de 2019

La reinvención fabulada de ‘Toy Story 4’ y el escenario estadounidense de Josh Cooley

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Después de varias décadas construyendo un importante legado de clásicos en el cine comercial, no solo en la animación, sino en todo el panorama cinematográfico, los estudios Pixar se han adentrado en esta década principalmente en las secuelas de sus películas. Después de las subestimadas ‘Cars 3’ (2017) y ‘Incredibles 2’ (2018), llegó la muy esperada cuarta entrega de su película emblemática con ‘Toy Story 4’, que además ha sido el título con mejores continuaciones al menos para la crítica. Los grandísimos talentos que fundaron el prestigio de Pixar han ido cediendo gradualmente el timón a nuevas generaciones que se han ido formando en una amplia variedad de tareas al interior de los estudios, especialmente la dirección de cortometrajes. El elegido para esta secuela de ‘Toy Story’ fue Josh Cooley, quien dirigió un par de cortos que circularon por internet en las redes sociales: ‘George and A. J.’ (2009) y ‘Riley’s First Date’ (2015). Su ópera prima es nada más y nada menos que la secuela más prometedora de los estudios en la década. ‘Toy Story 4’ nos sitúa en donde nos dejó la tercera parte, con los juguetes en casa de la pequeña Bonnie (Madeleine McGraw) después de que Andy se los cedió para ir a la universidad, incluyendo un antecedente importante que nos cuenta la forma en la cual abandonó la manada Betty (Annie Potts), aquella pastorcita más que amiga de Woody (Tom Hanks). Bonnie debe entrar al jardín infantil y en la sesión de introducción crea un pequeño muñeco con un tenedor de plástico que para ella se vuelve entrañable. Se trata del nervioso y desarraigado Forky (Tony Hale). Los padres de Bonnie deciden llevarla de viaje con sus muñecos, unos días en su casa rodante antes de que empiece la escuela. Ahí es donde todo resultará revelador, especialmente para Woody.

Con un guion ligero y efectivo, lleno de diálogos cómicos con buenos remates, Josh Cooley nos introduce, como en las recientes secuelas de Pixar, en las profundidades de los Estados Unidos, en una provincia que ha sido muy sustanciosa a lo largo de la historia del cine y que fue abundante por ejemplo en los años setenta con el cine independiente. Con el espíritu de la road movie, pero sin serlo definitivamente, la película nos sitúa en escenarios tradicionales de los pueblos estadounidenses, como la feria, la tienda de antigüedades y la casa rodante. Estos espacios se plantean como auténticos templos en los cuales los personajes se encuentran con su propia naturaleza, en muchos casos plagada de traumas, pero también de fortalezas aún no descubiertas. Woody, tan caracterizado generacionalmente, ese sheriff sumamente responsable y noble que recuerda a Will Kane, el comisario interpretado por Gary Cooper en ‘High noon’ (1952), el clásico western de Fred Zinnemann, se esmera en proteger la felicidad de su niña, de aquella persona que ha puesto el nombre en su bota y de quien se siente responsable por su dicha. Sin embargo, en la exploración por la cual lo lleva de la mano su pareja en el mundo, la liberadísima Betty, empieza a comprender del todo el proceso por el cual pasó su amadísimo e inolvidable Andy: descubre que tiene que crecer él también.

Como siempre en las películas de Pixar, el estándar de calidad en la animación es altísimo y aquí se une una buena selección de nuevos personajes precisamente surgidos de esos escenarios característicos del paisaje gringo en donde los juguetes son tradicionales. El guion, escrito por todo un equipo de escritores entre quienes están grandes personalidades de Pixar como John Lasseter y el especialista Andrew Stanton, es formalmente ligero y no busca la trascendencia por sí mismo. Al pensar en la levedad del guion, resulta interesante cuando se vincula con el carácter de fábula de la película, a pesar de disminuir a la película en relación con la calidad de toda la saga. El encuentro de estos personajes emblemáticos termina con una moraleja relacionada con la madurez. Es como si Pixar les dijera a sus inmensas legiones de seguidores que es hora de crecer. Que el tiempo ha pasado y la vida debe seguir. Resulta admirable que ese mensaje esté desprovisto de todo sentimentalismo.

sábado, 22 de junio de 2019

La prestidigitación brillante de Martin Scorsese, la caravana trascendente de ‘Rolling Thunder Revue’ y la máscara carnavalesca de Bob Dylan



Una de las facetas fundamentales en la prolífica y diversa filmografía del legendario Martin Scorsese es su obra documental. Scorsese se interesó por el documental desde los inicios de su carrera. Su primer presentación fue ‘New York City… Melting Point’ (1966) en donde Scorsese por primera vez le da un vistazo a su histórica perspectiva de Nueva York. Tras su encantador mediometraje documental ‘Italianamerican’ (1974), donde explora en sus orígenes familiares y culturales, Scorsese abrió la lata de los documentales clásicos con su histórico registro del concierto final de la banda canadiense de folk rock ‘The Band’ (1978), en donde fortaleció como nunca toda una vertiente del sólido vínculo contracultural entre el cine y el rock. En este siglo, se destacan en esta vertiente de su cine su participación en dos sensacionales series documentales: ‘The Blues’ (2003) donde Scorsese dirigió el capítulo ‘Feel like going home’ y en ‘American Masters’ (2005), con el capítulo sobre Bob Dylan, ‘No direction home’. Después de registrar a los Rolling Stones en concierto en ‘Shine a Light (2008) y construir una semblanza profunda sobre el exbeatle George Harrison, en ‘George Harrison: Living in the material world’ (2011), Scorsese vuelve con Dylan para subirnos en la caravana de su gira setentera ‘Rollin’ Thunder Revue’ (2019).

Bob Dylan es uno de los corazones de la cultura popular estadounidense, y justamente así lo capta Dylan en este viaje en busca del lodo purificador, del caldo de cultivo en el que crece la flor de la creatividad, del arte mismo. En el viaje de Zimmerman también viajan otros héroes de la ebullición como Joan Baez, Patti Smith, el poeta Allen Ginsberg, Joni Mitchell, el dramaturgo Sam Shepard, Roger McGuinn y la actriz Sharon Stone, entre otros. Scorsese nos plantea esta feria andante de forma extensa y profunda, con toda la diversidad que la caracteriza, anclada a las ferias itinerantes del Lejano Oeste e incluso con evocaciones del mismísimo teatro griego, con este cantante de historias con el rostro pintado y la mirada que refleja su trance dramático, en una verdad especialmente poderosa en su propio mundo. Scorsese, de forma provocadora, nos adentra en la fantasía tangible de la atmósfera psicodélica y estimulante con pinceladas de falso documental que sin duda retan la corrección política tan lacerante de estos tiempos, incluso sobre las visiones idólatras de una figura como Dylan. El material fílmico original de la gira misma nos pone en contexto de ese espíritu creativo imparable, de esa comunión trascendente, de ese impulso inagotable en pos del descubrimiento en innumerables niveles, en busca de esa química indescriptible de la innovación, de la creación misma, de la inspiración. La interacción entre las estrellas de esta constelación resulta tan reveladora y valiosa que hace que la película transite constantemente entre la ficción del mockumentary y la autenticidad espontánea de un flujo de pensamiento que se convierten en toda una introspección existencial entre auténticos pensadores transformadores, como si se cruzaran dos cables de alta tensión.

La agitación de los setenta se puede percibir de forma muy creativa, con un Scorsese que fue testigo directo, que fue partícipe, que comprende muy bien lo que representa ese espíritu. Las letras de Dylan viajan por el país, en pequeños escenarios, con un mensaje que transita el país y palabras que se quedan en las mentes de las personas, que se convierten en revelación con una facilidad que resulta impresionante. Así vamos saltando por los testimonios circundantes de los personajes trucados por Scorsese, transitando por los reales, hasta acercarnos al centro del escenario en donde vemos la luz de Dylan y sus compañeros que irradia como si nos contara una historia junto al fuego, con su máscara esperpéntica y expresionista. Scorsese nos invita a uno de esos procesos que cada vez escasean más en el mundo. Nos invita a un proceso expresivo profundo y colectivo, de esos que hoy escasean.

sábado, 15 de junio de 2019

La memoria histórica de Peter Jackson y la ruptura conmovedora de ‘They shall not grow old’

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Peter Jackson definitivamente marcó la primera década del siglo veintiuno, al menos en materia de blockbusters, con su emblemática trilogía de adaptación de ‘El Señor de los Anillos’ (2001, 2002 y 20003), la emblemática obra de la literatura fantástica de J. R. R. Tolkien. Las películas también se llevaron más premios Oscar que nunca y sin duda que marcaron la infancia de la generación que hoy conocemos como los millennials. Los orígenes en el cine de Jackson están en el cine de terror artesanal, en donde definió los parámetros de su obra con las manos. El cineasta neozelandés fue encargado por el gobierno británico para hacer una película que conmemorara el centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Jackson emprendió el proyecto y elaboró el documental ‘They shall not grow old’ (2018). Jackson recopiló el gran archivo fotográfico, sonoro y audiovisual británico existente alrededor de este conflicto bélico. Con este extenso material, creo un documental testimonial que sin duda alguna pone en auténtico relieve la vivencia de decenas de veteranos de guerra que sobrevivieron al horror. Tomó la decisión además de darle color y transitar hacia el 3D, con resultados impactantes.

Todo se convierte en una espectacular experiencia de inmersión. A partir de las fotografías, Jackson nos contextualiza en la época y en la atmósfera que despertaba en el pueblo británico el inicio de la confrontación bélica. Los relatos descriptivos de los veteranos nos ponen en el lugar con la misma potencia de la narración junto al fuego. Podemos observar el fondo de ese espacio que se va acercando hacia nosotros como espectadores hasta que lo cubre por completo. Es entonces cuando aparece el color y entonces estamos presentes en el escenario absolutamente acogedor en medio de la amenaza fulminante de la tragedia. Estamos en medio del grupo humano de quienes fundamentalmente aún son niños y se reúnen aún con la inconsciencia de lo que les espera en carne y hueso, en el fango. A medida que se acerca la confrontación, tras cruzar las imágenes con gran emotividad, tras identificarnos con los seres humanos individuales, podemos ver los lazos que crecen en la asociación, en la camaradería. Los testimonios aquí, a diferencia de la legendaria ‘Shoah’ (1985), de Claude Lanzmann, son exclusivamente sonoros, así que funcionan como narradores y más aún como descriptores de un escenario extenso y profundo. Tampoco es una construcción documental especialmente intelectual o reflexiva, como las de Marcel Öphuls en ‘La memoria de la justicia’ (1976) y ‘Hotel Terminus’ (1988). Aquí todo se refiere a la compenetración y los recursos estilísticos del color y el 3D están en la dirección de romper la distancia espacial y temporal para involucrarnos tanto cuanto es posible con la experiencia contundente de cada uno de quienes prestan su voz para construir este mundo asombroso y devastador. La película colombiana ‘Pequeñas Voces’ (2011), de Jairo Carrillo y Óscar Andrade, también se sustenta en los testimonios y dibujos de niños víctimas del doloroso conflicto interno colombiano y funciona como un antecedente para esta cinta que también utiliza el 3D, pero con la fortaleza estética, intensa y emotiva de ‘Pina’ (2011) de Wim Wenders. Aquí el sonido además se extiende como una capa sobre nuestras cabezas y nos invita a mirar por dentro de la fotografía olvidada y mohosa en los archivos.
‘They shall not grow old’ plantea un escenario propositivo y alentador para la actualidad tecnológica del cine, además de potenciar sobrecogedoramente la capacidad innata del cine para adentrarse en las profundidades del espíritu y la condición humana, especialmente en la sala de cine. La memoria aquí se multiplica sin dejar su esencia fragmentada, poniéndonos en relieve un gigantesco paisaje de solidaridad y unión que sin duda alguna se plantea como todo un referente social para quienes tengan la intención en el futuro de acercarse tanto como sea posible a las entrañas de la guerra. Como Elem Klimov con su brutal ‘Ven y mira’ (1985), Peter Jackson nos toma de la mano y cruza con nosotros hacia la puerta de la historia más verídica, de la historia más dolorosa, de la historia más envolvente.

sábado, 8 de junio de 2019

La fantasía tortuosa de ‘Rocketman’, el dolor multicolor de Elton John y la poción biográfica de Dexter Fletcher

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La nostalgia sigue transitando por los cines de todo el mundo hacia el final de esta década. En algunas ocasiones dando tumbos y en otras con ese irresistible aire melancólico que la hace embriagadora. Uno de los tumbos que terminó en caída con graves consecuencias fue ‘Bohemian Rhapsody’ (2018), la biopic de Freddie Mercury que dejó Bryan Singer y que tomó el inglés Dexter Fletcher para terminarla. Fletcher consiguió su oportunidad de empezar una biografía de otro músico pop histórico: Elton John. La película se titula ‘Rocketman’ (2019), igual que una de las canciones más famosas del cantante, compositor y pianista británico. ‘Rocketman’ relata la historia del ascenso al estrellato de Elton John, desde el autodescubrimiento de su genialidad musical hasta mediados de los ochenta, cruzando una tempestuosa década de los setenta en la cual atravesó todo tipo de adicciones, penas, rupturas del corazón y el tornado característico de quien alcanza el éxito más descomunal posible y es arrastrado por la ola de una máquina de hacer dinero. La película es protagonizada por Taron Egerton, figura creciente en el panorama anglo del cine, especialmente por su participación en la reciente saga ‘Kingsman’ (2014 y 2017).

Fletcher se alimenta del género musical y fantástico para añadirle ingredientes sustanciosos a una poción que explora en el retrato de una vida tortuosa, en donde la degradación y la excitación convivieron en medio de un espectáculo luminoso y enérgico, donde precisamente el “rocketman” es toda una metáfora de la figura de este artista. Los pasos por diferentes estados mentales, con el sustento de las canciones, recuerdan por momentos a la heterogénea ‘Across The Universe’ (2007), de Julie Taymor, con herencia del tradicional entorno familiar inglés del cual la legendaria película ‘Distant Voices Still Lives’ (1988), de Terence Davies es la mejor expresión en el cine. El concepto que plantea Dexter Fletcher le permite alcanzar diversos logros en el metraje y en la figura de Elton John. Puede así construir un paisaje fresco y acogedor que sirve para comprender el complejo mapa emocional de una vida intensa. Podemos ver a un Elton John autónomo, adolorido pero reivindicado, nunca victimizado. Un auténtico ángel caído en una sesión de terapia grupal que parece su propia habitación, su baño privado, en donde se deshace del disfraz y termina exponiendo su humanidad, que a fin de cuentas es otro cohete al espacio, porque queda en claro el talento innato de un artista simultáneamente efervescente y potente.

Probablemente, ‘Rocketman’ no es un estudio profundo de la condición humana, como muchos lo esperan en una biografía, en donde el espectador (o el lector) buscan analogías para la identificación de su propia vida en la vida de sus ídolos, pero sí es un retrato que amplía nuestra perspectiva con respecto a lo usualmente se define como el éxito. La actuación de Taron Egerton resulta tan completa que permite que el personaje sea una base sólida para que la poción de Fletcher sea efectiva. Es capaz de llevarnos por diferentes representaciones de los estados mentales, incluyendo el sueño y la alucinación narcótica de tal manera que no es complejo el viaje, sin necesidad de ser cercano a esas experiencias en la vida real. La recreación implica un destacado aporte en la fotografía (George Richmond) y el diseño de producción (Peter Francis y Marcus Rowland). La película no se empeña en hacer una reconstrucción especialmente idéntica, sino en transmitir una atmósfera homogénea, en particular sobre la década de los setenta, con base en los icónicos vestidos queer de Elton John. Las rupturas hacia la fantasía se dan de forma armónica y así es como podemos transitar de forma fluida entre los diferentes estados mentales, partiendo de la memoria, el sustrato de la nostalgia. A fin de cuentas, Elton John, como sus contemporáneos, cada vez se interna más en los laberintos nebulosos de la memoria.

sábado, 1 de junio de 2019

El libro abierto de ‘El peral silvestre’ y el espacio existencial de Nuri Bilge Ceylan

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En la frontera cultural y geográfica entre Europa y Asia, específicamente en Turquía, se da la particular y riquísima fusión entre la cultura europea y la cultura árabe. Esa fusión se debe también a la herencia de un auténtico imperio, como lo fue el Otomano. El cine no ha sido una excepción en esa tradición y durante los últimos veinte años, la cinematografía turca se ha internado en la profundidad de su propio pueblo, un pueblo que ha sido partícipe y muchas veces ha sido víctima de agitaciones regionales intensas. Sin duda, el más destacado cineasta turco de las últimas décadas ha sido Nuri Bilge Ceylan, quien siempre se ha adentrado de forma conmovedora en la provincia turca para retratar auténticos escenarios humanos que han conmovido a todos alrededor del mundo, lo cual lo ha convertido en una de las figuras más destacadas del panorama mundial del cine para la crítica especializada. Desde su ópera prima ‘El pueblo’ (1997) Ceylan empezó una de las carreras más ascendentes del cine contemporáneo hasta culminar con su entrañable ‘Sueño de invierno’ (2014), con la cual se alzó con la Palma de Oro en Cannes y conquistó un espacio en la historia de la década. Después de una pausa de cuatro años, ‘El peral silvestre’ (2018), la más reciente película de Nuri Bilge Ceylan, también logró entrar a la Selección Oficial de Cannes. En esta película, Ceylan relata la historia de Sinan (Dogu Demirkol), un joven escritor en ciernes que regresa a su pueblo natal después de titularse de la universidad. En la búsqueda de patrocinio para publicar su primer libro, se enfrenta a la realidad compleja de su familia y de su propia tierra.

Fiel a su propio estilo y a la tradición temática de su filmografía, Ceylan construye un escenario lleno de filosofía existencial, en las profundidades, fundamentado en una base literaria firme, en donde se puede percibir con claridad el espacio. Ceylan nos involucra amablemente, a pesar de la intensidad profunda de la situación, en disertaciones filosóficas envolventes, en un auténtico viaje desde todas las perspectivas, con un personaje que a fin de cuentas está en busca de su propia originalidad como artista, además de reconocer la verdad profunda que sus padres están por revelarle. Es una película que se traslada por los espacios con naturalidad pura, haciendo que todos como espectadores recordemos siempre nuestros propios momentos, nuestros propios lugares, nuestros propios refugios en nuestros universos familiares. Ceylan nos pone de frente a sus personajes quienes aparecen desprovistos completamente de cualquier máscara, justo como son, justo como la naturaleza hace que sean. El sonido del ambiente suele presentarse con naturalidad en medio de las conversaciones, mientras emocional y racionalmente navegamos en medio de un vasto mar filosófico. La historia central sin duda es la columna que sostiene a la película, pero se trata de una obra mucho más extensa, de un auténtico libro abierto lleno de emoción y pensamiento. Todo es a fin de cuentas como sentarse a hablar con los padres, los amigos o los colegas y tener una conversación profunda sobre la vida, partiendo de la cotidianidad misma.

Ceylan nos abre una perspectiva fabulosa del cine, que también es eficiente para retratar todo un paisaje humano dentro de un paisaje natural. Toda una prosopografía cinematográfica. Precisamente, el libro que quiere publicar Sinan es una analogía de la propia película. El joven no describe su obra como una novela, ni como una promoción turística o una revisión histórica. Simplemente la percibe como una reflexión sobre lo que sucede en su pueblo, sobre los usos y costumbres, sobre la esencia natural profunda de su propio origen, mientras avanza estación tras estación en la exploración de sí mismo, en un camino para él nebuloso, pero que poco a poco irá brindándole más luz para comprender, para asimilar, para despertar su consciencia con respecto a la naturaleza implícita de las cosas. Así es como el cine de Ceylan se plantea como un oasis precioso en medio de la artificialidad.