jueves, 20 de diciembre de 2018

El espacio temporal de Alfonso Cuarón y la fundación matriarcal de ‘Roma’

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Desde su estreno en las salas de cine, ‘Roma’, la más reciente película de Alfonso Cuarón, su primera en México después de 17 años desde ‘Y tu mamá también’ (2001), ha sido no solo una tendencia en las conversaciones entre cinéfilos, sino entre la sociedad en general. El filme de Cuarón representa el regreso del exitoso cineasta mexicano a su ciudad y específicamente a su barrio, a su colonia, la colonia Roma, que le da el título a la película. Cuenta un episodio en particular en la vida de Cleo (Yalitzia Aparicio), empleada doméstica de una familia de clase media en los albores de los setenta en la capital, en tiempos de cruenta represión política. Al seguir a Cleo, podemos apreciar a través de su mirada el contexto que ha reconstruido Cuarón muy detalladamente, al punto del fetiche. Este recorrido se da desde la individualidad multiplicada de Cleo, pasando por la familia que gira alrededor de ella, hasta el álgido momento histórico, característico del escenario latinoamericano en la Guerra Fría.

Aunque esta es sin duda la película más experiencial de Cuarón, no es esta la primera vez en la que podemos ver en la obra del autor esta búsqueda de la experiencia, de construir un mundo entero y abocarse a la potencia de la experiencia casi como una vivencia. Lo vimos en algunos momentos de ‘Y tu mamá también’, pero mucho más en ‘Children of Men’ (2006), en un futuro distópico. Resulta fundamental comprender ese carácter antes de abordar cualquier interpretación. La historia de Cleo es la columna vertebral de ‘Roma’, pero es obvio decir que la columna vertebral no es ni siquiera toda la espalda en el cuerpo. Si estiramos al máximo hacia el pasado las referencias, seguramente nos encontraremos con el manifiesto de Vertov sobre el cine como arte y lenguaje independiente de la literatura, el teatro y la fotografía, para construir a partir del movimiento. ‘Roma’ se inscribe en esa filosofía, probablemente sin proponérselo y con más herencias de la experticia técnica que consiguió en Hollywood, pero sin duda transformadas por un tema definitivamente mexicano y latinoamericano. Los travellings laterales van en esa dirección, los push, los pull, que se sincronizan armónicamente con el espectáculo sonoro repleto de evocaciones antropológicas, desde el contexto barrial hasta la violencia, pasando por los programas de televisión, los cines y las taquerías. Todo esto, más que verlo y escucharlo, casi lo experimentamos desde la perspectiva de Cleo, así que la vivencia se da a través de ojos y oídos muy humanos que están en el sitio y en el momento, no desde una perspectiva distante u objetiva. Así se puede evocar la feria de emociones en ‘Las reglas del juego’, de Renoir, y al mismo tiempo la laceración discriminatoria de ‘Imitation of life’, de Douglas Sirk.

El asunto como tal es ni más ni menos que la fundación matriarcal de nuestras sociedades contemporáneas en Latinoamérica. Se trata de una sociedad en la cual las nanas han jugado un rol fundamental, brazo derecho de las amas de casa, madres solteras en gran cantidad, que las han apreciado de forma utilitarista. Probablemente, el cariño de los hijos sea sincero pero no consciente, el que impulsó a Cuarón a explorar en su propia vida, seguramente apreciado con mejor forma con el tiempo y la distancia, pero el cariño de la patrona en realidad es necesidad práctica. La inmersión es potente; lo más cercano que el cine nos puede poner en un auténtico viaje al pasado, pero del lado de un personaje discriminado por su género, raza y su condición social. Es medio es beligerante con ella, intenso, acosador. A fin de cuentas, es la turbulencia típica de una nueva conformación, en cualquier ámbito, como las formaciones geológicas y sin duda en la fundación de las civilizaciones, de esta Roma latinoamericana y muy mexicana. Es el trauma en realidad, es el gran parto a fin de cuentas, el Big Bang matriarcal de este lado del mundo. Es la asociación no necesariamente virtuosa ni igualitaria entre las mujeres para enfrentarse al mundo. Podemos fácilmente reconocer el entorno matriarcal que nos ha construido Roma y de ahí proviene gran parte de su músculo emocional. Es el reconocimiento y la recreación del evento sísmico y conmovedor de una fundación extensa, con sacrificio inherente.

sábado, 15 de diciembre de 2018

La perspectiva única de Lars von Trier y la mirada crítica de ‘The House that Jack Built’

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Lars von Trier regresó este año con una nueva película y realmente pocos pueden ocultar interés por su obra. Sin duda alguna, el provocador cineasta danés no pasa inadvertido y ha entregado varias de las mejores películas en el panorama internacional del cine durante los últimos veinticinco años. La polémica va de la mano con un director evidentemente provocador, en el mejor sentido de la palabra. Desde que encabezó el fulgurante Dogma 95, Lars von Trier ha impulsado el arte cinematográfico con una obra sustanciosa, llena de matices, absolutamente culta y llena de pulsiones filosóficas para el mundo pensante. El turno en su filmografía es para ‘The House that Jack Built'. Nos muestra el relato de Jack (Matt Dillon), asesino en serie y auténtico constructor con conocimientos diversos sobre ingeniería, arquitectura y otros temas diversos, quien le cuenta en la oscuridad a Verge (Bruno Ganz), como si estuviera junto a nosotros en la sala, una selección de sus crímenes misóginos más horrendos y de los cuales se siente más orgulloso como se sentiría un artista de sus obras. Estos sucesos son llamados “incidentes” y describen cada uno de los crímenes.

Trier vuelve sobre modelos similares a los que utilizó en la primera Ninfomanía (2013), con ese diálogo profundo y filosófico entre el maestro guía y el intenso aprendiz. En esta ocasión, hace referencia específicamente la Divina Comedia, en donde Virgilio (Verge), el clásico poeta romano, guía a Dante a través del purgatorio. La estructura nos permite seguir con facilidad el proceso criminal de Jack como si siguiéramos el proceso de un artista, pasando por la preparación, la ejecución e incluso la presentación. El psicópata, especialmente misógino y totalmente desafectado de la sociedad  y la cordura, destaca especialmente en el contexto de la reivindicación femenina y su crudeza lo hace en el contexto de discusión entre lo correcto e incorrecto políticamente. Probablemente, esta crudeza, esta sevicia, esta crueldad gráfica, distrae al espectador del fondo auténtico de esta obra de cualidades estéticas propias del director y de profundidades filosóficas que tampoco le son ajenas. Lo más importante, lo más revelador, es la posición brillantemente novedosa que toma el director para analizar el presente del mundo, sus crisis éticas y morales profundas. Lars von Trier se plantea en la perspectiva del asesino brutal para denunciar el silencio lacerante de la sociedad frente al crimen evidente y hasta cínico. De la impunidad galopante y del auténtico picnic sangriento que disfrutan y comandan genocidas incluso empoderados institucionalmente como mandatarios de potencias mundiales. Esta película es a fin de cuentas una versión descarnada y muy original de la sentencia de Luther King cuando dijo “Al final no recordaremos las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos". La perspectiva es tan original y creativa que genéricamente Trier desarrolla una de las comedias más negras que ha dado el cine, nuevamente en la reconstrucción cautivadora de su pensamiento enciclopédico.

La provocación de Lars von Trier es estimulante, aguda y muy satisfactoria para quienes logran sobreponerse a la estridente pero comprensible violencia de sus imágenes. Una violencia que busca sacudir a la gente de su letargo frente al sadismo al que nos enfrentamos de forma obscena en la actualidad. Para plasmar su mirada crítica a través del cine, el danés se vale de referencias en su propia filmografía para presentar su película como la continuación de anteriores disertaciones. Vuelve además en gran parte del metraje al estilo promulgado en el manifiesto dogma, al menos en los movimientos de cámara, consiguiendo así una inmersión particular en escenarios repletos de un suspenso terrorífico y muy bien construido, muy eficiente, que está respaldado por la violencia gráfica que constatamos muy pronto y sabemos que puede actuar sin vacilación. Lars von Trier está consiguiendo con éxito la construcción del pensamiento, como lo hizo Godard y también como no lo ha hecho nadie. Lamentablemente, no todo el mundo actualmente está en la disposición de recibir el mensaje.

sábado, 8 de diciembre de 2018

La armonía estilística de Orson Welles y el ensamble noir de ‘Touch of Evil’

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Orson Welles fue probablemente el artista que más empujó las barreras del cine entre los años cuarenta y sesenta. Tras la explosión de su carrera con la inmortal ‘Citizen Kane’ (1941) y la entrañable ‘The Magnificent Ambersons’ (1942), Welles sumó varias películas que desarrollaron su sello como director, pero al mismo tiempo le valieron una fama difícil entre los productores e inversores por los riesgos y complejidades de sus proyectos. Esto desembocó en que sus proyectos tuvieran cada vez mejores perspectivas en Europa, donde desarrollo sus adaptaciones de Shakespeare, además de otras películas. A finales de los cincuenta, regresó a Estados Unidos a filmar ‘Touch of Evil’, sobreponiéndose a las adversidades con la ayuda del influyente Charlton Heston, quien protagonizó la película y resultó fundamental para sacarla adelante y que finalmente se convirtiera en una de las obras cumbres de Welles y del cine negro. ‘Touch of Evil’ nos ubica en una ciudad mexicana fronteriza, en donde el policía mexicano Mike Vargas (Heston) y su esposa Susan (Janet Leigh) deben interrumpir su luna de miel tras la explosión de un automóvil de un mafioso. La explosión se da del lado estadounidense de la frontera y Vargas debe trabajar en equipo con Hank Quinlan (encarnado por un obeso Welles), el jefe de policía local. En el proceso, Vargas va descubriendo los procedimientos ilegales de Quinlan y su gente, además de ver amenazadas su integridad y la de su esposa. La situación se va tornando oscura y fatal, marcada por la visión trágica de Tanya (Marlene Dietrich), una gitana examante de Quinlan.

El espectacular plano secuencia con el que inicia la película anuncia de forma inmejorable perspectiva estilística de Welles con respecto al proyecto. Se trata de una auténtica inmersión, con todas las características formales del cine negro, incluida por supuesto una fotografía de altos contrastes a cargo de Russell Metty y la puesta en escena cuidadosamente coreográfica, con recomposiciones meticulosas sobre los movimientos, pasando de un emplazamiento osado al otro, siempre poniendo en perspectiva de forma dramática a un grupo de personajes en confrontación intensa, esto último característico en el cine de Welles. Al mismo tiempo en el cual somos pasajeros del viaje en el que nos embarca la visión vanguardista de Welles, en un entorno particular de cine negro, también vamos presenciando cada vez más cerca la caverna en el que Vargas va avanzando, en una lucha que se va develando, que se hace evidente, ante la monstruosidad del crimen, del aparato policial profundamente corrupto y decadente. Por supuesto, el legendario elenco de la película proporciona un soporte firme, pero también alimenta el concepto con diferentes matices, ya que contamos con la masculinidad heroica de Charlton Heston, la sensualidad fresca de Janet Leigh, el patriarcado siniestro de Orson Welles y la belleza hipnótica de Marlene Dietrich.

Esta película representó un viraje en la carrera de Welles, quien además de culminar las grandes obras de la época más grandiosa del cine negro, se embarcó definitivamente en una etapa de grandes búsquedas artísticas, profundas, especialmente sintonizadas con las renovadas vanguardias europeas que se empatarían con la contracultura. Por supuesto, Welles siempre avanzó en esa dirección, pero en esta etapa de madurez como cineasta se decidió por completo a mover las aguas, a ir más allá de los propios límites que él mismo había establecido. La película también nos plantea ideas sin duda revolucionarias. Nos planta específicamente en la frontera y, muy tempranamente para el cine estadounidense, nos pone en la perspectiva del mexicano como protagonista virtuoso, frente a la figura institucional gringa especialmente viciada. El tema resulta increíblemente provechoso para estos tiempos en los cuales las migraciones lucen más crecidas que nunca, en donde esa confrontación de nacionalidades y razas se encuentra en un punto álgido, en diferentes regiones del mundo. Esta vigencia es característica en la obra de los grandes artistas de la historia, como sin duda lo es Orson Welles.

sábado, 1 de diciembre de 2018

El tratado western de los hermanos Coen y la potencia antológica de ‘The Ballad of Buster Scruggs’

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Ya se puede ver en Netflix ‘The Ballad of Buster Scruggs’, la más reciente película de los prolíficos hermanos Joel & Ethan Coen, quienes sin duda alguna han marcado la pauta del cine independiente estadounidense durante los últimos 30 años. Los Coen han tomado la estafeta de una larga tradición de cineastas que han sabido exponer de la mejor forma posible las profundidades de Estados Unidos. Una tradición en la que se inscriben cineastas de la talla de Howard Hawks, John Ford, Robert Altman e incluso Terrence Malick. Por supuesto, el western es uno de los géneros idóneos para explorar las raíces profundas de la cultura estadounidense. Los Coen siempre han bordeado este género y por supuesto lo desarrollaron a fondo en ‘True Grit’ (2010), protagonizado por Jeff Bridges y remake del clásico de Henry Hathaway que protagonizó el legendario John Wayne. En esta ocasión, los Coen abordan el western con una estructura antológica de seis cortometrajes diversos, llenos de su agudo humor, su profunda reflexión y dotados por su exquisita cinematografía.

La película nos planta en la posición del lector curioso que revisa el libro del Oeste, como si fuera la condensación de toda una época. El primer cuento es precisamente ‘The Ballad of Buster Scruggs’, la historia de Buster Scruggs (Tim Blake Nelson), un alegre cowboy con pinta de antihéroe, que canta alegremente con el eco de las montañas como coro, con sorprendente fama de auténtico terror. Poco a poco, las credenciales de Buster se hacen evidentes y contrastan luminosamente con su apariencia de cowboy arlequín. El asunto a fin de cuentas tiene que ver con la infalibilidad y con la comunión auténtica que surge a partir de la muerte. La tradición del country como compañero del vaquero en la extensión física de su propia soledad en diferentes planos existenciales. La película entonces da paso al segundo relato, titulado ‘Near Algodones’, en donde un joven forajido (James Franco) asalta un banco aislado que sin duda luce como una tarea sencilla. Se encuentra con un particular banquero que lo sorprende con una resistencia empírica pero eficiente. El personaje es hábilmente suspendido al filo de la muerte y su vida se entrega al devenir de fuerzas que se oponen en el escenario western, hasta que finalmente su único refugio es la belleza misma. Nuevamente el personaje es acogido en el momento de la fatalidad, en medio del salvajismo de su propio entorno, precisamente del Salvaje Oeste. El libro pasa la página y nos adentra en ‘Meal Ticket’, la siguiente historia. Un viejo empresario teatral (Liam Neeson) y su joven artista (Harry Melling), sin piernas ni brazos, se instalan en diferentes pueblos con una carreta convertible en un encantador escenario. El joven recita con profundidad textos clásicos de diversas procedencias, como Shakespeare, la Biblia e incluso Abraham Lincoln. El público es cada vez más escaso y los esfuerzos del viejo por sostener al joven discapacitado se hacen cada vez más evidentes. Surge entonces la posibilidad de cambiar el giro del negocio y la melancolía se toma la historia de la forma más poética posible. Sin duda alguna un reflejo de los tiempos que vivimos, en donde la rentabilidad desplaza a la poesía misma. La página da la vuelta y estamos en una nueva historia titulada ‘All Gold Canyon’. Un gambusino (Tom Waits), buscador de oro, altera con su canto la fauna en valle montañoso, cruzado por una cristalina corriente de agua. Empieza a hacer excavaciones para luego filtrar muestras de tierra en el agua, en busca del precioso metal. Durante varios días, en un diálogo con el gran filón que busca, el hombre construye su propia fortuna con un esfuerzo entusiasta que es amputado por el oportunismo, pero un impulso providencial y trascendente lo protege de la forma más descarnada, nuevamente en conexión con valores trascendentes. Nos adentramos entonces a ‘The Gal Who Got Rattled’, en donde nos embarcamos en una caravana que recorre los caminos de los campos extensos y simultáneamente nos sitúa en la evolución del amor, en la evolución de una épica romántica que se va definiendo entre Alice Longabaugh ((Zoe Kazan), una joven que está a la deriva y Billy Knap (Bill Heck), un vaquero noble en busca de compañía. Igual que los amantes trágicos, la fatalidad aparece y podemos entonces prever el dolor más intenso apenas con una maravillosa y terrible noticia. Finalmente estamos de nuevo en la clásica diligencia, en camino para la historia final, con el título de ‘The Mortal Remains’, en donde atestiguamos la conversación intensa entre cinco personajes: un inglés (Jonjo O’Neill), un irlandés (Brendan Gleeson), un francés (Saul Rubinek), una dama cristiana (Tyne Daly) y un trampero (Chelcie Ross). La discusión filosófica y de principios nos puede mostrar una perspectiva diversa de una época de los Estados Unidos que suele identificarse exclusivamente con el conservadurismo. Los personajes se enfrascan en una conversación intensa que termina exhibiendo sus auténticas identidades y finalmente pone a tres de ellos en la consciencia brutal del propio entorno en el que se encuentran.

Los Coen construyen así una de sus mejores películas en años. Tal vez en lustros. Se trata, en primer lugar, de un ejercicio narrativo impecable, lleno de matices y con una profundidad sorprendente para ser plasmada en cortometrajes. El concepto de la película es simplemente cautivador. Recurre a nuestra propia memoria, a nuestra particular atracción por los cuentos, por los libros ilustrados, por la lectura desprovista de otro interés que la misma curiosidad. Pero al adentrarnos del momento histórico de los Estados Unidos. Nos aproximamos a la figura del vaquero, en su soledad frente al amplio territorio, frente a la adversidad permanente del sitio sin ley. También podemos ver el origen mismo del imperio económico que se fue construyendo palmo a palmo, con esfuerzos que costaron sangre, desde la propia tierra, con momentos verdaderamente cruentos. Lo más importante es la referencia para el género cinematográfico del western. Estamos frente a la búsqueda del oro de que exploró Huston en ‘El tesoro de la Sierra Madre’, frente al viaje mítico de la diligencia de la que nos hablaba Ford en la película titulada justo de esa forma, de la caravana que extendió la civilización como nos lo describió Hawks en ‘Red River’, frente a la ley de fuerza ineludible que también Hawks nos había enseñado en ‘Río Bravo’. Pero sobre todo, volvemos a percibir la intensa melancolía de Ethan Edwards, encarnado eternamente por John Wayne en ‘The Searchers’. ‘The Ballad of Buster Scruggs’ se establece sin duda como un referente del género, como un compendio de la extensión del western, como un referente histórico y como una pieza especialmente creativa en la abundante y excelsa filmografía de esta pareja de hermanos cineastas que ha marcado una época en el cine contemporáneo.