José Revueltas, el crucial y revolucionario escritor mexicano, fue encarcelado en 1968 en la histórica cárcel de Lecumberri, por su participación activa en el movimiento estudiantil de aquel año, señalado injustamente como cabeza de aquella amplia y diversa manifestación. Revueltas estuvo preso dos años en aquella prisión y en ese lapso escribió ‘El Apando’, en el que describía las condiciones infrahumanas que se vivían al interior de aquel lugar. En el marco de la estatización del cine y aprovechando la gran respuesta de la crítica que había recibido ‘Canoa’ (1976), con el Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín, Cazals decisión emprender la adaptación de ‘El Apando’, con el respaldo en esa tarea del mismo Revueltas y de José Agustín, autor destacado de la contracultura mexicana. Consiguiendo el permiso para filmar en Lecumberri, con la promesa de filmar un documental sobre el avance de los centros carcelarios, Cazals construyó la que sería para la historia la segunda entrega de su trascendental “Trilogía de la violencia”. ‘El apando’ se centra en el plan para ingresar droga a la cárcel de tres presos adictos: Albino (Salvador Sánchez), Polonio (Manuel Ojeda) y ‘El Carajo’ (José Carlos Ruiz), con la complicidad de los amantes de los dos primeros, ‘La Chata’ (Delia Casanova) y Meche (María Rojo), quienes encuentran en la madre del Carajo (Luz Cortázar), la posibilidad de evadir la revisión de los genitales a la que se someten las mujeres por parte de la celadora (Ana Ofelia Murguía).
‘El apando’, la celda de castigo a la que son lanzados constantemente los tres hombres, es materialmente el infierno en la tierra, en donde soportan poniendo la cabeza en la bandeja del visor de la puerta, como si del Bautista bíblico se tratara, mientras Albino y Polonio desatan la furia de su propia desgracia en la abstinencia con ‘El carajo’, tuerto y repulsivo en sus males, arrastrado en las miasmas que tapizan la piedra fría de su reclusión. Las mujeres, también adictas, representan para ellos la liberación profunda de su evasión narcótica, en la sexualidad brutal, con el deseo insoportable que requiebra gradualmente los márgenes de la ley carcelaria. Las alucinaciones de los adictos son un escape descomunal del horror cotidiano, valiéndose de la corrupción estructural de una policía ultraconservadora, que preserva un régimen lacerante, construido sobre una montaña de cuerpos violentados de mil maneras. La fotografía de Alex Phillips Jr. tiene la versatilidad suficiente para construir el paraíso psicodélico de la sexualidad incontenible de los delirantes, con el coito místico en el vientre del Albino, y al mismo tiempo conecta de forma cruel los cables a la tierra realista y demencial de la cárcel, en una supervivencia de rasguños y golpes mortales que desgarran, fracturan, derraman los pisos con sangre. Cazals constriñe constantemente los espacios restringidos de Lecumberri para construir escenas que pueden ser el centro de la conferencia irresistible de la conspiración o un cuadro dantesco animado en el mismo caos. En ese trabajo se destaca la funcionalidad del diseño de producción de Carlos Grandjean, que logra expresar esa dualidad de los estados de percepción con pequeños rasgos que lo definen todo. Después de ‘Canoa’, Cazals extiende la violencia descomunal de aquella desgracia para hacerla estructural, para trasladar la deshumanización a las esferas de un sistema auténticamente represor, en las entrañas, en la violencia más básica, más instintiva, desprovista incluso de cordura. Capturados por una pasión insoportable, en la necesidad urgente de la evasión, los presos de Lecumberri son desposeídos integralmente, atrapados entre los fierros insalvables de la cárcel, que es capaz de atravesarlos, igual que el yugo que los somete, que está presente más allá de los confines siniestros inmensos e impasibles de Lecumberri.
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