lunes, 11 de octubre de 2021

El viaje histórico de ‘Falso movimiento’ y el cine literario de Wim Wenders













Para mediados de la década de los setenta, Wim Wenders ya era uno de los cineastas más destacados de Alemania y sin duda uno de los puntales del Nuevo Cine Alemán, tras haberle otorgado gran visibilidad a aquel movimiento de auténtica vanguardia, gracias al Premio de la Crítica en el Festival de Cine de Venecia por ‘El miedo del portero ante el penalti’ (1972) y por haber iniciado lo que sería su histórica trilogía de road movies con ‘Alicia en las Ciudades’ (1974), la aventura transatlántica e intergeneracional que expresaba la gran influencia que tenía sobre él la transformadora cultura estadounidense del momento. La segunda película de aquella trilogía fue ‘Falso movimiento’ (1975), nuevamente protagonizada por Rüdiger Vogler. Nos relata el viaje de Wilhelm (Vogler), un aspirante a escritor, desde la ciudad de Glükstadt, al norte de Alemania, con rumbo a Bonn, en las riberas del Rin. En el trasbordo de trenes en Hamburgo, Wilhelm se maravilla con Therese (Hanna Schygulla), una hermosa actriz de la cual consigue el número telefónico. En el compartimento del tren viaja junto a Laertes (Hans Christian Blech), quien a veces prefiere responder tocando la harmónica que con palabras, quien a su vez está acompañado por Mignon (una jovencísima Nastassja Kinski haciendo su debut actoral), quien no le quita los ojos de encima a Whilhelm y no emite palabra o sonido alguno. El viejo Laertes y la niña Mignon no tienen un marco encima, así que Wilhelm los invita a hospedarse en un hotel barato, al que se les une Therese. Allí conocen a Bernhard, un austriaco aspirante a poeta, quien les plantea llegar hasta el hogar de su tío millonario: un castillo con vista panorámica del Rin. Así se conforma finalmente la manada que no solo buscará una cumbre geográfica.

El recorrido geográfico que plantea Wenders en ‘Falso movimiento’ no es largo geográficamente, pero en las profundidades de su relevancia metafórica es un viaje profundo y extenso. Wilhelm es un artista atormentado por la falta de inspiración en su ciudad natal, en donde sufre los estragos de la monotonía. Laertes, como el personaje Shakespeariano, viaja con su propia Ofelia, encarnada en Mignon, también con su febrilidad de fondo, a la que protege pero al mismo tiempo la condena a una vida en la miseria. La obra que Wilhelm busca como escritor de una nueva página pareciera ser la que él mismo va construyendo en su propio viaje, en la que colecciona personajes a su paso, tomados directamente del pasado alemán quebrado en dos partes por la guerra. En el castillo prometido, los viajeros se encuentran en cambio con las ruinas de un industrial (Ivan Desny) vencido por la ruina material y emocional, en la penumbra de lo que fue su propia grandeza, con la televisión convertida en un accesorio descompuesto y solo el vino como aliciente para soportar el peso del derrumbe. En ese escenario, también se purgan las verdades, que fluyen revelando progresivamente el más grande horror: el del fantasma del Holocausto que todavía es joven en ese infierno post-apocalíptico. Wenders utiliza al narrador para contar la historia, como si fuera el libro del escritor en ciernes, recogiendo los pasos de su propia pequeña travesía por el norte de Alemania, en las cercanías de las fronteras, cambiando constantemente la altura y por ende la perspectiva, como si se revelara el panorama que es difícil observar desde el encierro, desde la mirada enterrada de la pesadumbre. Sin embargo, el pequeño ensayo de esta comunidad fracasa inevitablemente ante la divergencia propia de las personalidades, que terminan por dar cuenta de la heterogeneidad de una sociedad nueva, enmarcada por un cine que procuraba redescubrir el rostro de un nuevo país, y en ese esfuerzo, Wenders timoneaba esa exploración. 


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