martes, 9 de noviembre de 2021

La violencia ilustrativa de ‘Canoa’ y la memoria estructural de Felipe Cazals













Durante los años sesenta, el cine mexicano tuvo una larga transición en la que tuvo que superar la extinción del resplandor deslumbrante del Cine de Oro. Los directores clásicos se veían abocados a hacer películas en un contexto mucho más independiente, mientras que surgían cineastas influenciados por la propia tradición cinematográfica mexicana y por la contracultura propia de la época en todo el planeta. La estatización del cine en los años setenta implicaron la creación de una serie de instituciones que impulsaron decididamente a una nueva generación de cineastas que le darían inicio a una etapa en la cinematografía mexicana que dejaría muchas de las mejores películas del país. En esa camada de grandes cineastas, se encontraba Felipe Cazals, un cineasta especialmente agudo y reflexivo con respecto a los avatares furiosos que surgían de la relación entre política, sociedad y cultura durante la segunda mitad del siglo XX. Su “Trilogía de la violencia”, estrenada completa en 1976, constituiría una de las aportaciones más significativas para el reconocimiento y la identificación del cine mexicano a nivel global. La primera de estas películas es ‘Canoa’, con guion de Tomás Pérez Turrent, en la que se reconstruye el linchamiento de Julián (Roberto Sosa), Ramón (Arturo Alegro), Miguel (Carlos Chávez), Roberto (Jaime Garza) y Jesús (Gerardo Vigil) cinco jóvenes empleados de la Universidad de Puebla que viajan como excursionistas al pueblo de San Miguel Canoa, para escalar el volcán de La Malinche. La animadversión contra los forasteros se va haciendo creciente y la atmósfera se hace para ellos cada vez más peligrosa, en medio de la dictadura local del parrocó del pueblo (Enrique Lucero).

Cazals utiliza el recurso del falso documental para darle un marco profundamente realista a un hecho inaudito. El testigo (Salvador Sánchez), se instala casi como un oráculo griego, como el poeta que canta las desgracias propias de la tragedia, siempre apelando a la perspectiva auténtica del campesino, de quienes están sometidos por la represión diversificada del sacerdote, encarnado por un Enrique Lucero breve y penetrante, que convierte a su personaje en un tirano tan cruel como cínico y casi silencioso. Simultáneamente se va encendiendo la maquinaria propia del horror, con los jóvenes mexicanos que cantan a José Alfredo a voz en cuello, embriagados por la felicidad simple y lúdica de su propia juventud y de su propia compañía. A medida que las puertas se cierran para ellos, Cazals va construyendo un auténtico infierno, en medio de la lluvia, en el que la oscuridad rompe la noción de las instancias y los héroes de la escalada poco a poco se van transformando en víctimas, van perdiendo la sonrisa y sus rostros se van transfigurando progresivamente en el patetismo propio de la amenaza mortal. El monstruo con sotana y lentes oscuros se hace omnipresente a través de los parlantes atronadores, que resuenan en todo el pueblo y en los espíritus de un pueblo temeroso de perderlo todo en las garras de un comunismo ilusorio, convertido en el nuevo Satanás, con el estigma que pesaba sobre el movimiento estudiantil que crecía vigoroso a solo unas horas en la Ciudad de México. La sistematización precisa de la tiranía, en los tributos, en los diezmos, en la dignidad, en el nombre de las personas y en la condena celestial, se va elaborando también meticulosamente en la ilustración documental, que termina por ser a fin de cuentas la ilustración de una violencia extensa, en cuyo centro, resguardados en la casa de Lucas (Ernesto Gómez Cruz), un campesino indígena, se esconden una juventud ansiosa de vivir su vida de una forma memorable, insistente en ese fin, invadida por el miedo mortal del estigma masivo, de las antorchas que van en busca de su anulación como sujetos de la sociedad. 


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