martes, 21 de diciembre de 2021

La excavación política de ‘Hail, Caesar!’ y la observación hollywoodense de los hermanos Coen













Cuando ya habían completado las tres películas de su trilogía “numbskull”, los hermanos Coen descubrieron que tenían una historia más sobre el cabeza hueca que termina por desnudar los vicios estructurales del sistema en diversos ámbitos. Entonces comprendieron que habían construido la única trilogía que podría tener legítimamente cuatro películas, precisamente por ser la trilogía de los cabezas huecas. Por supuesto, nuevamente contó con George Clooney a la cabeza del reparto. En la crítica estructural característica de estas comedias de los Coen, no podían terminar sin dedicarle una observación a la industria cinematográfica, a los tejemanejes originales de la trama corporativa hollywoodense, remontándose suficientemente en el tiempo setenta años atrás, a los inicios de la década de los cincuenta, cuando la televisión emergía como toda una amenaza para los estudios de cine, justo en el contexto en el cual las amenazas eran ya parte del día a día y se convertían en rasgo cultural con la Guerra Fría. Eddie Manix (Josh Brolin), es un alto ejecutivo de Capitol Pictures, quien se encarga de mantener ocultos los escándalos de las estrellas por conveniencia de su corporación. La producción a la que más apuestan es una ambientada en la antigua Roma sobre un romano que se acoge al naciente cristianismo, en clara referencia a ‘Ben-Hur’. El protagonista es la estrella díscola Baird Whitlock (George Clooney), quien es secuestrado por una célula de escritores comunistas que se sienten despojados de la parte que les corresponde de los beneficios de las películas. El devenir de los acontecimientos revela progresivamente la inmensa fachada que se construye para sostener el prestigio del negocio y las incidencias profundas de la política en la estructura misma de la industria cinematográfica.

Los Coen logran construir por momentos un escenario que se escapa del realismo, con los sets que se vuelven en fondo esporádico del desenmascaramiento. Esos escenarios construidos para construir mentiras alucinantes, majestuosas y preciosas, se convierte en el fondo idóneo para la comedia más visible, más incisiva, cuando las estrellas se despojan del disfraz para expresar su naturaleza sin reservas. Una naturaleza sorprendente en el sentido de la laceración que les causa su propia condición humana o en la revelación de un fondo extraordinario de auténtica nobleza. En esa representación de la representación, en esa construcción del cine dentro del cine, es fundamental el diseño de producción de Jess Gonchor, que consigue construir espacios versátiles para situarse en la perspectiva del espectador de esas películas que conviven en los estudios y al mismo tiempo ese escenario formalmente surrealista en el que se transita de Roma a las piscinas y a los ranchos bucólicos del vaquero con plena naturalidad. De la misma forma, es fundamental la fotografía del ya histórico Roger Deakins, que tiene la capacidad de despojar a los sets descomunales de su abrumadora presencia para convertirlos en metáfora de la trama que se teje entre el cine en la política, con el debate profundo de los personajes que parecen refugiarse en ellos para encontrar las respuestas a sus propias tribulaciones. La película, como en una réplica de su propio contenido, multiplica las estrellas para construir la pequeña burbuja reluciente que cuesta mantener inmaculada. En la multiplicación de los argumentos, por momentos se refunde en su propia telaraña, pero logra desprenderse con los instantes de comedia furiosa de los Coen, con la sorpresa inmediata que no siempre resulta suficiente para lograr acotar la inmensa complejidad que propone el entramado lleno de luminarias que plantea la película misma. Sin embargo, ‘Hail, Caesar!’ extiende la crítica punzante de los Coen sobre la paranoia y sobre la ambición descomunal en Estados Unidos, nada más y nada menos que con la inclusión de ellos mismos como parte de la industria cinematográfica. 


martes, 14 de diciembre de 2021

La fatalidad entramada de ‘Burn After Reading’ y la aspiración cómica de los hermanos Coen



El cine de los hermanos Coen suele construirse sobre el entramado de una sociedad estadounidense repleta de vicios sistemáticos que con facilidad se convierten en sustento para la comedia. La trilogía “numbskull” sintetiza en buena medida esas intenciones constante de hacer de la comedia el vehículo expresivo con respecto a una construcción social extendida incluso más allá de las fronteras de Estados Unidos. ‘Burn After Reading’ (2008) tercera entrega de la trilogía ‘Numbskull’, vuelve a relanzar la figura del cabeza hueca para ponerlo a rodar en un nuevo escenario, en el cruce de caminos de la inteligencia de seguridad nacional, la desinteligencia institucional, y las aspiraciones de la clase media destruida en las relaciones y los empleos monótonos y sin futuro. Ozzie Cox (John Malkovich) es un analista despedido de la CIA que decide escribir sus memorias. Su esposa Katie (Tilda Swinton), es amante de Harry Pfaffer (George Clooney), empleado del Departamento del Tesoro, y está en busca del divorcio. Las memorias, escritas en clave en buena proporción, son copiadas en un CD y quedan en manos de dos empleados de un gimnasio, Chad (Brad Pitt) y Linda (Frances McDormand), quienes pretenden conseguir dinero con lo que creen es información secreta del Estado. 

Con el respaldo de un guion impecable, de una maquinaria dramática afilada y extremadamente funcional, los Coen recogen los residuos de la paranoia de la Guerra Fría, extendida hasta los tuétanos de varias generaciones de estadounidenses, para establecer un lazo que va de las alturas a las profundidades, desde las torres de marfil hasta las clandestinidades, cruzando la vida diaria de la gente del común, con sus sueños de una vida material de satisfacción plena. Las ansiedades propias del poder, de una dicha furiosa que siempre parece esquiva, mueven desatadamente las acciones que repercuten en la vida de los demás. Con actuaciones extraordinarias que se asimilan en la aceleración plena de la screwball comedy, los Coen rememoran el absurdo histórico de las paranoias violentas de la Guerra Fría, con la deshumanización de las cúpulas aún latente y la laceración de quienes persiguen con furia la oportunidad de su vida como si atraparan billetes flotando en el aire. Los Coen utilizan con sorna los modelos cinematográficos de los thrillers de espionaje, con los planos cerrados de los zapatos que pisan decididos los corredores de las oficinas, los planos panorámicos de los mapas urbanos que ubican a los espías y los movimientos de cámara que recrean la mirada incisiva de los perseguidores. Pero todo lo desarman con las ansiedades catastróficas de sus personajes, con la ambición por encontrar la dicha de lo material. En el trasfondo, se respira la melancolía profunda de quienes parecen comprender de alguna forma la condena de su propia existencia. Harry (Clooney) y Linda (McDormand) se encuentran por efectos del azar y hacen crecer una flor en medio del asfalto, desde la impersonalidad de las citas por internet, con la gracia casi milagrosa de encontrarse sin las más mínimas posibilidades. Sin embargo, el encuentro gracioso es aplastado por la indiferencia implacable del orden, sin miramientos en el asesinato, con la muerte convertida en anécdota desternillante de la fatalidad. Después de ‘O Brother Where Art Thou?’ e ‘Incredible Cruelty’, los Coen se aproximan a la definición definitiva del “numbskull”. Después de explorar en los orígenes de la aventura y en los terrenos explícitos del cinismo capitalista, con ‘Burn After Reading’ multiplican al “numbskull” y lo interrelacionan como sucede en la realidad misma, con las consecuencias de la aceleración furiosa por cualquier forma de poder, en la comedia salvaje de las equivocaciones, que resulta útil para construir la desgracia de la deshumanización estructural. 

martes, 7 de diciembre de 2021

El divorcio millonario de ‘Intolerable Cruelty’ y la comedia estructural de los hermanos Coen












Tras lanzar el ancla en los orígenes con la adaptación de la Odisea en las profundidades sureñas de Estados Unidos, los hermanos Coen extendieron su reflexión sobre la estupidez con ‘Intolerable Cruelty’ (2003), en donde condensan la deshumanización estructural producida por el capitalismo salvaje, con la sátira desenfrenada del divorcio como un negocio descomunalmente millonario. Nuevamente con George Clooney dándole cara el “nubskull” emblemático de la saga, Ethan y Joel se trasladan de las provincias farragosas de los inicios del siglo XX a los edificios, oficinas y casinos desbordantes de lujo desenfrenado, en donde se cuecen las apuestas que enfrentan a los poderes del deseo y el dinero. Los Coen tomaron el primer tratamiento de guion con idea original de Robert Ramsey y Matthew Stone para redefinirlo en una extensa comedia que reflexiona sobre el delirio sistemático y estructural de las grandes esferas. ‘Intolerable Cruelty’ cuenta la anécdota transformadora en la vida de Miles Massey (George Clooney), prestigioso abogado, de renombre en el medio por su eficiencia y falta absoluta de ética en casos de divorcios millonarios que han dejado a muchos en la calle, quien se encuentra con la horma de su zapato encarnada en Marilyn Rexroth (Catherine Zeta-Jones), una hermosísima esposa profesional en la tarea de conseguir fortunas millonarias coleccionando maridos. 

Los Coen abrevan aquí directamente de los grandes clásicos cómicos con inmenso trasfondo que Howard Hawks plantó para siempre en la historia. Como Cary Grant y Katharine Hepburn en ‘Bringing Up, Baby’ (1938) o el mismo Grant y Rosalind Russell en ‘His Girl Friday’ (1940), Clooney y Zeta-Jones son el centro de una disertación completa sobre el sistema capitalista, sobre la confrontación ilimitada en pos del poder en los Estados Unidos. La observación estructural sobre la cual se construía la filmografía de Hawks es también frecuente en los Coen, quienes apelan a las estrellas para desarmar el estrellato, para abrir de par en par las vísceras de una voracidad ilimitada, las entrañas mismas de un mundo ferozmente obsesivo con la posesión material. Como siempre, las resoluciones puntuales de los Coen están llenas de un destello implacable, de tal forma que las muertes se hacen inolvidables, de carcajada, mientras los protagonistas se arrastran en su vicio social. La cultura popular recubre por completo esta comedia ácidamente crítica, con Dylan, Elvis, Simon & Garfunkel, Big Bill Broonzy y hasta Edith Piaf, con el show televisivo que reproduce la deshumanización vulgar de la infidelidad que ha sido convertida en negocio multimillonario. En medio del cinismo abrumador, surge también el romance bendecido por la fortuna, con los millones volando sobre las cabezas como el arroz en las bodas. En los vericuetos del entramado dramático, se puede percibir sin embargo el esfuerzo de la dupla Coen por llegar al punto del interés amoroso. Las costuras cada vez se hacen más visibles, en detrimento de la armonía que se construyó progresivamente en la disertación sobre el poder. Son costuras que incomodan a pesar de estar hechas de los hilos encantadores de los Coen, que nunca fallan en introducirnos en un mundo de esplendor, sea cual sea el destino de su exploración en las profundidades de Estados Unidos. En el contexto de la trilogía “numbskull”, con la segunda estación del viaje ya se puede trazar una trayectoria extensa que atraviesa los tiempos y las clases, que reflexiona sobre la necesidad imperecedera de la acumulación de poder; un estímulo inagotable que tiene la facultad de anular cualquier escrúpulo, porque el escrúpulo se convierte en obstáculo e incluso la vergüenza es insuficiente para contener el magnetismo devastador del poder en todas sus presentaciones, como si se ofreciera siempre en todas sus presentaciones, por el precio más elevado que se le pueda colgar. 


martes, 30 de noviembre de 2021

La odisea sureña de ‘O Brother, Where Art Thou?’ y la escapada clásica de los hermanos Coen


Los hermanos Coen se destacaron inmediatamente en el contexto de aquel cine alternativo e independiente de los años ochenta que se enfrentó a la gran maquinaria de blockbusters que caracterizaba a Hollywood por ese entonces. Los Coen recogían una extensa tradición del cine estadounidense que exploraba a fondo los extensos territorios, alejados de las grandes capitales, para contar las historias de los outsiders que no se ajustaban al modelo salvajemente capitalista del momento, como una reconstrucción del legendario vaquero, envuelto en melancolía, que como Wayne, encarnando a Ethan Edwards, mientras se encaminaba a la inmensidad del desierto aislado de cualquier núcleo social que pudiera acogerlo. Para el año 2000, Ethan y Joel Coen habían puesto la bandera de su cine en el panorama del cine a nivel global. Ya habían marcado algunos clásicos como ‘Rasing Arizona’ (1987), ‘Barton Fink’ (1991), ‘Fargo’ (1996) y ‘The Big Lebowski’ (1998), en los cuales habían conseguido conseguido construir todo un mundo de comedia, fantasía y observación cultural sinceramente irresistible, con esos exquisitos condimentos de música tradicional y contravención permanente. Fue en ese año, con el inicio del siglo XXI, cuando se decidieron a construir una trilogía que fue llamada “Numbskull”, la trilogía de los cabeza huecas, en la que convertían en arquetipo su propio cowboy revisado. La primera entrega fue ‘O Brother Where Art Thou?’, nada más y nada menos que una adaptación de ‘La Odisea’ homérica en las profundidades sureñas de Estados Unidos, en donde Ulysses Everett (George Clooney), Pete Hogwallop (John Turturro) y Delmar O’Donnell (Tim Blake Nelson) escapan de los trabajos forzados carcelarios para ir en busca de un tesoro escondido que ha robado Everett enterró antes de ser apresados. 

Los Coen saben extraer con maestría la esencia profunda del viaje, incrustado casi genéticamente en la matriz de ‘La Odisea’, en la búsqueda de una redención transversal, que lo atraviesa todo. Los héroes no solamente escapan de la muerte, sino que también van en busca del amor en todas sus presentaciones, con la mirada perdida, envueltos en una comedia de trompicones, de la deriva, en la que van iluminando progresivamente la senda que van revelando con su propio paso. La fotografía de Roger Deakins nos envuelve cálidamente en una imagen congelada en el pasado, en el retrato que deja ver la naturaleza humana en los ojos de los retratados. La música de T Bone Burnett acierta en la integración profunda de lo raizal, en no quedarse en la superficie de la atmósfera emocional, sino de convertirse también en el sustrato cultural de la tierra, el agua y el barro que atraviesan los personajes, de la naturaleza del campesino blanco y del negro esclavizado. Los peligros propios de la aventura se convierten en el desglose propio de la segregación estructural del contexto, en la columna vertebral de la histórica degradación humana de aquel entonces. George Clooney, quien protagonizará toda la trilogía ‘Numbskull’, es el Ulises ateo que apenas escapa del encantamiento sobrenatural de los monstruos enmascarados que se cruzan en el camino, conservando la cabeza fresca sin dejar de tenerla hueca, con la torpeza suficiente para ser arrastrado por el escenario y para sortearlo con suficiente vida. Los rituales constantemente son el centro del mito y de la leyenda, incluida la música que libera, que entrega poder en la danza, en el canto, en los instrumentos que se rasgan con auténtico espíritu contestatario. No es casualidad que los Coen, faro de la tradición profunda del cine estadounidense más empeñado en la búsqueda de una identidad, se remonten a a la antigüedad misma de Occidente para tomar el cable vital que le da energía a su representación de la sociedad estadounidense iniciática en los albores del siglo veinte, culturalmente de imperio a imperio, atravesando los siglos.

martes, 23 de noviembre de 2021

La violencia feroz de ‘Las poquianchis’ y el infierno sepulcral de Felipe Cazals
















Después del impacto inmediato que habían causado ‘Canoa’ y ‘El Apando’ en diferentes escenarios, realizadas ambas en 1976, Cazals emprendió ese mismo año, en un auténtico “tour de force”,  lo que sería el cierre de su “trilogía de la violencia” con ‘Las poquianchis’, en la que volvía al tema de la violencia, nuevamente como sustrato de una sociedad convulsionada en las injusticias, distante de los cielos arrebolados del Cine de Oro, lacerada por un sistema extenso de arbitrariedades profundas, arraigadas a la cultura misma. Con la fuente permanente y consistente de los hechos reales y la tendencia a la crónica tan realista que se adentra sin miramientos en la crudeza que ya había dado origen a las dos películas anteriores de su tríptico violento, Cazals le da una extensión sin precedentes a la violencia como un auténtico fenómeno cultura, derivado de la represión, la dominación y una segregación fundada en las inequidades propias de un poder voraz. En este caso, la historia se centra en el célebre caso de ‘Las poquianchis’, cuatro hermanas dueñas de prostíbulos y traficantes de personas en Guanajuato, Santa (Pilar Pellicer), Chuy (Malena Doria), Delfa (Leonor Llausás) y Eva (Ana Ofelia Murguía) coludidas con la administración local, y gradualmente convertidas en asesinas seriales. Cazals centra el relato en el testimonio de las hermanas Adelina (Diana Bracho) y María Rosa (Tina Romero), quienes fueron entregadas por su padre, Rosario (Jorge Martínez de Hoyos), obligado por la miseria, con la promesa de que trabajarían como empleadas domésticas en casas decentes. A los testimonios de las hermanas, se suma el de Lupe (María Rojo), otra de las sobrevivientes y simultáneamente, se rememora la lucha de Don Rosario por recuperar las tierras de las cuales lo despojó el gobierno. 

La simultaneidad en el relato, con el histórico y insuperable despojo de la tierra y la degradación humana insoportable de la degradación humana, concilia un discurso extenso sobre la segregación, sobre la denostación, sobre la deshumanización extensa, sobre el secuestro de la dignidad. En la violencia feroz del burdel, las mujeres desarrollan mecanismos de supervivencia que consiguen que emerja una fuerza descomunal que puede llegar a ser tan brutal como el mismo esclavismo al que son sometidas. El infierno frío de los burdeles se construye sobre las manchas de la sangre, del barro, de las heces, de las lágrimas vertidas hasta el hartazgo, con una violencia que se libera como un grito de furia que es necesario para soportar el dolor transversal de todo el escenario. La recreación de ese cultivo degradante y violento es efectiva gracias al trabajo de Salvador Lozano Mena en la elaboración puntual de una escenografía que condena a los personajes con su oscuridad de calabozo permanente. La cámara de Cazals se abre y se fija crudamente sobre las acciones más rastreras de la tiranía extendida, que es característica de todo el poder, ya sea aquel institucionalmente más formal o el de las meretrices criminales. Constantemente la mirada está de frente a un horror intenso, rastrero, en medio de la indolencia y de la ira en las mismas proporciones. El caos interno del mismo México, entonces contemporáneo y todavía identificable, termina por invadir también la forma y la angustia termina por ser el prolegómeno de una melancolía que no es nueva, que siempre se ha podido adivinar en la cinematografía mexicana, más allá de las épocas, los estilos y las regiones. De esta forma, Cazals, en el mismo caldero de una Latinoamérica represora, donde hervía la Guerra Fría. Consiguió demostrar que la violencia se aferraba profundamente sobre la cultura, al punto de inundar la atmósfera, al nivel de convertirse en costumbre, en sistema, en una forma de vida que era al reflejo de un sistema esencialmente opresor. 


martes, 16 de noviembre de 2021

La violencia narcótica de ‘El apando’ y el cultivo carcelario de Felipe Cazals
















José Revueltas, el crucial y revolucionario escritor mexicano, fue encarcelado en 1968 en la histórica cárcel de Lecumberri, por su participación activa en el movimiento estudiantil de aquel año, señalado injustamente como cabeza de aquella amplia y diversa manifestación. Revueltas estuvo preso dos años en aquella prisión y en ese lapso escribió ‘El Apando’, en el que describía las condiciones infrahumanas que se vivían al interior de aquel lugar. En el marco de la estatización del cine y aprovechando la gran respuesta de la crítica que había recibido ‘Canoa’ (1976), con el Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín, Cazals decisión emprender la adaptación de ‘El Apando’, con el respaldo en esa tarea del mismo Revueltas y de José Agustín, autor destacado de la contracultura mexicana. Consiguiendo el permiso para filmar en Lecumberri, con la promesa de filmar un documental sobre el avance de los centros carcelarios, Cazals construyó la que sería para la historia la segunda entrega de su trascendental “Trilogía de la violencia”. ‘El apando’ se centra en el plan para ingresar droga a la cárcel de tres presos adictos: Albino (Salvador Sánchez), Polonio (Manuel Ojeda) y ‘El Carajo’ (José Carlos Ruiz), con la complicidad de los amantes de los dos primeros, ‘La Chata’ (Delia Casanova) y Meche (María Rojo), quienes encuentran en la madre del Carajo (Luz Cortázar), la posibilidad de evadir la revisión de los genitales a la que se someten las mujeres por parte de la celadora (Ana Ofelia Murguía). 

‘El apando’, la celda de castigo a la que son lanzados constantemente los tres hombres, es materialmente el infierno en la tierra, en donde soportan poniendo la cabeza en la bandeja del visor de la puerta, como si del Bautista bíblico se tratara, mientras Albino y Polonio desatan la furia de su propia desgracia en la abstinencia con ‘El carajo’, tuerto y repulsivo en sus males, arrastrado en las miasmas que tapizan la piedra fría de su reclusión. Las mujeres, también adictas, representan para ellos la liberación profunda de su evasión narcótica, en la sexualidad brutal, con el deseo insoportable que requiebra gradualmente los márgenes de la ley carcelaria. Las alucinaciones de los adictos son un escape descomunal del horror cotidiano, valiéndose de la corrupción estructural de una policía ultraconservadora, que preserva un régimen lacerante, construido sobre una montaña de cuerpos violentados de mil maneras. La fotografía de Alex Phillips Jr. tiene la versatilidad suficiente para construir el paraíso psicodélico de la sexualidad incontenible de los delirantes, con el coito místico en el vientre del Albino, y al mismo tiempo conecta de forma cruel los cables a la tierra realista y demencial de la cárcel, en una supervivencia de rasguños y golpes mortales que desgarran, fracturan, derraman los pisos con sangre. Cazals constriñe constantemente los espacios restringidos de Lecumberri para construir escenas que pueden ser el centro de la conferencia irresistible de la conspiración o un cuadro dantesco animado en el mismo caos. En ese trabajo se destaca la funcionalidad del diseño de producción de Carlos Grandjean, que logra expresar esa dualidad de los estados de percepción con pequeños rasgos que lo definen todo. Después de ‘Canoa’, Cazals extiende la violencia descomunal de aquella desgracia para hacerla estructural, para trasladar la deshumanización a las esferas de un sistema auténticamente represor, en las entrañas, en la violencia más básica, más instintiva, desprovista incluso de cordura. Capturados por una pasión insoportable, en la necesidad urgente de la evasión, los presos de Lecumberri son desposeídos integralmente, atrapados entre los fierros insalvables de la cárcel, que es capaz de atravesarlos, igual que el yugo que los somete, que está presente más allá de los confines siniestros inmensos e impasibles de Lecumberri.

martes, 9 de noviembre de 2021

La violencia ilustrativa de ‘Canoa’ y la memoria estructural de Felipe Cazals













Durante los años sesenta, el cine mexicano tuvo una larga transición en la que tuvo que superar la extinción del resplandor deslumbrante del Cine de Oro. Los directores clásicos se veían abocados a hacer películas en un contexto mucho más independiente, mientras que surgían cineastas influenciados por la propia tradición cinematográfica mexicana y por la contracultura propia de la época en todo el planeta. La estatización del cine en los años setenta implicaron la creación de una serie de instituciones que impulsaron decididamente a una nueva generación de cineastas que le darían inicio a una etapa en la cinematografía mexicana que dejaría muchas de las mejores películas del país. En esa camada de grandes cineastas, se encontraba Felipe Cazals, un cineasta especialmente agudo y reflexivo con respecto a los avatares furiosos que surgían de la relación entre política, sociedad y cultura durante la segunda mitad del siglo XX. Su “Trilogía de la violencia”, estrenada completa en 1976, constituiría una de las aportaciones más significativas para el reconocimiento y la identificación del cine mexicano a nivel global. La primera de estas películas es ‘Canoa’, con guion de Tomás Pérez Turrent, en la que se reconstruye el linchamiento de Julián (Roberto Sosa), Ramón (Arturo Alegro), Miguel (Carlos Chávez), Roberto (Jaime Garza) y Jesús (Gerardo Vigil) cinco jóvenes empleados de la Universidad de Puebla que viajan como excursionistas al pueblo de San Miguel Canoa, para escalar el volcán de La Malinche. La animadversión contra los forasteros se va haciendo creciente y la atmósfera se hace para ellos cada vez más peligrosa, en medio de la dictadura local del parrocó del pueblo (Enrique Lucero).

Cazals utiliza el recurso del falso documental para darle un marco profundamente realista a un hecho inaudito. El testigo (Salvador Sánchez), se instala casi como un oráculo griego, como el poeta que canta las desgracias propias de la tragedia, siempre apelando a la perspectiva auténtica del campesino, de quienes están sometidos por la represión diversificada del sacerdote, encarnado por un Enrique Lucero breve y penetrante, que convierte a su personaje en un tirano tan cruel como cínico y casi silencioso. Simultáneamente se va encendiendo la maquinaria propia del horror, con los jóvenes mexicanos que cantan a José Alfredo a voz en cuello, embriagados por la felicidad simple y lúdica de su propia juventud y de su propia compañía. A medida que las puertas se cierran para ellos, Cazals va construyendo un auténtico infierno, en medio de la lluvia, en el que la oscuridad rompe la noción de las instancias y los héroes de la escalada poco a poco se van transformando en víctimas, van perdiendo la sonrisa y sus rostros se van transfigurando progresivamente en el patetismo propio de la amenaza mortal. El monstruo con sotana y lentes oscuros se hace omnipresente a través de los parlantes atronadores, que resuenan en todo el pueblo y en los espíritus de un pueblo temeroso de perderlo todo en las garras de un comunismo ilusorio, convertido en el nuevo Satanás, con el estigma que pesaba sobre el movimiento estudiantil que crecía vigoroso a solo unas horas en la Ciudad de México. La sistematización precisa de la tiranía, en los tributos, en los diezmos, en la dignidad, en el nombre de las personas y en la condena celestial, se va elaborando también meticulosamente en la ilustración documental, que termina por ser a fin de cuentas la ilustración de una violencia extensa, en cuyo centro, resguardados en la casa de Lucas (Ernesto Gómez Cruz), un campesino indígena, se esconden una juventud ansiosa de vivir su vida de una forma memorable, insistente en ese fin, invadida por el miedo mortal del estigma masivo, de las antorchas que van en busca de su anulación como sujetos de la sociedad. 


martes, 2 de noviembre de 2021

El desierto transversal de ‘Dune’ y la convulsión traumática de Denis Villeneuve



Es común que exista un acuerdo colectivo con respecto a la idea de que ‘Dune’, la novela del escritor estadounidense Frank Herbert, sea considerada como una de las obras de ciencia ficción más importantes en la historia de la narrativa literaria. La adaptación cinematográfica de ‘Dune’ se ha considerado siempre como toda una nueva aventura, como una tarea casi imposible, un territorio inabarcable, inalcanzable en muchos de sus rincones y aristas. El paradigma de la épica cinematográfica se cimentó de tal forma que el proyecto del chileno Alejandro Jodorowsky para hacer la película es prácticamente "la mejor película jamás hecha de la historia". Una obra monumental en la que el director de ‘El Topo’ congregaba a Moebius, H.R. Giger, Salvador Dalí, Orson Welles, Pink Floyd y hasta Mick Jagger. Aunque el presupuesto estimado espantó a todos los estudios, los diseños de la preproducción terminaron por influenciar a otros clásicos de la ciencia ficción y la fantasía, como ‘Alien’ y hasta la mismísima ‘Guerra de las Galaxias’. A Jodorowsky terminaría por aliviarle el fracaso de David Lynch con su ‘Dune’ (1984), que a pesar de irse revalidando como una película de culto, es considerada por el mismo director de ‘El hombre elefante’ como la única película de su filmografía de la cual no se siente satisfecho. El canadiense Denis Villeneuve, surgido de extraordinarios e intensos thrillers e inmerso en la ciencia ficción de gran escala con ‘Arrival’ (2016) y ‘Blade Runner 2049' (2017), ha vuelto a poner la obra magna de Herbert en boca de todos los cinéfilos del mundo con su adaptación de ‘Dune’ (2021), la cual ya podemos disfrutar en los cines, tras atravesar el peor tramo del infierno pandémico. ‘Dune’ cuenta la historia del mesías Paul Atreides (Timothée Chalamet), hijo del duque Leto (Oscar Isaac), quien gobierna la casa Atreides, que rige el planeta Caladan, y es elegido para reemplazar a los Harkonnen en el dominio de Arrakis, el planeta agreste y salvaje, repleto de dunas desérticas y gusanos gigantes que alberga la especia que extiende la vida del ser humano y es la materia que permite los viajes interestelares. La concubina de Leto y madre de Paul es Lady Jessica (Rebecca Ferguson), princesa de la hermandad mística de grandes poderes mentales Bene Gesserit, quien entrena a Paul en las disciplinas de la hermandad, mientras que Duncan Idaho (Jason Momoa), Gurney Halleck (Josh Brolin) y Thufir Hawat (Stephen McKinley Henderson), lo entrenan en las artes de la guerra. Paul tiene visiones sobre el futuro en las que funda una nueva estirpe religiosa con Chani (Zendaya), una joven mujer de la tribu desértica de los Fremen. La lucha por el poder político y económico alrededor de la especia, ponen a Paul Atreides en el camino del héroe. 

El desierto como concepto extenso atraviesa toda la visión de Villeneuve sobre ‘Dune’. Las extensiones desérticas no se limitan a los exteriores de las furiosas dunas cabalgadas por los héroes que eluden a los gusanos descomunales, sino que también se perciben en las habitaciones, en los salones, en los habitáculos en los que los personajes se enfrentan a sí mismos, a su propia condición de líderes, de responsables ante la inminencia de la confrontación. En ese esfuerzo, se destaca primordialmente el diseño de producción de Patrice Vermette, quien ya había construido para Villeneuve escenarios de auténtica melancolía post-apocalíptica como trasfondo de la agitación, especialmente en ‘Arrival’ (2016). También existe un velo que parece la nebulosidad misma que dejan las tormentas de arena, como si observáramos las siluetas que se baten en el espacio interminable, con la luz constantemente difusa, llena de señales en medio del polvo, gracias al trabajo del cinefotógrafo Greig Fraser, experimentado en neo-westerns y travesía por tierra como ‘Lion’ (2016) y ‘Rogue One’ (2016). En ese desierta permanente e inmanente, Villeneuve procura extender la conmoción constante de sus personajes, la lucha incesante por superar las debilidades propias de la condición humana para permitir que el instinto espiritual de los superdotados proteja el destino de los demás. Chalamet es hábil para transmitir las convulsiones traumáticas que el futuro trae a Paul Atreides, el héroe elegido desde los mismos mitos para construir un nuevo mundo. Como los héroes de ‘Arrival’ y ‘Blade Runner 2049’ (2017), el héroe de ‘Dune’ es también una víctima de su propia consciencia sobrenatural, de las visiones aterradoras de otro tiempo que define al mundo, en la soledad verdaderamente desértica de su poder mental. Existe un espacio arrasado sobre el cual se han cimentado nuevas civilizaciones en las cuales el poder se ha extendido de forma brutal pero también sorda, silenciosa, en el embotamiento del trance, más allá de las derivaciones sobre lo benigno, encarnado en los Atreides, o lo maligno, que flota como una peste por el espacio, como una nube negra ineludible, en la carne podrida pero conservada del Barón Harkonnen (caracterizado portentosamente por  Stellan Skarsgård). Todos flotan a la deriva en la supervivencia propia de quien transita el desierto, mientras poco a poco crece una resistencia que se centra en quienes tienen los pies en la arena, en quienes deben empezar a tejer un nuevo poder que se erija para salvar al mundo, para enfrentar el designio fatal de los Harkonnen. La ‘Dune’ de Villeneuve rehúye consistentemente de la complejidad de la sociedad de castas extraordinaria de la obra de Hebert y extrae de ella las esencias, la especia sustancial que resulta ilustrativa de la humanidad.

martes, 26 de octubre de 2021

La parábola contemporánea de Annette y las pulsiones cinematográficas de Leos Carax


Se puede decir que en los más recientes cuarenta años, en el panorama del cine europeo no ha existido una figura que conjugue de mejor forma lo clásico y lo hipermoderno como lo ha hecho Leos Carax. Su visión fatalista y simultáneamente luminosa sobre el amor ha excavado hasta el fondo en las esencia misma de un ser humano que se reconstruye violentamente frente a un mundo que avanza devastadoramente empujado por el desarrollo y por el desastre diversificado. Su particular mundo se abrió de par en par con ‘Chico conoce chica’ (1984), en donde nació la pareja trágica que atraviesa toda su obra. En ‘Mala Sangre’ (1986), convertía la ciudad histórica, Paris, en el escenario de las agitaciones extraordinarias de la modernidad más aplastante, como en una alucinación. En la década anterior, marcó definitivamente la historia con su irrepetible ‘Holy Motors’ (2012), en donde multiplica a su personaje para que él mismo contenga a toda la sociedad, para atravesar después la noche con un mundo tan luminoso como oscuro. La más reciente película de Leos Carax se titula ‘Annette’ (2021) y cuenta la historia del romance estelar entre el comediante de stand-up Henry McHenry (Adam Driver) y la cantante de ópera Ann Defrasnoux (Marion Cotillard), quienes se deleitan portentosamente en el ensueño de su fama hasta que poco a poco el mundo mismo va derrumbando progresivamente la fantasía que han construido, especialmente a raíz del nacimiento de su hija Annette. 

Por la vía del musical, Carax pone el dedo en la llaga de la deshumanización masiva del mundo contemporáneo. Esa forma clasicista ata el pasado y el futuro para expresar la condición inmanente y eterna de la tragedia, en la agitación de un entorno tormentoso, como explícitamente se cierne la tormenta sobre el idilio embriagador del romance de las estrellas, como si fuera la sexualidad de los mismos dioses, que se carcajean, que viajan fugaces como flotando a través de la noche. El director francés echa mano de sus ya célebres sobreimpresiones que proyectan auténticos fantasmas que a fin de cuentas son la materialización etérea de las inquietudes de los personajes, que poco a poco empiezan a ser presas de un misterio que derruye poco a poco el palacio de cristal que han hecho de su propia vida. Henry atraviesa el escenario con la explosión de su comedia provocadora y su propio físico imponente (Adam Driver en una exigencia máxima), mientras que Ann luce delicada en contraposición a su amante, mientras fluye casi natural entre la escenografía de la ópera, recordando las heroínas de Powell y Pressburger en ‘Las zapatillas rojas’ (1948) y ‘Los cuentos de Hoffman’ (1951), aquí también como si la representación fuera convirtiéndose en premonición de su propio destino. La película conjuga la parábola del mundo actual en la artificialidad asombrosa y pasmosa de Annete, la cría de las estrellas, artificial pero trascendente, excepcional y aguda, una máquina de billetes explotada y circunstancial, efímera, como las celebridades descomunales que crecen de la nada y explotan a niveles casi imposibles de vislumbrar. Sin embargo, como en Pinocho, la humanización se convierte en una salvación parcial, que apenas alcanza para unos pocos, pero que termina por condenar a quienes se han nutrido en el remolino incesante del flujo violento de los tiempos. Carax mismo nos planta rápidamente en la adoración de sus personajes, podemos verlos pronto en el pedestal de su divinidad masiva, pero después de la cumbre tormentosa de su propio mundo, se deriva el naufragio de una desesperación auténtica, en el que solo predomina una ambición cruda por aferrarse a las alturas, una resistencia cada vez más violenta frente a la necesidad de desarmarse, para rehacerse en un mundo que necesita subsistir para sostener la supervivencia. Justo como esa resistencia conservadora que parece tímida pero que gradualmente puede ponerse el uniforme de un fascismo constatable, como una sociedad que niega a revisarse o al menos a detenerse para no morir en el desbarrancadero.  

lunes, 18 de octubre de 2021

El viaje en libertad de ‘En el curso del tiempo’ y el cine a cuestas de Wim Wenders













Después de haberse consagrado en su propio país con ‘Falso movimiento’ (1975), Wenders se dispuso a darle un cierre a su trilogía de road movies, nuevamente con Rüdiger Vogler en el papel principal. De vuelta en el blanco y negro que ya había presentado en la trilogía con ‘Alicia en las ciudades’ (1974), Wenders emprende nuevamente el viaje en ‘En el curso del tiempo’ (1975) para explorar las profundidades de una amistad profunda y repentina entre dos hombres inicialmente desconocidos entre sí. Se trata del encuentro entre Bruno (Rüdiger Vogler), un técnico que viaja a lo largo de la frontera entre la Alemania Federal y la Alemania Democrática reparando los proyectores de los viejos cines de los pueblos, cada vez menos frecuentes en la provincia, y Robert (Hanns Zischler), un psicólogo infantil con principios suicidas que decide acompañar a Bruno en su viaje, incluso como ayudante, mientras explora su propio pasado. 

Wenders construye su película sobre Bruno, el reparador de los cinematógrafos, que hace toda una campaña de auténtica reparación exhaustiva, pueblo por pueblo, en donde al menos cultiva un instante, una memoria que va a alimentar posteriormente su propia melancolía. El viaje es libre, extenso, y en cada acción adquiere una relevancia extraordinaria en medio del paisaje descomunal que consigue Wenders con el gran respaldo de Robby Müller en la fotografía, quien ya había conseguido trazar el fondo idóneo para esos espacios en ‘Alicia en las ciudades’. Las máquinas son el vestigio de un tiempo que corre a toda velocidad sin que se sienta en el deleite de cada momento. Robert se convierte en otro arqueólogo del pasado inmediato con la imprenta de su padre, en donde encuentra el espacio para transmitirle las palabras que surgen de las heridas que aún tiene abiertas. La melancolía se concentra en las pequeñas y hermosísimas salas de cine, con el resplandor pegando en las paredes repletos de imágenes conocidas de la nostalgia cinéfila. En la radio de la furgoneta de Bruno, suenan con frecuencia las letras del rock estadounidense que especialmente él canta a voz en cuello, contagiando irreversiblemente a Robert de un entusiasmo espontáneo y simple que por momentos parece arrancarlo de las profundidades de la tristeza. La influencia de la cultura estadounidense, ya imperial para ese entonces, se expresa abiertamente en los diálogos, en los hechos y también en la realidad misma de la película, que se alimenta de la aventura propia del cine independiente estadounidense, que también recababa del espíritu antiquísimo de los viajes, que terminan siendo toda una purga interna. Más de 30 años después del fin de la Segunda Guerra, devastadora especialmente para Alemania, es como si el tiempo se hubiera detenido siguiendo precisamente su curso. Como si en el reflejo propio de supervivencia se hubieran concentrado muchas décadas en solo unas cuantas y pronto los aparatos de las luminarias anteriores se hubieran transformado rápidamente en reliquias que Wenders tuvo la visión de reconocer cuando la distancia todavía no permitía demasiada perspectiva para valorarlo de esa forma. En ese proceso es fundamental la música Axel Linstädt, también influenciada por las guitarras eléctricas de la contracultura estadounidense, que parece aportar a la construcción de una nueva cultura con pinta de milenaria, una nueva mitología que se construía en los caminos. Bruno y Robert viajan reparando, en una actividad letárgica pero imparable, como si estuvieran encomendados a una tarea crucial, que fuera necesaria en un misterio aún irreconocible, de esos que se valoran con el tiempo. En el parabrisas del remolque, se refleja el cielo que describe de la mejor forma el espacio abierto e ilimitado que les espera siempre al frente, que se extiende frente a ellos mismos. O también en la motocicleta antigua, a lo ‘Easy Rider’ (1969), se resisten con auténtica rebeldía al peso devastador de los días, asumiendo esa pequeña revolución como la resistencia fundamental. 


lunes, 11 de octubre de 2021

El viaje histórico de ‘Falso movimiento’ y el cine literario de Wim Wenders













Para mediados de la década de los setenta, Wim Wenders ya era uno de los cineastas más destacados de Alemania y sin duda uno de los puntales del Nuevo Cine Alemán, tras haberle otorgado gran visibilidad a aquel movimiento de auténtica vanguardia, gracias al Premio de la Crítica en el Festival de Cine de Venecia por ‘El miedo del portero ante el penalti’ (1972) y por haber iniciado lo que sería su histórica trilogía de road movies con ‘Alicia en las Ciudades’ (1974), la aventura transatlántica e intergeneracional que expresaba la gran influencia que tenía sobre él la transformadora cultura estadounidense del momento. La segunda película de aquella trilogía fue ‘Falso movimiento’ (1975), nuevamente protagonizada por Rüdiger Vogler. Nos relata el viaje de Wilhelm (Vogler), un aspirante a escritor, desde la ciudad de Glükstadt, al norte de Alemania, con rumbo a Bonn, en las riberas del Rin. En el trasbordo de trenes en Hamburgo, Wilhelm se maravilla con Therese (Hanna Schygulla), una hermosa actriz de la cual consigue el número telefónico. En el compartimento del tren viaja junto a Laertes (Hans Christian Blech), quien a veces prefiere responder tocando la harmónica que con palabras, quien a su vez está acompañado por Mignon (una jovencísima Nastassja Kinski haciendo su debut actoral), quien no le quita los ojos de encima a Whilhelm y no emite palabra o sonido alguno. El viejo Laertes y la niña Mignon no tienen un marco encima, así que Wilhelm los invita a hospedarse en un hotel barato, al que se les une Therese. Allí conocen a Bernhard, un austriaco aspirante a poeta, quien les plantea llegar hasta el hogar de su tío millonario: un castillo con vista panorámica del Rin. Así se conforma finalmente la manada que no solo buscará una cumbre geográfica.

El recorrido geográfico que plantea Wenders en ‘Falso movimiento’ no es largo geográficamente, pero en las profundidades de su relevancia metafórica es un viaje profundo y extenso. Wilhelm es un artista atormentado por la falta de inspiración en su ciudad natal, en donde sufre los estragos de la monotonía. Laertes, como el personaje Shakespeariano, viaja con su propia Ofelia, encarnada en Mignon, también con su febrilidad de fondo, a la que protege pero al mismo tiempo la condena a una vida en la miseria. La obra que Wilhelm busca como escritor de una nueva página pareciera ser la que él mismo va construyendo en su propio viaje, en la que colecciona personajes a su paso, tomados directamente del pasado alemán quebrado en dos partes por la guerra. En el castillo prometido, los viajeros se encuentran en cambio con las ruinas de un industrial (Ivan Desny) vencido por la ruina material y emocional, en la penumbra de lo que fue su propia grandeza, con la televisión convertida en un accesorio descompuesto y solo el vino como aliciente para soportar el peso del derrumbe. En ese escenario, también se purgan las verdades, que fluyen revelando progresivamente el más grande horror: el del fantasma del Holocausto que todavía es joven en ese infierno post-apocalíptico. Wenders utiliza al narrador para contar la historia, como si fuera el libro del escritor en ciernes, recogiendo los pasos de su propia pequeña travesía por el norte de Alemania, en las cercanías de las fronteras, cambiando constantemente la altura y por ende la perspectiva, como si se revelara el panorama que es difícil observar desde el encierro, desde la mirada enterrada de la pesadumbre. Sin embargo, el pequeño ensayo de esta comunidad fracasa inevitablemente ante la divergencia propia de las personalidades, que terminan por dar cuenta de la heterogeneidad de una sociedad nueva, enmarcada por un cine que procuraba redescubrir el rostro de un nuevo país, y en ese esfuerzo, Wenders timoneaba esa exploración. 


lunes, 4 de octubre de 2021

El viaje en polaroid de ‘Alicia en las ciudades’ y la poesía urbana de Wim Wenders














Todavía con los estragos de la posguerra, en los inicios de la definitiva década de los años sesenta, cuando se iniciaban los movimientos sociales por toda Europa, en Alemania un grupo de jóvenes cineastas firmó el ahora célebre Manifiesto de Oberhausen, en el que declaraban la muerte del viejo cine y proclamaban uno nuevo caracterizado de forma especial por una prevalencia de los valores artísticos sobre los comerciales, en el que se exploraba a fondo un cine propiamente de autor, que encontrara la identidad de la Alemania de aquel entonces, sin necesidad de recabar de forma estructural en el extenso pasado alemán o siquiera en el considerable legado que había dejado la cinematografía alemana hasta ese entonces. Este movimiento, que firmaban cineastas como Edgar Reitz y Alexander Kluge, fue el precursor del Nuevo Cine Alemán, en el que una generación de jóvenes, inspirados por la Nueva Ola Francesa, se volcaron a crear un cine especialmente naturalista, de suficiente calado cultural y con una gran variedad de matices que durante dos décadas construyeron el relato de Alemania en el corazón de la transversal segunda mitad del siglo XX. Uno de los cineastas fundamentales surgidos del llamado Nuevo Cine Alemán fue Wim Wenders, especialmente influenciado por el cine estadounidense y el viaje como medio de trascendencia humana. Precisamente, en el auge de este movimiento, Wenders se plantó frente al mundo con tres películas sobre el viaje que se convirtieron en su trilogía de Road Movies y definirían en buena medida su perfil como autor. La primera entrega de la trilogía es ‘Alicia en las ciudades’ (1974), en la que Wenders acompaña la travesía de Phillip Winter (Rüdiger Vogler), un fotógrafo cronista que por azar es encomendado a emprender el viaje de regreso a Alemania a cargo de Alice van Damm (Yella Rottländer), una niña alrededor de los diez años, quien no puede ser acompañada por su madre. Una huelga de controladores aéreos en Alemania les obliga a hacer escala en Ámsterdam y la memoria volátil de Alice los lleva a una auténtica aventura interoceánica. 

Además de su propio y extraordinario instinto visual, Wenders se apoya en el cinefotógrafo Robby Müller, uno de sus colaboradores más cercanos en esta etapa. El blanco y negro genera constantemente el efecto del registro fotográfico del viajero, como si la cámara Polaroid de Phillip tomara imágenes en movimiento que son capaces de extraer la poesía de los instantes, de las cosas, que congelan en el tiempo los espacios con las luces vibrantes de los anuncios y el alumbrado público o los rostros que parecieran devolver la mirada, como si se convirtieran en recuerdos instantáneos. La mirada sobre Nueva York se hace imperecedera, permitiendo rehacer las postales en nuevas imágenes que consideran la vigilancia perenne de los edificios, de los trazos arquitectónicos, apenas dilucidados, mientras simultáneamente la televisión y la radio proyectan los rasgos propios de la cultura misma, de la cultura extendida de la potencia. Cuando Alice aparece en el camino de Phillip, probablemente sea ella quien lo rescata, quien por momentos le da un sentido, paradójicamente con su propia naturaleza infantil, con la incertidumbre natural de su propia edad. Los instantes formalmente considerados intrascendentes adquieren una relevancia trascendente, que descubre progresivamente el placer mismo del vivir, cuando la frustración se aprecia como la libertad, como la liberación frente a las expectativas. Como en pocos casos en la historia del cine, Wenders también registra para siempre las ciudades que atraviesa entre Estados Unidos, Holanda y Alemania, como un documento que servirá siempre de referencia de unos tiempos que cada vez son más distantes y que hacen que la película ante cada visionado se convierta en un nuevo descubrimiento, en el archivo siempre reconvertible de años de auténtica aceleración cultural, en la que las habitaciones podían ser mucho más temporales y memoria personal podía estar a la vuelta de la esquina.  

lunes, 27 de septiembre de 2021

La patria familiar de ‘El olvido que seremos’ y la reconstrucción melancólica de Fernando Trueba










Tras la llegada de la democracia a España, después de la muerte del dictador Francisco Franco en 1975 y la promulgación de la Constitución en 1978, la cultura española dio un vuelco que respondía a la liberación que se respiraba tras décadas de represión y autoritarismo. El arte español recibía los años ochenta a contrapié de los gobiernos conservadores que tomaban el poder en las grandes potencias y así se convertía en una nueva contracultura europea que inspiraría de forma especial a Latinoamérica. Cineastas especialmente valientes como Víctor Erice y Luis García Berlanga habían construido los cimientos de un cine intenso, memorioso y especialmente estético, sustentado en historias poderosas sobre España misma. Una de las vertientes de ese auge fue la llamada “comedia madrileña” y ahí encontró su lugar Fernando Trueba, con comedia clásica que fácilmente podía verterse de historia y de romance. Películas como ‘Ópera Prima’ (1980), ‘El año de las luces’ (1986), ‘El sueño del mono loco’ (1989), ‘Belle Époque’ (1992) y ‘La niña de tus ojos’ (1998), se convirtieron en parte de la memoria colectiva de varias generaciones de españoles y latinoamericanos, siempre con una reflexión profunda sobre la identidad. En la última década, Trueba se ha acercado de forma visible a Latinoamérica, primero con su largometraje de animación ‘Chico & Rita’ (2010), nominado al Oscar, y su más reciente película ‘El olvido que seremos’ (2020), ganadora del Goya a mejor película iberoamericana, basada en la novela homónima del colombiano Héctor Abad Faciolince, en la cual el escritor relata las memorias de su familia, especialmente alrededor de su padre, Héctor Abad Gómez (Javier Cámara), médico, académico y defensor de derechos humanos en Medellín.

En ‘El olvido que seremos’, Trueba construye con gran sentido de la auténtica nostalgia la atmósfera de una familia colombiana de clase media, que puede fácilmente ser la casa de cualquiera en Latinoamérica, con una habilidad para en entresijo del tejido familiar que evoca por momentos al mismísimo García Márquez. Las canciones de los Rolling Stones a la guitarra, las comidas familiares encabezadas por el padre, la madre y el gozo propio de las hijas y el único hijo varón, quien se alía con su padre en el correlato de las palabras, los instantes compartidos y las anécdotas que escalan progresivamente hasta que van construyendo pieza a pieza toda una vida que se convierte en todo un paisaje del pasado. La cámara de Trueba flota por la amplia casa de dos plantas y jardín, mientras mira por las ventanas, abre las puertas, curiosea en las habitaciones y se detiene en las miradas amorosas que se lanzan entre sí los personajes. Desde esa casa que para todos es inmanente y permanente, Héctor Abad Gómez y su hijo Quiquín (Nicolás Reyes Cano de niño, Juan Pablo Urrego, de adulto) empiezan a proyectar una luz que fluye a través de la conciencia social misma del médico erigido en la comunidad como defensor de derechos humanos. Como en una reacción química, aparecen gradualmente, los violentísimos años ochenta en Colombia, especialmente en Medellín, plagada de grupos de extrema derecha usualmente respaldados al menos con la inacción por parte de la institucionalidad. La armonía se resquebraja cercada por la alteración social, por el aire que se contamina de violencia, que levanta los ánimos en la universidad pública, mientras las calles que antes corrían los más pequeños, ahora son atravesadas por motociclistas y metralletas. La extraordinaria actuación de Javier Cámara, con un colombiano paisa impecable en el acento, sirve de auténtico catalizador de esa ruptura que le abre la puerta a la tragedia. La gran dignidad de Héctor Abad Gómez como médico, profesor y padre se echa sobre el hombro a la familia, mientras en el rostro se dibuja cada vez con más frecuencia el gesto de la indignación y de la angustia. Del amor y del horror. Trueba parte su ficción en dos memorias de la misma raíz, la una a color y la otra en blanco y negro, como las televisiones que resplandecían novedosas en las casas, pero también como cuando irreversiblemente se pierde la vida. 


lunes, 20 de septiembre de 2021

El western histórico de ‘El bueno, el malo y el feo’ y la escalada estilística de Sergio Leone


Después de las dos primeras entregas de la ‘Trilogía del Dólar’, Sergio Leone se encontró con un éxito que probablemente no había previsto tan solo unos cuantos años antes. Pero la gran popularidad de sus dos primeros westerns no era gratuita. Leone estaba construyendo, película a película, un estilo tan consolidado que terminaría por convertirse en la punta de lanza de todo un subgénero del western, tal vez él género cinematográfico más gringo de todos. Y lo hacía desde Europa. Esa escalada estilística ya puede verse con suma claridad en la tercera película de la trilogía, la más célebre de todas, ‘El bueno, el malo y el feo’ (1966), en el que sería el último trabajo del ya legendario ‘Hombre sin nombre’. Blondie (Clint Eastwood), el nuevo nombre para ‘El hombre sin nombre’, está aliado con Tuco (Eli Wallach), un maleante diverso que se las arregla para sobrevivir a la rudeza del Oeste, como asesino, ladrón, estafador y demás. Blondie lo caza, Tuco va a la horca y Blondie lo rescata, lo cual sube el precio de su cabeza en la región, así que pueden repetir la estafa en otro pueblo. Blondie se cansa del arreglo y abandona a Tuco en el desierto, quien valiéndose de su resistencia de auténtica cucaracha logra escapar y se desquita torturando a Blondie mientras lo obliga a cruzar el desierto. En plena Guerra de Secesión, encuentran una carreta repleta de soldados sureños muertos, con uno moribundo quien, a cambio de agua, les da la ubicación de un tesoro enterrado en una tumba. Los dos van tras él, pero no cuentan con que Angel Eyes (Lee Van Cleef), un sargento ladrón del ejército del norte, tiene la misma información que ellos. 

En ‘El bueno, el malo y el feo’, Leone define finalmente y por completo al spaguetti western, sumando considerablemente sus propios hallazgos en las dos películas anteriores. Nuevamente la trama está construida sobre tres personajes son auténticas columnas sustentadas en la mitología occidental básica, sobre personajes que representan valores diversos, en este caso convertidos en antivalores propios de la hostilidad del contexto, a fin de cuentas matices de mercenarios que excavan en la podredumbre moral de su propio escenario, para sobrevivir e imponerse a la fuerza, en donde lo urgente es matar para vivir. La estridencia de Tuco, el feo, (Eli Wallach), consigue construir a un nuevo forajido que se distancia de la letalidad oscura de Clint Eastwood y Lee Van Cleef, como si presentara un nuevo modelo de superviviente, un roedor que se retuerce, que gesticula, que se carcajea con vulgaridad. Eastwood traslada a sus antihéroes a la épica tragicómica, con una suerte de obstáculos que a veces se imponen entre ellos mismos, con la guerra como telón de fondo, recrudeciendo las ya de por sí deshumanizadas condiciones del desierto moral del western. La mirada panorámica se convierte en una característica ya congénita del subgnénero que crece a golpe de taquilla, incluso haciendo de las miradas todo un nuevo panorama que maximiza el viejo Kuleshov de los rusos hasta el extremo del espectáculo. Los escenarios desérticos aquí se diversifican, desde los pueblos de calles peladas y semivacías hasta las auténticas dunas devastadoras que arrastran a los vaqueros en la travesía hasta su eterno botín. Tonino Delli Colli traza con su fotografías escenarios de gran profundidad, conservando la gran amplitud que ya caracterizaba a Leone, lo cual permite que se escenifique de mejor forma el viaje extenso que caracteriza a la trama. Morricone en la música apunta con majestuosidad la gran resolución de los momentos cumbres de la tensión dramática, desarrollados por vías sumamente ingeniosas, que definen en buena medida el carácter lúdico de los personajes, sin que se escapen nunca de la ruindad propia de su naturaleza mercenaria. En la cima de la colectividad creativa, no solo se había recreado el western, sino que el cine de culto nutría su acervo para las postrimerías, con un reconocimiento progresivo hasta nuestros días. 

lunes, 13 de septiembre de 2021

La alianza mercenaria de ‘Por unos dólares más’ y los rostros esculpidos de Sergio Leone










‘Por un puñado de dólares’ (1964), la primera película de la ‘Trilogía del Dólar’, era apenas el segundo largometraje de Sergio Leone, un cineasta todavía en ciernes, que apenas rondaba los 35 años. Era una película sin mayores expectativas en la taquilla y cuyo éxito tomó por sorpresa a propios y extraños. Este resultado inesperado impulsó una nueva película con Clint Eastwood encarnando al ‘Hombre sin nombre’, titulada esta vez ‘Por unos dólares más’ (1965), nuevamente con Gian María Volontè en el papel antagónico y ahora con la incorporación del ya histórico vaquero Lee Van Cleef, quien había hecho su debut más de una década atrás en ‘High Noon (1952), el clásico western de Fred Zinnemann, protagonizado por Gary Cooper. Además, la participación de Klaus Kinski, particularmente jorobado en la pandilla encabezada por Volontè.  ‘Por unos dólares más’ relata otra aventura del cazarrecompensas sin ataduras, ‘El Hombre sin Nombre’, aquí conocido como ‘Manco’ (Eastwood), tullido de la mano derecha por algún azar de la violencia del vaquero, pero sin perder un centímetro de su puntería y su velocidad, quien comparte propósitos con otro cazarrecompensas letal, el Coronel Douglas Mortimer (Lee Van Cleef), militar retirado que se gana la vida derribando maleantes y cobrando el precio impuesto sobre ellos. Los dos coinciden en ir tras ‘El Indio’, un bandolero ladrón de bancos que lidera catorce esbirros. Los dos cazadores se unen para ir tras el maleante y sus secuaces, pero poco a poco se develará la diferencia de sus motivos.

Leone construye su western sobre los pilares de sus propios personajes, sobre tres columnas representadas por actores de rostros tallados en piedra, o que al menos consiguen ese aspecto en los close-ups auténticamente paisajísticos que empezaban a convertirse en toda una línea característica de la huella digital de Leone. En la alianza mercenaria entre el Manco y el Coronel, el uno libre en su carencia de afectos y el otro atravesado justamente por su afecto paternal demolido por el horror, se agrieta gradualmente su propia faz rocosa para insinuar una relación de padre e hijo, como si fueran los vaqueros de diferentes generaciones que se retan y al mismo tiempo se acompañan a afinar la puntería. Mientras tanto, en otro extremo del escenario cinematográfico, ‘El Indio’ se retuerce en una memoria pesadillesca, alucinógena, en la que la que alinea su maldad lúdica con sus propios tormentos, mientras lo invaden las carcajadas que parecen estertores de la conciencia que lo carcome. Leone concentra los tiroteos en los clímax y le da un tiempo considerable a las reuniones siempre sustanciosas entre los cazarrecompensas y a los delirios del maleante. La fotografía es nuevamente de Massimo Dallamano, quien es capaz de extender todo lo necesario la mirada de Leone en los vastos desiertos, en la cacería desde las alturas o en los interiores reducidos y oscuros de las conspiraciones. En esta ocasión, la música de Morricone impulsa decididamente las atmósferas y el fondo misterioso de personajes tallados en piedra, que guardan auténticas penas dentro de sí mismos, con la capacidad de expresar con la misma eficiencia la melancolía y la devastación activa de la violencia. Solamente se mantiene inexpugnable ‘El hombre sin nombre’, quien es capaz de sacudirse de los lazos como si se sacudiera el polvo de los hombros. Leone le daba una nueva marcha al avance del spaguetti western, con una multiplicidad del vaquero capaz de subsistir sin romper la regla de la melancolía y la soledad, comprendiendo que esas circunstancias pueden llegar al pueblo por diferentes caminos, para encontrar la sublimación con la muerte, en el rol del asesino o en el rol del muerto, capturando algo de la trascendencia de ese acontecimiento a fin de cuentas liberador.  


lunes, 6 de septiembre de 2021

El western extenso de Sergio Leone y el anónimo indestructible de ‘Por un puñado de dólares’










En el cine estadounidense, el western resultó ser la piedra fundacional de una identidad difícil de conciliar. No solamente se convirtió en toda una columna para sostener el star-system, sino que además hizo la excavación arqueológica del vaquero, la esencia del outsider, desarraigado y sin lugar en el sistema capitalista, el sustento de varias generaciones del cine independiente gringo. En el contexto de la transmutación cultural propia de los años sesenta, Europa se abocó a la realización de westerns, especialmente en la Italia y España, con paisajes que se asemejan de alguna forma al escenario desértico característico del género, en donde los hombres hacen sus propias leyes de fuerza en medio del aislamiento institucional. A pesar de que el movimiento se generó en los albores mismos de aquella década, Sergio Leone empezaría a marcar con letras imborrables la historia del subgénero con su saga, ahora de culto, la llamada ‘Trilogía del Dólar’ o ‘Trilogía del hombre sin nombre’. La primera película de la trilogía fue ‘Por un puñado de dólares (1964), basada en ‘Yojimbo’ (1961), uno de los clásicos que se apuntaba por aquel entonces el legendario Akira Kurosawa en su prodigiosa filmografía. Un forastero enigmático, apenas mencionado de vez en cuando como Joe (Clint Eastwood), llega a un pueblo casi hecho fantasma por el terror generado a raíz del enfrentamiento entre los Baxter, la familia gringa, con la matrona Consuelo Baxter (Margarita Lozano) y los Rojo, la familia mexicana, encabezada por el implacable Ramón Rojo (Gian Maria Volontè). El anónimo indestructible aprovecha la disputa de las familias para llenarse los bolsillos con dólares de las dos casas.

La construcción del nuevo cowboy implicaba un proceso integral en el que el personaje debía contener de alguna forma el espíritu de John Wayne, pero al mismo distanciarse para construir por completo un nuevo súperpersonaje, otro ícono para llenar las salas de cine, como lo terminó siendo ‘El hombre sin nombre’, encarnado con gran precisión y suficiencia por Clint Eastwood. Precisamente, la pérdida de identidad, el anonimato, potencian al nuevo vaquero hasta la invencibilidad absoluta. El desapego total frente a los principios y las emociones que se atraviesan en la supervivencia, convierten al “hombre sin nombre” en un adversario imbatible, brillante, que tiene la capacidad de pensar sin que la moral o incluso la ética se interpongan en su camino, solamente en su beneficio, pero con la capacidad de conquistar a los demás outsiders, como el viejo agente funerario, el cantinero o la matrona, o incluso el matón que ejerce el poder fáctico, que a fin de cuentas encuentran en el hombre sin nombre un modelo para armar como ellos quieran, para ponerle el rostro del héroe que ellos prefieran. A lo mejor en una fantasía, hasta su propio rostro. Los planos de Leone son extensos, gigantescos. Incluso los close-ups, o especialmente los close-ups, con ojos clarísimos clavados en pieles raídas por el polvo, por el sol y por la violencia extrema, como todo un paisaje natural. La cámara se mueve abriéndole paso al héroe sin compromisos y también es capaz de ensancharse hasta rasgarse para plantear el duelo sempiterno entre los vaqueros, estirado hasta donde es posible, con los vaqueros puestos de frente en el escenario místico, silencioso y asesino del desierto inabarcable. Pero tal vez el elemento que funda definitivamente el spaguetti western es la música de Ennio Morricone, metálica, llena de las voces, los silbidos y los pequeños instrumentos del vaquero en sus inmensos dominios, mientras se acompaña a sí mismo en la melancolía de su misticismo. Y en el desgarro del encuentro con la muerte, ascienden las guitarras eléctricas, como también ascendían en la cultura popular de aquel entonces. Sergio Leone, con Eastwood y Morricone, desde Europa, daban el primer paso en firme para revolcar en el polvo el género esencial de Estados Unidos, quebrando las fronteras del espacio, el tiempo y el movimiento, con la transgresión de Eisenstein, de las miradas a los paisajes en el santiamén de las pistolas más rápidas del otro lado del charco.


domingo, 29 de agosto de 2021

La relatividad filial de Hirokazu Koreeda y la honestidad reparadora de ‘La verdad’


























El japonés Hirokazu Koreeda es una de las figuras fundamentales del cine internacional en los últimos treinta años. Con un cine afirmado en la herencia del legendario Yasujiro Ozu, Koreeda ha trascendido su discurso de la sociedad moderna con reflexiones transversales sobre la familia, las relaciones filiales y el sentido extenso del afecto, incluso cruzando los límites de la justicia y el orden moral. Después de convertirse en uno de los pilares del cine japonés contemporáneo, con auténticos clásicos como ‘Nadie sabe’ (2004), ‘De tal padre, tal hijo’ (2013), ‘El tercer asesinato’ (2017) y ‘Un asunto de familia’ (2018), Koreeda ha hecho su incursión en el cine europeo, vía Francia, con ‘La verdad’ (2019), nominada al León de Oro en el Festival de Venecia y protagonizada, nada más y nada menos, que por Catherine Deneuve y Juliette Binoche. ‘La verdad’ narra la visita de Lumir (Juliette Binoche), desde Estados Unidos, para visitar a Fabienne (Catherine Deneuve), su madre, quien es una veterana actriz francesa, quien filma la película de una hija que recibe la visita de su madre que nunca envejece. Fabienne acaba de escribir su autobiografía y Lumir encuentra en el libro una gran cantidad de omisiones y faltas a la verdad, casi como en un cuento de hadas. 

Koreeda reconstruye en Francia su familia heterogénea característica, aquella que ya ha convertido en toda una marca de la posmodernidad de su cine. El encuentro de fondo traumático entre la madre y la hija, entre la actriz y la guionista, es acompañado por el esposo – yerno que rompe la barrera del idioma (Ethan Hawke), por la niña de imaginación imparable, que sueña con ser actriz, por el mayordomo – cuidador, por el esposo - cocinero, por el exesposo – padre – tortuga y por otra obra del cine dentro del cine, en donde la ficción resuena en todos los niveles existenciales, como altavoz de la realidad, justo como lo hace el arte a fin de cuentas. Fabienne insinúa los delirios de una Norma Desmond, pero también tiene la negación a la defensiva de Charlotte, la madre desnaturalizada que interpretó la Bergman en la ‘Sonata de Otoño’ (1978), de Bergman. Por supuesto, también está de fondo la mismísima Catherine Deneuve, que interpreta probablemente a su propio álter ego, a su propia historia encarnada en su humanidad siempre deslumbrante. El pequeño palacete, como de eterna alucinación placentera de Jean Renoir, alberga también las pasiones viscerales de un pasado que todavía sangra, como una réplica blanda de ‘La Celebración’ (1998), de Vinterberg, pero con esos instantes Ozu multiplicados una y mil veces por Koreeda, como si sembrara por toda la casa parisina las semillas de su propia herencia fílmica japonesa. En las penumbras, mientras todos duermen, las habitaciones sirven para expresar los tormentos en conversaciones cubiertas a veces por una penumbra que el cinefotógrafo Eric Gautier hace parecer los terrenos mismos de la memoria. En la película que se filma en la historia, la hija envejece inexorablemente frente a su madre del espacio exterior y a fin de cuentas necesita que su madre, más madura que ella, la acoja en su seno para sobrevivir a sus propias pulsiones, para seguir teniendo un lugar en el mundo en medio de su propia manada, igual que a fin de cuentas la actriz necesita de la guionista en la vida real. Koreeda cuestiona con gran calidez el orden natural de las cosas, como siempre lo ha hecho en sus películas. Se replantea el deber ser y ahora se refiere a la verdad, porque no necesariamente resulta ser en todos los casos lo más conveniente o lo más armónico. O tal vez solo se trata de ponerle a la verdad las curas que necesita para poder subsistir sin hacer pedazos los lazos vitales entre las personas. 

domingo, 22 de agosto de 2021

El centro romántico de Abbas Kiarostami y la cobertura cinematográfica de ‘A través de los olivos’


























Para cuando mediaba la década de los noventa, Abbas Kiarostami ya estaba posicionado como una de las figuras descollantes en el panorama del cine mundial. La relevancia y visibilidad que le estaba dando a una región que solamente había sido vista con los ojos del colonialismo corporativista de Estados Unidos, especialmente de Hollywood, estaba haciendo un aporte fundamental a la diversidad cultural de un mundo que se abría de par en par en el auge de los medios de comunicación. Para cerrar la crucial ‘Trilogía Koker’, Kiarostami elaboró cuidadosamente la última muñeca de la estructura de matrushka de su saga, como si le pusiera la última capa a la cebolla pulpa, también con muchas lágrimas de auténtica conmoción emocional. ‘A través de los olivos’ (1994), el último filme de la trilogía, amplia el universo narrativo de ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ (1987) y ‘La vida continúa’ (1992), y ahora seguimos los pasos del director de la segunda película (Mohamad Ali Keshavarz), mientras filma la película y encuentra el reparto que a su vez recorre los pasos del director de la primera película (Farhad Kheradmand) en busca de los actores naturales que hicieron la primera. En medio de esta superestructura, Hossain (Hossein Rezain), el albañil retirado que interpreta al albañil recién casado en la película que se filma, está en el arduo esfuerzo de convencer a Tarereh (Tarereh Ladanian), quien interpreta a su esposa en la película, de que se convierta en su esposa en la vida real, a pesar de sus varias carencias.

Kiarostami envuelve todo el microuniverso de Koker con el oficio del cine integrado de forma orgánica en la comunidad riquísima y entramada con fuerza que nos ha presentado con suficiencia en las dos anteriores películas. El cine como un acontecimiento que integra a la sociedad, que crea memoria en la comunidad, para el cual los niños recorren kilómetros para presenciar las filmaciones, en el que las niñas y mujeres se presentan al casting. En el recorrido por los caminos reverdecidos tras la tragedia del terremoto, Kiarostami vuelve a encontrarse con mujeres y hombres que han echado raíces sobre un nuevo territorio, al que se anclaron con las carpas, y ahora sus casas no tienen dirección, sino que son la tierra misma, como lo fue en un principio. Las casas, aún agrietadas y montadas sobre escombros, están repletas de nuevas plantas con sus macetas, que crecen de nuevo, para construir un nuevo mundo. Soportado de nuevo en la mirada paisajística de los cinefotógrafos Hossein Jafarian y Farhad Saba, Kiarostami vuelve a mostrarnos rostros que son paisajes enteros y que de fondo tienen las colinas indestructibles con los caminos en zigzag que ya son todo un ícono que ha cruzado el viejo y el nuevo mundo que se ha montado sobre Koker y las aldeas aledañas. También ha multiplicado sus álter egos, nuevamente otorgándole el rostro a otras personas, a otros cineastas, a otros ojos que según su planteamiento hubieran podido ver todo el mundo que él vio en Koker. Todavía por encima de la última capa está él mismo y pueden venir otros mundos infinitos construidos por la mirada de cada espectados, como una máquina sobrenatural de réplicas surgidas de un solo centro. En la construcción del nuevo mundo, como en los mitos fundacionales, Kiarostami ha recurrido a una pareja de jóvenes que se resisten a las imposiciones estrictas de los mayores y atravesando los olivos esperan empezar una nueva civilización en la que los lazos sean más fuertes, que puedan seguir soportando los terremotos, incluso que puedan soportar sus propias diferencias. Siempre se trata de la búsqueda, de la unión, de la reunión, de  un nuevo camino para recorrer. 

domingo, 15 de agosto de 2021

El viaje amoroso de Abbas Kiarostami y la resiliencia comunitaria de ‘La vida continúa’













Después de la gran revelación que significó ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ (1987), la primera película de la ‘Trilogía Koker’ la siguiente película de Abbas Kiarostami, ‘Close-Up’ (1990), redefinió por completo el universo de la ficción cinematográfica de cara a la última década del definitivo siglo XX. Más allá de la metaficción misma, Kiarostami rompió con aquella película los límites de influencia del cine y la llevó al ámbito de las relaciones humanas directamente en el contexto social. ‘La vida continúa’ (1992), la segunda película de ‘Trilogía Koker’, estuvo atravesada por la tragedia del terremoto que azotó la región de Koker apenas dos años atrás, tres después de la realización de la primera película. Tras el universo narrativo que se liberó con ‘Close-Up’, Kiarostami introdujo su revisita a Koker para proyectar la experiencia de su reencuentro con los seres humanos que le dieron vida a la fábula de altruismo que lo puso en la mirada del cine mundial. Kiarostami le deja el reconocimiento de la ficción a su propio álter ego, un director de cine (Farhad Kheradmad) que regresa al pueblo donde filmó aquella película, en busca de los amigos verdaderos que cultivó, especialmente de aquel niño que fue el héroe de su relato, acompañado el mismo por su hijo Puya (Buba Bayour), un niño de ciudad y de curiosidad incontenible.

La inmersión en la tragedia es por el camino de la mirada preocupada del alter ego del director y la otra contrastada de curiosidad trascendente del niño de la ciudad. La carretera va arrojando pequeños cuadros, pequeñas escenas dramática que nos invitan a reconstruir la magnitud del desastre. La antesala alimenta constantemente una expectativa extraordinaria de encontrarse con los personajes de la película anterior, trasladados ahora a una supraficción que los encierra como matrushka, en la que se puede adivinar una muñeca aún más grande que lo encierra todo y que no es más que la sensibilidad del mismo Kiarostami. De fondo se percibe el dolor desgarrador de la pérdida, la melancolía honda de la muerte, pero al frente se planta una resiliencia comunitaria que soporta conmovedoramente los pedazos de un pasado esparcido por toda la región. Cuando aparece la colina atravesada en zigzag por el camino entre las dos aldeas de Koker, comprendemos que estamos de vuelta en el territorio formal de aquel pasado, pero que nos hemos adentrado en un nuevo mundo en el que los cadáveres todavía están frescos bajo el adobe de las casas y arriba se cultivan las semillas de otro pueblo que ha de surgir, aferrado a todo lo que puede, incluso a la antena para ver el campeonato mundial de fútbol. El mecanismo dramático que utiliza Kiarostami, soportado en el documental, nos hace conscientes en todo momento de que estamos observando una verdad natural, fehaciente, que contiene una belleza surgida en el terreno de la desgracia. Puya, incontenible en sus pulsiones infantiles, termina llevando de la mano a su padre por el territorio, en el que nuevamente el motor es la búsqueda del otro, para el alivio, para el respaldo colectivo que multiplica las fuerzas para resistir a la adversidad. Probablemente ahora no se trate de la insoportable necesidad de encontrar al otro para evitar su pena, como en ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’, sino del alivio propio, de la necesidad de alimentarse de ese espíritu cultural, inexplorable y misterioso que supone de alguna forma una realización inquebrantable, soportada en todo un tejido que resiste el peso de los escombros. El director lucha felizmente por treparse en esa cumbre mística, para encontrar al niño que antes buscaba a otro niño, en la necesidad de un refugio, de la dicha por la existencia y el bienestar del otro, como si Kiarostami hubiera tenido una visión local del futuro global que hoy es nuestro presente abrumador. 


domingo, 8 de agosto de 2021

La aventura solidaria de Abbas Kiarostami y la poesía altruista de ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?'

Abbas Kiarostami es uno de los cineastas fundamentales en la extensión de la diversidad en el panorama del cine mundial. Durante décadas, el cine estadounidense y el cine europeo concentraron la mayor parte de la atención en todo el mundo. Desde Asia, lo más notable venía desde el extremo oriente, especialmente desde Japón, en donde se fundaron auténticos próceres de la historia del cine como Kurosawa, Ozu y Mizoguchi. En los años ochenta, con la radicalización del neoliberalismo y al final de la década, en los estertores del bloque socialista, la creciente migración demandó una oferta cultural más diversa, lo cual hizo que los festivales de cine, en donde tenía su espacio el cine más subterráneo, se le abriera la puerta a las cinematografías de países hasta ahora fundamentalmente desconocidos. El cine del Medio Oriente, con Irán a la vanguardia, abrió la ventana de una cultura milenaria, repleta de una humanidad intensa. Kiarostami durante mucho tiempo fue la personalidad más reconocida en ese proceso, especialmente desde ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ (1987), la primera entrega de su aclamada ‘Trilogía Koker’, de historias acaecidas en una pequeña y humilde aldea al norte de Irán. ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ cuenta la aventura de Ahmed (Babek Ahmed Poor) un amoroso niño pequeño que se ha llevado a casa por error el cuaderno de la tarea de su frágil amigo Mohamed Reza Nematzadeh (Ahmed Ahmed Poor), quien, de no llevar su tarea, será expulsado de la escuela. Ahmed hará hasta lo imposible para llevarla el cuaderno a casa a su amigo, quien vive en la aldea vecina, cruzando el sendero por la colina. 

Kiarostami nos pone en el centro de la sencillez máxima, de la humanidad concentrada en una pequeña aldea. Los espacios que recorre Ahmed se van  iluminando con su presencia, para revelarnos, desde su deslumbrante solidaridad, el arraigo de la milenaria cultura persa, que se se puede percibir en los detalles ornamentados de las cosas y los lugares y también en la mirada intensa de los ojos grandes y expresivos, especialmente los de los otros niños, quienes son los únicos que parecen prestarle suficiente atención para cumplir con su deseo altruista, un deseo que lo inunda, que le hace intolerable la idea de que su amigo sufra el castigo de la institucionalidad estricta y tradicionalista de los adultos. Kiarostami tiene la sapiencia para develarnos la intensa subestimación que sufren los niños, ignorados estructuralmente en sus reclamos más angustiosos, y al mismo tiempo proyecta un espacio alucinante en su propia autenticidad, como si Ahmed se sumergiera al fondo de un mundo de fantasía, con esquinas indefinidas, lleno de curvas, de escaleras, con ventanas que se levantan sobre los pasadizos, en vitrales luminosos, con puertas retorcidas, en donde los niveles conviven sistemáticamente, como si al mismo tiempo retaran la física. Poco a poco la noche atrapa a Ahmed en la alucinación y entonces por fin cuenta con unos oídos abiertos, en el otro extremo de su edad, en la ancianidad que quiere ser escuchada, que lo abraza para curarlo de la fatiga con su propio cansancio de la vida. La música de tradición persa de Amine Allah Hessine se dibuja como la estela del veloz Ahmad, que atraviesa raudo el camino zigzagueante de la colina, de ida y vuelta, con la urgencia del altruismo ardiente que lo representa. La fotografía de Farhad Saba rescata los colores vívidos en medio del polvo desértico que cubre todo el escenario y llena de color la travesía de Ahmed y al mismo tiempo es capaz de introducir la atmósfera de una noche tormentosa que pareciera el reacomodo supremo de una fuerza inexplicable, como en la historia de un mito sobre el cual se debiera fundar una sociedad colectiva y solidaria que es tan urgente ahora como en la misión poética e inagotable del pequeño Ahmed.