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jueves, 4 de septiembre de 2025

El anillo cataclísmico de ‘El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey’ y el final interminable de Peter Jackson


En el invierno de 2003, dos años exactos después del estreno de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ y un año después de ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’, en una de las planeaciones comerciales más precisas de los blockbusters, apareció ‘El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey’, el cierre de la trilogía que marcaría la entrada de Hollywood al siglo XX y toda una marca generacional para los millennials más tardíos. Peter Jackson concluía finalmente la travesía de la Comunidad del Anillo del clásico de la literatura fantástica de Tolkien. En ‘El Retorno del Rey’, Frodo (Elijah Wood), acompañado de Sam (Sean Astin), se encamina a destruir finalmente el Anillo de poder, a enfrentarse finalmente al máximo poder de Sauron. La lucha entre el bien el mal llegará al extremo, hasta el punto en el cual el suspenso no se podrá estirar más, mientras que simultáneamente va regresando el orden a la Tierra Media, especialmente con el regreso de Aragorn (Viggo Mortensen), hijo de Arathorn y heredero de Isildur. Se trata de un inmenso sismo que está por reorganizar el mundo y traer la paz del orden preestablecido por la hegemonía de siglos. 

En ‘El Retorno del Rey’, Peter Jackson procura simultáneamente desatar toda la densidad que ha ido acumulando en la trilogía, con la necesidad de darle al mismo tiempo una relevancia extraordinaria a unas batallas gigantescas porque se trata de la definición misma del mundo; de la implantación de aquel escenario idealizado por las jerarquías tradicionales de este escenario trascendente. Por momentos, la película busca arraigarse nuevamente al espíritu de la primera entrega de la trilogía y se plantea pausas características de la introspección del guerrero previamente a la gran batalla; antes de confrontarse con el evento sísmico que es necesario atravesar para conseguir la dicha. En estos espacios, Jackson tiene un espacio significativo para nuevos escenarios extraordinarios, nuevos palacios y nuevos personajes que se debaten en la trama gigantesca de la Tierra Media, entre Gondor y Rohan, en medio de las angustias propias de la cercanía de un apocalipsis siniestro o el amanecer de un mundo de ensueño. Por otra parte, se sigue trazando en los salones y los mapas la estrategia para enfrentar una colisión descomunal en la cual se enfrentan decenas de miles de soldados enfurecidos. Con ese amplio margen, la película crece por sus propias dimensiones que se hacen necesarias, más que por la propia intensidad de su espíritu humano. 

Sobre el fundamento estrictamente clásico de la tradición narrativa de Occidente y en las reglas de la aventura y la fantasía, la trilogía de ‘El Señor de los Anillos’, de Peter Jackson, marcaba una nueva perspectiva para los blockbusters, sobre los hombros de la adaptación cinematográfica de grandes obras de la literatura occidental y en busca de un relato mítico precisamente con el horizonte de un nuevo siglo que se abría de par en par con todas las inquietudes por delante. Desde la distancia, casi un cuarto de siglo después, se percibe como el asentamiento final del mundo anglosajón en una batalla cultural que tomó décadas, pero que no terminó por ocultar una amplia gama de miradas: las de todos quienes buscaban visibilidad frente a un mundo multipolar. En la saga de Jackson, el relato mítico se cierra finalmente con una batalla campal en la que el viejo mundo se reinstala y el rey prometido vuelve a traer la paz que se construye sobre la hegemonía, mientras que la oscuridad, la fealdad y el caos han sido derrotados. La diferencia que violentamente no quiso acogerse a esa hegemonía. Estaría por abrirse la puerta para que llegaran los superhéroes a homogenizar críticamente un mundo diverso.

jueves, 28 de agosto de 2025

El anillo incisivo de ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’ y la gesta coral de Peter Jackson


Justo un año después del estreno de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’, con una programación especialmente precisa incluso dentro de los siempre estrictamente planeados blockbusters, apareció la segunda película de la saga de adaptación de la obra de J.R.R. Tolkien, con ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’ (2002). Una nueva épica que se tomaba la cartelera navideña en todo el mundo. La comunidad encargada de destruir el Anillo Único se ha dividido por decisión y por necesidad, de tal manera que Gandalf (Ian McKellen) ha caído al abismo, Frodo (Elijah Wood) y Sam (Sean Astin) se encaminan vulnerables en el camino abrumador de enfrentar al mismo Sauron y destruir el anillo, Merry (Dominic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd) son secuestrados por los poderosos Uruk-Hai, cuyo rastro es perseguido cuan sabuesos por Aragorn (Viggo Mortensen), Legolas (Orlando Bloom) y Gimli (John Rhys-Davies). Así se plantea una estructura coral en la que la comunidad solo tendrá de comunitario el espíritu, al menos por el momento, con una gran cantidad de ramificaciones perceptivas entre un grupo del cual se plantea que se ha hecho familiar en su diversidad. 

En la división del relato mítico y el seguimiento de una épica ahora multiplicada, Peter Jackson se encuentra frente a la circunstancia ineludible de abordar una película coral. También es una oportunidad para matizar un relato necesariamente grande por sus dimensiones en todos los aspectos y llenarlo de matices y de relieve para contrastar entre las agitaciones y las serenidades propias de un viaje característicamente largo. Esa diversidad de líneas dramáticas le permite presentar en profundidad a sus personajes; construir con ellos una inmensa cantidad de esquemas largamente establecidos en toda la narración occidental, desde el romance hasta el melodrama; desde el horror hasta incluso la comedia más ligera. Por supuesto, todo esto responde a la necesidad de construir todo un esquema de personajes que respalde la potencia industrial necesaria para un blockbuster de estas magnitudes. Tras esa estructura por fin se revela con claridad una gran cantidad de jerarquías culturales, de homologaciones, en una película en la que fácilmente puede concurrir toda la tradición dramática del norte global. Por supuesto, en esa emoción elaborada como filigrana desde la música hasta la fotografía cabe todo el público que haya sido construido en esa tradición judeocristiana. 

Gandalf, fundamentalmente resucitado al tercer día de sacrificarse por el mundo, regresa para guiar a sus apóstoles que están extraviados, que incluso han llegado perder la fe. Mientras tanto, Frodo, el más débil de los hobbits (el más débil de los débiles), se encamina hacia el fuego para purgar su tentación, sus pecados, sus deseos demoniacos, con la compañía constante de su conciencia en Sam y de su perversión misma en el Gollum (Andy Serkis), quien lo aterra y lo seduce, básicamente en la misma medida que Sam, el sempiterno ente paternal que lo cuida y es su siervo. También Aragorn muere y revive, lanzando al aire una virilidad que en su propia potencia sexual convoca su propia salvación desde el espíritu de Arwen (Liv Tyler), la princesa elfa, y tiene a la dama que lo espera con un amor ya abnegado en Eowyn, (Miranda Otto), quien bien podría ser quien extendiera su especie entre la especie de los humanos. Todo está encaminado para que los viejos sabios patriarcales encumbren a los nuevos reyes, a los nuevos patriarcas, a los nuevos emperadores del mundo conservado de la oscuridad deforme de Saruman (Cristopher Lee) y su ejército de orcos salvajes. Solo falta el trance final para que los héroes se consagren en sus propias heridas que se hacen cicatrices que serán adoradas por el mundo. 


jueves, 21 de agosto de 2025

El anillo convocante de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ y el viaje del héroe de Peter Jackson


Apenas empezando el siglo, la imagen de un grupo de personajes entre fantásticos y medievales, encumbrándose en una montaña, atrajo la atención de millones con respecto a la invitación a ese viaje trascendente de esos héroes que fijaban la mirada en un horizonte que los espectadores aún no conocían. Era el tráiler de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ (2001), la primera película de la trilogía sobre la adaptación del clásico de la literatura fantástica de J.R.R. Tolkien, a cargo del neozelandés Peter Jackson. Se trata de la primera saga cinematográfica corporativa en el nuevo siglo. La historia describe por enésima vez el clásico viaje del héroe de la más antigua tradición narrativa occidental. Frodo Baggins (Eliaj Wood), hobbit de linaje de estudiosos y creativos, asume la misión de destruir el extraordinario anillo de poder mediante el cual Saurón, el espíritu diabólico mismo, canaliza toda su fuerza para controlar el mundo. En la misión, lo acompañarán representantes de cada comunidad que se resiste, incluyendo a Gandalf (Ian McKellen), el mago; Aragorn (Vigo Mortensen), el Rey prometido; Légolas (Orlando Bloom), el príncipe elfo; Boromir (Sean Bean), el primogénito del rey, Gimli (John Rhyes-Davies), el último de los enanos y sus camaradas hobbits, encabezados por el leal Sam (Sean Astin), además de Merry (Dominic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd). 

Jackson empieza a entrelazar toda una serie de relatos que son parte de la gran historia del mundo de Tolkien. Los teje todavía desde unos recursos voluntariamente artesanales hasta donde tiene margen de hacerlo. Todo está construido con gran minuciosidad en cada instante, en cada detalle, en el ensamble completo de uno y otro recurso, para construir una trama pero también para sumar impacto emocional a cada paso. Ni el mundo de Tolkien ni el de Jackson parten de una auténtica originalidad, sino que recaban todo lo que es posible en tradiciones narrativas europeas, de todo tipo de pueblos, y de una estructura medieval que incluso puede acercarse a las referencias históricas verídicas. Frodo, estrictamente sobre la tradición narrativa del viaje del héroe, emerge de la clase más popular, de una comarca pacífica, y está destinado a salvar el mundo, como cualquier redentor que pueda venir a la mente. Constantemente, los personajes evocan un pasado glorioso de magnificencia y belleza. Unos tiempos que parecen verse amenazados por los acontecimientos de un mundo en el que la expansión de la oscuridad parece inminente. Por esto, todo se refiere constantemente a unos principios rectores, a un orden que es necesario conservar, en el que todos estos personajes han encontrado la dicha, en unas jerarquías y unos grupos bien definidos. 

En la adaptación cinematográfica, Jackson introduce estos momentos de poesía épica y de añoranza en medio de la agitación inevitable que el destino depara para Frodo, y en la mancomunidad que emerge en la situación extrema de defensa del orden establecido, es posible alinearse con ese simple propósito de proteger el mundo que han conocido. Constantemente se percibe una sensación de nostalgia con respecto al pasado y de anhelo de restitución completa de aquel mundo hacia el futuro. Por lo tanto, el presente que confronta a los personajes con un camino lleno de espinas de las cuales tendrán que librarse. Así es como todo un ejército oscuro, dominado por la fealdad, por la maldad, por la podredumbre, se plantea como el enemigo. Como el caos más profundo que amenaza con destruir la calma de los hobbits en la comarca, de los elfos en la contemplación de su propia belleza y de los hombres en la hegemonía de sus reinos. 

jueves, 7 de agosto de 2025

La Sissi soberana de ‘Sissi y su destino’ y el umbral a la realidad de Ernst Marishka


El cierre de la trilogía de Sissi, de Ernst Marishka, que lanzaría definitivamente al mundo del cine europeo a la inolvidable Romy Schneider, se dio con ‘Sissi y su destino’ (1957), en donde se relatan los acontecimientos que plantaron en toda una plataforma histórica hacia el futuro a la histórica emperatriz Isabel de Austria. Marishka nos comparte el trance final de Sissi por una serie de adversidades que finalmente parecieran estar dispuestas para medir su capacidad de enfrentarse a los retos de encabezar un imperio junto a su esposo Franz. Sissi (Romy Schneider) está fuera de Viena, en territorio húngaro, en donde también reina, lanzada muy decididamente a aquel territorio natural, idílico y silvestre del que parece siempre sentir un llamado especial, como quien necesita de su escenario para reencontrarse y comprenderse a sí misma. Sin embargo, para aquella niña desprendida inesperadamente su entorno familiar, lo que aparece son los avatares propios de la adultez. Las dudas, las penas, los miedos e incluso la corazonada de un sino trágico. Todo esto como un camino agreste que hay que cruzar para hacerse de una piel más áspera para todo lo que está por venir.

En el proceso completo de la trilogía, ‘Sissi y su destino’ (1957), Sissi se va encerrando progresivamente en las gigantescas habitaciones de sus palacios y mansiones. Para esta tercera película, como si notara ese acuartelamiento melancólico que la va delimitando, decide escapar. Todo esto se percibe en las locaciones mismas de la película, que se concentra progresivamente en los foros, en donde se encuentra lo suficiente para ver más compungida y preciosa cara de Sissi. Todo empieza con un incidente mítico con los gitanos en los campos de Hungría, en donde la magia de las mujeres la tocan y le infunden el mal pero también la fuerza para purificarse de cara al mundo que le espera en medio de las asperezas de una nobleza violenta en las pasiones y en donde se disputará el poder con muy pocos escrúpulos, en medio de la hipocresía de las formas aprendidas. Así se borra constantemente la sonrisa de Sissi que parecía inquebrantable. Por dentro hay un proceso que apenas se insinúa y que se representa trágicamente en los síntomas de una enfermedad aguda que le recuerda en los momentos en los cuales la alegría parece rescatarla. 

El punto en el que nos deja ‘Sissi y su destino’ precisamente plantea en el horizonte todo un camino por recorrer. Después de atravesar el pantano de la adaptación a un mundo profundamente hostil, Sissi da los primeros pasos adentrándose a la adultez misma, dejando atrás toda una piel para vestirse realmente de emperatriz; cubriéndose de una soberanía que le ha conseguido el carácter necesario para comprender la maldad, la mentira, la enfermedad, la ambición y la muerte. Reconocer la existencia de ese mundo es lo que parece destruirla por dentro para entonces reconstruirse asumiendo su propia condición humana, que es necesaria para sentarse en el trono y tomar el poder con las manos. Dieciséis años después del cierre de la trilogía de Sissi de Marishka, Romy Schneider, en los años setenta, en la cumbre de su carrera y bajo la dirección del legendario Luchino Visconti, en ‘La pasión de un rey’ (‘Ludwig’, 1973), en medio de otra trilogía (la alemana de Visconti), volvió a darle su presencia a la legendaria emperatriz austrohúngara, permitiéndonos un vistazo a lo que fue aquel destino de Sissi en el que nos encaminó Marishka, y entonces, en la conversación espontánea con Ludwig, el rey de Baviera, le comparte sus ansiedades, tensiones y hartazgos con las formalidades de la corte. Con una amargura impensada para aquella niña que saltaba libre por los campos austriacos. 


jueves, 24 de julio de 2025

La Sissi naíf de ‘Sissi’ y el mito de ensueño de Ernst Marishka



Las historias de las longevas cortes europeas han construido buena parte del mito de expansión del viejo continente. La ensoñación profunda con el mundo de la nobleza y las dinastías hereditarias de las coronas europeas han alimentado la fantasía del mundo durante siglos. Esto se ha visto plasmado constantemente en la literatura, el teatro y también el cine. A mediados de los años cincuenta, cuando despuntaban como todo un acontecimiento cultural histórico las vanguardias cinematográficas las vanguardias y el cine de autor, en una época dorado de los sistemas de color y el respaldo de Agfacolor, el austriaco Ernst Marishka lanzaba toda una saga biográfica sobre la Emperatriz Isabel de Austria, que al día de hoy es una de las más célebres en la historia de la nobleza europea, en gran medida por el retrato construido en la trilogía de Marishka. En la historia del cine, el proyecto derivaría en el lanzamiento de Romy Schneider, quien se convertiría en una de las estrellas transversales del cine europeo hasta su temprana muerte en los años ochenta. La primera película es ‘Sissi’ (1955), en la que describen los orígenes de la pequeña Sissi y su encuentro y amor a primera vista con el joven Emperador Francisco José (Karlheinz Böhm), quien inicialmente está acordado en compromiso con su hermana Néné (Uta Franz). Así se despliega, en medio del resplandeciente escenario austriaco, un amplio drama en la nobleza del centro de Europa. 

Marishka parte de aquel mundo paradisiaco e idealizado de una aristocracia campestre, incrustada en la resplandeciente geografía del centro de Europa, en la dicha embriagante de una familia ideal, con un padre bonachón, una madre protectora y unos niños y niñas felices que retozan por todo el espacio; en la amplitud de la plenitud. Todo esto brilla en planos gigantescos y con el brillo del Agfacolor, iluminando las fantasías de todo el resto de mortales que no estamos en ese escenario de completo deleite. Entonces, en la tradición clásica del drama mismo en Occidente, emerge quien es la elegida, aquella que menos parece seguir las dinámicas familiares, la pequeña Sissi, quien cabalga libre por los valles mientras los demás no saben dónde está. La presencia naturalmente fresca de Romy Schneider se convierte poco a poco en el eje central de todo el concepto de la película, igual que en los cuentos de hadas lo hacen las princesas, y al mismo tiempo como lo hacen los héroes y heroínas en los relatos míticos. 

Por otra parte, emergen gradualmente las formas estrictas de la corte, de la nobleza, que vistas a la luz de otro estado de conciencia en esta época, se perciben de una forma nueva, y entonces la historia tradicional de la princesa que encuentra al príncipe adquiere un nuevo valor. Así se pueden ver más claramente las incidencias ultraconservadoras de los arreglos matrimoniales, de la conservación de la sangre azul entre primos hermanos y de un sistema en el que las mujeres se presentan como bestias finas. Pero en esa misma organización social en una élite infinitamente elevada, se descubre cómo se empiezan a forjar los líderes, específicamente las lideresas, aquellas mujeres que iban a tomar el poder sobre todo al interior de esas cortes que dominaban prácticamente continentes enteros. A fin de cuentas, la historia que emprende Ernst Marishka es por enésima vez la del mito del héroe, aquí de una heroína, aquella que está destinada por las deidades para cambiar el mundo, para tomar el poder. En ‘Sissi’, todo empieza por una joven de diecisiete años que empieza por asumir la elección inesperada de la que es objeto y después en la decisión consciente de nunca dejar de ser ella misma. 


jueves, 10 de julio de 2025

La indignación suprema de ‘Outrage Coda’ y la muerte preparada de Takeshi Kitano

Outrage 3 (2017) | MUBI

Después del proceso de auténtica catarsis furiosa del paradigmático yakuza Otomo, Kitano construyó un epílogo para su personaje (escrito e interpretado por él mismo), quien ha atravesado y generado el mismo las convulsiones violentas del mundo sangriento y jerárquico de la mafia japonesa. El cierre de la trilogía de la indignación se dio con ‘Outrage Coda’ (2017), en la que Kitano traza el destino final de Otomo en un escenario del que nadie puede escapar. En ‘Outrage Coda’, Otomo, que ha procurado retirarse del mundo de la mafia en las tranquilas costas de Corea del Sur, apenas con un par de guardaespaldas que también le hacen compañía. Sin embargo, esta búsqueda de la paz pronto será interrumpida y así queda muy claro que quien entra en aquel mundo en que se pacta para entregar la vida, del que no se puede huir porque todo queda grabado en la memoria y el ciclo de violencia no se termina nunca. Un Otomo que levanta las manos y quiere vivir en paz se ve obligado constantemente a matar para no morir, para mantenerse en pie, pero son demasiadas las heridas que ha dejado abiertas. 

En la tercera entrega de la trilogía, Kitano fusiona conceptualmente las dos películas anteriores. En el retiro de Otomo, encuentra espacio para volver a la expresión de la tradición oriental arraigada también en los yakuza, incluso en el retiro trasfronterizo en Corea del Sur. Después de la guerra intensa de ‘Outrage Beyond’, los mafiosos en reposo vuelven a las habitaciones tradicionales japonesas, pero los imprevistos que van escalando en una nueva crisis terminan por lanzarlos nuevamente a los concilios entre élites criminales para atender los riesgos inesperados. Los viejos mafiosos, incluido Otomo, que ya estaban en la respiración profunda propia del alivio del retiro y especialmente de la supervivencia, demuestran su hartazgo por tener que desdoblarse de su comodidad para atender lo que nadie más es capaz de atender. Así se dan las cosas también para Otomo, quien inmediatamente se tiene que encargar de lo que solamente su experiencia puede encargarse, y el peso abrumador de su pasado lo cerca de tal manera que se ve obligado a usar la destreza con su arma para defenderse solamente matando para evitar ser asesinado. El asesinato performático de la primera entrega de ‘Outrage’ vuelve de forma más accidentada, disruptiva, con mucha menor planeación, pero sin perder el sadismo. 

A medida que Otomo va sorteando las amenazas que se presentan frente a él, una por una, va encontrando en el horizonte el peso extraordinario de su pasado en el crimen; el encuentro con su propia vida oscura, de la que no puede escapar. Todo se presenta como una condena, como la imposibilidad fáctica de volver a la vida, de acceder a una existencia en la tranquilidad. A esta altura, Kitano ha construido el viaje completo de un personaje convulsionado en la indignación, que ha explotado sin control en la ira y que finalmente, en la exhalación de quien libera por completo ese odio apasionado, solamente quiere la paz, pero a fin de cuentas, en la asimilación de la naturaleza mortal del ámbito en el cual se ha desarrollado y adquirido inmensas capacidades, Otomo comprende que no tiene escapatoria y que lo único que la vida tiene resguardado para él es una muerte violenta, como pareciera lo único que merecen quienes se han visto confinados en ese infierno, ya sea por elección o por necesidad. Kitano expresa con Otomo una relación del ser humano con el mundo que es mucho más frecuente para millones de marginados de lo que cualquiera podría imaginar.  


jueves, 3 de julio de 2025

La indignación incontrolable de ‘Outrage Beyond’ y la mafia estructural de Takeshi Kitano


Dos años después de ‘Outrage’, Kitano lanzó la segunda entrega de su teoría de la indignación  con ‘Outrage Beyond’ (2012), en donde empieza a consolidar todo un tratado estructural sobre la mafia japonesa extendiendo los brazos criminales desde los negocios ilegales a los legales e incluso a los institucionales, donde se afirman los mecanismos de una forma de vida que penetra a la sociedad y extiende el poder mismo de las estructuras criminales a todo lo fáctico en su medio. En ‘Outrage Beyond’, Kato (Tomokazu Miura), el violento líder autoimpuesto de los Sanno-Kai, extiende los tentáculos de la organización hacia los negocios legítimos vinculándose con altos funcionarios del gobierno. El plan se sale de control con el asesinato de un policía anticorrupción, lo que impulsa un plan de desmantelamiento del clan mafioso, dirigido por Kataoka (Fumiyo Kohinata), por sus contactos profundos con la yakuza. Kataoka recurre a Otomo (el mismo Kitano), de quien se cree en todo el entorno mafioso que ha sido asesinado a puñaladas en la cárcel. Kataoka entonces libera a la bestia envenenada de indignación y resentimiento para crear una guerra feroz entre las facciones criminales. 

En ‘Outrage Beyond’, Kitano estructura una serie de escenas interiores de puro diálogo en el que se relatan en las elites mafiosas las incidencias de una disputa de poder intensa que explota en el exterior. En el objetivo de extender el funcionamiento natural de la mafia hacia una auténtico mecanismo estructural que habla del funcionamiento mismo de lo organizacional y lo corporativo en lo legal y en lo ilegal, como una esencia cultural profunda, con la estructura que se concentra en las decisiones en medio de las habitaciones de las élites mafiosas, Kitano termina por construir un discurso profundamente crítico con respecto a las jerarquías indolentes con la sangre que se derrama en los pozos que rodean esas torres de cristal. Es una reflexión que ya había abordado Stanley Kubrick de forma incisiva en ‘Senderos de gloria’ (1957), desde las trincheras lodosas hasta los salones esplendorosos de la Primera Guerra Mundial en donde los generales deciden la vida de miles desde la comodidad de sus escritorios. Por supuesto, en el territorio extendido de la cultura mafiosa, Scorsese también traslado a los mafiosos ilegales de ‘Buenos Muchachos’ (1990) a los legales de ‘Casino’ (1995) y de ‘El lobo de Wall Street’ (2013). Kitano, específicamente en esta trilogía, después de asentar culturalmente a la yakuza en la profundidad cultural nipona, con el énfasis en cada acto violento incluso desde lo estético, en ‘Outrage Beyond’, la violencia descarnada resuena en las heridas abiertas de los interiores, en las conversaciones iracundas de los patriarcas de la mafia y de la nueva generación fundamentalmente asesina. Es una conversación de pausas, de tensiones, de disputa entre poderosos que pueden matar con una orden inmediata. Son conversaciones en las cuales constantemente se confrontan los poderes, se miden las fuerzas, se mide la confianza y la capacidad de engañar y de convencer. Todo se mueve sobre un hilo delgado y un enfrentamiento de constante estrategia, siempre sin escrúpulo alguno. 

Con ‘Outrage Beyond’, Kitano extiende la indignación sobre la venganza de Otomo, quien es conscientemente instrumentalizado en esa estrategia para explotar su destreza, su experiencia, su ira, su resentimiento y su indignación para hacer volar por los aires todo un mundo, a la espera de otros estrategas que esperan para recoger los pedazos, sin sospechar que Otomo es precisamente el mejor estratega, el más diestro, el más creativo de los asesinos de un entramado de genios y líderes innatos del crimen.  


jueves, 26 de junio de 2025

La indignación fáctica de ‘Outrage’ y la yakuza performática de Takeshi Kitano


En el gigantesco panorama del cine japonés, con toda su extensa tradición y diversidad, una de las figuras más relevantes ha sido Takeshi Kitano, un autor definitivo especialmente en la estética de la violencia. Películas como ‘Hana-bi’ (1997), ‘Dolls’ (2002) y ‘Zatoichi’ (2003), entre varias más, construyeron poco a poco un relato generacional de las profundidades oscuras de un Japón también atravesado por la mafia y por una violencia que desde siempre ha sido transversal al cine de aquel país. Empezando la década pasada, la de los años 2010, Kitano presentó la primera de una trilogía entera sobre la Yakuza, la legendaria mafia japonesa, sustentada en la indignación violenta, en la furia motriz de la violencia criminal en medio del mundo urbano de las grandes ciudades japonesas. La primera de las películas de la saga fue ‘Outrage’ (2010), que relata la disputa cruenta entre diferentes clanes yakuza y en medio Otomo (el mismo Kitano) quien poco a poco se ve superado progresivamente por otros mafiosos menos longevos en la estructura militar, por lo cual cultiva una indignación furiosa que pronto trasladará a los hechos más brutales para conseguirse una posición predominante en la cadena de intimidación. Sobre ese hábitat de relaciones de poder, Kitano traza las pinceladas de un mundo ultraviolento y siempre cuidadosamente estético. 

La sociedad mafiosa de Kitano se instala calmadamente en los rincones de la emblemática ciudad japonesa. En el mismo Tokyo de siempre, en sus distritos, en sus pequeñas calles y sus habitaciones tan tradicionales como inolvidables, para soltar como si de un aromatizante se trata el funcionamiento sistemático del crimen, de los ajustes de cuentas, de las golpizas, de las amenazas, de los chantajes, de las extorsiones, de amedrentamiento. Desde la particularidad de Otomo, encarnado por el mismo Kitano, se expande la abertura de toda una disección del entramado criminal, como si se tratara de un modelo funcional y didáctico de la mafia. En esa exposición, Kitano se detiene específicamente en cada acción criminal y la plantea como toda una obra performática, con una cámara especialmente funcional para dar cuenta íntegramente, sin que nada falte, de lo que poco a poco se va convirtiendo en toda una sucesión de instantes que están cohesionados por la escalada criminal y progresivamente más violenta de un asesino enardecido, sobre la emoción profunda de una ira incontenible; de una indignación insoportable que lo lleva irremediablemente hasta un final trágico que trae a la mente a Washizu, el Macbeth de Kurosawa en ‘Trono de sangre’ (1957).

El cine de Takeshi Kitano es honesto en la relación constante de la cultura extensa y profunda de Japón. Los mafiosos de Kitano son muy japoneses y son muy violentos. Kitano no está dispuesto a separar la naturaleza criminal de la yakuza de la cultura profunda de Japón. Se trata de mafiosos integrados plenamente en el escenario de la legendaria Tokio y que están arraigados a la sustancia misma de una cultura milenaria. Así es como Kitano se distancia constantemente de la simplificación y la idealización de su propia cultura, abogando constantemente por una complejidad que siempre debería ir de la mano de cualquier observación humana profunda. En la primera película de su trilogía de la indignación, Takeshi Kitano se dispone a escudriñar en las profundidades de la indignación cuando se cultiva en la tierra de la criminalidad y de las estructuras mafiosas. Lo más valioso del ejercicio, como ya lo plantea ‘Outrage’, es una tesis profunda sobre la falsedad de la meritocracia y las verdaderas razones que impulsan el progreso de cualquier ser humano en cualquier tipo de estructura jerárquica.


jueves, 29 de mayo de 2025

La guerra generacional de ‘Star Wars: el regreso del Jedi’ y la extensión familiar de Richard Marquand


Para 1983, ya se había desplegado la maquinaria prediseñada de la franquicia de Star Wars. Después de que las dos primeras películas de la trilogía se habían difundido poco a poco por el mundo entero, sobre el lomo del Hollywood más corporativo y por la vía de una campaña progresiva y creciente de mercadotecnia que se extendía por la industria de los juguetes y la moda, entonces era el momento de para que apareciera ‘Star Wars: el regreso del Jedi’, que más que cerrar una etapa, la iniciaba definitivamente de cada al mundo del cine globalmente. En la sucesión de hechos del mundo gigantesco creado por George Lucas, la Alianza Rebelde, cada vez más consolidada, se enfrenta al inmenso desafío de confrontarse con el descomunal y definitivo proyecto del imperio para consolidar una base aún más poderosa que la destruida Estrella de la Muerte. Ante esta nueva estrategia, liderada por Palpatine (Ian McDiarmid), el maestro Sith de Anakin Skywalker (nada menos que Darth Vader, interpretado entre David Prowse, James Earl Jones y Sebastian Shaw), quien a su vez quiere aprovechar este golpe maestro definitivo para atraer al lado oscuro de una vez por todas a su hijo Luke Skywalker (Mark Hamill). Por supuesto, la ya extendida corte rebelde de Luke y el entrenamiento de Luke por parte de Yoda y Obi-Wan Kenobi será la esperanza para salir avante en la batalla definitiva. 

Entre los ewoks y el submundo mafioso de Jabba The Hutt, todo esto cruzando al mundo infantil de los títeres de Jim Henson, con pequeñas acciones de comedia física y chistoretes blancos que podrían ser celebrador por cualquiera, ‘El regreso del Jedi’ se extiende a los terrenos del cine familiar, para que no haya nadie en ninguna casa que esté apto para asistir a las salas y a rentar lo videos de la saga. Que todos sean potenciales consumidores de una maquinaria gigantesca. Y para darle mucha más amplitud y profundidad a ese carácter familiar, vale la pena adentrarse en los intríngulis propios de aquella paternidad predominante en cualquier escenario especialmente judeocristiano, en la cual el padre es un lastre extraordinario para cualquier hijo, como lo es Anakin para Luke, y usualmente el hijo debe honrar a su padre siempre y a pesar de cualquier vicio, falta o hasta crimen. Luke, en el estado supremo de su conversión en Jedi, en un sabio juvenil como Cristo entre los ancianos en los templos, debe rescatar a su propio padre del mismísimo demonio, para que al menos pueda limpiar sus pecados antes de entregarse a una muerte honorable en la pira purificadora. Así es como este relato sobre el hijo del dictador que quiere entregarle limpio a su padre a las alturas, avanza progresivamente en medio de las danzas infantiles de un teatro guiñol de tamaño natural. 

Así es como ‘El regreso del Jedi’ terminaba por construir definitivamente la plataforma del cine de franquicias, de las sagas de blockbuster, de cada a un mundo salvaje de gigantescas maquinarias hacedoras de unas cuantas inconmensurables fortunas. En medio de la difusión masiva de aquel mundo amplio en el que cabe todo otro mundo, se formaron especialmente las infancias y adolescencias de la generación X, que estaba ad portas de un mundo unidimensional, en el terreno de la globalización, con la uniformidad irrompible que estaba por barnizar al mundo entero de un solo tono cromático. En medio, envuelto en la abismal parafernalia, el discurso del neoliberalismo y de la tradición judeocristiana. Sin embargo, también la primera mirada de muchos a la consideración mágica de lo que a fin de cuentas, después de una larga excavación, termina siendo el cine. Una marca ineludible, directa o indirecta, en el mapa genético de toda generación occidental. 

jueves, 22 de mayo de 2025

La guerra filial de ‘Star Wars: el imperio contraataca’ y el mundo encargado a Irvin Kershner


Como estaba planeado de antemano, ‘Star Wars: una nueva esperanza’ (1977) fue un éxito masivo, como fue diseñado, a una escala que el mundo nunca antes había conocido. La apuesta descomunal de George Lucas, adaptada al escenario brutal del mundo corporativo que emergía en los años ochenta, había sacado su gigantesca cabeza para deslumbrar a un mundo ya ávido de tragarse todo lo que le diera una identidad masiva. Sin embargo, el monstruo era de tres cabezas, y el objetivo no era una simple película, sino una corporación, y para eso era necesario clavar la segunda estaca, instalar la segunda boya, dibujar el segundo punto para poder trazar la línea larguísima de todo un universo. Así fue entonces como apareció ‘Star Wars: el imperio contraataca’ (1980), que como su nombre lo indica muy literalmente, consistía en la respuesta feroz del imperio, en cabeza ejecutiva de Darth Vader (David Prowse bajo el célebre traje y James Earl Jones en la célebre voz), tras la colosal derrota que representó la explosión extraordinaria de la Estrella de la Muerte. Vader se alía con el cazador experto Bobba Fett (Jeremy Bulloch) para perseguir cada huella mínima de la Alianza Rebelde por el espacio hasta tenerlos en sus manos, especialmente a Luke Skywalker (Mark Hamill), el último espécimen que puede evitar la extinción definitiva de los Jedi, quien a su vez va en busca de Yoda (voz del titiritero Frank Oz), quien está cerca de la muerte pero es el único y mejor Jedi que puede entrenar a la joven promesa de la secta sagrada de rebeldes. Así la célula rebelde, interespecie y de diferentes clases, va en busca esta vez de la pura supervivencia sin bajas en la corte principal. 

Para la tarea de establecer un mundo lleno de recursos y riquezas para explotar indefinidamente en lo narrativo y en lo comercial, George Lucas, como mente maestra y Vader de su propio plan en el mundo empresarial, designó a Irvin Kershner, quien aunque no era un director relevante sí sumaba experiencia suficiente en la dirección, entre la televisión y el cine, además de ser un viejo conocido de las reuniones del Nuevo Hollywood, en torno usualmente a Roger Corman, quien produjo su primera película más de veinte años atrás. Con su experiencia, Kershner consigue establecer en ‘El imperio contraataca’ un escenario multipolar, en pantanos, montañas nevadas, celdas, inmensos salones, campos de asteroides y por supuesto más naves de todos los tamaños. Además, unos cuantos personajes nuevos para la colección, como el mercenario Bobba Fett, el otro mercenario Lando Calrissian (Billy Dee Williams) y Yoda, aquella especie de pequeña y vieja rana humanoide que es el máximo Jedi de todos los tiempos, y que está puesto inicialmente para demostrar que puedes ser quien quieras ser, sin importar cualquier obstáculo estructural, como era importante que todos que el fracaso era absolutamente su culpa porque este mundo es definitivamente libre. 

En esta ocasión, la célula comunitaria se divide y mientras Leia y Solo tienen que resolver sus inquietudes románticas, Luke, apenas con RDD2, tiene que encarar su destino, su propio rostro en la confrontación, no solo pasando por el trance místico de Yoda, el sacerdote con la magia, sino confrontando su odio, el que siente profundamente por su padre, a quien creía muerto, pero no es más que el monstruo, el dictador, que como buen padre arrepentido, desde la cúpula de su estamento criminal y mafioso estira el brazo para que su hijo sujete su mano y se una a él para que pueda retribuirle con las mieles amargas que son lo único que ha podido cosechar en el tránsito agitado de su vida apasionada y convulsionada por el odio profundo. 

jueves, 3 de abril de 2025

La madre extraviada de ‘La madre del mal’ y los palos de ciego de Dario Argento


Veintisiete años después de ‘Inferno’ (1980), Dario Argento finalmente cerró la trilogía de las “Tres Madres”, que había empezado con ‘Suspiria’ (1977) ya tres décadas atrás. ‘La madre del mal’ (2007) apareció en un mundo completamente diferente en el que se había pausado, no solamente en los términos del giallo, del terror, del cine y del mundo mismo. La carrera de Argento desde 1980 entró en una franca y progresiva decadencia que pareciera revelar que a quien seguramente sea el máximo exponente del giallo le ha costado sobremanera adaptarse a la percepción sobre el terror entre el público. No se trata de la absurda idea del cine que “envejece”, bien o mal, sino a que pareciera que en el cine comercial, notablemente más corporativo, pareciera que el despliegue estético del giallo no tuviera cabida, y entonces Argento parece haber terminado dando palos de ciego en el cierre de la triada de brujas para encontrar la analogía esencial de la historia grande de la saga en los terrenos del siglo XX. Sarah Mandy (Asia Argento) estudia restauración de arte en Roma y examina una urna recién descubierta que alberga las cenizas de la Mater Lachrymarum. Al abrir la urna, Sarah libera a la antigua, hermosa y devastadora bruja, quien arrasa Roma y busca restituir el reinado satánico que llegó a construir con sus hermanas desaparecidas. 

La película de Argento se distancia notablemente de la estética cuidada del giallo en las dos primeras películas de la trilogía. Las tensiones de los espacios intensos atravesados por los colores intensos han quedado atrás. En ‘La madre del mal’ todo es sobresalto desmedido, desde el inicio, lo que deriva constantemente en un relieve accidentado, nunca regido por un concepto específico. La música es un elemento fundamental en ese caos que está lejos de ser controlado, pues es intensa, compleja y sin matices. Sarah es lanzada abruptamente a una deriva en la que los impulsos del terror están dejados elementalmente a lo descarnado y lo explícito, en un escenario que fotográficamente no distingue entre luces y sombras, lo cual hace mella constantemente en el elemento de thriller que es esencial al giallo. No existe consistentemente el terror que respira en medio de las tinieblas (como en ‘Suspiria’), ni la monstruosidad imposible de percibir (como en ‘Inferno’), ni ningún otro mecanismo que alimente la amenaza, que inyecte el miedo mismo en el espectador. 

Sin el control del giallo, Argento se extravía, igual que la Mater Lchrymarum, que llora y berrea como La Llorona, como perdida en medio de otro tiempo, asesinando y manteniendo como fieles a unos cuantos también extraviados. Ni siquiera el fondo clásico de la cultura italiana, que siempre estuvo presente en el giallo y se mantiene aquí por la simple presencia en Roma, es suficiente para dotar a la película de trascendencia. En ese tiempo difuso y confuso, todo parece recae constantemente en la ocurrencia, en la necesidad incontenible de volver una y otra vez a lo gore, como buscando instalarse en otro género. El giallo setentero de Argento no huía de la crudeza explícita, de la visceralidad, de las tripas, pero siempre eran sobre todo el acertado recordatorio aterrador de la amenaza cierta, real e implacable. Cuando se convierte en una constante, como en ‘La madre del mal’, pierde el misterio que esencialmente la hace aterradora. Se trata de una exposición que pronto se vuelve habitual, que no vive en la oscuridad y que tampoco es capaz de ser aterradora a plena luz del día, como sería siempre deseable si de lo que se trata es de explorar en las entrañas de la condición humana. 


jueves, 27 de marzo de 2025

La madre omnipresente de ‘Inferno’ y la muerte imponente por Dario Argento


El género del terror en un cierto tono de disidencia al interior del mainstream, tuvo una época especialmente vinculada al cine de culto en los años ochenta. Con el impulso de la reconvertida industria en Europa, en Italia, Francia y España especialmente, se consolidaron subgéneros específicos que repensaron los géneros clásicos y estructurales de Hollywood, como el terror. El giallo resultó ser una influencia esencial para el terror frecuentemente disidente en Estados Unidos. Justo en la entrada de los años ochenta, todavía permeado por la renovación permanente del cine italiano en los setenta, Dario Argento plantó la segunda entrega de la “trilogía de las Tres Madres” en Estados Unidos, con la esencia trascendente y atmosférica del giallo. Mark Elliot (Leigh McCloskey), estudiante de musicología en Roma, recibe una carta de su hermana Rose (Irene Miracle), poetisa que reside en Nueva York y está obsesionada con un libro en latín titulado ‘Las Tres Madres’, en el que un arquitecto relata su trabajo al frente de la construcción de las casa de tres madres hermanas entre sí que son brujas y dominan el mundo usando el dolor, las lágrimas y la oscuridad. Rose sospecha que en su edificio vive una de las madres y le cuenta eso a su hermano en la carta. Mark pierde el contacto con ella y decide viajar a Nueva York para tener noticias de ella. Así continuará descifrando el misterio aterrador cuya puerta se abrió en ‘Suspiria’. 

Por supuesto, ‘Inferno’ también se sustenta en la estética giallo, con las luces de colores que pintan una atmósfera embriagante pero también envenenada. Entre la ciudad de Roma y la Ciudad de Nueva York, se percibe una omnipresencia intensa, asesina, la indefinida y de mil rostros de la Mater Tenebrarum, que persigue cualquier intromisión. La mano brutal de la bruja es tan potente como la de la Mater Suspiriorum, pero es capaz de extenderse como si habitara las páginas del libro de las Tres Madres, como si se tratara de una alerta que le indica a quién y cuándo tiene que matar. La música, de Verdi o de Keith Emerson aquí juega un papel trascendente en la atmósfera. En la prodigiosa escena de la escucha de música sobre las partituras, Mark recibe una señal tan trascendente sobre un poder maligno, capaz de vestirse de auténtica belleza, que entiende como un rayo sobre su percepción que debe cruzar el Atlántico para buscar a su hermana. El texto del arquitecto de las casas de las Tres Madres pareciera un hechizo irresistible, una invocación que se hace a la inversa, como si los espíritus, las brujas, las esencias, invocaran a los vivos, a los artistas que se dejan conmover por la historia, por el pasado, por la belleza profunda del tríptico que tiene a la muerte como nueva figura conformada por las tres hermanas que también son madres. Esa pulsión incontrolable para Rose, para Mark y en el intermedio también para Sara (Eleonora Giorgi), compañera de Mark, quien inmediatamente acude a la biblioteca y es como si entrara al infierno, seducida por la belleza de todo un concepto histórico y artístico. En ese entramado de thriller con diferentes investigadores seducidos por una esencia indefinible, el monstruo es uno solo, multiplicado en mil rostros, y al mismo tiempo esta entidad es solo la cabeza de otro monstruo de tres cabezas que por si solo encarna a la misma muerte. 

En el transcurso de una institucionalidad maligna representada en tres cabezas controladoras que a fin de cuentas mantienen ferozmente un orden conservador, un régimen estricto especialmente arraigado a las academias y a una estructura clásica que no debe alterarse nunca. 


jueves, 20 de marzo de 2025

La madre institucional de ‘Suspiria’ y la plástica giallo de Dario Argento


Una de las características extendidas del panorama cinematográfico en los años sesenta y setenta fue la reinvención, la diversificación y la fusión de los géneros clásicos hollywoodenses. La expansión inevitable de Hollywood por el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, combinada con el impulso de culturas clásicas hegemónicas en Europa y la necesidad imperante de expresar en el cine los intereses estéticos de los autores. En ese contexto, en los años setenta en Italia, surgió el giallo, un género cinematográfico (y también literario) que fusiona el terror y el thriller, con una estética depurada y el paso constante de la realidad a la fantasía. El más importante representante del giallo, en Italia y en el mundo, ha sido Dario Argento, quien ha escrito toda una página en la historia del cine europeo con su desarrollo de este género. Con ‘Suspiria’ (1977), Argento culminó toda una escalada en el giallo que inició con ‘El pájaro de las plumas de cristal’ (1970) y tuvo otro pico considerable con ‘Rojo profundo’ (1975), hasta llegar la consolidación de esta película. A su vez, ‘Suspiria’ representó la primera piedra de una trilogía que se haría clásica en la historia del género y del terror en general. La llamada ‘Trilogía de las tres madres’, basada en el triunvirato de brujas satanistas del Mar Negro que tienen el poder de dominar el mundo entero y el curso de sus acontecimientos. ‘Suspiria’ relata la llegada de la estudiante de danza Suzy Bannion (Jessica Harper) a la academia Tanz en la ciudad alemana de Friburgo. En simultáneo con su llegada, Pat Hingle (Eva Axen) es asesinada brutal y misteriosamente tras haber sido expulsada de la academia, escapando de algún peligro para buscar socorro. A su llegada, Suzy va notando gradualmente un comportamiento extraño de las directivas y el servicio de la academia, aumentando sus sospechas sobre el acontecer de algo siniestro en la sombra. Su compañera Pat Hingle (Eva Axén) la respalda en sus sospechas y le comparte que la asesinada Pat le había dicho de una revelación aterradora antes de morir, sin terminar de decirle de qué se trataba. 

Argento se fundamenta en los principios del thriller, haciendo de Suzy el detective que va a desmantelar la trama siguiendo cada una de las pistas dejadas por ahí en los detalles por quienes trágicamente le antecedieron en esa tarea. Toda esta escritura cuidadosa de la característica trama del thriller se traza aquí sobre el fondo plástico de Argento, que comprende unos colores intensos, del rojo al azul, un movimiento amplio del fondo, de las texturas agitadas por las incidencias del clima, hasta un diseño sonoro que repara en los detalles (el suspiro ahogado del demonio envenenado en su ronquido) al igual que en los sonidos indescifrables que parecen venir de las paredes y los ecos propios de los espacios que lucen descomunales. Argento es metódico en la exhibición plástica de su cine. En ‘Suspiria’, su forma de consolidar el giallo con reconversión del terror recae en buena medida en un desarrollo plástico sobresaliente incluso para lo abominable, para el evento mismo del asesinato, por supuesto con un concepto que no es del todo nuevo sino que se alimenta con gran perspectiva de la inmensa y determinante tradición plástica de Italia, en la pintura y la escultura: una mirada a la belleza misma que sustenta buena parte de la mirada hegemónica sobre el mundo. Así se explica en buena medida la gran efectividad del cine giallo de Argento, quien pulsa cuerdas que están extensamente encordadas y templadas en el imaginario de Occidente durante siglos. Sobre ese base que no puede ser más firme por su respaldo histórico y en la representación también antigua de la maldad satánica. ‘Suspiria’ le da a Argento herramientas conceptuales muy eficientes para trazar la ya célebre plasticidad de su cine. 

jueves, 6 de marzo de 2025

La memoria imborrable de ‘La cordillera de los sueños’ y la geografía transversal de Patricio Guzmán


El sobrevuelo de toda una década que hizo Patricio Guzmán a lo largo de la larga geografía chilena durante la década pasada, finalmente hizo su aterrizaje sobre Santiago, la capital austral, específicamente sobre la descomunal e interminable Cordillera de los Andes. Después de despegar en el Desierto de Atacama en ‘Nostalgia de la luz’ (2010) y alcanzar la Patagonia chilena en ‘El botón de nácar’ (2015), Guzmán regresa a su ciudad natal, en Santiago, para recoger los pasos de los acontecimientos que lo exiliaron de Chile, primero políticamente y después íntimamente. Sobre la cadena zigzagueante, ondulante e imponente de las montañas andinas, el director chileno repara finalmente en el núcleo de buena parte de los dolores memoriosos de Chile y Latinoamérica, en las convulsiones derivadas del trauma del 11 de septiembre de 1973, hasta la mismísima casa de infancia de Guzmán, resistente a la expansión incontrolable de los rascacielos propios del corazón del primer experimento neoliberal en la región. La cordillera, como testigo definitivo de la historia, igual que ya lo había sido en la trilogía el desierto y el archipiélago, pero con la distancia inmediata de estas alturas que contemplan y se vuelven esencialmente invisibles en su trascendencia, especialmente con respecto a la sensibilidad de víctimas y victimarios, que luchan en el debate entre quienes matan y quienes se resisten a la muerte. 

En las dos anteriores películas de la trilogía, después de una inspección profunda de aquellos territorios extraordinarios, Guzmán avanzaba sobre las cicatrices terribles que en esos espacios trascendentes había dejado instalada la dictadura misma, como si trazara el recorrido de una niebla asesina que ha envenenado a todo el país. En ‘La cordillera de los sueños’, la reflexión gira en torno a la conciencia misma, empezando por la más íntima de Guzmán hasta la de todo el país en su memoria colectiva, pero también  se refiere a la conciencia sobre la presencia descomunal de una cadena montañosa imponente que a veces pareciera haberse olvidado en la combinación entre la cotidianidad y la violencia. En la convivencia terrible en medio de una violencia que se vuelve cotidiana. Al mismo tiempo, Guzmán recoge los pasos de su propia historia y de su propia biografía al reconocer en sus adentros todavía latente el impacto abrumador del golpe de Estado. Para descender sobre su casa en Santiago, Patricio Guzmán se distancia aquí de la perspectiva científica tan característica de las primeras películas en su planteamiento. Para aproximarse a la geografía específica de la Cordillera de los Andes, que bordea Santiago de Chile, el director recurre a los artistas en primer lugar, quienes ponen en perspectiva las características físicas mismas de una textura gigantesca, y en segundo lugar se concentra en la forma en la que esa presencia define casi inconscientemente en lo colectivo la existencia de la ciudad. En cuanto parece que ha atravesado las montañas para instalarse en Santiago, la exploración de Guzmán se apoya en el testimonio de sus colegas, de otros observadores que estuvieron ahí presencialmente mientras que él estuvo lejos físicamente, sin poder nunca despegar su memoria de aquellos acontecimientos. Esto lo describe como si “el polvo de las explosiones nunca se hubiera disipado del todo”. 

Teniendo en cuenta la narrativa completa del inmenso viaje de Guzmán en esta trilogía, que termina por encontrarse por aquel otro viaje fundacional que fue el de ‘La batalla de Chile’, en ‘La cordillera de los sueños’, finalmente el director, trayendo a todo su país de la mano, de cara al mundo, se instala en el espacio específico donde duele la memoria, pero donde al mismo tiempo es necesario instalar la memoria para siempre. 


jueves, 27 de febrero de 2025

La memoria profunda de ‘El botón de nácar’ y la geografía metafísica de Patricio Guzmán


Cinco años fueron necesarios para que pudiera ser una realidad la segunda película de la trilogía de Patricio Guzmán sobre la geografía y la memoria. La tremenda envergadura de ‘Nostalgia de la luz’ (2010) dejó en claro que una nueva película sobre un concepto tan extensamente transversal requeriría de una dedicación especial, sobre todo para conseguir una obra de la medida considerablemente elevada de la primera pieza de la trilogía. En ‘El botón de nácar’ (2015), Guzmán desciende por la Cordillera de los Andes desde el excepcional Desierto de Atacama hasta el extraordinario archipiélago sobre la Patagonia chilena, sobre el vehículo de una mirada nuevamente trascendente que parte de la historia misma del realizador y se extiende a una inmensidad que pareciera inabarcable pero que Guzmán es capaz de cohesionar con una destreza única. Sobre ese terreno nuevamente abrumador, el histórico cineasta chileno se encuentra con otro espacio atravesado especialmente por el tiempo, por la memoria profunda de sus pueblos prehispánicos y de la sádica dictadura militar que devastó la esencia de Chile como país por dieciséis años. Sucede algo que fácilmente podría ser impensado: en otro espacio excepcional en el mundo, también en el particular mapa del país austral, se concentra la esencia incluso mística de un alma colectiva, que está cruzada tanto por la magia fundacional como por el horror más sistemático. 

La ubicuidad del concepto mismo de la trilogía de Guzmán en otro punto de la geografía chilena consigue simultáneamente proyectar un discurso integral tanto local como universal. Con respecto a Chile y con respecto al mundo. En este caso, Guzmán no solamente recurre a la mirada científica y comparte la mirada artística, con otros pensadores desde el arte como el poeta Raúl Zurita y también el escritor (e historiador) Gabriel Salazar Vergara y toma una dirección en la que poco a poco va tocando historias que se cruzan esencialmente, desde la del indígena llamado Jimmy Button, desarraigado desde la estafa por los colonizadores europeos, hasta Marta Ugarte, una de las personas torturadas, asesinadas y lanzadas al océano por la dictadura. Es como encontrar estrellas especiales en constelaciones inmensas, hasta el detalle profundo del botón de nácar hallado en el nuevo ecosistema de una de aquellas vigas atadas a los cuerpos como peso en el océano, como prueba extendida de una vida consistente, y que mágicamente se conecta con el botón que se utilizó para robarle la tierra entera a Jimmy Button. Y además, en otro hilo entre el pasado y el presente, encuentra a los sobrevivientes de aquel pueblo originario fundamentalmente exterminado, como si se tratara de un hallazgo arqueológico todavía con vida, y en las resonancias de sus voces, de su lengua, es capaz de generar la conciencia de la trascendencia de una lengua sobreviviente, desde su propio vocabulario hasta la resonancia profunda de la sonoridad de sus fonemas. En esa articulación en la que deriva una esencia que parece la misma de todo el espacio e incluso la misma que ya había recogido en Atacama. También se puede contemplar la unidad misma del horror y la belleza, esta vez con un relato que tiene la nobleza suficiente para reconocer que no termina de escribirse nunca, que se escribe desde que empezaron los tiempos y que no se terminará nunca, que ese relato se puede escribir sobre la página de extensiones inimaginables o sobre la singularidad de un solo rostro o de un solo objeto que se convierte en toda una nueva piedra fundacional, que es testimonio inmortal de la vida antes de esta vida o de una muerte que nunca cicatriza pero que se aferra a una memoria superior a la humana. 

jueves, 20 de febrero de 2025

La memoria infinita de ‘Nostalgia de la luz’ y la geografía conmocionada de Patricio Guzmán

La historia de Chile ha resultado ser esencial para la comprensión de América Latina desde hace más de cincuenta años. En el cine, toda una generación surgida de la adversidad aterradora de una dictadura sangrienta ha entregado a varios de los más notables autores del cine latinoamericano durante décadas. Con respecto a la generación que tuvo que soportar los horrores de aquellas circunstancias políticas en diversos frentes, se destacan auténticos artistas de gran influencia en su país, en el resto de Latinoamérica, entre los cuales cabe mencionar a Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, con un cine absolutamente subversivo y experimental con respecto a las posibilidades del cine; Alejandro Jodorowsky en la extensión del cine hasta los confines mismos de la literatura, las artes plásticas y las artes escénicas; Miguel Littín y Patricio Guzmán, decididamente en el terreno de un cine político vigoroso y transversal con respecto a la cultura misma de Chile. En el caso específico de Patricio Guzmán, desde ‘La Batalla de Chile’, su descomunal documental en los intestinos mismos del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Santiago (que cobró la muerte y la desaparición misma de parte de los involucrados en la película), se convirtió en uno de los documentalistas esenciales en la historia del cine moderno. Justo en el inicio de la década anterior. Guzmán lanzó con ‘Nostalgia de la luz’ (2010) otra trilogía en la que explora incluso espiritualmente el extraordinario territorio de Chile para vincularlo con una memoria de auténtica resistencia y fundamental para la comprensión de las heridas profundas de todo un pueblo que abarca a toda la región. En la primera pieza de esta trilogía, Guzmán se concentra en el excepcional Desierto de Atacama, en donde se explora el pasado mirando arriba y mirando abajo. Hacia arriba el infinito del espacio, en el lugar específico donde la observación astronómica es inigualablemente idónea, y hacia abajo en el particular terreno de la zona, en donde yacen esparcidos en aquella inmensidad los restos incluso diminutos de de muchos desaparecidos de la dictadura militar. Sobre esa constelación tejida por el tiempo entre cielo y tierra, Guzmán atraviesa con su cine una reflexión tan precisa y necesaria como insondable. 

‘Nostalgia de la luz’ conecta con suma naturalidad relatos astronómicos esencialmente inasibles con la particularidad de las historias que le dan puntualidad a ese inmenso mapa espacial que se establece en la película. Es todo un firmamento lleno de historias que están profundamente interconectadas en una esencialidad que resulta sorprendente. Los personajes, tanto en las palabras como en las acciones rememoran constantemente y crean un nuevo espacio en el que se crean nuevas imágenes: aquellas que surgen de la imaginación misma frente a aquellas descripciones extensas. El punto de encuentro fundamental es la memoria, que se concentra muy especialmente en esta geografía atravesada en todos los tiempos por marcas que fundamentalmente las definen. Guzmán consigue tejer con el fundamento de la memoria, de una reflexión profunda sobre el pasado, apelando incluso a su propia voz que tiene la capacidad de dotar de una intimidad única la aproximación a todo lo que propone la película. Constantemente, la película pasa de las imágenes de tamaño incalculable, las de las constelaciones mismas, hasta lo que apenas cabe en las palmas de la mano, de los dibujos imborrables en las paredes y en las rocas. Finalmente, la conexión gigantesca que elabora Guzmán se convierte en un abrazo extenso que reconforta desde la conciencia sobre la existencia, sobre el tiempo y la mortalidad misma. En ese momento, se ha culminado un tejido tan hermoso que resplandece; que parece iluminar un espacio oscuro de la existencia misma. 

jueves, 6 de febrero de 2025

El Oz popular de ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ y la travesía contracorriente de J. Farrell MacDonald


En la intensa velocidad de una de las primeras trilogías de la historia del cine, la trilogía de Oz, de la fugaz The Oz Film Company, con el mismísimo creador del mundo de Oz a la cabeza, L. Frank Baum, y la dirección de J. Farrell MacDonald, llegaría a su fin con ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ (1914), que extiende el espectro de todo un universo que dejaba entrever las posibilidades de toda una veta no solo creativa sino industrial. En ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’, se relata el conflicto entre las intenciones del Rey Krewl (Raymond Russell), quien quiere casar a su hija, la Princesa Gloria (Vivian Reed) con un anciano de la corte, Googly – Goo (Arthur Smollett), pero Gloria está enamorada de Pon (Todd Wright), hijo de un jardinero. El Rey Krewl decide acudir a la bruja Old Mombi (Mai Wells) para que congele el corazón de Gloria. Así empieza una travesía contracorriente de fondo, desde una colectividad explícita, para conseguir revertir el maleficio de Mombi. En ese camino, Gloria y Pon, como pareja fundacional, reunirán a toda una congregación surgida muy especialmente desde las bases de una sociedad de clases diferenciadas, en un mundo de extrema desigualdad entre monarquía y pueblo raso. 

La trilogía traza una evolución acelerada, tanto en los tiempos como en los espacios mismos. La narrativa rápidamente se instala a saltos agigantados en un ritmo mucho más eficiente, que se detiene rápidamente en los puntos precisos en los cuales la trama avanza decididamente. Con la columna vertebral de una premisa mejor construida que en las obras anteriores, pronto se pueden adherir una serie de personajes que buscan directamente crear recordación, ser emblemáticos, tanto así que se convertirían en los personajes emblemáticos que en poco tiempo se convertirían en auténticos símbolos en la historia del cine de fantasía. Por otra parte, a diferencia de ‘La capa mágica de Oz’, esta película regresa a una convención de los planos fijos similar a la de ‘La muñeca de trapo de Oz’, con una perspectiva más plana y menos sugerente en la narrativa interna, pero compensada por la agilidad notable con respecto a las dos películas antecesoras. En esta película, probablemente esta decisión de composición está derivada de un discurso mucho más directamente alineada con la convergencia extendida e igualitaria en la conformación de una resistencia en la que incluso los animales y los humanoides están alineados con los humanos mismos, entre los cuales se cuenta muy particularmente una Princesa, que desciende desde su castillo a la integración misma, plenamente reivindicativa frente a esas causas populares. La película también resulta de vanguardia en el discurso frente a su mismo padre, frente a un poder eminentemente patriarcal y que recurre a una fuerza oscura contra su propia hija. Seguramente desde una derivación mitológica frecuente en la ficción occidental. Aquí se llega muy cerca de otro ritmo, de una frecuencia que estaba cerca de la alimentación real de una narrativa innovadora para aquellos años todavía muy jóvenes del cine. 

Lamentablemente, la trilogía de Oz, de The Oz Film Company, fue apenas en términos prácticos la producción muy breve de una obra profundamente experimental que derivó en el fracaso industrial, cuyos resultados positivos solamente han sido descubiertos y valorados con el paso del tiempo, en el terreno del cine de culto del género fantástico y también en el estudio específico y progresivo del cine. Se trata de una trilogía que sentó un precedente fundamental como referencia para construir sobre esa base en un análisis definitivo para la construcción de una perspectiva cinematográfica que, aunque no en los terrenos de esta breve casa productora, se convirtió en uno de los primeros pasos hacia la consolidación de un proceso histórico y cultural a través del cine. 


jueves, 30 de enero de 2025

El Oz mágico de ‘La capa mágica de Oz’ y la melancolía revertida de J. Farrell MacDonald

Después del fracaso comercial de ‘La muñeca de trapo de Oz’ (1914), contando inmediatamente con la participación del mismo L. Frank Baum, el creador de este universo, The Oz Film Manufacturing Company no cejó en el empeño con la saga ya pensada y, nuevamente con la dirección de J. Farrell MacDonald, para lanzar ‘La capa mágica de Oz’ (1914), casi inmediatamente, para explorar más a fondo las posibilidades de la fantasía desde lo creativo y desde lo industrial. ‘La capa mágica de Oz’ cuenta la historia marcada por el devenir de una capa mágica tejida por las hadas, concediéndole al portador (sin que la haya robado) un deseo. El Hombre de la Luna determina que se le debe entregar a la persona más miserable que encuentren. La capa recae en Fluff (Mildred Harris), huérfano junto a su hermano Bud (Violet MacMillan), quien desea volver a ser feliz. Sin embargo, las cosas no serán tan fáciles como parecería y su mula Nickodemus (Fred Woodward) jugará un papel esencial para proteger sus intereses. Sobre esta especial alianza entre humanos y animales se protege la magia designada desde las alturas, con la intervención misma de la Luna. 

En la segunda entrega de la trilogía, la luz que se pone sobre otra zona del mundo de Oz da mucha más cuenta de la magia. Se trata de una magia especialmente cercana a la mitología, con un designio en el cual el elegido recorre una suerte de obstáculos para la realización plena, para la dicha muy especialmente en este caso. El personaje es sacado de la melancolía misma, del duelo profundo por la muerte de su padre, y necesita de la solidaridad misma de los animales, de su mascota Nickodemus, para poder conservar la felicidad cumplida por la magia. Como en una alianza extraordinaria de la naturaleza, en ese ámbito es donde los huérfanos encuentran la defensa de su alegría. A diferencia de ‘La muñeca de trapo de Oz’, en ‘La capa mágica de Oz’, la cámara fija tradicional de estas primera décadas del cine silente, aquí demuestra notablemente nuevas intenciones, con un posicionamiento escalado de los personajes que administrar novedosamente la información, permitiendo que el espacio escénico empiece a vislumbrar una especie de montaje interno en el cual la administración de la información que tienen los personajes entre sí se contrasta con la que tiene el espectador. Es decir, por ejemplo, que a las espaldas de los personajes suceden asuntos que sabemos los espectadores sin que lo sepa el personaje en primera plano. 

En cuanto al posicionamiento desde el punto de vista de lo industrial, esta segunda entrega de la trilogía posiciona con mucha más claridad a personajes que se prestan para la identificación de los espectadores, especialmente con respecto a Nickodemus y los demás animales, lo cual gradualmente se convertiría en la esencia misma de la estructura de lo que muy pronto sería uno de los pilares de Hollywood en torno al Star System, ya con estrellas construidas especialmente para convertirse en un gancho de taquilla. El cotejo con la primera película de la trilogía deja entrever el proceso de exploración latente de la industria del cine y de los estudios en esos primeros años. Resultaba aquí muy importante la incidencia directa del mismo autor L. Frank Baum, que resultaba muy útil al ser el mismo guionista de la película y ser partícipe de la búsqueda de una vía efectiva mediante la cual representar la esencia de la esencia expresiva del texto literario, en un lenguaje que apenas estaba aprendiendo a articularse, que apenas estaba construyendo su forma profunda de expresarse. 


jueves, 5 de diciembre de 2024

La glaciación transversal de ’71 fragmentos de una cronología del azar’ y los espasmos fatales por Michael Haneke


La primera mitad de la década de los noventa, en el cierre del siglo XX, se instaló definitivamente el mundo globalizado posterior a la Guerra Fría, con la estructura del modelo neoliberal y un consecuente individualismo en el cual la enajenación podía exacerbarse ante el auge extraordinario de unas comunicaciones más poderosas que nunca en el desarrollo tecnológico. Ese es el mundo en el cual se dan las vidas destruidas de la trilogía de la glaciación de Michael Haneke. La extraordinaria crisis existencial que construye el director austriaco en su saga resultan ser no solo reveladores sino además premonitorios, como si se tratara de observar el panorama de unas circunstancias que se han hecho cada vez más tangibles en el siglo XXI, con una bruma enceguecedora que impide como nunca un futuro claro. La tercera película de la trilogía es ’71 fragmentos de una cronología del azar’ (1994), en donde Haneke traza un mapa interconectado entre diversos personajes nuevamente en proceso de consumirse en una melancolía que los lleva por el desfiladero de su propia vida. En el azar entre un inmigrante rumano al borde de la miseria, una pareja que acaba de adoptar a una hija, un jubilado solitario que apenas puede mantener contacto con su hija y ver la televisión, un guardia bancario aferrado a la religión y un joven universitario que hace apuestas cada vez más riesgosas con sus amigos. Esa conexión inconsciente en este ensamble coral está cubierta por una fatalidad misteriosa y extensa que nuevamente derivará en un desenlace trágico, con esa sensación de que no existe escapatoria alguna. 

En ‘Fragmentos de una cronología del azar’ existe un gesto conceptual y creativo que resulta especialmente significativo con respecto al mensaje mismo de Haneke: en medio de las escenas y secuencias, de duración heterogénea, hay una transición con corte directo consistente en un espacio oscuro, negro, que se percibe auténticamente como una fatalidad nefasta e irreversible. Los pasos tristes de cada historia entrecruzada se convierten así en espasmos en los que la oscuridad de los cuadros negros en las transiciones parecen la presencia de lo trágico. De la misma forma, por todas partes se multiplican las noticias de la época en los canales de televisión que sintonizan los personajes a veces para tener que ver y otras para no sentir su propia soledad, lo cual nuevamente traza los linderos de la época, relacionando inmediatamente el discurso de Haneke. La cámara se sitúa continuamente en la posición de una mirada perdida, que pareciera observar por primera vez los detalles, las cosas, las manos, los pies, con la capacidad de capturar la esencia terrible de una muerte melancólica, que se respira en el aire, que aquí trasciende en el aire que se respira, igual que sucede en las dos películas anteriores de la trilogía. Así es como el vacío más profundo captura cada existencia, cualquier tipo de vida que se introduce en este escenario construido con base en silencios, miradas, esperas y personajes que finalmente pierden la cordura como consecuencia de haber perdido la consideración misma del valor por la vida. 

Este el cierre de una trilogía que sería el lanzamiento tardío de un cineasta que estaría por sacudir las conciencias y las sensibilidades en el cine que estaría por venir en los años y décadas siguientes, con la inmensa pertenencia de una deshumanización progresiva, de una sociedad cada vez más desprovista de los impulsos necesarios para avanzar con un mínimo sentido de la fraternidad. De una consideración mínima del otro. De una auténtica epidemia de la melancolía, con el auge de las pantallas en cada resquicio de tiempo y espacio. 


jueves, 21 de noviembre de 2024

La glaciación cotidiana de ‘El séptimo continente’ y la autodestrucción sistémica de Michael Haneke


La carrera de Michael Haneke, el director austriaco crucial en la historia del cine mundial los últimos cuarenta años, tuvo un origen especialmente particular, desde los terrenos siempre en la rica escuela de la televisión cultural alemana, en donde se formó como director desde el internamiento profundo en la dramaturgia y el montaje, en los guiones y en la edición, lo cual sin duda determinó buena parte de la gran potencia de su estilo; de la inmensa eficiencia de su cine. Esto derivó en una ópera prima providencial: ‘El séptimo continente’ (1989), la primera pieza de una trilogía que exploraba el vacío extraordinario en la existencia de la vida moderna, en la tierra gélida de una modernidad ascendente en las sociedades europeas, con la consecuencia de destrozar profundamente el alma, el sentido, el fuego. Se llamó la “trilogía de la glaciación”. En ‘El séptimo continente’, Haneke nos inserta en la cotidianidad de una pequeña y joven familia, la de Georg (Dieter Berner), Anna  (Birgitt Doll) y la pequeña Eva (Leni Tanzer), quienes se aferran a los automatismos infinitos de la vida moderna, entre la cotidianidad, la tecnología casera y los reportes epistolares, ocultando un vacío asesino que los consume gradualmente con la inercia de la autodestrucción. 

Haneke nos introduce en la maquinaria cotidiana y aceitada de una familia perfecta, ideal, en las interacciones, en la programación, en el engranaje, en la imagen, en cada paso para dar. Para llevarnos a ese ritmo preciso que poco a poco se hace demoniaco, Haneke puntualiza en inserts detallistas, en primeros planos de autómatas que poco a poco se van resquebrajando. Las máquinas se encienden, se mueven, como si fueran capaces de sostener la vida entera, pero muy pronto se desconectan, los sentidos fallan, la pose se hace insostenible. Ya cuesta mirar, ya cuesta comer, ya cuesta esperar, ya cuesta continuar. De repente, en medio de la oscuridad de una noche implacable en la que se respira el aire denso de la melancolía, la familia en pleno se encuentra con la muerte, con la tragedia más azarosa, y la convulsión de ese encuentro despedaza todos sus esquemas, hasta que la maquinaria prodigiosa se derrumba gradualmente y entonces se abre paso una autodestrucción imparable, repleta de la urgencia por terminar el sufrimiento, por culminar un sinsentido insoportable. Haneke trae a aquella modernidad la laceración propia de Bergman cuando se aferra al existencialismo, cuando no encuentra la fe necesaria para poder ponerse en pie cuando suena el reloj despertador. También está presente la brutalidad trágica de Dreyer, con acontecimientos en los que de repente se hace presente un misterio aterrador, en el cual todo se contamina por una pesadumbre que jamás vuelve a irse, que nunca más deja de contaminar el aire. 

La observación social de Haneke es fundamentalmente aterradora y deja entrever el desentrañamiento consecuente de un modelo de mundo en el que de repente el mundo material copa todos los escenarios de la existencia. Haneke prevé una fatalidad en un sistema que se aferra a una superficialidad interminable, en un mundo de palpitaciones propias de una maquinaria criminal, en medio de una auténtica prisión. Así es como las máquinas parecen la nueva extensión del escenario metafórico del infierno en la tierra del que hablaba Kafka en ‘El Proceso’ y que extraordinariamente supo reproducir Welles, pero aquí más allá de las interminables oficinas burocráticas y ahora en la repetición interminable del mismo día, de un materialismo omnipresente, que no es capaz a fin de cuentas de cubrir las carencias de un alma vacía, de una existencia llena de terrores que son siempre el reflejo de una vida extensamente alienada.