Se puede decir que en los más recientes cuarenta años, en el panorama del cine europeo no ha existido una figura que conjugue de mejor forma lo clásico y lo hipermoderno como lo ha hecho Leos Carax. Su visión fatalista y simultáneamente luminosa sobre el amor ha excavado hasta el fondo en las esencia misma de un ser humano que se reconstruye violentamente frente a un mundo que avanza devastadoramente empujado por el desarrollo y por el desastre diversificado. Su particular mundo se abrió de par en par con ‘Chico conoce chica’ (1984), en donde nació la pareja trágica que atraviesa toda su obra. En ‘Mala Sangre’ (1986), convertía la ciudad histórica, Paris, en el escenario de las agitaciones extraordinarias de la modernidad más aplastante, como en una alucinación. En la década anterior, marcó definitivamente la historia con su irrepetible ‘Holy Motors’ (2012), en donde multiplica a su personaje para que él mismo contenga a toda la sociedad, para atravesar después la noche con un mundo tan luminoso como oscuro. La más reciente película de Leos Carax se titula ‘Annette’ (2021) y cuenta la historia del romance estelar entre el comediante de stand-up Henry McHenry (Adam Driver) y la cantante de ópera Ann Defrasnoux (Marion Cotillard), quienes se deleitan portentosamente en el ensueño de su fama hasta que poco a poco el mundo mismo va derrumbando progresivamente la fantasía que han construido, especialmente a raíz del nacimiento de su hija Annette.
Por la vía del musical, Carax pone el dedo en la llaga de la deshumanización masiva del mundo contemporáneo. Esa forma clasicista ata el pasado y el futuro para expresar la condición inmanente y eterna de la tragedia, en la agitación de un entorno tormentoso, como explícitamente se cierne la tormenta sobre el idilio embriagador del romance de las estrellas, como si fuera la sexualidad de los mismos dioses, que se carcajean, que viajan fugaces como flotando a través de la noche. El director francés echa mano de sus ya célebres sobreimpresiones que proyectan auténticos fantasmas que a fin de cuentas son la materialización etérea de las inquietudes de los personajes, que poco a poco empiezan a ser presas de un misterio que derruye poco a poco el palacio de cristal que han hecho de su propia vida. Henry atraviesa el escenario con la explosión de su comedia provocadora y su propio físico imponente (Adam Driver en una exigencia máxima), mientras que Ann luce delicada en contraposición a su amante, mientras fluye casi natural entre la escenografía de la ópera, recordando las heroínas de Powell y Pressburger en ‘Las zapatillas rojas’ (1948) y ‘Los cuentos de Hoffman’ (1951), aquí también como si la representación fuera convirtiéndose en premonición de su propio destino. La película conjuga la parábola del mundo actual en la artificialidad asombrosa y pasmosa de Annete, la cría de las estrellas, artificial pero trascendente, excepcional y aguda, una máquina de billetes explotada y circunstancial, efímera, como las celebridades descomunales que crecen de la nada y explotan a niveles casi imposibles de vislumbrar. Sin embargo, como en Pinocho, la humanización se convierte en una salvación parcial, que apenas alcanza para unos pocos, pero que termina por condenar a quienes se han nutrido en el remolino incesante del flujo violento de los tiempos. Carax mismo nos planta rápidamente en la adoración de sus personajes, podemos verlos pronto en el pedestal de su divinidad masiva, pero después de la cumbre tormentosa de su propio mundo, se deriva el naufragio de una desesperación auténtica, en el que solo predomina una ambición cruda por aferrarse a las alturas, una resistencia cada vez más violenta frente a la necesidad de desarmarse, para rehacerse en un mundo que necesita subsistir para sostener la supervivencia. Justo como esa resistencia conservadora que parece tímida pero que gradualmente puede ponerse el uniforme de un fascismo constatable, como una sociedad que niega a revisarse o al menos a detenerse para no morir en el desbarrancadero.
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