jueves, 25 de abril de 2024

La fantasía urbana de ‘El globo rojo’ y la magia infantil de Albert Lamorisse


En la observación retrospectiva de la historia del cine y su desarrollo natural como arte transversal en la extensión humana del siglo XX, surge como forma esencial el cortometraje, una expresión fundamental y consecuente con la experimentación, que resultó extraordinariamente eficiente también en el desarrollo mismo del lenguaje cinematográfico, de la naturaleza profunda de la imagen en movimiento. En esa cocción específica de pequeños y reveladores experimentos, el cine surgió en una alquimia natural que sirvió para que se demostrara a sí mismo sus amplísimos alcances. Más allá de ese origen fundacional, el cortometraje se ha mantenido como un formato sólido, que sigue siendo una alternativa funcional y valiosa para quienes se adentran en el oficio y el aprendizaje cinematográficos. Y por sí solo, se ha convertido en toda una fuente de auténticas obras históricas, como es el caso de ‘El globo rojo’ (1956), del director parisino Albert Lamorisse, quien establece una relación tan misteriosa como mágica entre un pequeño niño y un inmenso globo rojo, mientras atraviesa las calles históricas de una París que poco a poco se fue volviendo un recuerdo. 

En ‘El globo rojo’, Lamorisse construye una simbiosis misteriosa entre el niño y el globo, en una interacción que no está determinada en sus causas pero que se puede aceptar muy fácilmente en el código de lo fantástico y más especialmente en el propio reconocimiento del pensamiento infantil; en la memoria de nuestro propio pensamiento infantil. Existe una observación seria y profunda sobre la belleza, en el descubrimiento de mundo, sobre los objetos, y en la película esa observación se va dando naturalmente para el espectador también sobre la ciudad. Una ciudad que muchas veces el cine ha recorrido sobre los hombros históricos de realismo poético francés, en un viaje guiado por la mirada de grandes artistas como lo fueron Jean Renoir, René Clair o Jean Vigó, quienes sin duda establecieron esta apreciación poética sobre el mundo urbano de Francia. Una herencia que no solamente recogió Lamorisse, sino también Jacques Tati, entre otros. En la travesía de Pascal (Pascal Lamorisse, el hijo del director), constantemente nuestros ojos están posicionados en una perspectiva de auténtico privilegio sobre una ciudad que se percibe transformada por la gente misma, impactada además por una transformación inminente. Los niños, incluido el mismo Pascal en su aventura de ensoñación amorosa con su inmenso globo rojo y encantado, están integrados orgánicamente a ese paisaje, a ese escenario previo a un mundo mucho más homogéneo en las siguientes décadas. En los últimos instantes de un tejido naturalista en medio de la ciudad. 

Por supuesto, la película nos invita constantemente a observar desde una distancia que se da inevitable por el tiempo, por la edad, sobre esa infancia que es también nuestra propia infancia. Una memoria que se concentra muy especialmente en nuestra propia fascinación por a simpleza, por el brillo, por los colores, por la magia real, la que no emerge naturalmente de la esencia de las cosas. Ese tipo de pensamiento, que atraviesa el descubrimiento constante de la infancia, genera una conexión que constantemente es espiritual, y que en ‘El globo rojo’ está vinculada con la particularidad de la levedad, como lo razonaría con profundidad Ítalo Calvino. La magia infantil, esa mirada contemplativa y esencial que puede tener el cine, sobre la levedad y las formas, que también exploró Chaplin en la oficina misma de su dictador satírico, en una evasión de su tiranía en la oficina. El cuadro que compone Lamorisse constantemente, contrasta lo humano, en lo más íntimo de la fascinación, con el escenario social, el colectivo, a fin de cuentas como un espacio de auténtica resistencia emocional, directamente desde la imaginación. 


jueves, 18 de abril de 2024

El Cornetto apocalíptico de ‘The World’s End’ y la ciencia ficción cómica de Edgar Wright


Seis años después de ‘Hot Fuzz’ (2007), la segunda parte de la “trilogía Cornetto”, Edgar Wright había participado como guionista en la famosa colección ‘Grindhouse’ (2007) y había lanzado ‘Scott Pilgrim vs. The World’ (2010), uno de los títulos más celebrados de su filmografía. Ya muy bien posicionado como una voz de autor reconocible en el cine comercial, Wright cerró la “trilogía Cornetto” con ‘The World’s End’, para la cual volvió a reunir a la pareja irrompible de hermanos en “bromance”, interpretados por Simon Pegg y Nick Frost. ‘The Word’s End’ se centra en Gary King (Pegg), el líder de una vieja pandilla de Generación X, que en su soledad e incapacidad de adaptarse a cualquier camino en su vida, decide convocar a los viejos amigos de sus años más salvajes en la juventud, para completar el desquiciado recorrido por una serie de pubs, que en sus años nunca pudieron terminar. Lo que Gary no se esperaba era que fuese el único que no consiguió un lugar en el mundo capitalista. Sin embargo, en medio de la contrariedad, los viejos amigos se dan cuenta de que para salvar a su propio pueblo tienen que rescatar la humanidad de su propia amistad de antaño. 

En esta ocasión, Wright concentra completamente su película en un único personaje, en Gary King, encarnado por Simon Pegg, quien no solamente es la fuerza motora de este drama, sino que es el héroe caído en desgracia, que en la distopía característica de la ciencia ficción nuevamente se reacomoda, se readapta para convertirse nuevamente en el líder. El hombre que se hizo caótico vuelve a tener la posibilidad de estar al frente cuando el mundo progresivamente va hacia el caos. En la premisa de una extraordinaria aventura colectiva, que surge de un impulso lleno de nostalgia, poco a poco empieza a develarse una verdad estructural y conspirativa en la que la deshumanización se ha tomado la pequeña sociedad modelo del mundo. Pero también gradualmente esa sólida y atractiva base dramática se va derrumbando en la misma distopía, que se extiende y hace que los gags, característicos de la trilogía, empiecen a imponerse sobre la trama y el fondo de especulación social que hace parte como convención del género de la ciencia ficción. En las dos películas anteriores, las incidencias cómicas usualmente explosivas, por la vía de la acción física o de los diálogos agudos, la película logra atravesar mucho más limpia la tormenta del propio estilo de Wright. Sin embargo, aquí naufraga lentamente hasta el extravío absoluto, hasta ahogarse en su propio caldo, en su propia fórmula.

Sin embargo, el apocalipsis de Wright es un cierre coherente para su historia. La sensación, de cualquier manera, es la de que no queda más por hacer. De que todo se ha terminado. De que la historia de la amistad irrompible ha llegado a su fin. De que la saga de Wright no tiene más hacia dónde extenderse. Tal vez tenga que ver con que se ha terminado el tiempo para la comedia desenfrenada, al menos para aquella con la que Wright ha conseguido lanzarse al mundo, pero que poco a poco se extingue para su propia necesidad de expresar una condición británica que siempre respira en sus películas, que puede representar a su propia generación característica de la transición entre siglos y al mismo tiempo representante de una inmensa tradición cinematográfica enraizada entre la comedia y la farsa, en un inmenso panorama que se extiende más allá, pero con otras perspectivas, con otras necesidades expresivas que sin duda se mantendrían en la mirada de Wright, quien poco a poco empezaría a mirar más hacia el interior que hacia el exterior. 


jueves, 11 de abril de 2024

El Cornetto policiaco de ‘Hot Fuzz’ y el thriller cómico de Edgar Wright


Después de presentarse al mundo con ‘Shaun of the Dead’ (2004), la primera película de la trilogía del helado Cornetto, Edgar Wright tendría claro su camino, en términos genéricos y estilísticos. Sería para los milennials aquel desarmador de los géneros que tuvo cada generación de cineastas en el mundo anglosajón, con la influencia de una edición reactiva, propia de la influencia del MTV ochentero. Para extender el manto del “bromance” y la desmitificación de inicios del siglo XXI, Wright lanzó la segunda parte de la saga heladera con ‘Hot Fuzz’ (2007), en donde vuelve a poner en el centro a una pareja de amigos inseparables, la clásica del “gordo y el flaco”, esta vez con Nicholas Angel (Simon Pegg, de nuevo partícipe en la escritura), un agente de policía bien portado y legalista, al borde de lo esquemático, es trasladado a un pequeño pueblo de la provincia inglesa, en donde apenas hace buenas migas con Danny Butterman (otra vez Nick Frost), un policía borracho y hedonista, concentrado en las pequeñas dichas de la banalidad. Todo podría andar sin sobresaltos de no ser por una serie de brutales asesinatos que se desatan por todo el pueblo y frente a los cuales, por supuesto, el único interesado en resolverlos es el abnegado agente Angel. 

La película empieza con un narrador que recuerda inmediatamente las introducciones de las películas de los Monty Python, con la burla implícita a ese tono solemne tan propio de las galas de la Corona Británica, especialmente cuando esto consiste en desarmar el aparato policiaco y en buena medida, como poco a poco se va revelando, la aristocracia enquistada desde las pequeñas sociedades al interior de la isla. Las características estilísticas de Wright funcionan muy bien en ese relato de la sistemático que suele impregnar al orden. De esa rigidez propia de maquinaria, de cierta deshumanización implícita en las formas. Poco a poco van emergiendo personajes representativos de los diversos estamentos sociales: el dueño de la empresa más grande, el dueño del pub, el sacerdote y otros tantos aferrados a esos poderes diversos. Como en ‘Shaun of the Dead’, Wright también disecciona mucho del paisaje para trasladarlo a la nueva dinámica, la del thriller explosivo y abiertamente referencial de la amplia tradición de las parejas policiacas, especialmente aquellas mencionadas directamente en la película: ‘Point Break’ (1991) y ‘Bad Boys’ (1995), que funciona en la trama como auténtica gasolina para el “bromance”, que gira cada vez más en torno a esa cinefilia específica. 

Sin embargo, en esa inmersión progresiva y acelerada en la sátira, poco a poco la agitación va haciendo que se pierda poco a poco el control y que todo se vaya derrumbando poco a poco, a pesar de notables esfuerzos para mantener la estructura estricta que exige el mismo género del thriller. Entonces Wright encuentra que avanzar decididamente hacia la parodia de ‘Point Break’ y ‘Bad Boys’ es una buena forma de mantener en pie la cadencia ya de por sí caótica que toma el último tramo de la película. En ese esfuerzo, consigue además la posibilidad de elaborar un epílogo como para recoger los estragos del huracán que se terminó gestando, especialmente encaminado hacia establecer toda una resonancia con el final de ‘Shaun of the Dead’, en donde los héroes caminan por el nuevo mundo que han construido después de sobrevivir al antiguo. Con el “bromance” reacomodado a las nuevas condiciones, reconstruido en la nueva dinámica, con un par de hombres que han soportado el arrasamiento con base en sus propios juegos infantiles que no terminan nunca  y que a fin de cuentan también alimentan las ideas del mismo director, la tercera vértice del triángulo


jueves, 4 de abril de 2024

El Cornetto zombi de ‘Shaun of the Dead’ y el terror cómico de Edgar Wright


Sobre el inmenso mundo de la cultura pop anglosajona, el cine británico ha jugado un papel fundamental en un amplio espectro de géneros y de fusiones de géneros, desde la comedia hasta el melodrama, pasando por una observación constante y diversa sobre las fisuras de la estructura capitalista. En la primera década del siglo XX, Edgar Wright, sobre la inmensa tradición de la comedia inglesa, se presentó como un nuevo autor de la postmodernidad en el cine, en medio de un cine eminentemente comercial. Tras una larga experiencia en la televisión, Wright se posicionó en el imaginario milennial con su “trilogía Cornetto”, llamada así por la simple presencia de los conos de helado Cornetto en algún instante de cada una de las tres películas. La primera película de la trilogía, que de paso fue la que instaló a Edgar Wright en el panorama del cine mundial como una voz identificable, especialmente en la tradición de la comedia británica y la estética del videoclip en el cine, fue ‘Shaun of the Dead’ (2004), fundada en las grandes sagas de George A. Romero, el fundador del cine de zombis, con la clásica sátira británica. Shaun (Simon Pegg), un modesto vendedor de electrodomésticos, y Ed (Nick Frost), su hedonista compañero de departamento, decididamente entregado a la vagancia, son sacados de su rutina inamovible entre los videojuegos y las cervezas en el pub para afrontar una inmensa plaga zombi que los obliga a emprender toda una aventura disparatada de supervivencia. 

En el trasfondo de ‘Shaun of the Dead’, se respira una alienación penetrante. Aquella que anestesia a un par de personajes desarraigados del sistema con respecto a su entorno inmediato, a una urgencia descarnada en sus narices. Wright construye pronto la dinámica de un auténtico “bromance”, que es capaz de soportar incluso la crisis amorosa por la cual pasa Shaun. Una edición reactiva, representativa de una maquinación extensa, de movimientos perpetuos que reviven en el nuevo siglo las condenas sistemáticas de los personajes de Bresson y la furia social del Free Cinema, en el caldo de cultivo del auge de un cine inyectado por los videoclips. Mientras que Shaun y Ed se acomodan una y otra vez en los sofás y las bancas de la barra del bar, una plaga extraordinaria de muertos vivientes los acechan con tal lentitud hecha consciente que tardan en darse cuenta de la circunstancia. En esta premura descomunal, Shaun apenas puede reaccionar, en medio del apocalipsis, para rescatar a su círculo más cercano de afecto, que se va derrumbando ante sus ojos. Los medios de comunicación apenas cubren con banalidad la existencia de los monstruos aletargados. Desde la actualidad, la observación de la película se transforma con la existencia de la pandemia en la historia reciente, y esa perspectiva no solamente deja entrever el increíble absurdo del espectáculo de la hiperproducción incluso en medio del apocalipsis, de la muerte transversal. 

Los extraordinarios diálogos de Edgar Wright y del mismo Simon Pegg, el actor principal de la película, se circunscriben en la extraordinaria tradición fársica de Inglaterra, encabezada por los mismísimos Monty Python. En el fondo de la devastación y la emergencia, surgen los debates filosóficos y las observaciones obsesivas en medio de la lentitud exacerbada de los zombis hecha consciente, cuestionando la prisa a fin de cuentas. El encierro en el bar es una negación extrema, una necesidad imperiosa por abrazarse con fuerza al confort del placer inmediato, sin poderse sacar siquiera las ganas de sentirse pleno en medio del infierno mismo, mientras que la realidad acecha e invade cada espacio, sin poder escapar de ese mundo auténticamente caníbal. 


jueves, 21 de marzo de 2024

Los Leguineche evasores de ‘Nacional III’ y la travesía cómica de Luis García Berlanga

La pareja de guionistas de García Berlanga y Azcona cerró la importante “trilogía de los Leguineche” con ‘Nacional III’ (1982), en la disección de la idiosincrasia huérfana de la dictadura en España. El cierre configura finalmente todo un mapa como diagnóstico, en un país que estaba de frente a un futuro básicamente inexplorado. La película parte del golpe de Estado militar en el Parlamento el 23 de febrero de 1981, un evento que los Leguineche, nobles en desgracia, siguen con un leve entusiasmo esperando que regrese el régimen que los consintió por décadas. Los Leguineche, padre (Luis Escobar) e hijo (José Luis López Vázquez), viven en un apartamento que luce humilde comparado con el inmenso palacio decadente que nunca pudo rescatar, con los criados más fieles. Están intentando emprender un negocio de meriendas prácticas aprovechando la ocasión del Mundial de fútbol de España en 1982. Entonces, se enteran de la muerte del suegro de Luis José, el príncipe Leguineche, por lo cual emprenden todo un viaje a Extremadura para las honras fúnebres, con la intención de reconquistar a Chus (Amparo Soler Leal), y conseguir una tajada de esa herencia. Todo esto desencadena una serie de eventos que sacan a la luz la máxima mezquindad y los principios cambiantes de este grupo de parásitos que concentran especialmente sus esfuerzos en mantenerse en una comodidad infinita. 

A diferencia de ‘La escopeta nacional’ y de ‘Patrimonio nacional’, ‘Nacional III’ escapa y toma el camino como el de los animales que han perdido su madriguera y son lanzados a la supervivencia. En este caso, la supervivencia de la desidia, de la vida a las anchas, de la vida sin el trabajo, como lo diría unos años antes Don Lope, encarnado por Fernando Rey, en ‘Tristana’, de Luis Buñuel. Hundidos en el fango de la cobardía y la renuncia absoluta frente a la humildad, los Leguineche llegan al punto de traicionar las lealtades que han jurado para afiliarse a una nobleza en la degradación moral. Como refugiados de sus propis vicios, los Leguineche toman el camino, emprenden la carretera, recogiendo lo que pueden, timando, engañando, escondiendo, mintiendo, regodéandose en una miseria permanente. La cámara de García Berlanga se mantiene incisiva, penetrante, manteniendo la mirada sobre los personajes por tramos especialmente largos y caminando con ellos o plantándose desde cierta distancia para capturar un cuadro esperpéntico, en el que los disparates se disparan constantemente, en el escándalo, en el cinismo de los vicios expuestos, de la indecencia misma. 

En este último episodio de la trilogía, García Berlanga desemboca su inmenso movimiento de crítica social en la evasión fiscal, en ese crimen cotidiano que suele quedarse sin castigo, especialmente para una buena parte de la aristocracia. Tras haber hecho una disertación extensa sobre esa aristocracia en decadencia, que representa una buena parte de traumas históricos, en ‘Nacional II’, García Berlanga le suma a ese escenario de liberación impregnada en el aire, un abordaje a los principios y también a la memoria, como señalando en ese horizonte extenso que se despejaba la necesidad de desapegarse de unas auténticas lacras sociales que se hicieron instituciones, y todo esto partiendo de la necesidad de conservar la memoria de forma especial, como un recordatorio que nunca podía descolgarse de la pared, que tenía que estar a la vista siempre para no caer de nuevo en la degradación y poder encaminarse hacia un nuevo destino. En la inmensa cantidad y diversidad de personajes aferrados a la nobleza en la trilogía de los Leguineche, se pinta un paisaje que es como un fresco de las almas en pena. Fantasmas extraviados en un nuevo mundo, pero que se aferran a la esperanza de que la vileza los reviva siempre. 


jueves, 14 de marzo de 2024

Los Leguineche palaciegos de ‘Patrimonio nacional’ y la comedia satírica de Luis García Berlanga


La década de los ochenta, aquella de liberación plena en España, empezó para García Berlanga en su filmografía con ‘Patrimonio nacional’ (1981), la segunda película de la “trilogía de los Leguineche”, después de ‘La escopeta nacional’, apenas tres años antes. La reflexión sobre el franquismo, en el nuevo modelo democrático, eran frecuentes, como las que se pueden dar naturalmente en quien acaba de despertar de una pesadilla. García Berlanga, incisivo siempre en el tejido social, encontraba un escenario propicio para retratar los vestigios cada vez más penosos de un fascismo que se había anquilosado por largas décadas. ‘Patrimonio nacional’ nos traslada a Madrid en la primera primavera posfranquista, cuando el Marqués de Leguineche (Luis Escobar) regresa del exilio autoinflingido a su palacio, con la pretensión de retomar el esplendor de su antigua vida de cortesano. Allí se encuentra con Eugenia, la Condesa de Santagón (Mary Santpere) quien todavía es su esposa oficialmente, a pesar de haberse separado después de tantos años, quien se niega a recibirlos de entrada y apenas accede a una negociación, con la condición de que no pongan pie en la planta en la que ella se encuentra, aferrada a costumbres estrambóticas de una vida que la ha hecho delirante. Poco a poco, los vicios de los Leguineche, tanto del Marqués como de su hijo Luis José (José Luis López Vásquez), van revelando que se encuentran en el mismo nivel de alucionación con respecto a su realidad, sin poder admitir que su palacio, como representación de su realidad, se viene al piso a pedazos. 

García Berlanga filmó esta película en el Palacio de Linares, en estado de abandono por la desocupación durante muchos años. En los vestigios de esa realeza decadente encuentra el eco del franquismo que se entonces acaba de venirse abajo como una estatua derribada por unos tiempos insaciables de libertad en España. Nuevamente, como en ‘La escopeta nacional’, el director nos sumerge en una experiencia auténticamente inmersiva, en la que simultáneamente los brillantes diálogos, escritos con Rafael Azcona, van trazando la silueta de una colección de personajes que se expanden por este espacio interminable como si se tratara de una plaga que se toma este espacio abandonado, como una invasión de cortesanos que se dedican día a día a mantener sus privilegios y comodidades. La sátira es explosiva y el camino hacia la decadencia está lleno de excentricidades impropias de cualquier sentido de la conciencia. 

Alrededor del núcleo oxidado de la familia Leguineche, circulan los estamentos de una sociedad que va más allá del contexto mismo de la dictadura franquista, que son inherentes a todo sistema. Así es como el sacerdote (ese sí muy franquista), los burócratas y los militares revolotean por el lugar como si buscaran picar algo, alimentarse de un poco de aquellas sobras de lo indigno pero materialmente sustancioso. Este recorrido que finalmente también termina siendo histórico es un antecedente importante de ‘El arca rusa’ (2002), de Aleksandr Sokurov. Más de veinte años antes, sin cruzar la frontera del realismo hacia la fantasía, García Berlanga también hizo una disección de las estructuras políticas y sociales en la élite de España. Mientras avanzamos por las habitaciones y pasillos del palacio de los Leguineche, se filtra una luz melancólica, pero al mismo tiempo la vida de los plebeyos transcurre a las afueras, apenas a unos cuantos pasos, y en las palabras, siempre extraordinarias y profundas en la comedia de García Berlanga, se revela una estructura que trasciende los tiempos, que es común simplemente a la sociedad y al sistema político. Fácilmente se acepta conceder una buena parte de la dignidad con tal de que se pueda vivir la comodidad material. Ese bisturí agudo de García Berlanga atravesaba la naturaleza misma, más allá del contexto álgido de su época. 


jueves, 7 de marzo de 2024

Los Leguineche cazadores de ‘La escopeta nacional’ y el campo social de Luis García Berlanga


En la extensa tradición del cine español, no existe otro cineasta tan relevante como Luis García Berlanga, quien concentró por décadas en su cine la voz del pueblo español, atravesando especialmente el franquismo para ponerlo al frente o al fondo en sus amplios paisajes llenos de personajes, de comunidades, de una colectividad que sobrevivía a la barbarie y a ciertas pulsiones individualistas naturales en la supervivencia. Después de una filmografía con títulos emblemáticos de la hispanidad misma, como ‘Bienvenido, Mr. Marshall’ (1953), ‘Calabuch’ (1956) y ‘El verdugo’ (1963), García Berlanga se convirtió en el máximo ejemplo de la capacidad del cine para convertirse en representación cultural de toda una sociedad. A finales de la década de los setenta, sobre la inmensa liberación colectiva del final del franquismo, el cineasta valenciano emprendió la llamada “trilogía de los Leguineche”, centrada en el corazón de una familia de aristócratas, los Leguineche, en el que sus integrantes conservan y sintetizan típicamente los vicios de una élite cómplice a veces y directamente criminal otras veces. La primera película de la saga es ‘La escopeta nacional’ (1978), en la que Jaume Canivell (José Sazatornil) es un fabricante de porteros electrónicos (en México el interfón y en Colombia el citófono), quien se desplaza a Madrid con su secretaria Mercé (Mónica Randall), quien en realidad es su amante, para conseguir compradores en un evento de cacería en la finca ‘Los Tejadillos’, de los Marqueses de Leguineche. Así empezará para Canivell un viaje a la deriva de las aberraciones y lo insólito, en medio de unas exhibiciones de poder que rayan en la obscenidad. 

Como los héroes descendidos al infierno, Canivell es arrastrado a un mundo inasible, que no se puede delimitar, en el que las fronteras de lo real se hacen difusas sin necesidad de cruzar en momento alguno hacia la fantasía. Como Marcello Rubini, en la carne de Marcelo Mastroianni en ‘La Dolce Vita’, Canivell es embriagado por un caos de poder diverso y lleno de banalidad, en donde se discuten los destinos, a fin de cuentas. Rebota de una habitación a otra, como si los agudos diálogos de García Berlanga y Rafael Azcona lo levantaran del piso para lanzarlo por una vía que va a transcurrir siempre errante, entre la depravación, los placeres y un hedonismo que todo lo atraviesa. Como en ‘La regla del juego’, de Jean Renoir, la cacería y la rapiña pasan de ser simplemente una actividad hasta convertirse en un principio, en una esencia vital. En ese círculo privilegiado, con intensas pasiones inmediatas, desde la furia y la violencia hasta la euforia de las risotadas, el poder económico se expande sin que tenga realmente un objetivo, como si hubiera llegado al punto de no tener hacia dónde más explayarse. 

García Berlanga toma la cámara y acompaña a su personaje mientras atraviesa ese campo social en el que realmente no le importa a nadie. En el que apenas es rodeado de palabras y se confronta con las espaldas de quienes busca para hacer realidad su pequeño negocio. Una inversión que probablemente no cueste nada, pero que a nadie se le pega la gana llevar a cabo. Canivell no tiene resquemores ni impedimentos éticos para adaptar todas las veces que sea necesario las mentiras y las poses que se requieran para vender sus aparatos, sus pequeños productos. Sin embargo, esa venta del alma al diablo es inútil porque hay un trasfondo de clasismo y de relaciones de clase que los Leguineche no van a permitir nunca que se resquebrajen para que acceda alguien que no sea de su torre de cristal, que no pertenezca a su casta. Esa caza estructural, referencia de las cazas terroríficas de Franco, trasladan potentemente la tiranía de Franco al espíritu podrido del mismo orden sistémico. 


jueves, 22 de febrero de 2024

El Vietnam patriarcal de ‘El cielo y la tierra’ y el modelo revertido de Oliver Stone


Para 1993, la filmografía de Oliver Stone lo había posicionado como uno de los directores más relevantes del cine de autor en los Estados Unidos. Un reconocimiento que le costó conseguir mucho más que a sus coetáneos. Con el antecedente ineludible de Vietnam, en la historia de aquel Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX y en su propia biografía, Stone debía cerrar su “trilogía sobre Vietnam”, cuyas dos primeras obras tuvieron mucho que ver en su consolidación como cineasta. Este cierre se daría con la película más personal de las tres, aquella en la cual Stone aborda las incidencias más profundas y lacerantes de la travesía por ese pantano de oscuridad y terror. ‘El cielo y la tierra’ (1993), nos pone en el viaje con Le Ly (Hiep Thi Le), una niña vietnamita cuyo tránsito hacia convertirse en una mujer es todo un infierno en el que es víctima de unos y de otros, de todos los implicados en el conflicto y también de quienes hacen parte de ese crisol ardiente que son las guerras internacionales. Cuando encuentra a Steve Butler (Tommy Lee Jones), un infante de marina estadounidense al borde del regreso a su país, pareciera que el panorama de Le Ly está por despejarse. 

La elaboración de Stone se ciñe muy cuidadosamente a las formas representativas de lo extraterritorial en Hollywood, con un exotismo que raya frecuentemente con el racismo, con una discriminación a veces implícita y a veces explícita. Sin embargo, revierte el modelo con su propia protagonista, que para empezar no es el héroe convencional, sino que es una heroína que tampoco luce blanqueada, que está confundida, deambulando tras una supervivencia siempre agónica. Las formas hollywoodenses aquí se convierten en un vehículo de crítica mucho más contundente, primero al maniqueísmo característico de la observación de Estados Unidos sobre aquello que está relacionado con la guerra en términos generales. La confrontación aquí no se da entre bandos opuestos en los que se sitúe Le Ly, sino que ella por si misma es todo un flanco en la construcción dramática, mientras que el entorno completo, desde aquel más crudamente vinculado con la violencia bélica hasta los más estructurales de un mundo patriarcal, en el que una mujer es sacudida constantemente por el machismo directo y la misoginia más extensa de un mundo patriarcal que no la considera, que la arrasa de un lado a otro con la acción y con la inacción. 

Stone conserva las atmósferas viciadas, como de paraíso envenenado, que también se perciben con claridad en ‘Platoon’ y ‘Nacido el 4 de julio’. El modelo casi de mirada publicitaria para parque temático es una máscara que poco a poco se va cuarteando para dejar entrever una cara que normalmente es ocultada, escondida. El voice over parte como si estuviéramos escuchando los altavoces de un parque de atracciones con información básica que escondiera cierta condescendencia, pero pronto deja paso a unos detalles terribles, los de la tortura, los del asesinato, los de la violación, los del saqueo. Le Ly es pequeña, es frágil y necesita protegerse constantemente de una tormenta que se renueva en un nuevo escenario especialmente agobiante y monstruoso. Sin embargo, poco a poco, emergen del pasado de su cultura los principios que le dan fortaleza frente a una terrible adversidad, frente a las explosiones ineludibles de lo terrible. A medida que crece y se va convirtiendo en mujer, con sus hijos a cuestas, quienes pronto son más grandes que ella, los espíritus de su deseo más intenso de independencia y de liberación la mantienen en pie. Stone piensa en su propia madre, en esa fortaleza que ha atestiguado, para expresar la entereza necesaria para cruzar el abismo de Vietnam. 


jueves, 15 de febrero de 2024

El Vietnam permanente de ‘Nacido el 4 de julio’ y las cicatrices internas de Oliver Stone


Oliver Stone no se refería a Vietnam como un asunto aislado, con una mirada subjetiva o con la sensibilidad que puede suscitar un acontecimiento humano como la guerra, especialmente una con tanto fondo cultural y político como la guerra de Vietnam. Stone es un veterano de aquella guerra y en carne propia vivió aquellas atrocidades. No solamente en carne propia, sino en la devastación mental que pasa quien atraviesa por un horror de ese tipo. Con ‘Platoon’ (1986), el cineasta neoyorquino se posicionó en el panorama ya bien sólido del cine de autor estadounidense, y además se posicionó en el discurso cinematográfico sobre Vietnam, uno de los asuntos que derivó en el movimiento antibelicista, uno de los más influyentes de la contracultura de la cual generacionalmente Stone formaba parte. Después de ‘Platoon’ y de ampliar las tesis de su crítica al sistema financiero con ‘Wall Street’ (1987). Para cerrar la década y definir su perspectiva completamente contracorriente con respecto a la década del auge de los blockbusters, Stone lanzó ‘Nacido el cuatro de julio’ (1989), en la cual ahondaba en las serías huellas psiquiátricas y los terribles estragos físicos de la guerra para los veteranos de Vietnam. La película está basada en la historia del veterano Ron Kovic, convertido en activista antiguerra, plasmada en el libro cuyo título toma también la película. Atravesando los años más plenos de su juventud por infierno de Vietnam, Kovic (Tom Cruise) requiere de una catarsis para soportar el trauma insoportable de su propia historia. 

La atmósfera desde la cual parte Stone es la de la tranquila y bucólica Massapequa, en el estado de Nueva York, en donde Ron Kovic cumple diez años de edad en la celebración patria del 4 de julio, como si fuera una premonición con cierta ironía cruel. Es un joven formado con ideas nacionalistas, en la ingenuidad de su edad, en un ámbito de protección familiar y comunitaria, que percibe su ingreso a las filas de Vietnam como marine como si cualquiera tuviera un sueño sobre su futuro. El sueño del astronauta, el del futbolista, el de la bailarina. Stones se esmera en construir este ambiente cálido y poco a poco lo va fusionando con los atardeceres melancólicos, previos o posteriores a la devastación de las batallas sangrientas de Vietnam, hacia donde Kovic se traslada mucho más aceleradamente de lo que el espectador alcanza a tomar conciencia de que apenas un niño es lanzado al fuego. El lapso que abarca la película es lo suficientemente extenso, no solamente para consolidar la empatía necesaria del espectador, sino también para seguir de cerca el proceso de degradación, el campo arrasado en el cual se transforma la humanidad completa de Kovic. En la elaboración práctica de ese proceso, la actuación de Tom Cruise tiene que acogerse a la demanda de una multiplicidad de estados mentales que se expresan constantemente en los estados físicos, con el respaldo puntual de un maquillaje que no va en busca de las transformaciones sino de los rasgos que puntualizan en las cicatrices, en las marcas que solamente expresan la tortura interna y acaban finalmente con aquel niño que empezó la película. 

En relación con ‘Platoon’, ‘Nacido el 4 de julio’ extiende la guerra, en el modelo específico de Vietnam, hacia las profundidades, hacia una memoria tan traumática que no se puede borrar jamás, pero en una mente en la que se libra una nueva batalla que consiste muy especialmente en la toma de conciencia, en el descubrimiento de cuál es la dirección hacia la cual es necesario remar para sacarse de encima la carga, para expiar unas penas con las que no queda otro camino que convivir.  


jueves, 8 de febrero de 2024

El Vietnam territorial de ‘Platoon’ y la zona de guerra de Oliver Stone


Resulta especialmente difícil encontrar en el pensamiento estadounidense una voz decididamente afiliada a las ideas de la izquierda política. Es común que las divergencias se den entre los liberales y los conservadores, pero existe siempre un pacto, tácito o explícito, para defender los principios estructurales de los Estados Unidos. En Hollywood esa particularidad ideológica de adhesión a la izquierda se hace más escasa, lo cual es comprensible teniendo en cuenta los lineamientos que le dan vida a Hollywood como un negocio de expansión económica y cultural. En medio de esa considerable unanimidad de fondo, la voz de Oliver Stone siempre ha resultado llamativa. Stone ha puesto el dedo en el renglón de una amplia variedad de asuntos que han develado una connivencia criminal de Estados Unidos con su propia sociedad y con el mundo. De la generación misma del Nuevo Hollywood, este cineasta neoyorquino ha conseguido construir su filmografía dentro y fuera del cine independiente, sobre temas tratados con profundidad por sus coetáneos o simplemente sobre otros incluso ocultos. Con su “trilogía de Vietnam”, abordando uno de los asuntos esenciales de la contracultura de su generación, Stone logró insertarse en el círculo hollywoodense y poner en el panorama su voz particular. La primera película de la trilogía es ‘Platoon’ (1986), cuenta la historia del paso por la guerra de Chris Taylor (Charlie Sheen), un joven recluta que en su pelotón se encuentra con el poder trascendente de dos superiores equitativamente influyentes: el Sargento Elias (Willem Defoe), humanista y solidario en medio de la violencia más cruda, y el Sargento Barnes (Tom Berenger), torturador, asesino y psicópata. Como un héroe de la antigüedad, Taylor deberá confrontarse con la conmoción profunda de ese Dios y de ese Diablo. 

‘Platoon’ nos pone inmediatamente en el terreno de la guerra, en la circunstancia específica de la guerra, con toda su carga emocional atravesada por la violencia. La inexperiencia de Taylor nos sirve para situarnos pronto en las condiciones específicas, especialmente con respecto a la comunicación entre los soldados y las condiciones geográficas adversas. Taylor es un hombre fuerte, resistente, pero que internamente está completamente en blanco, que es un recipiente vacío para ser colmado de alguna ideología que pueda incluso definirlo hacia el futuro. Los traumas zumban por sus oídos, caen frente a su mirada y el terror, el sobrecogimiento permanente, no es más que el síntoma de una humanidad que se está formando a fuego vivo, con violencia. No es adecuado comparar la observación de Stone sobre Vietnam con la obra suprema de Coppola en ‘Apocalypse Now’ (1979) o con ‘Full Metal Jacket’ (1987), la reflexión bélica de Kubrick sobre el mismo asunto. En la tesitura de las ideas de Stone, ‘Platoon’ se orienta mucho más a la experiencia personal de un soldado raso, sin apelar demasiado a la colectividad o a las grandes épicas. Busca hablar de toda la humanidad con el fundamento de un solo humano. En ese terreno fértil que suele ser la guerra, en ese campo de batalla, también se libra la batalla característica de Stone, que se centra muy especialmente en la denuncia de una deshumanización estructural que parte de inmensos vicios propia de la esencia misma de Estados Unidos. Esa elaboración detallada en la complejidad de la humanidad, impactada profundamente por la vileza y por la nobleza, sin duda reta el maniqueísmo característico de una política estigmatizadora que se incrementó en el relato paranoico de la Guerra Fría. Así es como, con suficientes virtudes en la realización y una dirección de actores precisa, Oliver Stone dejaba entrever por primera vez las consecuencias críticas que implicaban en la humanidad misma las decisiones políticas y económicas de su propio país hacia el mundo. 


jueves, 1 de febrero de 2024

El outsider contemporáneo de ‘Los que se quedan’ y la herencia vanguardista de Alexander Payne


En medio de la arrasadora maquinaria hollywoodense, siempre han brotado los grandes autores, como las flores en el asfalto. En medio del eficiente sistema de géneros, la comedia siempre surtió a la historia del cine de una gran colección de verdaderos artistas que nunca han dejado de observar críticamente a la sociedad estadounidense, en los detalles y en los grandes rasgos, con pequeñas historias humanistas que han sido capaces de formular los problemas estructurales a los que se enfrenta el ser humano confrontando el sistema. Desde los inmigrados Ernst Lubitsch y Billy Wilder, pasando por Hal Ashby y Woody Allen, hasta Alexander Payne, quien ha ido consolidando con el paso del tiempo una filmografía que ha protegido a la figura histórica del outsider para protegerla de las diversas y aceleradas transformaciones de los tiempos. Su más reciente película, ‘Los que se quedan’ (2023), es una buena muestra de su cine y de la herencia vanguardista de la cual se puede considerar es un fiel representante tras sumar títulos como ‘Las confesiones del Sr. Schmidt’ (2002), ‘Entre copas’ (2004) y ‘Nebraska’ (2013), entre otras. En ‘Los que se quedan’, Paul Hunham (Paul Giamatti), un profesor huraño de internado en Massachusetts, y cautivado por su propio conocimiento, es castigado por sus malos tratos a los alumnos, cuidando en el periodo vacacional navideño a los más problemáticos y abandonados. Especialmente tendrá que vérselas con Angus Tully (Dominic Sessa), el más complejo de todos ellos. 

En ‘Lo que nos pasa’, Payne nos arroja a las profundidades del Estados Unidos más teóricamente favorable para vivir. En medio de una inmensa escuela a la que los padres más bien ricos envían a sus hijos para fundamentalmente deshacerse de ellos todo el tiempo que sea posible, a la intimidad acogedora de un maestro ácido para regocijado en las profundidades de su conocimiento sobre las civilizaciones antiguas, en la lectura del mundo, en su pipa, en el calor de su habitación. Pero precisamente la acidez de su misantropía consentida lo someten a la poco envidiable tarea de cuidar a un puñado de jóvenes traumados por el abandono crítico. En ese ambiente de inmensa cabaña en medio de la montaña nevada, se replica tanto el Overlook Hotel de ‘El Resplandor’ o el colegio Howgarts de Harry Potter, en medio de esa tradición especialmente irlandesa del noreste de Estados Unidos. De alguna forma, estas circunstancias socioculturales, que incluye la convulsión entre las décadas de los sesenta y los setenta, crean un vínculo con las disertaciones existenciales del cine escandinavo, que palpita en medio del Estado de bienestar y cierto abandono usual en un mundo en el cual se suele suponer que todo está resuelto. Poco a poco este espacio se va vaciando y solo quedan los solitarios, los viejos outsiders del cine estadounidense, como si hubieran sido pasados por un bastidor que los arrojara a esa soledad compartida. A Hunham no le queda más que encontrarse con el joven Tully y con la lacerada cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), quien ha perdido a su hijo en la guerra de Vietnam, y ocasionalmente Danny (Naheem Garcia), el conserje del lugar. Nuevamente el asunto esencial es la reconfiguración, al menos temporal, para soportar la reclusión invernal, de una familia resignificada, en la que las experiencias compartidas y los pasados diversos dan constantemente perspectivas nuevas, horizontes despejados. Muy acertadamente, Payne no apela a un realismo fantasioso y las consecuencias para sus personajes son especialmente verosímiles. Aún más acertadamente, no pretende nunca acogerse en un melodrama simplón, sino que, sin dejar de ser crítico con gran incisión y profundidad, sus personajes asumen el mundo con la dignidad precisamente de quien se resiste. 

jueves, 25 de enero de 2024

El Mabuse de posguerra de ‘Los mil ojos del Dr. Mabuse’ y la última mirada de Fritz Lang


‘El testamento del Dr. Mabuse’ (1933) resultó ser la última película de Lang en Alemania. Su vida estaría por dar un vuelco que lo pondría muy pronto ante otro panorama. Joseph Goebbels, el siniestro líder de la comunicación en la Alemania nazi, lo convocaría para ofrecerle ser la cabeza del cine oficial de esta nueva Alemania que estaría por detonar la guerra en Europa. Lang se rehusó valientemente por razones ideológicas, pero también por razones personales, pues su madre era judía. Goebbels respondió a ese argumento aduciendo que “ellos decidían quién era judío”. Fritz Lang no solamente tuvo que dejar Alemania, sino también a Thea von Harbou, su esposa y principal socia creativa, quien, por el contrario, era afín a las ideas extremistas del nuevo gobierno. Como si esta saga cinematográfica tuviera la misma esencia de sus profundidades, como las apariciones sísmicas y transformadoras del mundo del Dr. Mabuse, así como la segunda de las obras de la trilogía marcó el final de la obra de Lang en Alemania, la tercera película ‘Los mil ojos del Dr. Mabuse’, sería la última película en la filmografía de Fritz Lang. Después de convertirse en un director destacado en el Hollywood clásico, con títulos de gran calidad acogiéndose al sistema de géneros, Lang regresó a Alemania y consiguió el respaldo para filmar su última película y, así mismo, darle inicio a toda una memoria fílmica en su nombre y para su personaje transgeneracional. El detective Kras (Gert Fröbe) investiga una serie de crímenes que tienen en común su relación con un hotel que pertenecía el régimen nazi. Travers (Peter van Eyck), un magnate estadounidense del negocio nuclear, se hospedaje en el hotel y se enamora de Marion Menil (Dawn Adams), una joven mujer a quien rescata del suicidio, quien le pide ayuda para escapar de su peligroso marido. Kras y Travers, con la ayuda del mentalista Peter Cornelius (Wolfgang Preiss), siguen el rastro de las pistas que caracterizan un crimen que se asemeja especialmente a aquellos cometidos por el Dr. Mabuse, varias décadas antes, en la búsqueda del “imperio del crímen”. 

En la tercera parte de la trilogía, Lang se sigue aferrando a la narrativa policiaca, al misterio que se fusiona con un criminal de ultratumba, inmortal, convertido en un monstruo que vive en la esencia misma de los vicios más destructivos del individuo y de la sociedad. En este caso, es notoria la influencia orwelliana de Lang, ya instalada en aquel mundo de transformación tecnológica en el que las cámaras espías estaban por multiplicarse a través de la paranoia de la Guerra Fría. Es constante la transición de los planos abiertos a los inserts de las pantallas que controlan cada movimiento de los implicados, sin que sepamos en el transcurso de quién se trata realmente. El espíritu de Mabuse, ya convertido aquí en una amenaza imperecedera por aferrarse con fuerza a las entrañas mismas de la naturaleza humana, al impulso masivo de la furia devastadora del crimen, se percibe cada vez como algo más real, más constatable, que se esconde detrás de una vida social nutrida, de un ecosistema que parecería estar aislado, como el del hotel. Las elecciones de Lang no dejan de ser significativas. Detrás de una sociedad suntuosa, que se ostenta como liberal, en un mundo que ya ejercía la libertad entendida como un principio fundamental, justamente en un momento en el cual, tanto el cine europeo como el cine estadounidense se movían de la mano de una generación de posguerra con ganas de rehacerlo todo, Lang advierte la persistencia de un legado siniestro, de una violencia natural que está siempre en los actos sociales de la humanidad. Todavía es más significativo que sea su última película, que esto sea lo último que haya expresado por la vía del cine. En la sociedad moderna, el viejo Lang advertía la perpetuidad del mal, no desde una perspectiva moral, sino desde una observación social en la que la mente de cualquiera puede resguardar los deseos oscuros de una ambición insaciable por apretar con el puño a todos los demás.  

jueves, 18 de enero de 2024

El Mabuse espectral de ‘El testamento del Dr. Mabuse’ y la advertencia aterradora de Fritz Lang


Para 1933, aquel año tan determinante como trágico para Alemania y Europa, en el que Hitler ascendió al poder con todos los fascistas cargándole la inmensa cola al monstruo, Fritz Lang ya había entregado unas cuantas obras transversales en la evolución del cine como un arte elaborado y comprometido. Empezando por la primera entrega de la “trilogía Mabuse”, ‘Mabuse, el jugador’ (1922) y continuando con ‘Metrópolis’ (1927), todo un hito de la ciencia ficción y ‘M, el vampiro de Dusseldorf’ (1931), que bien podría considerarse el parteaguas del terror psicosocial. Thea von Harbou se había convertido en una estrella fundamental en todo su proceso creativo y además en su esposa. Justo en aquel año fatídico, con el respaldo de un reconocimiento en auge que lo haría desfilar pronto por las tenebrosas oficinas de Goebbels, Fritz Lang volvió a trazar otra de las cúspides de su carrera, con ‘El testamento del Dr. Mabuse’ (1933), una película tan extraordinariamente intuitiva y premonitoria que fue casi borrada de Alemania durante las siguientes dos décadas. En ‘El testamento del Dr. Mabuse’, Lang le da continuidad a la historia aparentemente terminada del particular villano gansteril que era Mabuse (Rudolf Klein-Rogge), para concentrarse en sus habilidades hipnóticas y convertirlo primero en el desquiciado superdotado recluido en el manicomio y después en el espectro representativo de una amenaza tan espiritual como colectiva, la del “imperio del crimen”, como el mismo Mabuse define a su escenario distópico. Nuevamente tendrá la oposición de un detective persistente, ahora el inspector Lohmann (Otto Wernicke) y del amor que salva del control mental de Mabuse al joven Thomas Kent (Gustav Diessl).

‘El testamento del Dr. Mabuse’ toma la estafeta en el punto exacto donde la dejó ‘Dr. Mabuse, el jugador’, no solamente en lo que se refiere a lo narrativo o específicamente a la trama, sino también a lo genérico, al escenario que se circunscribe más decididamente en lo realista, aunque ya había tocado algunos puntos de lo fantástico. Por la vía de unos recursos completamente articulados con sus intenciones conceptuales, ahora Lang hace uso de la animación, los efectos prácticos y el diseño de sonido (la más inmensa de las novedades) para hacernos cruzar poco a poco a un asunto esencial, el del espíritu colectivo, el de toda una nación. El ascenso imparable de los fascistas, de los criminales que arrasan, roban, matan, sabotean y se fundamentan en un discurso radical, es el mismo que Mabuse escribe febrilmente en la celda del asilo de los locos. Es toda una escritura nueva, un tratado, un legado criminal, como el de Hitler, como el de toda secta que sigue los textos sacralizados que puede llevar a la sociedad a un horror sin precedentes. Desde el punto de vista de lo creativo, aquí ya no solo hay sonido, sino todo un incisivo y potente diseño de sonido de Adolf Jansen. Las disolvencias, las sobre exposiciones y la animación, se suman para trasladarnos a un mundo en el que la fantasía no tiene la simple tarea de representar otro umbral de la percepción, sino en el que expresa algo mucho más tangible, que se va creando monstruosamente día tras día: la cultura de la muerte, del crimen, de la violencia. El espíritu del profesor Baum (Thommy Bourdelle), obsesionado con el caso clínico de Mabuse, se va llenando de una pasión asesina, fanática, que es utilizada como el instrumento de Mabuse, la marioneta para culminar su proyecto de destrucción. Por otra parte, Hofmeister (Karl Meixner), un policía torturado hasta la locura por el fantasma de Mabuse, es la mejor muestra del extremo sadismo del monstruo de ultratumba. 

La película de Lang va tan profundo desde la particularidad propia de la Alemania de su tiempo que se hace imperecedera. Tan vigente que nunca va a dejar de hablar de algo que sucede por arraigarse con fuerza a la naturaleza humana más perversa.   

jueves, 11 de enero de 2024

El Mabuse demoníaco de ‘Dr. Mabuse, el jugador’ y la disección profunda de Fritz Lang


En la década de los veinte en Europa, en pleno periodo entreguerras, los estragos de la primera Guerra Mundial y la liberación natural de los espíritus en tiempos de paz, trajeron consigo un auge extraordinario de la vanguardia cinematográfica. Mientras que en la Unión Soviética se consolidaba el lenguaje por vía del montaje con el Realismo Socialista y en Estados Unidos crecía a grandes estirones el Star System y el sistema de géneros, en Francia y en Alemania se dejaba fluir una necesidad incontenible por crear experiencias cinematográficas que, directa o indirectamente, trataran de fondo los sentimientos más vigentes de esos pueblos. En Alemania en medio de la crisis profunda en lo político y lo social, con altos índices de delincuencia e ilegalidad, se edificó el Expresionismo Alemán, en donde convergieron artistas de todas las vertientes, en un arte recién nacido como el cine, para hablar de las convulsiones profundas de una sociedad sacudida por las amenazas y el caos. Fritz Lang, el prodigioso cineasta austriaco posicionado a la vanguardia del Expresionismo Alemán, se interesó especialmente en el Dr. Mabuse, personaje literario creado por el luxemburgués Norbert Jacques. Mabuse es un gánster sádico, con poderes mentales y grandes habilidades para el disfraz, que lleva consigo a una pandilla de proscritos entre quienes suma drogadictos, idiotas, bailarinas de cabaret y atormentados violentos. Se trata de un personaje que para Lang contenía en su esencia los vicios y los lastres de la Alemania de aquel entonces: los de la corrupción, el desgobierno y el crimen. Fue tal la pasión que Mabuse despertó en Fritz Lang que terminaría por hacer toda una trilogía a lo largo de su extensa filmografía. La primera pieza del tríptico de Lang sobre Mabuse se dio en los albores de la deslumbrante década de los veinte en el cine alemán, con ‘Dr. Mabuse, el jugador’ (1922), en el que el Dr. Mabuse (Rudolf Kleinn-Rogge) y su pandilla de marginados quieren torturar a todo Berlín con los espejismos de la avaricia, para entonces tomársela y regirla desde la destrucción. Sin embargo, Mabuse va a tener que enfrentarse a la perseverancia del fiscal von Wenk (Bernhard Goetzke), quien se empeñará en sortear sus trampas y detenerlo. 

En ‘Dr. Mabuse, el jugador’, Fritz Lang da el paso definitivo para instalar el Expresionismo Alemán como vanguardia extensa, no solo de cine, sino del arte en el siglo XX. Después de abrir la senda con su anterior película, ‘Destiny’ (1921), Lang se lanza a las profundidades de un mundo oscuro, que es tanto el mundo de la sociedad en decadencia como el del subconsciente de pulsiones lascivas que se regodean en la tortura, en el desatar del caos. Mientras que en Estados Unidos se cocía más lentamente el cine de gánsters, Lang con su primer Mabuse lo expandía en los significados, hasta representar con decisión esa especulación sobre el poder en mano de los monstruos, de los asesinos, los ladrones, los sádicos, los faunos más endemoniados que se carcajean vulgarmente. Y Lang también deja entrever raíces no despreciables del film noir, con la fatalidad propia de quienes tienen que esconderse incluso de su propia conciencia, de las mujeres que arrastran a unos y otros a la muerte, a la locura, al delirio. El arte completo, a cargo de todo un equipo integral, ya recogía la estafeta de los recintos hipnóticos y deslumbrantes de ‘El gabinete del Dr. Caligari’ (1920), de Robert Wiene, la película que se considera manifiesto del Expresionismo Alemán. Lo mismo puede percibirse de las interpretaciones intensas en lo actoral e incluso de los preciosos trazos de animación. Pero Fritz Lang va más allá y con el bisturí afiladísimo de su intuición con respecto a su propia época abre de par en par las entrañas de la podredumbre que se consumía a Alemania, desde las élites hasta los bajos mundos. Como siempre, en el caso de Lang, del Expresionismo Alemán y de toda la historia de las vanguardias en el cine, esta disertación tan pasional como cerebral, termina por mantenerse fresca porque se alimenta de un espíritu humano universal. En el caso de Alemania, lo que estos monstruos tan sociales como espectrales preveían, estaría por confirmarse apenas una década después.