Después de haberse consagrado en su propio país con ‘Falso movimiento’ (1975), Wenders se dispuso a darle un cierre a su trilogía de road movies, nuevamente con Rüdiger Vogler en el papel principal. De vuelta en el blanco y negro que ya había presentado en la trilogía con ‘Alicia en las ciudades’ (1974), Wenders emprende nuevamente el viaje en ‘En el curso del tiempo’ (1975) para explorar las profundidades de una amistad profunda y repentina entre dos hombres inicialmente desconocidos entre sí. Se trata del encuentro entre Bruno (Rüdiger Vogler), un técnico que viaja a lo largo de la frontera entre la Alemania Federal y la Alemania Democrática reparando los proyectores de los viejos cines de los pueblos, cada vez menos frecuentes en la provincia, y Robert (Hanns Zischler), un psicólogo infantil con principios suicidas que decide acompañar a Bruno en su viaje, incluso como ayudante, mientras explora su propio pasado.
Wenders construye su película sobre Bruno, el reparador de los cinematógrafos, que hace toda una campaña de auténtica reparación exhaustiva, pueblo por pueblo, en donde al menos cultiva un instante, una memoria que va a alimentar posteriormente su propia melancolía. El viaje es libre, extenso, y en cada acción adquiere una relevancia extraordinaria en medio del paisaje descomunal que consigue Wenders con el gran respaldo de Robby Müller en la fotografía, quien ya había conseguido trazar el fondo idóneo para esos espacios en ‘Alicia en las ciudades’. Las máquinas son el vestigio de un tiempo que corre a toda velocidad sin que se sienta en el deleite de cada momento. Robert se convierte en otro arqueólogo del pasado inmediato con la imprenta de su padre, en donde encuentra el espacio para transmitirle las palabras que surgen de las heridas que aún tiene abiertas. La melancolía se concentra en las pequeñas y hermosísimas salas de cine, con el resplandor pegando en las paredes repletos de imágenes conocidas de la nostalgia cinéfila. En la radio de la furgoneta de Bruno, suenan con frecuencia las letras del rock estadounidense que especialmente él canta a voz en cuello, contagiando irreversiblemente a Robert de un entusiasmo espontáneo y simple que por momentos parece arrancarlo de las profundidades de la tristeza. La influencia de la cultura estadounidense, ya imperial para ese entonces, se expresa abiertamente en los diálogos, en los hechos y también en la realidad misma de la película, que se alimenta de la aventura propia del cine independiente estadounidense, que también recababa del espíritu antiquísimo de los viajes, que terminan siendo toda una purga interna. Más de 30 años después del fin de la Segunda Guerra, devastadora especialmente para Alemania, es como si el tiempo se hubiera detenido siguiendo precisamente su curso. Como si en el reflejo propio de supervivencia se hubieran concentrado muchas décadas en solo unas cuantas y pronto los aparatos de las luminarias anteriores se hubieran transformado rápidamente en reliquias que Wenders tuvo la visión de reconocer cuando la distancia todavía no permitía demasiada perspectiva para valorarlo de esa forma. En ese proceso es fundamental la música Axel Linstädt, también influenciada por las guitarras eléctricas de la contracultura estadounidense, que parece aportar a la construcción de una nueva cultura con pinta de milenaria, una nueva mitología que se construía en los caminos. Bruno y Robert viajan reparando, en una actividad letárgica pero imparable, como si estuvieran encomendados a una tarea crucial, que fuera necesaria en un misterio aún irreconocible, de esos que se valoran con el tiempo. En el parabrisas del remolque, se refleja el cielo que describe de la mejor forma el espacio abierto e ilimitado que les espera siempre al frente, que se extiende frente a ellos mismos. O también en la motocicleta antigua, a lo ‘Easy Rider’ (1969), se resisten con auténtica rebeldía al peso devastador de los días, asumiendo esa pequeña revolución como la resistencia fundamental.
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