domingo, 15 de agosto de 2021

El viaje amoroso de Abbas Kiarostami y la resiliencia comunitaria de ‘La vida continúa’













Después de la gran revelación que significó ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ (1987), la primera película de la ‘Trilogía Koker’ la siguiente película de Abbas Kiarostami, ‘Close-Up’ (1990), redefinió por completo el universo de la ficción cinematográfica de cara a la última década del definitivo siglo XX. Más allá de la metaficción misma, Kiarostami rompió con aquella película los límites de influencia del cine y la llevó al ámbito de las relaciones humanas directamente en el contexto social. ‘La vida continúa’ (1992), la segunda película de ‘Trilogía Koker’, estuvo atravesada por la tragedia del terremoto que azotó la región de Koker apenas dos años atrás, tres después de la realización de la primera película. Tras el universo narrativo que se liberó con ‘Close-Up’, Kiarostami introdujo su revisita a Koker para proyectar la experiencia de su reencuentro con los seres humanos que le dieron vida a la fábula de altruismo que lo puso en la mirada del cine mundial. Kiarostami le deja el reconocimiento de la ficción a su propio álter ego, un director de cine (Farhad Kheradmad) que regresa al pueblo donde filmó aquella película, en busca de los amigos verdaderos que cultivó, especialmente de aquel niño que fue el héroe de su relato, acompañado el mismo por su hijo Puya (Buba Bayour), un niño de ciudad y de curiosidad incontenible.

La inmersión en la tragedia es por el camino de la mirada preocupada del alter ego del director y la otra contrastada de curiosidad trascendente del niño de la ciudad. La carretera va arrojando pequeños cuadros, pequeñas escenas dramática que nos invitan a reconstruir la magnitud del desastre. La antesala alimenta constantemente una expectativa extraordinaria de encontrarse con los personajes de la película anterior, trasladados ahora a una supraficción que los encierra como matrushka, en la que se puede adivinar una muñeca aún más grande que lo encierra todo y que no es más que la sensibilidad del mismo Kiarostami. De fondo se percibe el dolor desgarrador de la pérdida, la melancolía honda de la muerte, pero al frente se planta una resiliencia comunitaria que soporta conmovedoramente los pedazos de un pasado esparcido por toda la región. Cuando aparece la colina atravesada en zigzag por el camino entre las dos aldeas de Koker, comprendemos que estamos de vuelta en el territorio formal de aquel pasado, pero que nos hemos adentrado en un nuevo mundo en el que los cadáveres todavía están frescos bajo el adobe de las casas y arriba se cultivan las semillas de otro pueblo que ha de surgir, aferrado a todo lo que puede, incluso a la antena para ver el campeonato mundial de fútbol. El mecanismo dramático que utiliza Kiarostami, soportado en el documental, nos hace conscientes en todo momento de que estamos observando una verdad natural, fehaciente, que contiene una belleza surgida en el terreno de la desgracia. Puya, incontenible en sus pulsiones infantiles, termina llevando de la mano a su padre por el territorio, en el que nuevamente el motor es la búsqueda del otro, para el alivio, para el respaldo colectivo que multiplica las fuerzas para resistir a la adversidad. Probablemente ahora no se trate de la insoportable necesidad de encontrar al otro para evitar su pena, como en ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’, sino del alivio propio, de la necesidad de alimentarse de ese espíritu cultural, inexplorable y misterioso que supone de alguna forma una realización inquebrantable, soportada en todo un tejido que resiste el peso de los escombros. El director lucha felizmente por treparse en esa cumbre mística, para encontrar al niño que antes buscaba a otro niño, en la necesidad de un refugio, de la dicha por la existencia y el bienestar del otro, como si Kiarostami hubiera tenido una visión local del futuro global que hoy es nuestro presente abrumador. 


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