sábado, 27 de abril de 2019

La música reveladora en ‘Leto’ y la reconstrucción emocional de Kirill Serebrennikov

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Kirill Serebrennikov es una de las figuras crecientes en el panorama del cine de la Europa Oriental en lo que va de este siglo. Con experiencia muy importante en las artes escénicas, específicamente en el teatro, el director ruso ha ido construyendo gradualmente una filmografía que ha llamado cada vez más la atención de la crítica cinematográfica. En ‘Traición’ (2012), ya sugería su especial interés por los encuentros entre las personas. En ‘El discípulo’ (2016), mostró intereses sobre la organización de la sociedad, con un trasfondo histórico que cada vez se hacía más visible. ‘Leto’ (2018), película de paso exitoso por el más reciente festival de Cannes, parece reunir definitivamente los intereses de sus películas previas y asentar su estilo como cineasta. ‘Leto’ se sitúa en los albores de la Unión Soviética ochentera, específicamente en Stalingrado, en donde un grupo de jóvenes músicos, tocados profundamente por la discografía pirata de Occidente en Rusia, se mueve con energía vital en medio de un sistema autoritario y estricto como lo era el de la URSS. Viktor (Teo Yoo), originario de las repúblicas más orientales de la Unión, se embarca en la realización de sus sueños de rock and roll y baladas folk, con unos pocos compañeros que ha encontrado en el camino. En ese proceso, se encuentra con el joven matrimonio conformado por Mayk (Roman Bilyk), una estrella de la incipiente escena del rock local y subterráneo, y Natasha (Irina Starshenbaum), su bella y libertaria esposa, quien además hace tareas de madre. El encuentro de los tres personajes potencia las ilusiones, la emoción, los sueños y los anhelos, en medio de un ambiente urbano gris, seco, lleno de la melancolía propia de la escasez de libertad.

Con un blanco negro bien definido que revela la poesía urbana intrínseca del escenario, Serebrennikov nos posiciona históricamente en una Rusia flaca, débil en ese momento, pero con una potencia insólita que recorría sus calles. Nos comparte ese fuego iniciático de una revolución interna que en la década inmediatamente anterior, se había desarrollado en varios países del otro bloque, partiendo desde la transformadora década de los años sesenta. La situación se plantea como una síntesis en la cual confluyen el desencanto con el gobierno propio de los setenta y la textura urbana característica de unos ochenta que intensificó la brecha social. El mensaje más claro para los oídos de esta juventud soviética resultaba ser el de aquellos que surgieron en la contracultura misma y evolucionaron en las profundidades de las grandes ciudades, poniendo al frente a quienes antes fueron los relegados, igual que los mismos soviéticos frente a Occidente. The Velvet Underground, con Lou Reed al frente, David Bowie, T-Rex con Marc Bolan e Iggy Pop, aparecen como la vanguardia de un impulso vital, de una necesidad profunda de expansión, de apertura, como un abrazo a todo aquello que siempre vivió en el espíritu mismo del rock, en estrecha relación con la juventud. La hermandad llena de conflictos humanos y las características étnicas de Viktor recuerdan al entrañable Dersu Uzala de Kurosawa, mientras que la estética del videoclip se hace presente constantemente para volvernos a emocionar con todas esas canciones que sacudieron los paradigmas en aquella época. Las transiciones están a cargo de un personaje omnisciente que rompe la cuarta pared para hacernos tristemente conscientes de que lo soñado no acabó por suceder en aquel contexto. La película referencia a artistas históricos reales, repletos de virtudes en la escena supremamente underground del Club de Rock de Leningrado y sin ambages nos hace percibir que la juventud siempre ha necesitado estallar, romper las cadenas, en cualquier lugar del mundo.

Con la fuerza de la inmersión fotográfica y experiencial de la herencia cinematográfica de la Europa Oriental, como podría incluso ejemplificarla Béla Tarr, pero también Tarkovsky, Serebrennikov tiene la capacidad de alimentarse de fuentes sumamente diversas y en puntos casi opuestos de la historia y la geografía mundial para presentar un ejercicio tan universal como útil para el presente.

viernes, 19 de abril de 2019

El drama cinematográfico de Quentin Tarantino y el personaje motor en ‘Reservoir Dogs’

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Quentin Tarantino es probablemente el cineasta más célebre y generacional de aquella oleada de cineastas independientes en Estados Unidos que tuvieron que batirse con el Hollywood monstruoso y aplastante de los blockbuster. Tras la artesanal ‘My best friend’s birthday’ (1987), Tarantino se presentó al mundo con ‘Reservoir Dogs’ (1992), impulsada desde el guion por el ya celebrado Harvey Keitel, quien además accedió a un papel en el reparto. ‘Reservoir Dogs’ describe los pormenores accidentados en el robo colectivo de unas joyas. Joe Cabot (Lawrence Tierney), junto a su hijo Nice Guy Eddie (Chris Penn), recluta a un grupo de maleantes diversos para emprender la misión criminal. Para que se conserve el anonimato entre los miembros de la amalgama transitoria, Joe decide asignarles colores como nombres a cada uno. Los integrantes son Mr. White (Harvey Keitel), Mr. Orange (Tim Roth), Mr. Blonde (Michael Madsen), Mr. Pink (Steve Buscemi), Mr. Blue (Edward Bunker) y Mr. Brown (interpretado por el mismo Tarantino). Todo el plan se deshace estrepitosa y sangrientamente por la anticipación de la policía en el momento mismo del robo, lo cual despierta las sospechas de un soplón entre las filas del grupo criminal.

La película plantea con toda firmeza lo que sería el estilo distintivo de Tarantino, aquel que lo convertiría en la influencia de millones de jóvenes que encontraron una alternativa en los noventa a los modelos que planteaba el cine masivo de Hollywood. Con una película de no muy alto presupuesto, fundamentada en las actuaciones y con firmeza en la dramaturgia, especialmente en el talento innato de Tarantino para los diálogos, ‘Reservoir Dogs’ puso en la palestra una alternativa cinematográfica que sin duda abrevaba de la generación independiente posterior a la contracultura, específicamente de la filmografía de Martin Scorsese, y puso al frente a la serie B que durante muchos años fue menospreciada estéticamente. Se trata de una película en la cual el personaje representa con solidez el motor que activa la dinámica especialmente vigorosa de las acciones. La estructura está dividida desde la perspectiva dramática en el ensamble de todos estos personajes, en los devenires que los acercaron a este grupo fatal que se reúne por tiempo limitado. La desestructuración temporal responde precisamente al concepto construido sólidamente alrededor de los personajes, de su propio desarrollo que representa cada uno un hilo con el cual se construye una excelente trama que devela de fondo la trascendencia que reside en el fondo del azar, que a fin de cuentas es el destino trágico clásico.

Por supuesto, la construcción de Tarantino se plantea como una poción sumamente atractiva, en la que giran todos sus talentos, que incluyen su inmenso don como guionista y su ya legendaria intuición para encontrar canciones de la cultura popular, especialmente la afroamericana, que potencian sin duda alguna sus imágenes, sus acciones, la particularidad de sus personajes emblemáticos. ‘Reservoir’ Dogs hace uso de diferentes mecanismos que controlan el ritmo con absoluta precisión. Las elipsis y flash backs no son caprichosas sino que sirven también para construir toda una sucesión de velocidades que permiten disfrutar la película con una gama de emociones amplias. Así pues, pasamos de la agitación del golpe criminal a la urgencia de la violencia misma y de ahí a la confrontación propia de cada personaje por la supervivencia pura. La cámara puede panear intensamente de un personaje a otro en plenos diálogos, sin cortar, o puede cortar en la misma escena, o puede simplemente recibir al grupo de personajes en aquella memorable escena de créditos en la que podemos ver al grupo en toda su extensión. Por supuesto, tiene que ver con ‘The Wild Bunch’ (1969) o también con la colectividad repleta de diversidad de Jean-Pierre Melville o incluso los cómics de Dick Tracy. A fin de cuentas, no se trata solamente de una película de acción, sino del ensamble mismo de los destinos, en un collage que se alimenta de la más profunda tradición cinematográfica del cine independiente y subterráneo del cine estadounidense. El desplegar de alas de una carrera que ampliaría las perspectivas de una generación.

sábado, 13 de abril de 2019

La espacialidad sonora de ‘El culpable’ y la proyección introspectiva de Gustav Möller

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En el norte de Europa, específicamente en los países nórdicos, la tradición cinematográfica ha sido extensa y trascendental. Se trata de cinematografías que han explorado a fondo la condición humana agregando un matiz profundo y autoral al cine europeo durante décadas. Elevando el tono discursivo del arte cinematográfico a los mismos confines de la filosofía. Probablemente, el país más prolífico en el cine de esta región del mundo ha sido Dinamarca, que ha aportado cineastas y películas durante cada etapa de la historia del cine. Siempre en paralelo frente a las grandes luminarias de las potencias europeas, el cine danés entregó historia pura con artistas excelsos como Carl Dreyer y su influencia se extiende hasta nuestros días con cineastas célebres como Susanne Bier y Nicolas Winding Refn, tras haber propuesto una nueva perspectiva con Dogma 95, liderado por Thomas Vinterberg y Lars von Trier, uno de los cineastas más potentes e influyentes de los últimos 30 años. El vigor inagotable del cine danés vuelve a percibirse con ‘El culpable’, ópera prima de Gustav Möller, cineasta de origen sueco que con su primera película sorprendió favorablemente a crítica y público de todo el mundo. ‘El culpable’ nos relata el turno del operador telefónico de la policía danesa Asger Holm (Jakob Ceder), degradado a esta tarea por antecedentes legales conflictivos. Asger soporta con cierto estoicismo la irresponsabilidad de quienes llaman, hasta que recibe una llamada de la cual no podrá liberar su incontenible vocación de héroe.

El concepto de la película hace de ‘El culpable’ por sí mismo un filme referencial. Es una película que construye el drama con base en la experiencia de la escucha y de la distancia. La fuerza que se opone en realidad es el distanciamiento de la tecnología misma, con toda su capacidad para influir en el destino de las personas, pero también con toda su incapacidad para responder a la acción inmediata con la precisión que se requiere. La película plantea la situación de descubrirse con poder para mejorar las cosas, pero al mismo tiempo la fragilidad humana frente a sus propias emociones, la dificultad permanente de acceder a la objetividad, de darle paso a la racionalidad. Resulta sorprendente ver que la película, con una propuesta sumamente estricta, en tiempo real y en una única locación, de forma muy clara sigue alimentando la tradición danesa de la introspección profunda, conserva la identidad de la trascendencia cinematográfica nórdica. Al mismo tiempo, trae a la memoria a Orson Welles, pero no al Welles cinematográfico, sino al Welles radiofónico que le dio la vuelta al tablero de la creatividad en su época con su adaptación de ‘La guerra de los mundos’, de H.G. Welles. En este caso, Möller también crea un nuevo espacio en nuestra imaginación, en la necesidad de completar visualmente la brillantez de su diseño sonoro. Es el mismo principio de la lectura impulsado en la gran versatilidad interdisciplinaria propia del cine. Cada espectador construye su espacio libremente en lo formal, pero con la misma emoción característica del thriller. La película tiene entonces la intensidad humana de los personajes en el cine nórdico, las inquietudes espaciales que marcaron el cine de Dreyer, la reflexión sobre la modernidad frecuente en Bier y Winding Refn y la búsqueda de un cine formalmente libre en términos de producción que residió en el espíritu del Dogma 95.

La disertación filosófica de ‘El culpable’ nos pone frente a la influencia violenta de nuestras propias decisiones, frente al carácter devastador del prejuicio. Resulta especialmente útil para considerar el diseño racional de las nuevas revoluciones, y lo hace planteando las consecuencias de la entrega total a la emocionalidad. La honestidad de Asger nunca es puesta en duda, pero resulta insuficiente incluso para que ejerza un trabajo específicamente automatizado. Al mismo tiempo, la distancia que ha puesto la tecnología entre las personas queda expuesta. La verdad puede estar siempre muy distante, especialmente cuando la apariencia se pone de frente en la comunicación misma.

sábado, 6 de abril de 2019

La provincia crítica de ‘Todos lo saben’ y el aparato dramático de Asghar Farhadi

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El cine del Medio Oriente tiene una larga tradición y se ha convertido en un foco sumamente atractivo del panorama cinematográfico internacional, especialmente en Irán, con el liderazgo del legendario Abbas Kiarostami, quien tomó las banderas de auténticos próceres de aquellas cinematografías, como la poetisa Forugh Farrojzad y los hitos que pusieron el dedo en el renglón de la realidad política de la región como ‘La batalla de Argel’, de Gillo Pontecorvo. Durante la más reciente década, Asghar Farhadi, también iraní, se ha posicionado sin duda alguna como uno de los mejores cineastas del momento, especialmente con ‘Una separación’ (2011) y ‘El cliente’ (2016), películas que han retratado de forma intensa y profunda la humanidad mediáticamente olvidada de Irán, con películas que se destacan por sus sólidos guiones y sus actuaciones de tinte realista. Por primera vez, Farhadi ha abandonado su país para hacer cine y se ha decidido por España, en donde ha reclutado a la pareja más celebre del cine español: Penélope Cruz y Javier Bardem, acompañados por el argentino Ricardo Darín, uno de los actores emblemáticos del cine latinoamericano. Si se piensa bien, España es la mejor conexión con el Medio Oriente que se puede encontrar en Occidente. La película se titula ‘Todos lo saben’ y cuenta la historia de las fatídicas vacaciones de Laura (Penélope Cruz), quien viaja junto a sus dos hijos desde Argentina hacia España, su país natal, para atender la boda de su hermana, sin su esposo Alejandro (Ricardo Darín). Allí se encuentra con su familia y con su amor de infancia y juventud, Javier Bardem (Paco). La fatalidad aparece por sorpresa en el escenario festivo de la celebración y entonces se agitan las memorias y se reabren las cicatrices del pasado.
En un entorno provincial, en donde los vínculos sociales son mucho más estrechos, y al mismo tiempo en la atmósfera cálida del escenario, Farhadi instala su ya probado aparato dramático, con un tratamiento realista no solamente en lo narrativo sino en lo cinematográfico, siempre siguiendo a sus personajes, exponiéndolos de forma plena en los momentos álgidos de la emoción, construyendo la situación con la intensidad de su relato bien elaborado. El dolor intenso se plantea como la sustancia que libera de forma inmediata cualquier tipo de formalidad y saca a la luz los resentimientos y traumas del pasado que todos albergan en medio de un contexto bucólico que parece adquirir con la cotidianidad un efecto anestésico. Es a fin de cuentas un retrato de la familia misma, en donde se encuentra el cobijo frente a las inclemencias de la vida individual, pero donde también residen las historias que son calladas permanentemente. La urgencia del horror requiere de cualquier tipo de acto frente a la memoria, con tal de resolver la situación extrema, aunque, por supuesto, esa liberación de penas no resulte gratuita. De esto se trata conceptualmente la propuesta histórica de Farhadi, del despertar de los demonios silenciados, a partir de la eventualidad trágica.
Sin embargo, en ‘Todos lo saben’, hay puntadas forzadas en la trama, algunas que requirieron de refuerzos que se perciben visibles y por lo tanto afectan negativamente el ritmo mismo que el cineasta quiere implantar. La necesidad de hacer énfasis en situaciones que para Farhadi se perciben indispensables de expresarle al espectador. Ese énfasis distrae, difumina la experiencia frente a la película. Por supuesto, un director de este nivel tiene una vara límite y plantea una calidad básica, en la cual los asuntos planteados como base serán siempre interesantes desde la perspectiva de lo humano, lo cual lo hace especialmente universal. Esta película de Farhadi nos plantea una reflexión interesante con respecto al cine, especialmente en tiempos en donde proliferan las imágenes. Nos plantea la disertación con respecto al guion como soporte casi exclusivo en la construcción de una película. La apuesta de Farhadi a su talento en la escritura no pareció suficiente, a pesar de su talento probado.