domingo, 8 de agosto de 2021

La aventura solidaria de Abbas Kiarostami y la poesía altruista de ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?'

Abbas Kiarostami es uno de los cineastas fundamentales en la extensión de la diversidad en el panorama del cine mundial. Durante décadas, el cine estadounidense y el cine europeo concentraron la mayor parte de la atención en todo el mundo. Desde Asia, lo más notable venía desde el extremo oriente, especialmente desde Japón, en donde se fundaron auténticos próceres de la historia del cine como Kurosawa, Ozu y Mizoguchi. En los años ochenta, con la radicalización del neoliberalismo y al final de la década, en los estertores del bloque socialista, la creciente migración demandó una oferta cultural más diversa, lo cual hizo que los festivales de cine, en donde tenía su espacio el cine más subterráneo, se le abriera la puerta a las cinematografías de países hasta ahora fundamentalmente desconocidos. El cine del Medio Oriente, con Irán a la vanguardia, abrió la ventana de una cultura milenaria, repleta de una humanidad intensa. Kiarostami durante mucho tiempo fue la personalidad más reconocida en ese proceso, especialmente desde ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ (1987), la primera entrega de su aclamada ‘Trilogía Koker’, de historias acaecidas en una pequeña y humilde aldea al norte de Irán. ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ cuenta la aventura de Ahmed (Babek Ahmed Poor) un amoroso niño pequeño que se ha llevado a casa por error el cuaderno de la tarea de su frágil amigo Mohamed Reza Nematzadeh (Ahmed Ahmed Poor), quien, de no llevar su tarea, será expulsado de la escuela. Ahmed hará hasta lo imposible para llevarla el cuaderno a casa a su amigo, quien vive en la aldea vecina, cruzando el sendero por la colina. 

Kiarostami nos pone en el centro de la sencillez máxima, de la humanidad concentrada en una pequeña aldea. Los espacios que recorre Ahmed se van  iluminando con su presencia, para revelarnos, desde su deslumbrante solidaridad, el arraigo de la milenaria cultura persa, que se se puede percibir en los detalles ornamentados de las cosas y los lugares y también en la mirada intensa de los ojos grandes y expresivos, especialmente los de los otros niños, quienes son los únicos que parecen prestarle suficiente atención para cumplir con su deseo altruista, un deseo que lo inunda, que le hace intolerable la idea de que su amigo sufra el castigo de la institucionalidad estricta y tradicionalista de los adultos. Kiarostami tiene la sapiencia para develarnos la intensa subestimación que sufren los niños, ignorados estructuralmente en sus reclamos más angustiosos, y al mismo tiempo proyecta un espacio alucinante en su propia autenticidad, como si Ahmed se sumergiera al fondo de un mundo de fantasía, con esquinas indefinidas, lleno de curvas, de escaleras, con ventanas que se levantan sobre los pasadizos, en vitrales luminosos, con puertas retorcidas, en donde los niveles conviven sistemáticamente, como si al mismo tiempo retaran la física. Poco a poco la noche atrapa a Ahmed en la alucinación y entonces por fin cuenta con unos oídos abiertos, en el otro extremo de su edad, en la ancianidad que quiere ser escuchada, que lo abraza para curarlo de la fatiga con su propio cansancio de la vida. La música de tradición persa de Amine Allah Hessine se dibuja como la estela del veloz Ahmad, que atraviesa raudo el camino zigzagueante de la colina, de ida y vuelta, con la urgencia del altruismo ardiente que lo representa. La fotografía de Farhad Saba rescata los colores vívidos en medio del polvo desértico que cubre todo el escenario y llena de color la travesía de Ahmed y al mismo tiempo es capaz de introducir la atmósfera de una noche tormentosa que pareciera el reacomodo supremo de una fuerza inexplicable, como en la historia de un mito sobre el cual se debiera fundar una sociedad colectiva y solidaria que es tan urgente ahora como en la misión poética e inagotable del pequeño Ahmed.

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