jueves, 6 de marzo de 2025

La memoria imborrable de ‘La cordillera de los sueños’ y la geografía transversal de Patricio Guzmán


El sobrevuelo de toda una década que hizo Patricio Guzmán a lo largo de la larga geografía chilena durante la década pasada, finalmente hizo su aterrizaje sobre Santiago, la capital austral, específicamente sobre la descomunal e interminable Cordillera de los Andes. Después de despegar en el Desierto de Atacama en ‘Nostalgia de la luz’ (2010) y alcanzar la Patagonia chilena en ‘El botón de nácar’ (2015), Guzmán regresa a su ciudad natal, en Santiago, para recoger los pasos de los acontecimientos que lo exiliaron de Chile, primero políticamente y después íntimamente. Sobre la cadena zigzagueante, ondulante e imponente de las montañas andinas, el director chileno repara finalmente en el núcleo de buena parte de los dolores memoriosos de Chile y Latinoamérica, en las convulsiones derivadas del trauma del 11 de septiembre de 1973, hasta la mismísima casa de infancia de Guzmán, resistente a la expansión incontrolable de los rascacielos propios del corazón del primer experimento neoliberal en la región. La cordillera, como testigo definitivo de la historia, igual que ya lo había sido en la trilogía el desierto y el archipiélago, pero con la distancia inmediata de estas alturas que contemplan y se vuelven esencialmente invisibles en su trascendencia, especialmente con respecto a la sensibilidad de víctimas y victimarios, que luchan en el debate entre quienes matan y quienes se resisten a la muerte. 

En las dos anteriores películas de la trilogía, después de una inspección profunda de aquellos territorios extraordinarios, Guzmán avanzaba sobre las cicatrices terribles que en esos espacios trascendentes había dejado instalada la dictadura misma, como si trazara el recorrido de una niebla asesina que ha envenenado a todo el país. En ‘La cordillera de los sueños’, la reflexión gira en torno a la conciencia misma, empezando por la más íntima de Guzmán hasta la de todo el país en su memoria colectiva, pero también  se refiere a la conciencia sobre la presencia descomunal de una cadena montañosa imponente que a veces pareciera haberse olvidado en la combinación entre la cotidianidad y la violencia. En la convivencia terrible en medio de una violencia que se vuelve cotidiana. Al mismo tiempo, Guzmán recoge los pasos de su propia historia y de su propia biografía al reconocer en sus adentros todavía latente el impacto abrumador del golpe de Estado. Para descender sobre su casa en Santiago, Patricio Guzmán se distancia aquí de la perspectiva científica tan característica de las primeras películas en su planteamiento. Para aproximarse a la geografía específica de la Cordillera de los Andes, que bordea Santiago de Chile, el director recurre a los artistas en primer lugar, quienes ponen en perspectiva las características físicas mismas de una textura gigantesca, y en segundo lugar se concentra en la forma en la que esa presencia define casi inconscientemente en lo colectivo la existencia de la ciudad. En cuanto parece que ha atravesado las montañas para instalarse en Santiago, la exploración de Guzmán se apoya en el testimonio de sus colegas, de otros observadores que estuvieron ahí presencialmente mientras que él estuvo lejos físicamente, sin poder nunca despegar su memoria de aquellos acontecimientos. Esto lo describe como si “el polvo de las explosiones nunca se hubiera disipado del todo”. 

Teniendo en cuenta la narrativa completa del inmenso viaje de Guzmán en esta trilogía, que termina por encontrarse por aquel otro viaje fundacional que fue el de ‘La batalla de Chile’, en ‘La cordillera de los sueños’, finalmente el director, trayendo a todo su país de la mano, de cara al mundo, se instala en el espacio específico donde duele la memoria, pero donde al mismo tiempo es necesario instalar la memoria para siempre. 


jueves, 27 de febrero de 2025

La memoria profunda de ‘El botón de nácar’ y la geografía metafísica de Patricio Guzmán


Cinco años fueron necesarios para que pudiera ser una realidad la segunda película de la trilogía de Patricio Guzmán sobre la geografía y la memoria. La tremenda envergadura de ‘Nostalgia de la luz’ (2010) dejó en claro que una nueva película sobre un concepto tan extensamente transversal requeriría de una dedicación especial, sobre todo para conseguir una obra de la medida considerablemente elevada de la primera pieza de la trilogía. En ‘El botón de nácar’ (2015), Guzmán desciende por la Cordillera de los Andes desde el excepcional Desierto de Atacama hasta el extraordinario archipiélago sobre la Patagonia chilena, sobre el vehículo de una mirada nuevamente trascendente que parte de la historia misma del realizador y se extiende a una inmensidad que pareciera inabarcable pero que Guzmán es capaz de cohesionar con una destreza única. Sobre ese terreno nuevamente abrumador, el histórico cineasta chileno se encuentra con otro espacio atravesado especialmente por el tiempo, por la memoria profunda de sus pueblos prehispánicos y de la sádica dictadura militar que devastó la esencia de Chile como país por dieciséis años. Sucede algo que fácilmente podría ser impensado: en otro espacio excepcional en el mundo, también en el particular mapa del país austral, se concentra la esencia incluso mística de un alma colectiva, que está cruzada tanto por la magia fundacional como por el horror más sistemático. 

La ubicuidad del concepto mismo de la trilogía de Guzmán en otro punto de la geografía chilena consigue simultáneamente proyectar un discurso integral tanto local como universal. Con respecto a Chile y con respecto al mundo. En este caso, Guzmán no solamente recurre a la mirada científica y comparte la mirada artística, con otros pensadores desde el arte como el poeta Raúl Zurita y también el escritor (e historiador) Gabriel Salazar Vergara y toma una dirección en la que poco a poco va tocando historias que se cruzan esencialmente, desde la del indígena llamado Jimmy Button, desarraigado desde la estafa por los colonizadores europeos, hasta Marta Ugarte, una de las personas torturadas, asesinadas y lanzadas al océano por la dictadura. Es como encontrar estrellas especiales en constelaciones inmensas, hasta el detalle profundo del botón de nácar hallado en el nuevo ecosistema de una de aquellas vigas atadas a los cuerpos como peso en el océano, como prueba extendida de una vida consistente, y que mágicamente se conecta con el botón que se utilizó para robarle la tierra entera a Jimmy Button. Y además, en otro hilo entre el pasado y el presente, encuentra a los sobrevivientes de aquel pueblo originario fundamentalmente exterminado, como si se tratara de un hallazgo arqueológico todavía con vida, y en las resonancias de sus voces, de su lengua, es capaz de generar la conciencia de la trascendencia de una lengua sobreviviente, desde su propio vocabulario hasta la resonancia profunda de la sonoridad de sus fonemas. En esa articulación en la que deriva una esencia que parece la misma de todo el espacio e incluso la misma que ya había recogido en Atacama. También se puede contemplar la unidad misma del horror y la belleza, esta vez con un relato que tiene la nobleza suficiente para reconocer que no termina de escribirse nunca, que se escribe desde que empezaron los tiempos y que no se terminará nunca, que ese relato se puede escribir sobre la página de extensiones inimaginables o sobre la singularidad de un solo rostro o de un solo objeto que se convierte en toda una nueva piedra fundacional, que es testimonio inmortal de la vida antes de esta vida o de una muerte que nunca cicatriza pero que se aferra a una memoria superior a la humana. 

jueves, 20 de febrero de 2025

La memoria infinita de ‘Nostalgia de la luz’ y la geografía conmocionada de Patricio Guzmán

La historia de Chile ha resultado ser esencial para la comprensión de América Latina desde hace más de cincuenta años. En el cine, toda una generación surgida de la adversidad aterradora de una dictadura sangrienta ha entregado a varios de los más notables autores del cine latinoamericano durante décadas. Con respecto a la generación que tuvo que soportar los horrores de aquellas circunstancias políticas en diversos frentes, se destacan auténticos artistas de gran influencia en su país, en el resto de Latinoamérica, entre los cuales cabe mencionar a Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, con un cine absolutamente subversivo y experimental con respecto a las posibilidades del cine; Alejandro Jodorowsky en la extensión del cine hasta los confines mismos de la literatura, las artes plásticas y las artes escénicas; Miguel Littín y Patricio Guzmán, decididamente en el terreno de un cine político vigoroso y transversal con respecto a la cultura misma de Chile. En el caso específico de Patricio Guzmán, desde ‘La Batalla de Chile’, su descomunal documental en los intestinos mismos del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Santiago (que cobró la muerte y la desaparición misma de parte de los involucrados en la película), se convirtió en uno de los documentalistas esenciales en la historia del cine moderno. Justo en el inicio de la década anterior. Guzmán lanzó con ‘Nostalgia de la luz’ (2010) otra trilogía en la que explora incluso espiritualmente el extraordinario territorio de Chile para vincularlo con una memoria de auténtica resistencia y fundamental para la comprensión de las heridas profundas de todo un pueblo que abarca a toda la región. En la primera pieza de esta trilogía, Guzmán se concentra en el excepcional Desierto de Atacama, en donde se explora el pasado mirando arriba y mirando abajo. Hacia arriba el infinito del espacio, en el lugar específico donde la observación astronómica es inigualablemente idónea, y hacia abajo en el particular terreno de la zona, en donde yacen esparcidos en aquella inmensidad los restos incluso diminutos de de muchos desaparecidos de la dictadura militar. Sobre esa constelación tejida por el tiempo entre cielo y tierra, Guzmán atraviesa con su cine una reflexión tan precisa y necesaria como insondable. 

‘Nostalgia de la luz’ conecta con suma naturalidad relatos astronómicos esencialmente inasibles con la particularidad de las historias que le dan puntualidad a ese inmenso mapa espacial que se establece en la película. Es todo un firmamento lleno de historias que están profundamente interconectadas en una esencialidad que resulta sorprendente. Los personajes, tanto en las palabras como en las acciones rememoran constantemente y crean un nuevo espacio en el que se crean nuevas imágenes: aquellas que surgen de la imaginación misma frente a aquellas descripciones extensas. El punto de encuentro fundamental es la memoria, que se concentra muy especialmente en esta geografía atravesada en todos los tiempos por marcas que fundamentalmente las definen. Guzmán consigue tejer con el fundamento de la memoria, de una reflexión profunda sobre el pasado, apelando incluso a su propia voz que tiene la capacidad de dotar de una intimidad única la aproximación a todo lo que propone la película. Constantemente, la película pasa de las imágenes de tamaño incalculable, las de las constelaciones mismas, hasta lo que apenas cabe en las palmas de la mano, de los dibujos imborrables en las paredes y en las rocas. Finalmente, la conexión gigantesca que elabora Guzmán se convierte en un abrazo extenso que reconforta desde la conciencia sobre la existencia, sobre el tiempo y la mortalidad misma. En ese momento, se ha culminado un tejido tan hermoso que resplandece; que parece iluminar un espacio oscuro de la existencia misma. 

jueves, 13 de febrero de 2025

La posguerra infernal de ‘La chica de la aguja’ y la mujer superviviente por Magnus von Horn

Desde muy temprano en los albores mismos del cine, desde la Península Escandinava emergió siempre una obra incisiva y profunda alimentada por una filosofía que siempre tuvo el respaldo de toda una tradición cultural, que por ejemplo tenía raíces profundas en el teatro. En el panorama de la cinematografía escandinava, el cine sueco siempre ha ocupado un lugar estelar, en comunicación constante y de dos vías con sus vecinos escandinavos y con el resto de Europa. Magnus von Horn es uno de los más relevantes cineastas suecos en la actualidad, siempre con guiones impecables que diseccionan críticamente la modernidad, como en ‘El aquí después’ (2016) y ‘Sudor’ (2020), siempre en la contención desgarradora de lo existencialista. Pero ha sido hasta su más reciente película, ‘La chica de la aguja’ (2024), con la cual Magnus von Horn se ha instalado en la palestra del cine mundial, con reconocimiento extendido en los festivales y premios del mundo. ‘La chica de la aguja’ (2014) cuenta la violenta aventura de supervivencia pura de Karoline (Vic Carmene Sonne), una costurera que a duras penas puede mantenerse en pie en el mundo arrasado de la inmediata posguerra de la Primera Guerra Mundial. Karoline apenas conserva un techo y no puede refugiarse en nadie mínimamente, hasta que a la deriva parece encontrar una vida consistente en compañía de Dagmar (Trine Dyrlhom), con quien pareciera afiliarse a una actividad de auténtica caridad. Sin embargo, pronto se encuentra con el horror más siniestro, trascendido por la devastación mental más radical. 

Magnus von Horn alimenta gradualmente un horror que termina por representar todo un contexto histórico en el cual las mujeres están atravesadas por una violencia sistemática desde lo más físico hasta lo más psicológico. Algo que ya había estructurado el imprescindible Carl Dreyer inicialmente en ‘La pasión de Juana de Arco’ (1928), pero mucho más consistentemente en su propio ‘Dies Irae’ (1943), en donde las estigmatizadas como brujas trascienden en su legítima maledicencia en verdaderas brujas. Rainer Werner Fassbinder también había reparado varias veces en las mujeres que habían quedado desahuciadas frente al panorama crítico de la posguerra en Alemania, específicamente en ‘El matrimonio de María Braun’ (1979) y ‘La ansiedad de Veronika Voss’ (1982), en donde en circunstancias distintas pero críticas, dos mujeres quedan expuestas a los avatares más extremos de la supervivencia. En ‘La chica de la aguja’, Karoline se enfrenta a una deriva que la empuja constantemente al abismo y demanda de ella una respuesta inmediata, cuando la muerte le respira en la nuca. También en Alemania, antes que Fassbinder, Alexander Kluge había tocado paralelamente ese asunto en su clásica ‘Una mujer sin historia’ (1965), en donde el fundacional director alemán sigue la vida errante de otra superviviente que cruza la Cortina de Hierro en el cruce del Este al Oeste en Alemania. Margarethe von Trotta, la más destacada presencia femenina en el Nuevo Cine Alemán, con sus célebres biografías y retratos feministas, era también capaz, como Dreyer, de pintar todo un escenario histórico proyectado en el caminar mismo de sus protagonistas. 

Con una estética nada distante de aquella todavía fresca del polaco Pavel Pawlikowski en ‘Ida’ (2013) y ‘Guerra Fría’ (2018), Magnus von Horn apuesta decididamente en ciertos nudos esenciales a una mirada cruda, aterradora y casi mística que recuerda a Lars von Trier en toda una serie diversa y transgeneracional de tragedias melodramáticas y melodramas trágicos. ‘La chica de la aguja’ sabe pulsar con suficiente empatía lo cual es esencial si se parte de una mirada masculina, como siempre lo demostró Claude Chabrol, por ejemplo en ‘Asunto de mujeres’ (1988) y ‘La ceremonia’ (1995), también en la circunstancia violenta de un patriarcado devastador y perturbador. En cuanto a lo formal, la música de Frederikke Hoffmeier trae a la mente las elecciones atmosféricas de Jonathan Glazer para sus películas y finalmente, en el fango del desprecio y la ignominia, siempre se renuevan la sensación de ‘El hombre elefante’ (1980), de David Lynch. 

Probablemente, la película de von Horn no culmina del todo la inserción precisa del bisturí para ir aún más al fondo de una reflexión especialmente pertinente en este momento, pero la película no puede estar sostenida en pilares más contundentes.  


jueves, 6 de febrero de 2025

El Oz popular de ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ y la travesía contracorriente de J. Farrell MacDonald


En la intensa velocidad de una de las primeras trilogías de la historia del cine, la trilogía de Oz, de la fugaz The Oz Film Company, con el mismísimo creador del mundo de Oz a la cabeza, L. Frank Baum, y la dirección de J. Farrell MacDonald, llegaría a su fin con ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ (1914), que extiende el espectro de todo un universo que dejaba entrever las posibilidades de toda una veta no solo creativa sino industrial. En ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’, se relata el conflicto entre las intenciones del Rey Krewl (Raymond Russell), quien quiere casar a su hija, la Princesa Gloria (Vivian Reed) con un anciano de la corte, Googly – Goo (Arthur Smollett), pero Gloria está enamorada de Pon (Todd Wright), hijo de un jardinero. El Rey Krewl decide acudir a la bruja Old Mombi (Mai Wells) para que congele el corazón de Gloria. Así empieza una travesía contracorriente de fondo, desde una colectividad explícita, para conseguir revertir el maleficio de Mombi. En ese camino, Gloria y Pon, como pareja fundacional, reunirán a toda una congregación surgida muy especialmente desde las bases de una sociedad de clases diferenciadas, en un mundo de extrema desigualdad entre monarquía y pueblo raso. 

La trilogía traza una evolución acelerada, tanto en los tiempos como en los espacios mismos. La narrativa rápidamente se instala a saltos agigantados en un ritmo mucho más eficiente, que se detiene rápidamente en los puntos precisos en los cuales la trama avanza decididamente. Con la columna vertebral de una premisa mejor construida que en las obras anteriores, pronto se pueden adherir una serie de personajes que buscan directamente crear recordación, ser emblemáticos, tanto así que se convertirían en los personajes emblemáticos que en poco tiempo se convertirían en auténticos símbolos en la historia del cine de fantasía. Por otra parte, a diferencia de ‘La capa mágica de Oz’, esta película regresa a una convención de los planos fijos similar a la de ‘La muñeca de trapo de Oz’, con una perspectiva más plana y menos sugerente en la narrativa interna, pero compensada por la agilidad notable con respecto a las dos películas antecesoras. En esta película, probablemente esta decisión de composición está derivada de un discurso mucho más directamente alineada con la convergencia extendida e igualitaria en la conformación de una resistencia en la que incluso los animales y los humanoides están alineados con los humanos mismos, entre los cuales se cuenta muy particularmente una Princesa, que desciende desde su castillo a la integración misma, plenamente reivindicativa frente a esas causas populares. La película también resulta de vanguardia en el discurso frente a su mismo padre, frente a un poder eminentemente patriarcal y que recurre a una fuerza oscura contra su propia hija. Seguramente desde una derivación mitológica frecuente en la ficción occidental. Aquí se llega muy cerca de otro ritmo, de una frecuencia que estaba cerca de la alimentación real de una narrativa innovadora para aquellos años todavía muy jóvenes del cine. 

Lamentablemente, la trilogía de Oz, de The Oz Film Company, fue apenas en términos prácticos la producción muy breve de una obra profundamente experimental que derivó en el fracaso industrial, cuyos resultados positivos solamente han sido descubiertos y valorados con el paso del tiempo, en el terreno del cine de culto del género fantástico y también en el estudio específico y progresivo del cine. Se trata de una trilogía que sentó un precedente fundamental como referencia para construir sobre esa base en un análisis definitivo para la construcción de una perspectiva cinematográfica que, aunque no en los terrenos de esta breve casa productora, se convirtió en uno de los primeros pasos hacia la consolidación de un proceso histórico y cultural a través del cine. 


jueves, 30 de enero de 2025

El Oz mágico de ‘La capa mágica de Oz’ y la melancolía revertida de J. Farrell MacDonald

Después del fracaso comercial de ‘La muñeca de trapo de Oz’ (1914), contando inmediatamente con la participación del mismo L. Frank Baum, el creador de este universo, The Oz Film Manufacturing Company no cejó en el empeño con la saga ya pensada y, nuevamente con la dirección de J. Farrell MacDonald, para lanzar ‘La capa mágica de Oz’ (1914), casi inmediatamente, para explorar más a fondo las posibilidades de la fantasía desde lo creativo y desde lo industrial. ‘La capa mágica de Oz’ cuenta la historia marcada por el devenir de una capa mágica tejida por las hadas, concediéndole al portador (sin que la haya robado) un deseo. El Hombre de la Luna determina que se le debe entregar a la persona más miserable que encuentren. La capa recae en Fluff (Mildred Harris), huérfano junto a su hermano Bud (Violet MacMillan), quien desea volver a ser feliz. Sin embargo, las cosas no serán tan fáciles como parecería y su mula Nickodemus (Fred Woodward) jugará un papel esencial para proteger sus intereses. Sobre esta especial alianza entre humanos y animales se protege la magia designada desde las alturas, con la intervención misma de la Luna. 

En la segunda entrega de la trilogía, la luz que se pone sobre otra zona del mundo de Oz da mucha más cuenta de la magia. Se trata de una magia especialmente cercana a la mitología, con un designio en el cual el elegido recorre una suerte de obstáculos para la realización plena, para la dicha muy especialmente en este caso. El personaje es sacado de la melancolía misma, del duelo profundo por la muerte de su padre, y necesita de la solidaridad misma de los animales, de su mascota Nickodemus, para poder conservar la felicidad cumplida por la magia. Como en una alianza extraordinaria de la naturaleza, en ese ámbito es donde los huérfanos encuentran la defensa de su alegría. A diferencia de ‘La muñeca de trapo de Oz’, en ‘La capa mágica de Oz’, la cámara fija tradicional de estas primera décadas del cine silente, aquí demuestra notablemente nuevas intenciones, con un posicionamiento escalado de los personajes que administrar novedosamente la información, permitiendo que el espacio escénico empiece a vislumbrar una especie de montaje interno en el cual la administración de la información que tienen los personajes entre sí se contrasta con la que tiene el espectador. Es decir, por ejemplo, que a las espaldas de los personajes suceden asuntos que sabemos los espectadores sin que lo sepa el personaje en primera plano. 

En cuanto al posicionamiento desde el punto de vista de lo industrial, esta segunda entrega de la trilogía posiciona con mucha más claridad a personajes que se prestan para la identificación de los espectadores, especialmente con respecto a Nickodemus y los demás animales, lo cual gradualmente se convertiría en la esencia misma de la estructura de lo que muy pronto sería uno de los pilares de Hollywood en torno al Star System, ya con estrellas construidas especialmente para convertirse en un gancho de taquilla. El cotejo con la primera película de la trilogía deja entrever el proceso de exploración latente de la industria del cine y de los estudios en esos primeros años. Resultaba aquí muy importante la incidencia directa del mismo autor L. Frank Baum, que resultaba muy útil al ser el mismo guionista de la película y ser partícipe de la búsqueda de una vía efectiva mediante la cual representar la esencia de la esencia expresiva del texto literario, en un lenguaje que apenas estaba aprendiendo a articularse, que apenas estaba construyendo su forma profunda de expresarse. 


jueves, 23 de enero de 2025

El Oz gestante de ‘La muñeca de trapo de Oz’ y la fantasía acrobática de J. Farrell MacDonald


En aquellas décadas en las que el cine todavía abría los ojos y exploraba intuitivamente las posibilidades técnicas de una máquina aún nueva como el cinematógrafo, el negocio del cine estaba lleno de entusiastas que buscaban materializar económicamente el planeta soñado que había descubierto Georges Méliès en el terreno de la fantasía. Esto se daba especialmente en Estados Unidos, en donde el territorio extenso de una industria naciente estaba sembrado de esfuerzos que se fundamentaban de la experiencia en otras artes escénicas. Una de esas compañías que buscaban convertirse en máquina de sueños fue The Oz Film Manufacturing Company, fundada por L. Frank Baum, el mismísimo autor de la serie de novelas infantiles ‘El maravilloso Mago de Oz’, que se convertiría en una de las referencias fundamentales de la narrativa fantástica en Occidente. La apuesta fundamental se estos estudios fue una trilogía sobre la obra de su fundador, que a pesar de la fallida aventura empresarial de su casa productora, se ha ido convirtiendo en una saga de culto para quienes trazan la historia del género fantástico en el cine. El encargado para dirigir la trilogía fue J. Farrell MacDonald, cantante de los espectáculos de minstrel y posteriormente actor de reparto en el cine. La primera película de la trilogía es ‘La muñeca de trapo de Oz’ (1914), que cuenta la historia del viaje del niño munchkin Ojo (Violet MacMillan), quien junto a su tío Nunkie sufren de la pobreza hasta el hambre, así que deciden emprender el viaje a la ciudad de Oz para buscar sustento. En el camino se encuentran con Margolotte (Leontine Dranet), ama de casa cansada del trabajo doméstico, quien a creado a una muñeca de trapo (Pierre Couderc) a punta de retazos, con la expectativa de que en Oz el Doctor Pipt (Raymond Russell) la traiga a la vida para ser su asistente. Interesados por la historia, sobrino y tío acompañan a la mujer a la ciudad. 

‘La muñeca de trapo de Oz’ se distancia notablemente de la tendencia de la fantasía en ese entonces que recurría a los efectos visuales prácticos de aquel entonces, desarrollados casi inmediatamente con la aparición del cinematógrafo especialmente por Georges Méliès. Aunque no falta algún que otro efecto, la tendencia notoria es a la acrobacia circense de varios de los intérpretes, sobre todo en el caso de Pierre Couderc interpretando con gran destreza la corporalidad de la muñeca de trapo. Sin embargo, la película se ciñe por completo a la teatralidad, al teatro filmado, y se puede apreciar muy claramente el esfuerzo colectivo de una compañía de cine en busca de la capitalización de un negocio todavía a punto de estallar. Resulta también importante la entrada en las alternativas de todo un universo literario para alimentar la narrativa de un lenguaje en ciernes. Se trata también de una aventura especialmente colectiva, en la que el heroísmo no se concentra en un único personaje, sino en varios, lo cual habla de una perspectiva representativa de lo popular. Incluso las tareas se dividen entre varios grupos, de tal forma que tienen que juntarse esas tareas para tener una conquista definitiva. 

Menos de veinte años después de la exhibición que los Lumiere hicieran del cinematógrafo, empezaban gradualmente a reunirse una serie extraordinaria de referencias de la literatura, el teatro e incluso las artes circenses para elaborar cada plano, apenas con la perspectiva de un orden, pero con una memoria cultural de la cual alimentarse, especialmente con la conciencia ya suficientemente clara para comprender el potencial descomunal de esa potencia cinematográfica que crecería sin medida en lo que estaba por transcurrir en el siglo XX. 


jueves, 9 de enero de 2025

El tiempo infinito de ‘Dos Fridas’ y el espacio trascendido de Ishtar Yasin

 

El amor trascendente, la añoranza, la melancolía, el dolor, el alma. El cine en su poder extraordinario como experiencia tiene la capacidad de desprendernos de donde estemos, de liberar nuestro pensamiento consciente para llevarnos a otro espacio, en donde habita la memoria, la imaginación, el sueño. La capacidad del cine de crear esa experiencia en donde el tiempo y el espacio evaden ser medidos racionalmente. Esta es una facultad que se percibe en la sensibilidad como cineasta de Ishtar Yasin, quien con ‘Dos Fridas’ nos traslada cinematográficamente a experimentar un espacio trascendido por el amor, el dolor, la nostalgia y la conciencia profunda del paso del tiempo. La historia específica de la realización de esta película habla fuerte y claro de la aproximación emocional de Ishtar al cine como arte, como un poderoso medio expresivo. Después de que la película fue estrenada originalmente en 2018, con buenos resultados en su recorrido de exhibición, pero la directora se encontró con la necesidad de hacer su propio corte de edición en 2024, un corte personal, que verdaderamente representara su voz profunda con respecto a la idea. Como una verdadera artista que antepone su perspectiva del cine como arte, consiguió que la película finalmente se convirtiera en lo que ella siempre deseó que fuera. ‘Dos Fridas’ cuenta una historia real. La de la costarricense Judith Ferreto (María de Medeiros), quien cuidó a Frida Kahlo (la misma Ishtar Yasin) durante la convalecencia de los últimos años de su vida, creando un vínculo de amor espiritual tan extenso y tan profundo que podría sobrevivir a la muerte de la intensa pintora mexicana. Como si se tratara de una suerte perversa de aquel azar indomable que obsesionaba a Buñuel, las circunstancias llevan a Judith a un estado de contemplación inevitable y permanente de sí misma y de su relación con Frida, marcada profundamente por un amor supremo y lleno de matices. 

Ishtar Yasin nos introduce desde el primer momento en un tiempo generoso con la mirada del espectador. Nos entrega imágenes elaboradas en detalle desde una perspectiva pictórica, en varias ocasiones reconstruyendo las mismas obras de Frida, y muy especialmente una lógica de montaje interno en la que los planos se reconvierten de tal forma que nos instala pronto en la situación crítica y de postración de Ferrato, desde donde inmediatamente se encuentra con la tan particular muerte mexicana, la Catrina entre muchos nombres, que le habla de cerca convocándola a irse con ella. La representación deslumbrante de María de Medeiros encarna por sí misma una narrativa al interior de la película, en la versatilidad de su expresividad se traza el proceso que producen en Judith las convulsiones emocionales que se desatan en la suma de sus padecimientos aunados con la ausencia de Frida, que inunda completamente el espacio de las habitaciones de su casa hasta trascenderlo de un espíritu existencial. Sobre la humanidad de Ferrato, con las evoluciones interpretativas de María de Medeiros, se reflejan grandes transiciones en los estados de percepción, de la memoria, al sueño, a la alucinación, a la imaginación. En cada una de las habitaciones de aquella experiencia vital, aparece la mismísima Frida (encarnada por Ishtar), fantasmagórica en cada uno de esos espacios, y desde esa proyección, que es la mismísima que produce la psique de Judith, también se trazan las evoluciones emocionales de la misma Frida en su propio padecimiento, y entonces es donde las dos Fridas se confrontan, como en la célebre pintura de Kahlo, conectadas por unas venas que son mucho más que fisiológicas, que incluso se trasladan a un territorio misterioso, de conexión profunda e inquebrantable. En el terreno de un cine especialmente clasicista, vienen a la mente por momentos los vínculos intensos que se construían en el periodo postneorrealista de Visconti, en su trilogía alemana, en donde los reyes se derrumban progresivamente, por la vía de auténticos metales conductores de energía, como Helmut Berger o Dick Bogarde. Ese proceso de inmensos y profundos procesos tan furiosos como melancólicos, en el trauma vital de la existencia, también es frecuente en el cine de Lucrecia Martel, en donde de repente se libera una atmósfera en el aire que penetra los pulmones y domina las emociones, sobre todo en ‘La mujer sin cabeza’, en donde María Onetto irradia con la violencia de su trauma todo espacio que ocupa. En ‘Dos Fridas’, la simbiosis de las dos mujeres, cuyo lapso de aquel encuentro en el tiempo presente y en la carne viva es resguardado por Judith en el fondo del alma; es el centro de un tejido metafísico, que trasciende así el tiempo y el espacio, que borra los límites entre pasado, presente y futuro, entre la casa de Judith, la casa azul de Frida, el hospital. Al elaborar ese paisaje etéreo, la película alcanza una profundidad que raya en una contemplación que puede ser abismal y siempre es trascendente. 

El corte personal de Ishtar Yasin para ‘Dos Fridas’ se cierra con el epílogo de un cortometraje que explora el mítico inframundo prehispánico, en un paradisiaco banquete platónico que combina personalidades trascendentes en la historia de México, América Latina y la humanidad completa, como Marx, Freud, Artaud, Breton, Diego Rivera, Tina Modotti, Nefertiti, Yuri Gagarin, entre varios más. En ese descenso a las mismísimas grutas del Macario de Gavaldón (las mismas de Cacahuamilpa), se construye la metáfora grande de todo un abrazo colectivo en ese fondo oscuro, además con el aporte interpretativo de figuras relevantes como Luis de Tavira, Ángeles Cruz o José Sefami. Una fiesta luminosa en la que prepondera el deleite extendido: el de la comida, el de las risas, y también el de la conversación profunda en la poesía y en la reflexión filosófica. Ese espacio en el que la muerte se convierte en un refugio apacible y caluroso en el que están presentes las presencias destellantes de un amor jubiloso, de auténtica dicha que ha superado los límites angustiosos de la mortalidad para por fin encontrar una paz absoluta.