martes, 23 de noviembre de 2021

La violencia feroz de ‘Las poquianchis’ y el infierno sepulcral de Felipe Cazals
















Después del impacto inmediato que habían causado ‘Canoa’ y ‘El Apando’ en diferentes escenarios, realizadas ambas en 1976, Cazals emprendió ese mismo año, en un auténtico “tour de force”,  lo que sería el cierre de su “trilogía de la violencia” con ‘Las poquianchis’, en la que volvía al tema de la violencia, nuevamente como sustrato de una sociedad convulsionada en las injusticias, distante de los cielos arrebolados del Cine de Oro, lacerada por un sistema extenso de arbitrariedades profundas, arraigadas a la cultura misma. Con la fuente permanente y consistente de los hechos reales y la tendencia a la crónica tan realista que se adentra sin miramientos en la crudeza que ya había dado origen a las dos películas anteriores de su tríptico violento, Cazals le da una extensión sin precedentes a la violencia como un auténtico fenómeno cultura, derivado de la represión, la dominación y una segregación fundada en las inequidades propias de un poder voraz. En este caso, la historia se centra en el célebre caso de ‘Las poquianchis’, cuatro hermanas dueñas de prostíbulos y traficantes de personas en Guanajuato, Santa (Pilar Pellicer), Chuy (Malena Doria), Delfa (Leonor Llausás) y Eva (Ana Ofelia Murguía) coludidas con la administración local, y gradualmente convertidas en asesinas seriales. Cazals centra el relato en el testimonio de las hermanas Adelina (Diana Bracho) y María Rosa (Tina Romero), quienes fueron entregadas por su padre, Rosario (Jorge Martínez de Hoyos), obligado por la miseria, con la promesa de que trabajarían como empleadas domésticas en casas decentes. A los testimonios de las hermanas, se suma el de Lupe (María Rojo), otra de las sobrevivientes y simultáneamente, se rememora la lucha de Don Rosario por recuperar las tierras de las cuales lo despojó el gobierno. 

La simultaneidad en el relato, con el histórico y insuperable despojo de la tierra y la degradación humana insoportable de la degradación humana, concilia un discurso extenso sobre la segregación, sobre la denostación, sobre la deshumanización extensa, sobre el secuestro de la dignidad. En la violencia feroz del burdel, las mujeres desarrollan mecanismos de supervivencia que consiguen que emerja una fuerza descomunal que puede llegar a ser tan brutal como el mismo esclavismo al que son sometidas. El infierno frío de los burdeles se construye sobre las manchas de la sangre, del barro, de las heces, de las lágrimas vertidas hasta el hartazgo, con una violencia que se libera como un grito de furia que es necesario para soportar el dolor transversal de todo el escenario. La recreación de ese cultivo degradante y violento es efectiva gracias al trabajo de Salvador Lozano Mena en la elaboración puntual de una escenografía que condena a los personajes con su oscuridad de calabozo permanente. La cámara de Cazals se abre y se fija crudamente sobre las acciones más rastreras de la tiranía extendida, que es característica de todo el poder, ya sea aquel institucionalmente más formal o el de las meretrices criminales. Constantemente la mirada está de frente a un horror intenso, rastrero, en medio de la indolencia y de la ira en las mismas proporciones. El caos interno del mismo México, entonces contemporáneo y todavía identificable, termina por invadir también la forma y la angustia termina por ser el prolegómeno de una melancolía que no es nueva, que siempre se ha podido adivinar en la cinematografía mexicana, más allá de las épocas, los estilos y las regiones. De esta forma, Cazals, en el mismo caldero de una Latinoamérica represora, donde hervía la Guerra Fría. Consiguió demostrar que la violencia se aferraba profundamente sobre la cultura, al punto de inundar la atmósfera, al nivel de convertirse en costumbre, en sistema, en una forma de vida que era al reflejo de un sistema esencialmente opresor. 


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