jueves, 6 de marzo de 2025

La memoria imborrable de ‘La cordillera de los sueños’ y la geografía transversal de Patricio Guzmán


El sobrevuelo de toda una década que hizo Patricio Guzmán a lo largo de la larga geografía chilena durante la década pasada, finalmente hizo su aterrizaje sobre Santiago, la capital austral, específicamente sobre la descomunal e interminable Cordillera de los Andes. Después de despegar en el Desierto de Atacama en ‘Nostalgia de la luz’ (2010) y alcanzar la Patagonia chilena en ‘El botón de nácar’ (2015), Guzmán regresa a su ciudad natal, en Santiago, para recoger los pasos de los acontecimientos que lo exiliaron de Chile, primero políticamente y después íntimamente. Sobre la cadena zigzagueante, ondulante e imponente de las montañas andinas, el director chileno repara finalmente en el núcleo de buena parte de los dolores memoriosos de Chile y Latinoamérica, en las convulsiones derivadas del trauma del 11 de septiembre de 1973, hasta la mismísima casa de infancia de Guzmán, resistente a la expansión incontrolable de los rascacielos propios del corazón del primer experimento neoliberal en la región. La cordillera, como testigo definitivo de la historia, igual que ya lo había sido en la trilogía el desierto y el archipiélago, pero con la distancia inmediata de estas alturas que contemplan y se vuelven esencialmente invisibles en su trascendencia, especialmente con respecto a la sensibilidad de víctimas y victimarios, que luchan en el debate entre quienes matan y quienes se resisten a la muerte. 

En las dos anteriores películas de la trilogía, después de una inspección profunda de aquellos territorios extraordinarios, Guzmán avanzaba sobre las cicatrices terribles que en esos espacios trascendentes había dejado instalada la dictadura misma, como si trazara el recorrido de una niebla asesina que ha envenenado a todo el país. En ‘La cordillera de los sueños’, la reflexión gira en torno a la conciencia misma, empezando por la más íntima de Guzmán hasta la de todo el país en su memoria colectiva, pero también  se refiere a la conciencia sobre la presencia descomunal de una cadena montañosa imponente que a veces pareciera haberse olvidado en la combinación entre la cotidianidad y la violencia. En la convivencia terrible en medio de una violencia que se vuelve cotidiana. Al mismo tiempo, Guzmán recoge los pasos de su propia historia y de su propia biografía al reconocer en sus adentros todavía latente el impacto abrumador del golpe de Estado. Para descender sobre su casa en Santiago, Patricio Guzmán se distancia aquí de la perspectiva científica tan característica de las primeras películas en su planteamiento. Para aproximarse a la geografía específica de la Cordillera de los Andes, que bordea Santiago de Chile, el director recurre a los artistas en primer lugar, quienes ponen en perspectiva las características físicas mismas de una textura gigantesca, y en segundo lugar se concentra en la forma en la que esa presencia define casi inconscientemente en lo colectivo la existencia de la ciudad. En cuanto parece que ha atravesado las montañas para instalarse en Santiago, la exploración de Guzmán se apoya en el testimonio de sus colegas, de otros observadores que estuvieron ahí presencialmente mientras que él estuvo lejos físicamente, sin poder nunca despegar su memoria de aquellos acontecimientos. Esto lo describe como si “el polvo de las explosiones nunca se hubiera disipado del todo”. 

Teniendo en cuenta la narrativa completa del inmenso viaje de Guzmán en esta trilogía, que termina por encontrarse por aquel otro viaje fundacional que fue el de ‘La batalla de Chile’, en ‘La cordillera de los sueños’, finalmente el director, trayendo a todo su país de la mano, de cara al mundo, se instala en el espacio específico donde duele la memoria, pero donde al mismo tiempo es necesario instalar la memoria para siempre. 


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