jueves, 27 de julio de 2023

La imaginación histórica de ‘Bandidos del tiempo’ y la aventura surreal de Terry Gilliam


En Inglaterra, la televisión creció  de forma prematura en comparación con los demás grandes países de Europa. En ese medio acelerado que se expandía a una alta velocidad, en la segunda mitad de los años sesenta surgieron los Monty Python, un grupo revolucionario de auténticos creadores de comedia y farsa, en la línea intensa de un surrealismo incisivo, que buscaba siempre poner de manifiesto los vicios más profundos de la sociedad. En ese grupo de talentos diversos, Terry Gilliam, el único estadounidense, se destacó muy especialmente por las animaciones cut-off, que crearon toda la imagen con la que se difundieron los Python a lo largo del tiempo, con una extraordinaria perspectiva de los espacios, las dimensiones e incluso pequeñas secuencias narrativas implícitas en sus ya célebres aportaciones en este campo. Para inicios de los años 80, después de que Monty Python iba explorando caminos por separado con cada uno de sus integrantes, ya consolidados como artistas de culto, Gilliam encaraba los ochenta ya con un par de largometrajes en su haber, incluido alguno de los célebres de los Monty Python en el cine. George Harrison, el legendario guitarrista de The Beatles, admirador declarado de los Python, creo su propia productora de cine y acogió un proyecto ambicioso de Gilliam, que sería ‘Time Bandits’ (1981), una película de aventuras con toda la textura surrealista que caracterizaría al director y se convertiría en la primera película de la “trilogía de la imaginación”. Kevin (Craig Warnock), desatendido por sus padres adictos a la tecnología casera, es arrastrado en la aventura de una banda de enanos que roban por todas las épocas de la historia, mientras es perseguida por un ser supremo. 

El viaje en el tiempo, toda una fantasía tradicionalmente humana, sirve de vehículo para cruzar los tiempos y poner en la misma escala a Napoleón (Ian Holme), el Rey Agamenón (Sean Connery) y personajes decididamente de ficción, ya sean ahora clásicos como Robin Hood (John Cleese) o toda una nueva gama de auténticas quimeras surgidas de la imaginación de Gilliam. En la fascinación de Kevin, puede caber esa amplia combinación que permite que se cruce el tiempo como si se cruzara la mente misma, en el terreno de la memoria o de la imaginación, como dos estados mentales que cohabitan constantemente en el flujo normal del pensamiento. Las formas de Gilliam llevan ineludiblemente a un diseño de producción meticuloso, en el que Milly Burns elabora una heterogeneidad de alta dificultad, en la cual resulta todo un reto establecer un estilo uniforme y finalmente lo consigue con arraigo en la aventura, en un mundo siempre hostil, pero apasionante, que invita permanentemente a una aventura potente, llena de sorpresas que usualmente están concentradas en la transformación de los escenarios, lo cual representa permanentemente la deriva, el azar que pareciera sacudir una barca invisible que atraviesa los tiempos, en la que Kevin y sus compañeros se apiñan para protegerse, para mantenerse unidos, mientras que el fluir de los tiempos azota la embarcación siempre multiforme, que evoluciona constantemente hasta que Kevin es lanzado nuevamente a su origen, como si se tratara de una extensa travesía que ha llegado a su fin cuando el despertar es la desembocadura de un cauce frenético que no es más que el de la imaginación que ha fluido incesantemente en la mente de un niño que prácticamente no puede controlar la fuerza de sus propias sorpresas que vienen en oleadas con la mirada sobre la historia y sobre la fantasía, sin distinción alguna, consiguiendo que el mismo Terry Gilliam tenga el espacio indicado para construir un espacio que puede ser hasta infinito en sus posibilidades.