lunes, 27 de septiembre de 2021

La patria familiar de ‘El olvido que seremos’ y la reconstrucción melancólica de Fernando Trueba










Tras la llegada de la democracia a España, después de la muerte del dictador Francisco Franco en 1975 y la promulgación de la Constitución en 1978, la cultura española dio un vuelco que respondía a la liberación que se respiraba tras décadas de represión y autoritarismo. El arte español recibía los años ochenta a contrapié de los gobiernos conservadores que tomaban el poder en las grandes potencias y así se convertía en una nueva contracultura europea que inspiraría de forma especial a Latinoamérica. Cineastas especialmente valientes como Víctor Erice y Luis García Berlanga habían construido los cimientos de un cine intenso, memorioso y especialmente estético, sustentado en historias poderosas sobre España misma. Una de las vertientes de ese auge fue la llamada “comedia madrileña” y ahí encontró su lugar Fernando Trueba, con comedia clásica que fácilmente podía verterse de historia y de romance. Películas como ‘Ópera Prima’ (1980), ‘El año de las luces’ (1986), ‘El sueño del mono loco’ (1989), ‘Belle Époque’ (1992) y ‘La niña de tus ojos’ (1998), se convirtieron en parte de la memoria colectiva de varias generaciones de españoles y latinoamericanos, siempre con una reflexión profunda sobre la identidad. En la última década, Trueba se ha acercado de forma visible a Latinoamérica, primero con su largometraje de animación ‘Chico & Rita’ (2010), nominado al Oscar, y su más reciente película ‘El olvido que seremos’ (2020), ganadora del Goya a mejor película iberoamericana, basada en la novela homónima del colombiano Héctor Abad Faciolince, en la cual el escritor relata las memorias de su familia, especialmente alrededor de su padre, Héctor Abad Gómez (Javier Cámara), médico, académico y defensor de derechos humanos en Medellín.

En ‘El olvido que seremos’, Trueba construye con gran sentido de la auténtica nostalgia la atmósfera de una familia colombiana de clase media, que puede fácilmente ser la casa de cualquiera en Latinoamérica, con una habilidad para en entresijo del tejido familiar que evoca por momentos al mismísimo García Márquez. Las canciones de los Rolling Stones a la guitarra, las comidas familiares encabezadas por el padre, la madre y el gozo propio de las hijas y el único hijo varón, quien se alía con su padre en el correlato de las palabras, los instantes compartidos y las anécdotas que escalan progresivamente hasta que van construyendo pieza a pieza toda una vida que se convierte en todo un paisaje del pasado. La cámara de Trueba flota por la amplia casa de dos plantas y jardín, mientras mira por las ventanas, abre las puertas, curiosea en las habitaciones y se detiene en las miradas amorosas que se lanzan entre sí los personajes. Desde esa casa que para todos es inmanente y permanente, Héctor Abad Gómez y su hijo Quiquín (Nicolás Reyes Cano de niño, Juan Pablo Urrego, de adulto) empiezan a proyectar una luz que fluye a través de la conciencia social misma del médico erigido en la comunidad como defensor de derechos humanos. Como en una reacción química, aparecen gradualmente, los violentísimos años ochenta en Colombia, especialmente en Medellín, plagada de grupos de extrema derecha usualmente respaldados al menos con la inacción por parte de la institucionalidad. La armonía se resquebraja cercada por la alteración social, por el aire que se contamina de violencia, que levanta los ánimos en la universidad pública, mientras las calles que antes corrían los más pequeños, ahora son atravesadas por motociclistas y metralletas. La extraordinaria actuación de Javier Cámara, con un colombiano paisa impecable en el acento, sirve de auténtico catalizador de esa ruptura que le abre la puerta a la tragedia. La gran dignidad de Héctor Abad Gómez como médico, profesor y padre se echa sobre el hombro a la familia, mientras en el rostro se dibuja cada vez con más frecuencia el gesto de la indignación y de la angustia. Del amor y del horror. Trueba parte su ficción en dos memorias de la misma raíz, la una a color y la otra en blanco y negro, como las televisiones que resplandecían novedosas en las casas, pero también como cuando irreversiblemente se pierde la vida. 


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