lunes, 6 de septiembre de 2021

El western extenso de Sergio Leone y el anónimo indestructible de ‘Por un puñado de dólares’










En el cine estadounidense, el western resultó ser la piedra fundacional de una identidad difícil de conciliar. No solamente se convirtió en toda una columna para sostener el star-system, sino que además hizo la excavación arqueológica del vaquero, la esencia del outsider, desarraigado y sin lugar en el sistema capitalista, el sustento de varias generaciones del cine independiente gringo. En el contexto de la transmutación cultural propia de los años sesenta, Europa se abocó a la realización de westerns, especialmente en la Italia y España, con paisajes que se asemejan de alguna forma al escenario desértico característico del género, en donde los hombres hacen sus propias leyes de fuerza en medio del aislamiento institucional. A pesar de que el movimiento se generó en los albores mismos de aquella década, Sergio Leone empezaría a marcar con letras imborrables la historia del subgénero con su saga, ahora de culto, la llamada ‘Trilogía del Dólar’ o ‘Trilogía del hombre sin nombre’. La primera película de la trilogía fue ‘Por un puñado de dólares (1964), basada en ‘Yojimbo’ (1961), uno de los clásicos que se apuntaba por aquel entonces el legendario Akira Kurosawa en su prodigiosa filmografía. Un forastero enigmático, apenas mencionado de vez en cuando como Joe (Clint Eastwood), llega a un pueblo casi hecho fantasma por el terror generado a raíz del enfrentamiento entre los Baxter, la familia gringa, con la matrona Consuelo Baxter (Margarita Lozano) y los Rojo, la familia mexicana, encabezada por el implacable Ramón Rojo (Gian Maria Volontè). El anónimo indestructible aprovecha la disputa de las familias para llenarse los bolsillos con dólares de las dos casas.

La construcción del nuevo cowboy implicaba un proceso integral en el que el personaje debía contener de alguna forma el espíritu de John Wayne, pero al mismo distanciarse para construir por completo un nuevo súperpersonaje, otro ícono para llenar las salas de cine, como lo terminó siendo ‘El hombre sin nombre’, encarnado con gran precisión y suficiencia por Clint Eastwood. Precisamente, la pérdida de identidad, el anonimato, potencian al nuevo vaquero hasta la invencibilidad absoluta. El desapego total frente a los principios y las emociones que se atraviesan en la supervivencia, convierten al “hombre sin nombre” en un adversario imbatible, brillante, que tiene la capacidad de pensar sin que la moral o incluso la ética se interpongan en su camino, solamente en su beneficio, pero con la capacidad de conquistar a los demás outsiders, como el viejo agente funerario, el cantinero o la matrona, o incluso el matón que ejerce el poder fáctico, que a fin de cuentas encuentran en el hombre sin nombre un modelo para armar como ellos quieran, para ponerle el rostro del héroe que ellos prefieran. A lo mejor en una fantasía, hasta su propio rostro. Los planos de Leone son extensos, gigantescos. Incluso los close-ups, o especialmente los close-ups, con ojos clarísimos clavados en pieles raídas por el polvo, por el sol y por la violencia extrema, como todo un paisaje natural. La cámara se mueve abriéndole paso al héroe sin compromisos y también es capaz de ensancharse hasta rasgarse para plantear el duelo sempiterno entre los vaqueros, estirado hasta donde es posible, con los vaqueros puestos de frente en el escenario místico, silencioso y asesino del desierto inabarcable. Pero tal vez el elemento que funda definitivamente el spaguetti western es la música de Ennio Morricone, metálica, llena de las voces, los silbidos y los pequeños instrumentos del vaquero en sus inmensos dominios, mientras se acompaña a sí mismo en la melancolía de su misticismo. Y en el desgarro del encuentro con la muerte, ascienden las guitarras eléctricas, como también ascendían en la cultura popular de aquel entonces. Sergio Leone, con Eastwood y Morricone, desde Europa, daban el primer paso en firme para revolcar en el polvo el género esencial de Estados Unidos, quebrando las fronteras del espacio, el tiempo y el movimiento, con la transgresión de Eisenstein, de las miradas a los paisajes en el santiamén de las pistolas más rápidas del otro lado del charco.


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