Después de las dos primeras entregas de la ‘Trilogía del Dólar’, Sergio Leone se encontró con un éxito que probablemente no había previsto tan solo unos cuantos años antes. Pero la gran popularidad de sus dos primeros westerns no era gratuita. Leone estaba construyendo, película a película, un estilo tan consolidado que terminaría por convertirse en la punta de lanza de todo un subgénero del western, tal vez él género cinematográfico más gringo de todos. Y lo hacía desde Europa. Esa escalada estilística ya puede verse con suma claridad en la tercera película de la trilogía, la más célebre de todas, ‘El bueno, el malo y el feo’ (1966), en el que sería el último trabajo del ya legendario ‘Hombre sin nombre’. Blondie (Clint Eastwood), el nuevo nombre para ‘El hombre sin nombre’, está aliado con Tuco (Eli Wallach), un maleante diverso que se las arregla para sobrevivir a la rudeza del Oeste, como asesino, ladrón, estafador y demás. Blondie lo caza, Tuco va a la horca y Blondie lo rescata, lo cual sube el precio de su cabeza en la región, así que pueden repetir la estafa en otro pueblo. Blondie se cansa del arreglo y abandona a Tuco en el desierto, quien valiéndose de su resistencia de auténtica cucaracha logra escapar y se desquita torturando a Blondie mientras lo obliga a cruzar el desierto. En plena Guerra de Secesión, encuentran una carreta repleta de soldados sureños muertos, con uno moribundo quien, a cambio de agua, les da la ubicación de un tesoro enterrado en una tumba. Los dos van tras él, pero no cuentan con que Angel Eyes (Lee Van Cleef), un sargento ladrón del ejército del norte, tiene la misma información que ellos.
En ‘El bueno, el malo y el feo’, Leone define finalmente y por completo al spaguetti western, sumando considerablemente sus propios hallazgos en las dos películas anteriores. Nuevamente la trama está construida sobre tres personajes son auténticas columnas sustentadas en la mitología occidental básica, sobre personajes que representan valores diversos, en este caso convertidos en antivalores propios de la hostilidad del contexto, a fin de cuentas matices de mercenarios que excavan en la podredumbre moral de su propio escenario, para sobrevivir e imponerse a la fuerza, en donde lo urgente es matar para vivir. La estridencia de Tuco, el feo, (Eli Wallach), consigue construir a un nuevo forajido que se distancia de la letalidad oscura de Clint Eastwood y Lee Van Cleef, como si presentara un nuevo modelo de superviviente, un roedor que se retuerce, que gesticula, que se carcajea con vulgaridad. Eastwood traslada a sus antihéroes a la épica tragicómica, con una suerte de obstáculos que a veces se imponen entre ellos mismos, con la guerra como telón de fondo, recrudeciendo las ya de por sí deshumanizadas condiciones del desierto moral del western. La mirada panorámica se convierte en una característica ya congénita del subgnénero que crece a golpe de taquilla, incluso haciendo de las miradas todo un nuevo panorama que maximiza el viejo Kuleshov de los rusos hasta el extremo del espectáculo. Los escenarios desérticos aquí se diversifican, desde los pueblos de calles peladas y semivacías hasta las auténticas dunas devastadoras que arrastran a los vaqueros en la travesía hasta su eterno botín. Tonino Delli Colli traza con su fotografías escenarios de gran profundidad, conservando la gran amplitud que ya caracterizaba a Leone, lo cual permite que se escenifique de mejor forma el viaje extenso que caracteriza a la trama. Morricone en la música apunta con majestuosidad la gran resolución de los momentos cumbres de la tensión dramática, desarrollados por vías sumamente ingeniosas, que definen en buena medida el carácter lúdico de los personajes, sin que se escapen nunca de la ruindad propia de su naturaleza mercenaria. En la cima de la colectividad creativa, no solo se había recreado el western, sino que el cine de culto nutría su acervo para las postrimerías, con un reconocimiento progresivo hasta nuestros días.
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