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jueves, 26 de junio de 2025

La indignación fáctica de ‘Outrage’ y la yakuza performática de Takeshi Kitano


En el gigantesco panorama del cine japonés, con toda su extensa tradición y diversidad, una de las figuras más relevantes ha sido Takeshi Kitano, un autor definitivo especialmente en la estética de la violencia. Películas como ‘Hana-bi’ (1997), ‘Dolls’ (2002) y ‘Zatoichi’ (2003), entre varias más, construyeron poco a poco un relato generacional de las profundidades oscuras de un Japón también atravesado por la mafia y por una violencia que desde siempre ha sido transversal al cine de aquel país. Empezando la década pasada, la de los años 2010, Kitano presentó la primera de una trilogía entera sobre la Yakuza, la legendaria mafia japonesa, sustentada en la indignación violenta, en la furia motriz de la violencia criminal en medio del mundo urbano de las grandes ciudades japonesas. La primera de las películas de la saga fue ‘Outrage’ (2010), que relata la disputa cruenta entre diferentes clanes yakuza y en medio Otomo (el mismo Kitano) quien poco a poco se ve superado progresivamente por otros mafiosos menos longevos en la estructura militar, por lo cual cultiva una indignación furiosa que pronto trasladará a los hechos más brutales para conseguirse una posición predominante en la cadena de intimidación. Sobre ese hábitat de relaciones de poder, Kitano traza las pinceladas de un mundo ultraviolento y siempre cuidadosamente estético. 

La sociedad mafiosa de Kitano se instala calmadamente en los rincones de la emblemática ciudad japonesa. En el mismo Tokyo de siempre, en sus distritos, en sus pequeñas calles y sus habitaciones tan tradicionales como inolvidables, para soltar como si de un aromatizante se trata el funcionamiento sistemático del crimen, de los ajustes de cuentas, de las golpizas, de las amenazas, de los chantajes, de las extorsiones, de amedrentamiento. Desde la particularidad de Otomo, encarnado por el mismo Kitano, se expande la abertura de toda una disección del entramado criminal, como si se tratara de un modelo funcional y didáctico de la mafia. En esa exposición, Kitano se detiene específicamente en cada acción criminal y la plantea como toda una obra performática, con una cámara especialmente funcional para dar cuenta íntegramente, sin que nada falte, de lo que poco a poco se va convirtiendo en toda una sucesión de instantes que están cohesionados por la escalada criminal y progresivamente más violenta de un asesino enardecido, sobre la emoción profunda de una ira incontenible; de una indignación insoportable que lo lleva irremediablemente hasta un final trágico que trae a la mente a Washizu, el Macbeth de Kurosawa en ‘Trono de sangre’ (1957).

El cine de Takeshi Kitano es honesto en la relación constante de la cultura extensa y profunda de Japón. Los mafiosos de Kitano son muy japoneses y son muy violentos. Kitano no está dispuesto a separar la naturaleza criminal de la yakuza de la cultura profunda de Japón. Se trata de mafiosos integrados plenamente en el escenario de la legendaria Tokio y que están arraigados a la sustancia misma de una cultura milenaria. Así es como Kitano se distancia constantemente de la simplificación y la idealización de su propia cultura, abogando constantemente por una complejidad que siempre debería ir de la mano de cualquier observación humana profunda. En la primera película de su trilogía de la indignación, Takeshi Kitano se dispone a escudriñar en las profundidades de la indignación cuando se cultiva en la tierra de la criminalidad y de las estructuras mafiosas. Lo más valioso del ejercicio, como ya lo plantea ‘Outrage’, es una tesis profunda sobre la falsedad de la meritocracia y las verdaderas razones que impulsan el progreso de cualquier ser humano en cualquier tipo de estructura jerárquica.


jueves, 20 de febrero de 2025

La memoria infinita de ‘Nostalgia de la luz’ y la geografía conmocionada de Patricio Guzmán

La historia de Chile ha resultado ser esencial para la comprensión de América Latina desde hace más de cincuenta años. En el cine, toda una generación surgida de la adversidad aterradora de una dictadura sangrienta ha entregado a varios de los más notables autores del cine latinoamericano durante décadas. Con respecto a la generación que tuvo que soportar los horrores de aquellas circunstancias políticas en diversos frentes, se destacan auténticos artistas de gran influencia en su país, en el resto de Latinoamérica, entre los cuales cabe mencionar a Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, con un cine absolutamente subversivo y experimental con respecto a las posibilidades del cine; Alejandro Jodorowsky en la extensión del cine hasta los confines mismos de la literatura, las artes plásticas y las artes escénicas; Miguel Littín y Patricio Guzmán, decididamente en el terreno de un cine político vigoroso y transversal con respecto a la cultura misma de Chile. En el caso específico de Patricio Guzmán, desde ‘La Batalla de Chile’, su descomunal documental en los intestinos mismos del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Santiago (que cobró la muerte y la desaparición misma de parte de los involucrados en la película), se convirtió en uno de los documentalistas esenciales en la historia del cine moderno. Justo en el inicio de la década anterior. Guzmán lanzó con ‘Nostalgia de la luz’ (2010) otra trilogía en la que explora incluso espiritualmente el extraordinario territorio de Chile para vincularlo con una memoria de auténtica resistencia y fundamental para la comprensión de las heridas profundas de todo un pueblo que abarca a toda la región. En la primera pieza de esta trilogía, Guzmán se concentra en el excepcional Desierto de Atacama, en donde se explora el pasado mirando arriba y mirando abajo. Hacia arriba el infinito del espacio, en el lugar específico donde la observación astronómica es inigualablemente idónea, y hacia abajo en el particular terreno de la zona, en donde yacen esparcidos en aquella inmensidad los restos incluso diminutos de de muchos desaparecidos de la dictadura militar. Sobre esa constelación tejida por el tiempo entre cielo y tierra, Guzmán atraviesa con su cine una reflexión tan precisa y necesaria como insondable. 

‘Nostalgia de la luz’ conecta con suma naturalidad relatos astronómicos esencialmente inasibles con la particularidad de las historias que le dan puntualidad a ese inmenso mapa espacial que se establece en la película. Es todo un firmamento lleno de historias que están profundamente interconectadas en una esencialidad que resulta sorprendente. Los personajes, tanto en las palabras como en las acciones rememoran constantemente y crean un nuevo espacio en el que se crean nuevas imágenes: aquellas que surgen de la imaginación misma frente a aquellas descripciones extensas. El punto de encuentro fundamental es la memoria, que se concentra muy especialmente en esta geografía atravesada en todos los tiempos por marcas que fundamentalmente las definen. Guzmán consigue tejer con el fundamento de la memoria, de una reflexión profunda sobre el pasado, apelando incluso a su propia voz que tiene la capacidad de dotar de una intimidad única la aproximación a todo lo que propone la película. Constantemente, la película pasa de las imágenes de tamaño incalculable, las de las constelaciones mismas, hasta lo que apenas cabe en las palmas de la mano, de los dibujos imborrables en las paredes y en las rocas. Finalmente, la conexión gigantesca que elabora Guzmán se convierte en un abrazo extenso que reconforta desde la conciencia sobre la existencia, sobre el tiempo y la mortalidad misma. En ese momento, se ha culminado un tejido tan hermoso que resplandece; que parece iluminar un espacio oscuro de la existencia misma. 

sábado, 6 de junio de 2020

El western fraterno de los hermanos Coen y el encuentro de soledades de ‘True Grit’


En los años ochenta, cuando Hollywood se robustecía en las mieles del corporativismo, con blockbusters que devoraban todo a su paso, un grupo de valiosos cineastas independientes surgió en Estados Unidos, con la inspiración de aquella generación histórica surgida de la contracultura sesentera y ellos mismos alimentados por una nueva contracultura que surgía en los fondos de las grandes capitales. Dentro de ese grupo, apareció una mancuerna de hermanos que, como sus contemporáneos, como sus antecesores en la independencia setentera y como muchos próceres del Hollywood de oro, abrevaron de las profundidades de un país multicultural y se refirieron a la vida de todos aquellos que no precisamente brillaban en sociedad, de aquellos separados de los reflectores que se multiplicaban a lo largo y ancho del territorio estadounidense. Los hermanos Ethan y Joel Coen han revaluado el escenario de esos personajes y a muchos los han convertido en auténtica mitología cinematográfica de la modernidad. Hace diez años, en el terreno del western, donde son peces en el agua, entregaron ‘True Grit’ (2010), remake del clásico del género con el mismo nombre, dirigido por Henry Hathaway y protagonizado por un John Wayne crepuscular y siempre icónico. El remake de los Coen se llevó diez nominaciones a los premios Óscar. ‘True Grit’ nos cuenta la aventura de la adolescente Mattie Ross (Hailee Steinfeld), quien está decidida a hacer justicia por el asesinato de su padre a manos de Tom Chaney (Josh Brolin), un vulgar forajido errante de la región. Decide contratar los servicios Rooster Cogburn (Jeff Bridges), un cazarrecompensas tan famoso por su eficiencia como por sus vicios. Aparece también LeBeouf (Matt Damon), un ranger de Texas que están en busca de Chaney por asesinar a un senador en esa ciudad.

 

Pocos cineastas en el mundo tienen la destreza para bordar personajes y trama simultáneamente como lo hacen los Coen y aquí con el eje en Mattie, quien va despuntando sobre los hombros de una rebeldía cada vez más valiente, van instalándose Cogburn (con una interpretación espectacular de Bridges) y Lebouf, hasta que se presenta después este monstruo de tres cabezas disímiles que se enfrenta a la legendaria supervivencia violenta del salvaje oeste. La fotografía de Roger Deakins construye constantemente el fondo de un escenario silvestre sobre el cual se plasma cada escena, cruzando la noche, los ríos y las extensiones nevadas. El diseño sonoro de Craig Berkey explora con gran virtuosismo ese encuentro constante entre el pueblo y el campo, espacios concentrados y liberados alternativamente. La exploración profunda en el encuentro sumamente frecuente de diversas soledades es todo un tema en la filmografía de los Coen, en grandes películas como ‘Raising Arizona’ (1987), ‘Fargo’ (1996), ‘The Big Lebowski’ (1998) y varias más. Ese encuentro de individualidades, ese respaldo implícito sirve para sobrellevar la vida, para subsistir en medio de un contexto enajenante, de aislamiento, en donde la desconfianza es un mecanismo de verdadera autofagia. Cogburn ha construido con esmero su impiedad, su fama de animal asesino, y solamente Mattie tiene la facultad de convertirse en la razón de ser para que se transforme en personaje épico, en héroe para la memoria firme de una futura mujer curtida por esa adversidad. Y en medio LeBouf, erigido como el catalizador de diferentes odios en diferente etapa de crecimiento, con un pie puesto en la practicidad necesaria para salir vivo y el otro en la lealtad crucial par ano resultar muerto. Ethan y Joel Coen saben muy bien recabar en la sustancia del western para limpiar del polvo esa solidaridad que puede ser corta pero definitiva, esa concordia que ayuda a cruzar el río turbulento, que tal vez sirva solo para escapar, pero que también sirve para conseguir razones para ponerse de pie.