El cine europeo ha sido fecundo en la reflexión sobre los avatares del colonialismo en Europa, Asia y América; no precisamente sobre una mirada triunfante que cada vez ha sido más y más obsoleta, sino sobre la excavación en unos sentimientos hondos que están arraigados a la culpa, a la grandeza marchita y la melancolía que repta en las almas de quienes se han perdido de la majestuosidad en medio del poder embriagante. De repente, los europeos levantan la vista y se dan cuenta del escenario majestuoso y embriagante que ha pasado fundamentalmente desapercibido antes sus narices. Así sucede por ejemplo en ‘India Song’ (1975), de Marguerite Duras, en donde las noblezas se hacen fantasmales en las ruinas de los palacios. Son los mismos fantasmas con los que se cruza el Capitán Willard en la estancia etérea de franceses en Vietnam, en medio de la selva, en ‘Apocalypse Now’ (1979). En ‘Grand Tour’ (2024), transportado por el vehículo de la trascendente saudade portuguesa, Miguel Gomes nos lleva de viaje por las profundidades más hermosas del Lejano Oriente, deteniéndose en la respiración profunda de la melancolía para contemplar un mundo deslumbrante anclado a una época superviviente a las agitaciones del mundo. En 1917, lejos de la Primera Guerra Mundial en Europa, Edward (Gonçalo Waddington), funcionario del Imperio Británico instalado en Birmania, huye de la ciudad de Rangún, donde está por llegar Molly (Crista Alfaiate), su prometida, para finalmente casarse. El escape de Edward no está marcado por el pánico o la cobardía especialmente, sino por una melancolía profunda (la saudade), que le permite contemplar lo que nunca antes había contemplado. Por su parte, Molly tampoco asume el desplante con ira o con dolor, sino con el empeño juguetón de asumir el reto de seguir a su prometido en la aventura a través de Asia, confrontando su alegría vigorosa con el mundo apabullante y demoledoramente hermoso que se abrirá frente a ella.
Por la premisa misma, la película está dividida en dos partes. En la primera parte, se trata de la travesía de Edward, en una huida profunda, llena de silencios y de contemplación frente a una gran cantidad de escenarios vívidos, en los que existe un mundo antiguo en el que las circunstancias de Edward no pueden alterar ningún detalle mínimo. Se trata del portugués arraigado en la colonización que apenas puede contener el aliento y las lágrimas frente a un mundo que se ha conquistado a sí mismo en la inmensidad de su propio pasado y su propia cultura en términos generales. Entonces lo que naturalmente sucede es que avanza progresivamente en un encantamiento irreversible, proveniente de un fondo místico que lo absorbe incluso con la propia naturaleza. Gomes se fundamente en la mirada occidental de las grandes aventuras, pero aquí no busca jamás incidir en reconvertir esos espacios sagrados, incluso en la misma cotidianidad sagrada, sino que es poseído por una inmensidad frente a la cual solamente queda dejarse caer.
En cuanto a Molly, el inmenso impulso vital que la caracteriza la lleva una y otra vez a liberar escenarios intensos casi surrealistas, en los que otros viajeros como ella explotan continuamente a su alrededor, ante la imposibilidad de imponerse a la maravilla misma del contexto. Es un tiempo hipnótico constante, en el que Gomes continuamente le da espacio a la mirada de sus personajes y la acerca lo más posible a la mirada misma del espectador. Es un espacio en el que los límites de la muerte no son los que trazan los márgenes, lo que queda apenas es habitar, existir, entregarse sin resistencia a una conciencia diferente, a la que está más allá de lo que se conoce extendidamente como la vida humana.
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