jueves, 22 de diciembre de 2022

La deriva inarticulada de 'Wanda' y la mujer rota de Barbara Loden

En uno de los primeros naufragios de su deriva, Wanda Goronski deambula por el barrio latino de alguna ciudad obrera de Pennsylvania y decide entrar a un cine oscuro. En medio de la penumbra, solo la vemos a ella de espaldas, sentada en su butaca, mientras Raphael canta el Ave María. En cuanto termina esa proyección, vemos de frente a Wanda y la descubrimos dormida, con los pies sobre la butaca del frente, y el barrendero de la sala la despierta, para que pronto descubra que han aprovechado su letargo para llevarse el poco dinero que tenía encima. Esta escena de melancolía en el rito del cine define bien la coexistencia del embeleso y el mutismo de la protagonista de ‘Wanda’ (1970), único largometraje dirigido por la actriz Barbara Loden, quien encarna a su propio personaje.

Una y otra vez, Wanda despierta en el aturdimiento de la desgracia que le implica su inadaptación sistemática, su condición femenina fuera de los márgenes impuestos para las mujeres. Pero le alcanza la conciencia para comprender que no puede ser madre para sus hijos y su decisión la respalda el rechazo que le dan en la fábrica de maquila por ser lenta para coser, como una metáfora de su tardanza para ver con claridad el riesgo, en medio del embotamiento de su melancolía. Como las mujeres de Cassavetes, tantas veces hechas realidad por Gena Rowlands, Wanda también está a la deriva y le cuesta articular sus gritos de dolor, de furia, que ahí están porque se perciben siempre.

La película fue filmada en 16 mm y ampliada a 35 mm, de tal forma que constantemente da la apariencia de una pintura puntillista, en un mundo urbano, en los suburbios de las fábricas que así se revelan bajo otra óptica, con cuadros de ese mundo de trabajadores en busca de oportunidades o de goce, todo esto por mérito del ojo de Loden y de la intuición del fotógrafo Nicholas T. Proferes. No hay música fuera de la ficción y los silencios que se procesan en las entrañas de Wanda nos otorgan todo el tiempo para apreciar el estancamiento de esa pena. Con esta estructura de la forma, Loden le da relevancia a la reivindicación de su obrera, de su mujer, de una desadaptación tratada siempre con violencia. Se siente como si Warhol se bajara del Empire State o saliera del Chelsea Hotel para mirar lejos a las profundidades de la provincia explotada.

En su dinámica por fuera de lo que exige la hegemonía de su ámbito, Wanda se embarca sin preguntas en la fuga del crimen de un nuevo dueto a lo Bonnie y Clyde, pero con ternuras que se disputan el espacio con las agresiones del señor Dennis, como ella llama al maleante con jaquecas y adicto a las aspirinas que a fin de cuentas le da un espacio para ser y hacer algo. Y en el fondo de su devastación crece el cariño por ese otro oustider que a diferencia de ella, expresa su trauma con nerviosismo y misterio, que le da el carácter impredecible de un cuchillo en el cuello. Es una fuga en las extensiones del crimen que se encuentra más en las esferas que trató Godard en ‘Sin aliento’ y Fellini en ‘Las noches de Cabiria’, con una mujer que acepta el viaje con ilusión y al final cae en las fauces de una tragedia ya mucho más grande que la decepción.

En otro despertar en la desgracia, después de hacer catarsis justo al borde del desbarrancadero, Wanda apenas puede ponerse en pie y sacudirse la ropa, al borde de la indigencia, para refugiarse en otro bar de country, apretujada en medio vaqueros borrachos, con la mirada de otra mujer al otro lado de la mesa, mientras mordisquea un jocho, esperando abordar otro tren a la deriva.

jueves, 15 de diciembre de 2022

El apartamento sepulcral de ‘El Inquilino' y el descargo antisocial de Roman Polanski



Tras la relevancia que tuvo ‘Rosemary’s Baby’ como pieza considerable del horror para la época, Polanski regresó a París, la ciudad que fue escenario de su expansión individual como artista, para filmar el cierre de la “trilogía de los apartamentos”, en unas calles bien conocidas para él, pero en inglés, para aprovechar la visibilidad comercial que empezaba a conquistar. A mediados de los años setenta, con el idealismo mucho más fundido por las aplastantes realidades políticas de Occidente, Polanski aprovecha para desplegar el carácter sardónico que ya era bien reconocible en su estilo y en el discurso que necesitaba expresar. 

En ‘El Inquilino’, Polanski toma buena parte de su propia circunstancia para construir a Trelkovsky, el personaje principal, interpretado por él mismo. Se trata de un polaco naturalizado francés que está incrustado en una ciudad constantemente acosadora, demandant, que se sitúa en medio de una inquisición que aparece por doquier. Busca un apartamento en los viejos inquilinatos parisinos para vivir una vida promedio como oficinista, con amigos vulgares y la expectativa de algún romance en los círculos intelectuales de la juventud. Con fortuna da con un lugar irresistible, marcado por el suicidio de su anterior huésped, una egiptóloga que dejó pedazos de sí misma y de su profesión por todo el espacio y terminó por lanzarse por la ventana hacia el patio interior. Ese fantasma siempre invisible todavía flota a sus anchas. 

De la mano del ya íntimo guionista Gerard Brach, Polanski elabora otro retrato de psicología meticulosa, como el de las dos protagonistas predecesoras en la trilogía, pero ahora sobre un hombre temeroso, introvertido, que no puede encajar su vida en un entramado social lleno de acoso, de roles impuestos con gran violencia pasiva. La sombra de Simone Choule se difunde cada vez más en la vida de Trelkovsky y penetra cada vez más en su vida, como si lo poseyera por completo. Lo que se revela progresivamente es un sepulcro, lleno de vestigios egipcios, en el que se está formando una nueva momia con Trelkovsky, el que se empieza a recubrir de nuevas ropas y de nuevas vendas para transformarse en la suicida interminable. 

Pero en el terreno realista cada vez más diluido, Trelkovsky es un hombre tan aislado como marginado, azotado por diversas uniformidades estrictas, las de su propios vecinos de inquilinato, la de sus compañeros que lo someten a un comportamiento repleto de construcciones sociales ineludibles e incluso una intelectualidad que lo acecha con el utilitarismo por su relación apenas existente con el caso de la egiptóloga que ahora lo ronda. Con esos elementos, en el trasfondo del horror, Polanski construye todo un descargo antisocial, una observación especialmente incisiva y crítica sobre la sociedad misma, como las muchas coerciones para el desarrollo mismo de la personalidad e incluso para vivir la vida. Se trata de una auténtica tiranía 

En el escenario propio del horror como género, ‘El Inquilino’ es una película ejemplar, especialmente en la abstracción de los espacios, en esa extraordinaria ruptura del tiempo y la distancia. En medio de la oscuridad, en donde apenas aparece la mancha cada vez más desfigurada del rostro expresivo de una mente que se derrumba, se pierde la noción de las distancias, las medidas, igual que se resquebraja el quicio de la cordura. Los exteriores de París también se hacen cada vez menos amables, cada vez están más fríos, más distantes, y Trelkovsky sufre progresivamente de una soledad cruel, imposible de evitar por su propia vulnerabilidad mental, por el miedo que lo inunda cada vez más, en forma de una paranoia extraordinaria. Este entonces es el horror más filoso, el más aterrador, porque se distancia de los sobrenatural y más bien se ciñe tenebroso en la naturalidad misma de la condición humana y social.

jueves, 8 de diciembre de 2022

El apartamento satánico de 'Rosemary's Baby' y el horror contracultural de Roman Polanski

Roman Polanski podría considerarse el director clave en el encuentro del cine de autor europeo y el cine independiente estadounidense surgido de la contracultura. Su célebre ‘Trilogía de los apartamentos’ sintetiza claramente ese intercambio que alimentaría definitivamente la prodigiosa filmografía del director de origen polaco. ‘Repulsion’ (1965), la primera de la saga, fue rodada en Londres y tuvo como protagonista a Catherine Deneuve, la estrella femenina del cine francés en ese momento. ‘Rosemary’s Baby’ (1968), fue filmada en Nueva York y estelarizada por Mia Farrow, quien corría una línea paralela a la Deneuve, pero en Estados Unidos, acompañada por John Cassavetes, el gran padre del cine independiente gringo. La tercera película, ‘The Tenant’ (1976), fue filmada en París y ahí el mismo Polanski se puso los tacones y la peluca para interpretar a su diva, acompañado además por Isabelle Adjani, una de las presencias femeninas cruciales en el cine europeo de los setenta y los ochenta. Polanski se alimentó y retroalimentó la conversación entre las dos regiones más influyentes del mundo cinematográfico, como lo son Europa y Estados Unidos. En el centro de estas películas, cruciales en su filmografía, se sitúa ‘Rosemary’s Baby’, una película de horror en plena efervescencia del 68 que consolidó a Polanski frente a la crítica y el público de tal manera que consiguió las condiciones idóneas para desarrollar su extensa filmografía. ‘Rosemary’s Baby’ nos cuenta la historia de los Woodhouse, Rosemary (Mia Farrow) y Guy (John Cassavetes) una joven pareja,  que se instala en un gran apartamento en Manhattan, frente a Central Park (el después tristemente célebre edificio Dakota, donde años después fue asesinado John Lennon). Los vecinos son mayoritariamente ancianos y también especialmente invasivos de su privacidad. Rosemary queda embarazada en una conmoción difusa y entonces todo empieza a llenarse de una atmósfera perversa que la cerca hasta la asfixia.

Polanski nos adentra en la experiencia de la nueva vida por completo. La nueva vida de la joven pareja que mira con esperanza el futuro y después la nueva vida que está por nacer. La rozagante frescura de la juventud poco a poco se va contaminando una vejez invasora, del dogmatismo, de la charlatanería, del encierro progresivo. El escenario feliz y luminoso del hogar exuberante se va llenando de conservadurismo, de oscuridad. Polanski, siempre virtuoso desde sus inicios, nos entrega planos con una composición activa, que aportan al elaborado misterio plasmado en el guion de Gerard Brach, el guionista más importante de su filmografía. Le regala además al género del horror una película llena de perfiles temáticos que van desde lo evidente hasta lo subrepticio. La maternidad es uno de los fundamentos que se ponen en tela de juicio. La natalidad, eje central del Cristianismo, aquí es vista como un auténtico lastre físico y mental, incluso debatiendo el tan recurrente argumento del instinto materno. La figura femenina aquí es atropellada por todos los frentes, incluso por su esposo en las situaciones cotidianas. Por supuesto, la mirada de Polanski es exquisita en el contexto de su característico tono macabro, en donde la sátira se revuelve con irreverencia para desestructurar con sorna la solemnidad ritual de la religión. Toda formalidad es ridiculizada, en sincronía con aquellos tiempos revolucionarios. Todo esto sucede mientras se desarrolla una trama precisa y afilada llena de vueltas de tuerca que sostienen con fuerza la atención del espectador a cada detalle en la imagen y el sonido. La música de Krzysztof Komeda potencia la sátira y la perversión exquisitas de Polanski, mientras la fotografía de William A. Fraker elabora postales de los interiores históricos de la arquitectura neoyorquina y los exteriores urbanos que acogen la tradición dentro de la modernidad. La encantadora y raquítica Rosemary y el energético y vital Guy son rodeados por un elenco clásico de Hollywood, encabezado por los incisivos y modosos vecinos Castevet (Ruth Gordon y Sidney Blackmer), la representación entera de la mueca burlona, juguetona, irreverente y reveladora de Polanski.

jueves, 1 de diciembre de 2022

El apartamento putrefacto de ‘Repulsion’ y el miedo monstruoso de Roman Polanski


Para 1965, Roman Polanski había despuntado como uno de los cineastas relevantes en una década de transformaciones globales en el mundo, en la cultura, en el arte y en el cine. Con ‘Cuchillo en el agua’ (1962), su ópera prima especialmente minimalista e intensa de un naufragio triangular en medio del mar, había dejado entrever las formas de un artista especialmente incisivo sobre los demonios de la psique. Tras todo un proceso formativo plagado de siempre atractivos cortometrajes, Polanski se trasladó sin mucha dificultad al occidente de Europa y filmó en Londres ‘Repulsion’ (1965), con la estelaridad de una también naciente Catherine Deneuve. 

Polanski entraba así a la exploración de fondo del ser humano moderno, sumergido en el fondo de las grandes capitales europeas, en las moles de negocios, oficinas y apartamentos que contenían a nuevos hombres y nuevas mujeres que ahora se tenían que batir con violencia para subsistir, mientras la consciencia se agitaba con una generación que había nacido en el contexto de la guerra y había sufrido las heridas de una violencia inenarrable. En ‘Repulsion’, Polanski es capaz de avizorar el impacto más psiquiátrico que psicológico que implicaba la soledad extendida que implicaba una expansión descomunal de la vida moderna. ‘Repulsión’ cuenta la historia de Carol (Deneuve), una joven belga que recala en Londres para vivir en el apartamento de su hermana Helen (Yvonne Furneaux), mientras procura abastecerse de unas cuantas libras esterlinas como manicurista en un salón de belleza. Su hermana mantiene una relación intensa con Michael (Ian Hendry), un hombre casado. Carol experimenta pulsiones simultáneas de atracción y repulsión por los hombres, especialmente por Colin (John Fraser), un prometedor joven que la corteja. Cuando su hermana y su amante se van de vacaciones, la soledad hará mella en la cordura misma de Carol. 

Polanski describe con contundencia la experiencia misma de Carol, haciendo una inmersión en sus mismos sentidos, en las estridencias crecientes de su percepción. Las caminatas hacia el trabajo dejan ver de fondo una Londres viva, con el respaldo de la música de Chico Hamilton, notable en percusiones de alto volumen. El guion de Gérard Brach repara por lo tanto en la descripción de esos instantes de una turbulencia aguda, que taladran la mente de Carol. La cámara responde constantemente a esos detalles que poco a poco van pintando un cuadro más impresionista, pero pavoroso.  El espacio del apartamento se hace cada vez más indefinido, con distancia que se distorsionan, espacios tenebrosos, con las cortinas cerradas que ahogan toda posibilidad de escapar o al menos de voltear la mirada. Es imposible no ser testigo de ese proceso de degradación que está acompañado por la descomposición misma, en carne, la putrefacción en términos reales, pero también en el quicio mental. Es un lugar que se convierte en ruinas a punta de tics violentos de Carol y en su imposibilidad de seguir sosteniendo los deberes esclavistas que resultan necesarios para que cualquiera pueda mantenerse en pie. 

La actuación de Catherine Deneuve tiene la capacidad de exagerar en la representación de la caída de Carol por este pozo profundo. Apenas con algunos detalles específicos, consigue elaborar un retrato agudo, de una mujer contenida pero que puede ser brutal en la convulsión que la colma de monstruosidad desde la misma posición de víctima. Por supuesto, también desde este punto tan inicial en la obra de Polanski, se presenta el humor negro que se haría característico de su observación del mundo, con una mirada a fin de cuentas crítica sobre una deshumanización que subyace en el fondo de un mundo que ya se percibía individualista, a pesar de los impulsos colectivistas característicos de los años sesenta.


jueves, 24 de noviembre de 2022

La pena trascendente de ‘Los Reyes del Mundo’ y el viaje reparador de Laura Mora

 


Desde el giro inexorable del Neorrealismo, la historia del cine en el contexto de las vanguardias, de la construcción de una alternativa a las hegemonías, ha recalado constantemente en la observación de las infancias. Así se erigieron grandes clásicos como ‘Alemania, año cero’ (1948), ‘Ladrón de bicicletas’ (1948) y ‘Bellísima’ (1951), entre otros, que encontraron en la infancia un elemento especialmente funcional para hablar de los desposeídos, de aquellos que no eran usualmente observados por el mundo. 

El cine latinoamericano siempre ha encontrado identificación con esa exploración poética de la marginación que el Neorrealismo encontró en el terreno fértil de la posguerra europea. Con una devastación propia, la del subdesarrollo, la de la pobreza, la del aislamiento global. Ya desde los inmensos paisajes del Cinema Novo, se asomaba la infancia como un rostro particularmente expresivo de la pena, en medio del grupo familiar empobrecido, como en ‘Vidas Secas’, de Nelson Pereira dos Santos, y los argentinos, especialmente Leonardo Favio, tal vez hizo su película más importante alrededor del melodrama social de Polín en ‘Crónica de un niño solo’, y Héctor Babenco fue todavía más frontalmente crudo con ‘Pixote’ (1980). 

En Colombia, Ciro Durán puso todo un cimiento en esa mirada de la infancia desprotegida, directamente en el documental, con ‘Gamín’ (1977) y, sin duda alguna, Víctor Gaviria sacudió las emociones de toda Latinoamérica con el martirio poético y espiritual de ‘La vendedora de rosas’ (1997). Lo que no ha sido tan frecuente, en el mundo, en Latinoamérica o en Colombia, ha sido tratar el desplazamiento desde la provincia hacia los cinturones de miseria de las capitales, y mucho menos en el sentido contrario, en el retorno hacia el origen en la profundidad de los campos. En ese trayecto, también con laceraciones que quitan el aliento y con la inmersión que hace difusa la frontera entre el sueño y la conciencia, surge inmediatamente la sobrecogedora ‘Paisaje en la niebla’ (1988), de Theo Angelopoulos. En ese escenario trascendente es donde vive ‘Los reyes del mundo’, de Laura Mora, quien cuenta la historia de Rá (Carlos Andrés Castañeda), quien acompañado por su familia de retazos, compuesta por Sere, Nano, Winny y Culebro, va en busca de la tierra que le ha heredado su abuela fallecida, para demandar la restitución que le ha sido oficializada. 

Apenas con la imagen mítica de un caballo blanco en medio de la calle vacía en pleno barrio marginal, Mora no tarda en darle paso a la agitación de la calle, a la lucha cotidiana por la supervivencia, por resistir una violencia que ya es paisaje. Llenos de cortes y cicatrices, los niños se refugian apenas para ser lanzados al viaje por la Negro, que por un instante los acoge bajo las alas, para lanzarlos a la travesía de regreso al origen, como monja iniciática de un relato fundacional. Y los niños no pueden escapar del juego, retozan por ahí, juguetean, como una manada de perros callejeros, mordiéndose de vez en cuando, rompiendo el cerco de las vacas, corriendo sin parar. En ese delirio entre el pegante, la lúdica y la expansión paradisiaca de las montañas verdísimas, finalmente descienden para ser abrazados y alimentados por las putas con la maternidad en flor, las matronas que los resguardan en medio de clientes racistas que les muestran los colmillos. Después se lanzan a la oscuridad, rompiendo las luces de los postes y encendiendo la noche con las chispas del machete contra el asfalto. 

‘Los reyes del mundo’ trata de una verdad de la que apenas en las capitales se sabe de su existencia, pero que ha atravesado a Colombia ya incluso en términos de identidad. No es fácil constatar si la situación es constatable, si así se dieran las cosas si un joven indigente recibiera un documento de restitución de tierras. Si se lanzaría solo o si llegaría tan lejos. Pero aquí lo esencial es que esas emociones son un sismo que termina por llevar a la trascendencia espiritual. Una pena trascendente, que en medio del odio, del miedo, de la furia y de la melancolía, lanza a estos jóvenes a un trance de evasión, de analgesia como mecanismo de defensa, y ahí entonces es cuando ese contexto de fondo local de Colombia se hace universal, porque retorna a la búsqueda de una mística que resulte útil para soportar la voracidad y la devastación que implica la existencia en su plena crudeza.


jueves, 17 de noviembre de 2022

El mundo artificial de ‘Naqoyqatsi’ y el paisaje digital de Godfrey Reggio


Godfrey Reggio se había instalado definitivamente en el escenario del cine de culto a finales de los noventa, cuando había plantado para la historia del cine dos banderines de todo un legado con ‘Koyaanisqatsi’ (1982) y ‘Powaqqatsi’ (1988). Con ese precedente de reconocimiento cada vez más firme, atravesó la última década del siglo XX casi como espectador, más allá de un par de cortometrajes para meter los pies en el agua. Finalmente, ya entrado el siglo XXI, Reggio cerraría la “trilogía Qatsi” con ‘Naqoyqatsi’ (2002), que precisamente tendría mucho que ver con la transición global y digital que era todo un tema por ese entonces. ‘Naqoyqatsi’ sigue el espíritu propio de las películas anteriores de la trilogía, desde una perspectiva alta, con una mira extensa sobre un mundo en transformación. 

Mientras que en ‘Koyaanisqatsi’ Reggio anunciaba el auge desenfrenado de la era más salvaje del capitalismo y en ‘Powaqatsi’ atestiguaba el paso de ese huracán sobre una extensa diversidad cultural, en ‘Naqoyqatsi’ redescubre unas ruinas modernas, las de un mundo tangible olvidado y derruido por la digitalización y la virtualidad en ciernes. Como si fuera el sustrato del que parte su tercer experimento de la triada, Reggio repara en las ruinas de un edificio del que se percibe un pasado glorioso a mediados de siglo, para después lanzarse en un nuevo código genético, lleno de símbolos binarios y redes que fluyen a toda velocidad y sin parar. Es como si las extensiones de los cultivos y los rostros multiplicados se hubieran reemplazado por un tejido hecho de otra esencia, de una piel artificial. Así es como surgen de nuevo los rostros, los de las celebridades mediáticas, representadas en humanoides de juego de video, que se mezclan en el mismo costal con las figuras históricas, las que transformaron el mundo en las décadas previas. En esa negación de la diferencia, de la complejidad que a fin de cuentas es la diversidad, emerge también una violencia extraordinaria, en la que los rostros desencajados de la tragedia humana se mezclan con las sonrisas huecas de la belleza más plástica. Hay una especie de silencio cómplice frente a una barbarie que se da en el fondo de una superficie extendida, como el manto que cubre los cadáveres que yacen sobre el piso. 

En el contexto de la realización, ‘Naqoyqatsi’ tiene mucho más material de archivo que las dos películas anteriores. Y no echa mano solamente del archivo sino de la creación digital de nuevas series que caracterizan usualmente a la trilogía. Constantemente se van coleccionando conjuntos de imágenes como si se abordara un tema por párrafos en un escrito. Consciente o inconscientemente, Reggio planteaba una realidad tangible en el presente, veinte años después, en disolución cada vez más acentuada del límite entre la realidad y la virtualidad, entre el mundo tangible, material, y las reproducciones en miles de plataformas, desde lo fundamentalmente impreso hasta lo más detalladamente construido a través de la informática, en múltiples pantallas que se multiplican y extienden la experiencia humana, al mismo tiempo que hacen menos perceptibles las consecuencias del abandono de lo constatable. Ese mundo en el que los ojos de la humanidad poco a poco ven más imágenes reproducidas que imágenes palpables, ya se puede sospechar en la película de Reggio, y por momentos ese plástico de envoltura se retira y lo que aparece es un grito, un lamento, un cuerpo inerte. Con un mundo mucho menos vinculado al pasado que el retratado en ‘Koyaanisqatsi’ y ‘Powaqqatsi’, ‘Naqoyqatsi’ frecuentemente se percibe como un esbozo, como la lectura en braile de un invidente que también pretende ser profeta y al que podemos pasarle examen pasadas dos décadas.


jueves, 10 de noviembre de 2022

El mundo arrasado de ‘Powaqqatsi’ y la mirada liberal de Godfrey Reggio



Después de ‘Koyaanisqatsi’ (1982), Godfrey Reggio atravesó casi toda la década de los ochenta observando cómo su película, que había sido abrazada por Coppola y Lucas, iba creciendo en un mundo subterráneo, en el circulo del cine de culto, y los acontecimientos de aquellos años revalidaban cada vez más los planteamientos y el espíritu mismo de su planteamiento sobre el vértigo desenfrenado del capitalismo. Hacia finales de los años ochenta, al borde del final de la Guerra Fría, cuando el capitalismo estaba por hacerse más global y hegemónico que nunca, Reggio reparó en los efectos de la colonización en diversos escenarios alrededor del mundo, en la adopción extendida de toda una cultura masiva. En ese proceso, parte de la explotación interminable  para emprender un viaje complejo por auténticos territorios empiezan a trasladarse a un nuevo mundo que los impulsa constantemente. 

La película empieza con el trabajo devastador de un grupo de hombres en una mina, cargando costales con desperdicio, envueltos en el lodo. Hasta que la mirada de Reggio se centra en otra carga, la de un hombre derribado por un derrumbe, que igual que los costales, es levantado, con el torso al cielo, por otro grupo de hombres que igual que a los desperdicios, lo llevarán a un lugar en el cual su ser derribado no estorbe la tarea arrasadora que no puede detenerse. Desde este cuadro de deshumanización, Reggio emprende el vuelo para revelar los rostros tan antiguos como frescos de hombres, mujeres, ancianos y niños, todos ellos con un espíritu que se percibe imperecedero. Nuevamente, con en ‘Koyaanisqatsi’, el vehículo para concentrar la mirada en esas individualidades multiplicadas es la cámara lenta, con una música de Phillip Glass que esta vez invita precisamente a la contemplación. Pareciera que la pretensión fuera la de sostener esa colección de rostros y de humanidades con la diversidad, pero no tarda mucho en saturarse y agotarse ese recurso. Hasta que Reggio emprende el vuelo para contemplar con más frecuencia esos espacios que más que ser el hábitat de estos humanos, es la extensión de su propia naturaleza. 

Desde las alturas, con esa perspectiva, se empieza a hacer visible la expansión de una nueva estructura, de un sistema a fin de cuentas extraño, y en medio de esa nueva dinámica, en la que los aparatos, las máquinas y los inmensos edificios se tragan las extensiones de la tierra, apenas subsisten aferrados a sus raíces la presión de una hegemonía implacable. Entonces aquellos humanos que estaban conectados naturalmente a su entorno, ahora están en plataformas sobre rieles que los transportan a los lugares de trabajo, probablemente en una capital multitudinaria, y así se multiplica la miseria, ya sea en las periferias o en los centros urbanos. Las paredes resguardan los mensajes de las guerrillas, ya prácticamente como nuevos pictogramas de un nuevo mundo, una nueva ruina, la de otra perspectiva también derrotada. Así se extiende sobre el documental la sombra de un mundo arrasado, en el que el pavimento se llevó las flores. La mirada de Reggio es liberal, se adentra en el terreno, pero no se embarra demasiado, y la cohesión de los diversos elementos de ‘Powaqqatsi’ apenas esboza la sensación de un compendio New Age, que tiene la inmensa virtud de trazar la transición brutal del desarraigo colectivo, pero no puede dejar atrás el espíritu de una seguidilla de postales para vender en una feria global. De cualquier forma, esa es una inmersión suficiente, importante, que sin duda alguna es otro eslabón en la cadena que había iniciado ‘Koyaanisqatsi’. Es la consecuencia de esa causa, y así se siguió alimentando una referencia que no ha dejado de revalorizarse hasta que hoy en día es una observación suficientemente explicativa sobre un presente ya crítico. 

jueves, 3 de noviembre de 2022

El mundo vertiginoso de ‘Koyaanisqatsi’ y la visión trascendida de Godfrey Reggio


En buena medida, el arte cinematográfico se ha construido sobre las bases de la experimentación. En la búsqueda de la autonomía del cine frente a la herencia evidente de otras artes, para expresarse como un arte independiente, experimentar fue un camino consecuente y revelador, que se puede palpar con claridad en películas como ‘Ballet Mecánico’ (1924), ‘Berlín: sinfonía de una gran ciudad’ (1927) y ‘El hombre de la cámara’ (1929), de Dziga Vertov, entre muchas más. Sobre las bases de esa obra crucial en las vanguardias cinematográficas, cineastas históricos como Maya Deren, Chris Marker y Jonas Mekas, abrieron perspectivas extraordinarias para el cine, por fuera de la corriente hegemónica del cine occidental. En los últimos cincuenta años, probablemente una de las películas más relevantes en el terreno del cine experimental sea ‘Koyaanisqatsi’ (1982), dirigida por el cineasta independiente estadounidense Godfrey Reggio. ‘Koyaanisqatsi’ es toda una onda expansiva desde el punto original mítico de las profecías míticas del pueblo Hopi en Arizona, hasta la voracidad del mundo hipermoderno en la aceleración capitalista del inicio de los años ochenta. 

La película empieza con la imagen de los pictogramas Hopi y de ahí salta en una elipsis arqueológica descomunal sobre un cohete en la plataforma de lanzamiento, para después regresar, como un dios perdido en el desierto, para emprender el vuelo por las extensiones infinitas de los cañones y después sobre la explosión de colores de los latifundios de cultivos. Así va trasladándose a la explotación minera, hasta que el náufrago desértico, como un migrante de la provincia, llega a la gran ciudad y se agrega rápidamente a la corriente violenta de un mundo deshumanizado pero lleno de gente. En el espacio abierto de las inmensidades de Estados Unidos, la película flota en una naturalidad persistente, mientras que en las extensiones de la gran ciudad se repite el time-lapse y la cámara lenta, casi instantáneamente, como dos puntos contrastantes que responden de forma diversa a la música minimalista pero incisiva de Phillip Glass. Los time-lapse son potentes, con panorámicas constreñidas en un orden bien demarcado, en las escaleras eléctricas, en las avenidas, en las filas interminables, pero también pueden centrarse en retratos de los oficios, de las actividades, con la apariencia de humanoides. Pero por momentos todo se frena y se pueden apreciar los rostros sonrientes o aterrados, expresivos en medio de la multitud, la humanidad que subsiste, que se abraza, que se reconoce, que camina en medio de una superestrectura que ya hemos visto en los time-lapse. A fin de cuentas, es el mismo humano de Chaplin en ‘Tiempos Modernos’, en medio de los engranes de la maquinaria que no se apaga jamás. 

En el trasfondo, permanece la imagen inicial de los pictogramas, que regresan para el final, como trazando una estructura circular, con las profecías de los Hopi sobre el fin del mundo, sobre la destrucción del planeta. Vista desde el contexto actual, ‘Koyaanisqatsi’ parece extenderse y multiplicarse, justo como la película, con sus tantas repeticiones, con sus tantas ondas concéntricas. La película es el registro de la decisión de acelerar una máquina esencialmente material, en su propia época, pero también es un lazo extenso con la antigüedad, con el mito, con una fundación de pura sabiduría en la que se podía percibir, con apenas un par de puntos trazados en el camino, que el avance inconsciente de la idea del desarrollo iba a terminar siendo regresiva, cada vez con más intensidad. Esa visión trascendida de Godfrey Reggio todavía palpita, ahora más que nunca, con taquicardia, mientras que sigue retumbando la voz de la advertencia fundacional que se cierne sobre este presente y sobre el futuro que esté por delante.


jueves, 27 de octubre de 2022

El repensar de la manada de 'Cosas imposibles' y el vínculo impensado de Ernesto Contreras

En los terrenos de la supervivencia, siempre ha sido especialmente favorable el pertenecer a una manada. En la sociedad moderna, construida en el siglo veinte, esa manada tomó más convencionalmente la forma de la familia. Se trata de un concepto que ha evolucionado de forma acelerada en los últimos años, de la mano con la reivindicación urgente de otras formas de vida, de otras alternativas para vivir en el mundo, por fuera de la perspectiva hegemónica, que responde fundamentalmente a los privilegios arbitrarios fundados en características básicamente accidentales, como la edad, la orientación sexual, el género y la clase social, entre otras. El cineasta veracruzano Ernesto Contreras ha ahondado de forma especial en el encuentro transformador de diversas soledades que terminan por encontrar una manada, a fin de cuentas una familia, que en muchas ocasiones basta con que sea de dos para poder nombrarse en plural. En su ópera prima, ‘Párpados azules’ (2007), el reconocimiento de la soledad se convierte en el punto de partida para descubrir los hilos ocultos de la auténtica compenetración. En ‘Sueño en otro idioma’ (2017), el rescate de la lengua resulta indispensable para la subsistencia de toda una comunidad, fracturada por una disputa irreconciliable que pone en peligro el tejido sobre el que se sostiene toda una visión del mundo. En su más reciente largometraje, ‘Cosas imposibles’ (2021), Contreras se asienta con fuerza en el territorio más reconocible de la Ciudad de México más popular para plantarnos en la mirada alucinada de Matilde (Nora Velázquez), una viuda que carga a cada instante con el fantasma torturador de Porfirio (Salvador Garcini), su marido muerto, mientras que en el devenir de los días se cruza constantemente con Miguel (Benny Emmanuel), un resplandeciente joven de la unidad habitacional que la mira, la considera y la recuerda hasta que inevitablemente se encuentran para patear el tablero estrecho de sus propias vidas.

La relación intergeneracional que plantea Contreras no se ciñe a la antiquísima tradición del maestro y el discípulo, sino que plantea una relación entre iguales, con una perspectiva que no cae en la condescendencia, entre dos humanos que probablemente tengan en común solo el barrio y las carencias, recordando casi automáticamente la histórica ‘Estación Central’ (1999), de Walter Salles, pero aquí con una travesía más local que no por eso deja de ser trascendente. Esa localidad se percibe especialmente familiar, en los colores, en los espacios, en las proximidades del pequeño universo de la unidad habitacional, explotada por los colores y los gritos que atraviesan el espacio para la comunicación vecinal. En medio del entramado de ese ecosistema, se conectan dos soledades que subsisten apenas socialmente, que apenas se comunican con los demás y que emerge lentamente, como el sol sobre los edificios. Esa atmósfera bucólica, también reconocible en la Ciudad de México, es capaz de cruzar con facilidad la frontera del realismo para adentrarse en la fantasía más diáfana, en la reconversión de la musicalidad del Cine de Oro, con otros fantasmas que vuelven a cantar las ilusiones, ya sean las perdidas o las que aún persisten, pero siempre alucinantes por fascinantes y abrazadoras, como aquella deseable para estacionarse eternamente de ‘La rosa púrpura de El Cairo’ (1985), de Woody Allen. En ese sustrato que permite transitar a la fantasía, se destaca la dirección de arte de Diana Saade, que además consigue laboriosamente dibujar los espacios de esos departamentos tan memorables, en los que se acumulan los recuerdos progresivamente, en un orden indescifrable. Ese orden es el mismo que la Matilde y Miguel agrietan progresivamente con su relación fraterna, mientras que los límites que se les han impuesto se revelan cada vez más estructurales, más sistemáticos. El desenlace parece feliz, pero solo la huida fue capaz de romper el asedio doloroso de los fantasmas.

jueves, 20 de octubre de 2022

El silencio inquietante de 'El Silencio' y la integración creativa de Ingmar Bergman


Pocos cineastas en la historia del cine han sido tan influyentes y transformadores como Ingmar Bergman. Desde los inicios de su carrera, Bergman hizo del cine un arte verdaderamente evolucionado como canal expresivo. Su aporte al lenguaje, a la conceptualización, a la expresividad, a la técnica y a la voz autoral sigue siendo motivo de estudio profundo hasta nuestros días. La forma en la cual Bergman vertió en sus películas las perspectivas de su experiencia con respecto a la condición humana y al mundo llevó también a la reflexión profunda con respecto a temas cruciales. Una de las películas en las cuales se pueden encontrar reunidas de mejor forma todas estas inquietudes del actor sueco es sin duda ‘El silencio’ (1963), una película que ha terminado de cierta forma oculta detrás de otros títulos inmortales en la filmografía de Bergman, pero que resulta inolvidable para quienes deciden explorar su legado. ‘El silencio’ nos describe el viaje de dos hermanas Ester (Ingrid Thulin) y Anna (Gunnel Lindblom), acompañadas por Johan (Jörgen Lindström), el pequeño hijo de esta última, con destino a un país indefinido en plena guerra, en el centro de Europa. Ester enferma cada vez más y se dirigen a un hotel en donde finalmente parecen desatar finalmente sus emociones más intrínsecas, todo esto con el pequeño Johan como un testigo que descubre el mundo a su edad.

Desde el propio trayecto en el tren, Bergman nos introduce en una experiencia llena de sensaciones, casi palpables, en las que podemos percibir el calor intenso de la temporada, el estertor del decaimiento físico, el contacto físico. Así nos vamos adentrando, igual que los personajes, en un paisaje lleno de pulsiones incluso sexuales que hacen ebullición cada vez con más fuerza. Las dos hermanas se plantean como la clásica separación entre la razón y el ser. Ester es una mujer culta, asaltada por la desesperanza de su enfermedad y con las ansiedades propias de su intelectualidad. Anna es una mujer joven, plena, física, llena de deseo, en busca de la liberación. Estos dos planetas colisionan frente a la vista de Johan, un niño repleto de curiosidad, inquieto, con una mirada absorta y una actitud abierta. Bergman recorre los espacios de este gran hotel con maestría, retratando la presencia de estos dos seres contrarios pero vinculados en medio de pasiones que de una u otra forma las queman intensamente. Los cuerpos se expresan con naturalidad y eso implica proporciones similares de belleza y de horror. Los tanques de guerra se pueden ver por la ventana en medio de la noche, como si fueran la representación de la avanzada misma de la conmoción en los personajes. Contar con tres personajes alrededor de los cuales construir la trama le permite a Bergman dominar con maestría el ritmo de la película, ya que podemos transitar del ardor placentero de Anna al incendio doloroso de Esther con un espacio para la contemplación que se puede derivar de Johan como un niño descuidado en un palacio, que camina los corredores conectando sus sentidos como si se alimentara del entorno. Los temas que durante toda la vida se expresaron en el cine de Bergman hacen su aparición como si profetizaran filmes futuros. Podemos vislumbrar la enfermedad de ‘Gritos y susurros’, la dualidad de ‘Persona’, la infancia de ‘Fanny y Alexander’, el conflicto familiar de ‘Sonata de otoño’ y por supuesto se extienden las inquietudes de películas anteriores, como el fantasma mortuorio de ‘El séptimo sello’, o en el camarero (Håkan Jahnberg), el enternecimiento de la senectud en ‘Fresas salvajes’ o el escenario teatral frecuente en su filmografía.

Para esta película, Bergman contaba ya con un equipo consolidado, en donde por supuesto se destaca la presencia del gran Sven Nykvist, quien logra hace de cada plano una imagen para degustar. La cámara también vislumbra el desarrollo del movimiento sobre el corte en el cine de Bergman, con una fluidez hipnótica. Por supuesto, Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom, dos favoritas particulares de Bergman, confluyen en un encuentro actoral que por sí solo vale históricamente.


jueves, 13 de octubre de 2022

El silencio de la fe de ‘Luz de invierno’ y la crítica anticlerical de Ingmar Bergman


Tras los visos terroríficos de ‘A través del espejo’, en la consolidación estilística que se daba golpe tras golpe cinematográfico en la filmografía de Ingmar Bergman en la década de los sesenta, la reflexión sobre el silencio extendido de Dios, sobre el abandono divino, continuaba con ‘Luz de Invierno’ (1963), en donde Bergman nuevamente concentraba en otro aislamiento a sus personajes convulsos hacia el interior, para entregarlos a la angustia de una crisis de fe, esta vez desde la dignidad de las jerarquías eclesiásticas. ‘Luz de invierno’ cuenta la historia de la profunda crisis de fe del sacerdote Thomas Ericsson (Gunnar Björnstrand), el párroco de una lejana e incipiente comunidad clavada en la crudeza invernal, con todo y sus desolaciones. Lo acompaña con amor auténticamente carnal Märta Lundberg (Ingrid Thulin), una joven mujer especialmente diligente, protectora y entregada por completo a una tarea que jamás es recompensada. La visita que le hace en privado, en la oficina sacerdotal, la pareja conformada por los Persson, Jonas y Karin (Max von Sydow y Gunnel Lindblom), quienes lidian con la profunda e intensa depresión suicida del marido, sacude estructuralmente no solo la fe sino las razones enteras de Ericsson para llevar la vida que ha construido por décadas. 
Bergman estructura su contundente crítica clerical desestructurando desde el ritual mismo de la misa. Poco a poco, en el encuentro entre los comulgantes y el sacerdote, se empieza a romper la solemnidad, en el silencio autoimpuesto, en la esperanza de redención de los fieles, que se encuentran con un árbol que ya no les puede dar sombra, que no soporta siquiera la bondad mínima, que está harto de pretender, que quiere incluso librarse del amor romántico, cruelmente y sin arrepentimientos. Esa ida y vuelta constante entre lo público y lo privado, entre el deber ser y el ser mismo, se hace cada vez más crítica y conflictiva en la realidad, en unas urgencias inaguantables. Thomas Ericsson se arranca la sotana de tal manera que olvida y poco le importa a fin de cuentas que hayan recurrido a él como alternativa para evitar un suicidio. El efecto de una profunda rebelión interna solo puede ser descomunal y violento cuando fue causado por la toma de consciencia de un largo de tiempo de entrega a lo que ahora surge como inaudito y, sobre todo, como falso, como irreal. 
A estas alturas de la filmografía de Bergman, el histórico cineasta sueco ya sabía bien hacer de los rostros todo un paisaje, un espectáculo emocional de confrontaciones intensas, que ponen en riesgo la vida o la cordura. Todo esto con el respaldo extraordinario, nuevamente de Sven Nykvist y de unos actores que son auténticos aliados en esa tarea, que crecen al ritmo de sus intenciones, que son capaces de sostener ellos mismos la carga dramática de muchas narrativas concentradas en una sola, desde aquella de la misma trama hasta las propias de la descripción de un paisaje interno convulsionado por las angustias, por la desesperación, por el dolor o por el abandono de Dios, por la espera interminable por el milagro. En el mundo inclemente del invierno más implacable, se ensañan las crisis con los comulgantes, que ya pueden soportar su subsistencia extensa con la fe. En la necesidad constante de estarse explicando la ausencia de esa presencia eternamente prometida. Cuando la luz de invierno ilumina la consciencia sacudida de Ericsson, lo que se puede ver con claridad es que la red que ha logrado la supervivencia de la pequeña aldea ha sido una red comunitaria que es frágil, y que necesita constantemente de los esfuerzos titánicos de cada individuo, para soportar el peso abrumador de la existencia, en los cuerpos y las mentes constatablemente dolientes. 





























jueves, 25 de agosto de 2022

El silencio ensordecedor de ‘A través del espejo’ y la otra fe de Ingmar Bergman


















A comienzos de los años sesenta, Ingmar Bergman, uno de los directores más prolíficos y determinantes del siglo XX, ya se había reservado un lugar en la historia del cine con los clásicos que consiguió en la década de los cincuenta, especialmente ‘El Séptimo Sello’ (1957) y ‘Fresas Silvestres’ (1957). Lo que sería otra década de inmensa influencia del cineasta del Fårö, empezaría con ‘El Manantial de la Doncella’ (1960), que instaló definitivamente el nombre de Bergman, en Europa e incluso en Estados unidos, como uno de los artistas cumbres en un momento de agitación transformadora en el mundo. En 1961, con ‘A través del espejo’, Bergman inició una trilogía de películas en las que iría al fondo del asunto de la fe, de la fe religiosa, de la convicción profunda en una fuerza que finalmente pueda llegar a ser salvadora. El cuestionamiento intenso de Bergman sobre este tema, arraigado en las bases sólidas del existencialismo, de su coterráneo escandinavo Soren Kierkagaard, es uno de esos compendios extensos que, en la revisión de la Historia del Arte, consiguen introducir al cine en la escala de la trascendencia que solo hasta entonces habían alcanzado las demás artes, de las cuales podría decirse que habían nacido con el ser humano mismo. ‘A través del espejo’ es la primera película que Bergman filmó en Fårö, ese refugio aislado que no solo sería escenario de su obra sino de su vida y al finl de su muerte. Cuenta la historia intensa de las vacaciones de David (Gunnar Björnstrand), un escritor veterano con bloqueo creativo, que tiene dos hijos: Karin (Harriet Andersson), quien padece la esquizofrenia, y Minus (Lars Passgård) de apenas diecisiete años. Karin es acompañada por Martin (Max von Sydow), su esposo y médico de la clínica en la que hasta entonces había estado recluida. David es un hombre frío y desentendido de sus hijos, sumergido a fondo en la escritura, pero entonces la vulnerabilidad psiquiátrica de su hija lo empujará dramáticamente a reconsiderar su actitud.

La rocosa costa sueca configura un trasfondo excepcional para el distanciamiento de esta familia, que se encuentra furtivamente, en todas las pulsiones, desde las sexuales hasta las de la muerte. Mientras Martin y  David concentran las responsabilidades adultas con aproximaciones diversas, Karin y Minus dominan el lugar con una lúdica imparable, al borde de lo febril. La notable fotografía de Sven Nykvist construye todo un mapa de luces y sombras que fusionan lo público y lo privado, lo social y lo íntimo, mientras el delirio de Karin crece, concentrado en un Dios monstruoso que crece a cada instante ante su percepción esquizofrénica, con la encarnación sobrecogedora de Harriet Andersson, quien es capaz de un solo tirón de dibujar el encanto subyugador de una mujer hermosa y cariñosa y también el horror espeluznante de una mujer embotada por la crisis mental, por visiones que percibimos atroces por mirar su mirada convulsionada por el miedo intenso. Karin y Minus, los dos faunos incesantes, se retan en la burla, se acogen en el abandono de su padre y también se lanzan a la tentación del incesto, otro tema en el que Bergman encontraría un punto crítico y por lo tanto sustancioso para su exploración de la naturaleza humana. Karin se revuelve entre el placer y el terror, entre las risas y los gritos, poseída por orgasmos invisibles y por torturas insoportables, en medio de tres hombres que la abruman entre el amor, el deseo y una disputa que termina siendo otra vez una disputa por el poder. La Sarabanda de la segunda suite de violonchelo de Bach, interpretada por Erling Blöndal Bengtsson, parece contrastar el silencio elaborado con los sonidos de la playa, justo en esos momentos en los que la humanidad de Karin es arrastrada a la deriva. Al final, David, el padre, debe hablarles a sus hijos, conectarse con ellos usando las palabras articuladas por la voz, no las del papel, para rehacer otra fe que no dependa de la voluntad de dios. 


jueves, 18 de agosto de 2022

La tormenta humana de Berlín Alexanderplatz y el autorretrato histórico de Rainer Werner Fassbinder


















Del histórico Manifiesto de Oberhausen que fundó formalmente la oleada transformadora del Nuevo Cine Alemán, probablemente no se haya dado un artista más intenso, punzante y desafiante que Rainer Werner Fassbinder. Por sí mismo, todo un afluente emocional, creativo e histórico que terminó por trazar todo un fresco colosal de las profundidades del alma alemana. Durante dieciséis años de enérgica y vehemente vida como artista alrededor del cine, incluyendo una amplia trayectoria como escritor y como autor, con raíces en el teatro popular más subterráneo, Fassbinder se convirtió en uno de esos directores con mil aristas, que hizo del cine todo un ritual de exorcismo de sus muchos demonios, de sus angustias, de sus dolores y de sus incontables placeres. Con la década de los ochenta en el horizonte, Fassbinder emprendió la adaptación de ‘Berlín Alexanderplatz’, la novela de Alfred Döblin, una de las obras cumbres en la milenaria historia de la literatura alemana. Muy pronto, el director de ‘El miedo devora las almas’ descubrió que tendría que hacer toda una serie de televisión, que sería comprendida como una extendida película de más de quince horas, con los más altos valores de producción, para sumergirse en el corazón de una caótica, brutal y orgiástica República de Weimar. Fassbinder había encontrado en el arquetipo inmenso de Franz Biberkopf a su propio alterego, su pasado y su presente atravesando la virulencia política, social y cultural que confrontaba la contracultura alemana, europea y mundial, desde la segunda mitad de los sesenta hasta ese punto en el que se calentaban los fogones de la maquinaria devoradora del neoliberalismo. ‘Berlín Alexanderplatz’  cuenta la historia de Franz Biberkopf (Günter Lamprecht), un feminicida que acaba de ser liberado tras pagar doce años en prisión por asesinar a su esposa. Pronto se lanza en búsqueda de sus viejos amigos y conocidos para reactivar su vida y conseguir una nueva forma de vida, pero naturalmente termina sumergido, por sus propios vicios y por el mismo submundo criminal, en una deriva violenta que lo arrastra irremediablemente. 

‘Berlín Alexanderplatz’ apenas cuenta con un entramado dramático complejo. Más bien se desarrolla como un extenso viaje, lleno de pactos fáusticos, repleto de instantes de una violencia extendida desde la amenaza hasta la muerte. Biberkopf, dotado de la figura robusta y casi monstruosa de Golem de Günter Lamprecht, es un animal salvaje liberado en medio de una selva sin virtudes ni armonía, en las profundidades oscuras de una distopía palbable. Para darle asidero a su personalidad febril, Fassbinder construye una cloaca deliciosa, que se antoja, que en las noches apenas deja entrar la luz de los días grises y en la noche vibra intensamente con la luz roja de los avisos de los centros nocturnos, los prostíbulos, las cantinas de mala muerte, los escondites de los pícaros que disfrutan de diversos espectáculos. Esa vibrante alternancia entre la luz y la sombra, elaborada en la fotografía por Xaver Schwarzenberger, constantemente transfigura los rostros, encarna las convulsiones propias de un mundo azaroso y brutal. En el calor hogareño de su refugio, escenario de sus tormentos, Biberkopf es vigilado por el manto maternal de la señora Bast (Briggite Helm), su alcahueta e imperecedera casera, testigo y cómplice de sus euforias y sus devastaciones, solo vinculadas por su carácter explosivo. En la señora Bast, el sabio y considerado cantinero Max (Claus Holm), su antiguo amigo de parrandas Meck (Franz Buchrieser) y su antigua amante y amiga con derechos Eva (Hanna Schygulla), terminan por confirmar una familia heterogénea y con sus propios vicios para Franz, quien permite que se filtre en ese grupo el mafioso tartamudo Reinhold (Gorttfried John), quien abre la puerta de la confianza acordando con Franz el reciclaje utilitario de las mujeres de las cuales se harta, para que Franz las retome y las tire también si es el caso. En ese juego deshumanizante se encuentran y la respuesta de Franz es la de la admiración profunda, no la del reto, mientras que Reinhold alimenta constantemente la acumulación de su codicia extensa, de sus ambiciones oscuras, que no observan límite alguno en lo fáctico. La confianza ciega en el monstruo evidente se convierte así en todo un delirio para Franz, que termina por transformarse en la fiebre de los moribundos, de los enfermos terminales, de quienes no tienen reversa en el camino hacia la desaparición, hacia la muerte, la muerte concreta o la muerte en vida, la extinción misma de su cordura, de su identidad. El fondo de esa relación enfermiza sin duda alberga las pasiones propias de Fassbinder, la expresión compleja de su sexualidad, que es la de todos, de una atracción homosexual violenta, desgarradora, sin duda pasional. Mientras Biberkopf desciende a las catacumbas históricas de ese mundo criminal, que a fin de cuentas es su propia condena, el mismo Fassbinder lee fragmentos de la novela de Döblin, que a veces coinciden con la descripción precisa de los acontecimientos que seguimos en sus propias imágenes y sonidos, sino que también retoma fragmentos desligados de la trama, con reflexiones filosóficas o incluso enunciados científicos o simples enumeraciones. Ese contraste modifica considerablemente la impresión de las acciones, de la violencia común, que puede ser trascendida hasta lo espiritual o dotada la frialdad pasmosa de los hechos aplastantes. 

Pero para Franz Biberkopf el amor resulta ser el golpe en la mandíbula que termina por derribar su inmensa figura. Haber perdido un brazo en las acciones brutales del mafioso Reinhold no resultó tan traumático en realidad como lo fue su caída en las fauces del amor romántico. Cuando Biberkopf conoce a a Meize (Barbara Sukowa, a quien el mismo da nombre), su bestialidad parece insuficiente para contener el inextinguible espíritu infantil de la prostituta, que se retuerce en la lúdica, que bebe del piso, que se revuelca con él de vuelta en los juegos infantiles, que deja que las heridas de las golpizas que le propina el gigante sanen por sí mismas. Meinze revolotea y el gigante torpe no puede atraparla, pero se fascina con ella, hasta el punto del desespero que la lleva a casi matarla. Cuando finalmente logra capturarla se la exhibe a sus amigos, con su gran belleza y entonces la fatalidad sucede cuando se convierte en toda una obsesión caprichosa para Reinhold, quien solo anhela tenerla como carne, como pedazo, como posesión material abierta, descarada y cruel. Y Fassbinder consigue que la muerte de Meinze naturalmente destroce en pedazos la cordura de Biberkopf, para lanzarlo en el último capítulo a su delirio, en la tormenta de su moral, de su consciencia atribulada, en la embriaguez de su propia incomprensión de la vida, que se expresa en sueños esperpénticos, castigadores, penosos por ser una pena que fuera el castigo de un placer vulgar y descarnado. Nuevamente, como en muchas de sus grandes obras, Fassbinder se metía en la caverna de la propia historia alemana para encontrarse con sus propios demonios y reconocerse él mismo como un ejemplar de esas sacudidas gigantescas que cruzaron las generaciones. Pero de forma increíble, el montañoso Franz se levanta para refugiarse en las tareas más humildes, distanciado de las penurias de un mundo criminal que lo bombardeó mil veces, en donde él también hizo pedazos a otros. Pero lo hace sin advertir que muy pronto se desataría la guerra y con ella el infierno, que los brazaletes nazis, como los que que una vez se encintó en el brazo, en la deriva de su supervivencia, estarían por arrasar el terreno sin la misericordia que el destino y su propia naturaleza habían tenido con él mismo. Fassbinder se quebraría también un par de años después de que se emitiera ‘Berlín Alexanderplatz’, después de haber cruzado una vida tan intensa y sísmica como la del mismo Franz Biberkopf al retomar las calles en libertad. 

jueves, 11 de agosto de 2022

El apocalipsis novelístico de ‘In the mouth of madness’ y la metaficción espeluznante de John Carpenter













Para mediados de la década de los noventa, John Carpenter, ya consolidado como una de las grandes personalidades del horror como género en el cine estadounidense, desde el cine de culto hasta lo masivo, cerró su trilogía del apocalipsis desde una perspectiva considerable como autor, con una visión amplia con respecto a un género que ya dominaba como visitante asiduo, desde la posición del cinéfilo y la del cineasta. El cierre de su trilogía del apocalipsis se dio justo en ese escenario, con ‘In the mouth of madness’ (1994), y finalmente cerró así una saga que sirve bien para apreciar su propia trayectoria a lo largo de más de una década. Sutter Cane (Jürgen Prochnow) es un escritor de novelas terroríficas de grandísimo éxito comercial, pero antes de entregarle su más reciente novela a Jackson Harglow (Charlton Heston), su editor, el autor desaparece sin que nadie sepa a dónde se ha ido. Harglow contrata al detective comercial John Trent (Sam Neil), enviándole como compañía a Linda Styles (Julia Carmen), su asistente personal. Entonces la pareja de aventureros abandona la gran ciudad, siguiendo las pistas que los lleven hasta Cane, en medio de visiones inexplicables que parecieran ser causadas por la lectura febril e irresistible del escritor. 

‘In the mouth of madness’, desde el relato del arquetípico paciente psiquiátrico envestido en camisa de fuerza, se cuece cálidamente en el fuego considerablemente familiar del thriller urbano y corporativo post ochentero. En medio de grandes oficinas, grandes tiendas y confortables apartamentos a media luz en los cuales los ejecutivos se relajan en sofás mullidos. Gradualmente, la extensión violenta de los zombis que son los fans del escritor masivo, por vía de la lectura, van resquebrajando el escenario idílico de la metrópoli de los exitosos, para arrastrarlos por los callejones hacia el delirio, con un fantasma que amenaza los sueños, que impide el dormir, que viene del delirio para convertirse en carne. En este caso, el viaje de la road movie se convierte en un descenso pavoroso, efectivamente atmosférico hasta el fondo de una pesadilla que puede ser tan deslumbrante como tenebrosa, en la agorafobia desértica o en la claustrofobia de la que nadie escapa. Pero ese traslado se da de trompicón en trompicón, sin que los fabulosos espectros consigan guiar el camino descompuesto de los antihéroes. La desesperación que produce la presencia de todos esos elementos antológicos para construir una película auténticamente histórica, que se diluye sin asidero conceptual o dramático, es permanente en esta película. La ciudad elevada de las torres de edificios, las oficinas de las tensiones de poder, los callejones húmedos y humeantes, la carretera nocturna y finalmente el pueblo desangelado, y más bien endiablado, son tan potentes en la memoria de la revisión del horror y del Nuevo Hollywood sobre Estados Unidos que por si solos hacen que la tercera de la triada valga toda la pena, pero el desperdicio consciente o inconsciente de esos recursos hacen que todo se derrame por la intrascendencia, ni siquiera con el soporte del Sam Neil contemporáneo del blockbuster jurásico de Spielberg o la presencia aún dominante del mismísimo Charlton Heston. Inclusive, en los terrenos propios del género, los zombis impersonales se repiten como en `Prince of Darkness’ y se mantienen distantes de la consistencia de Romero, y la sensacional elaboración detallada 

jueves, 4 de agosto de 2022

El apocalipsis satánico de ‘Prince of Darkness’ y la ñoñería zombi de John Carpenter










Para 1987, John Carpenter ya estaba sólidamente posicionado como uno de los directores de culto en el género del horror a nivel global. Ya en su filmografía se había anotado clásicos notables como ‘Halloween’ (1979), ‘The Fog’ (1980) y ‘The Thing’ (1982), la primera entrega de su ahora reconocida trilogía apocalíptica. La segunda parte de la tríada es para ‘Prince of Darkness’ (1987), una película que demostraba que Carpenter se asentaba en su estilo pero no se detenía en la búsqueda de nuevos recursos. ‘Prince of Darkness’ nos cuenta la historia de una alianza entre la religión y la ciencia en pos de mantener encerrado al mismísimo Satanás en el sótano de una iglesia abandonada de Los Ángeles. Las cabezas de la alianza son el sacerdote local de la zona (Donald Pleasence) y el profesor Howard Black (Victor Wong), académico prominente de la física con tendencias metafísicas. El profesor Black recluta a un grupo de estudiantes multidisciplinarios para crear un campo en el cual pudiera controlarse la energía del príncipe de las tinieblas y evitar así su despertar. 

Carpenter le aporta a la larga tradición de ese enclave crucial entre la ciencia y la religión en el género del horror, sustento de no pocos clásicos del género considerablemente contemporáneos a la primera etapa de Carpenter en los terrenos del Nuevo Hollywood, como ‘The Exorcist’ (1973) y ‘The Omen’ (1976). En ‘Prince of Darkness’ (1987), Carpenter multiplica los personajes, los pone a todos en una palestra incontrolable, en la que se difuminan casi escaladamente, como con cronómetro, haciendo que la película transite accidentadamente, sin mayor elaboración dramática, al terreno del horror zombi, con inmensamente menos aciertos de lo que podría lograr George A. Romero, sin que baste que el mismísimo Alice Coopper sea la cabeza de la mancha de poseídos que crece en las inmediaciones de la iglesia donde la casi decena de héroes se refugian en su tarea científica – religiosa tampoco definida muy especialmente entre ingenieros, físicos, químicos, matemáticos y demás. Casi de forma exclusiva, la película se sostiene en la elegancia que logra construir Carpenter, valiéndose de la arquitectura propia de sus locaciones, en interiores y exteriores, aprovechando muy bien la tradicional arquitectura suburbana de la ciudad y por supuesto con su ya consistente aportación en la música, con los teclados que formarían parte de lo imperecedero de su estilo. Sin que se alcance a construir un vínculo suficientemente sólido como para que nos importe el destino de los personajes, van cayendo como moscas, por demás inocentes en el barrizal de su propia ñoñería y poca experticia. El trazado dramático de Carpenter, la telaraña en la que monta a las inconsistentes víctimas de su historia, es sin duda prometedor. Con la más poderosa oposición en términos históricos y culturales, la del Diablo (así con mayúsculas), y una sucesión de tentadoras reuniones para filosofar alrededor de la potente energía del mal, en medio de una extendida tensión sexual, el escenario se presta para toda una disputa de altos vuelos entre la razón y el ser, entre un bien diverso y un mal unitario. Sin embargo, las piezas van cayendo una a una sin mayor sobresalto (para la audiencia) y entonces los rostros se deshacen como si fueran una más de las notables monstruosidades de Carpenter. Pero cuando ya parece haberse perdido toda esperanza, en la realidad de la ficción y en la del espectador, la película resurge y el Diablo extiende su pezuña a través del portal interdimensional, paradójicamente para salvar a la película de Carpenter de su propia condena. Justo en la dirección opuesta a los fallos más convencionales, que cojean más en el remate, El ‘Príncipe de las Tinieblas’ de Carpenter se eleva con vigor en el último tramo, pero ya el lodo está en el cuello y es difícil que el platillo horroroso se salve lo suficiente de la quema.


jueves, 28 de julio de 2022

El apocalipsis bioquímico de ‘The Thing’ y la imitación descarnada de John Carpenter










En la renovación del género del horror en los terrenos del Nuevo Hollywood, John Carpenter se erigió como uno de los más destacados y transversales directores de este género en el mundo. Carpenter siempre ha sido un profundo admirador de la obra fundacional de Howard Hawks, uno de los grandes edificadores de los géneros y el star system del Hollywood clásico. En la encrucijada de caminos entre los géneros fantásticos y la obra plural de Hawks, es fácil comprender la inmensa fascinación de Carpenter por ‘The Thing’ (1951), la aportación simultánea de Hawks al horror y a la ciencia ficción. Carpenter inevitablemente estaría entonces destinado a hacer su propia adaptación de ‘Who Goes There?’ la novela corta de John W. Campbell, como lo hizo Hawks, una de sus grandes influencias, cuando quiso aproximarse más específicamente a su mundo. ‘The Thing’ (1982) cuenta la historia de un equipo de científicos investigadores asentados en la Antártida, quienes se cruzan con un helicóptero noruego que está a la caza de un perro local. En la defensa del animal, sin entender los gritos en noruego, matan de un disparo al cazador y el piloto R.J. MacReady (Kurt Russel) emprende la exploración de la base noruega, encontrando ruinas, cadáveres congelados y un humanoide deforme que llevan para hacerle una autopsia. 

El modelo que sigue Carpenter no es novedoso, no solamente por su condición de adaptación o por ser el remake de la película de Hawks, sino por no ser la primera entrega de la ciencia ficción horrorosa, o del horror cientificista, que apenas unos años atrás había dejado otro clásico con la elaboradísima ‘Alien’ (1979), de Riddley Scott. También Carpenter, como Scott, se alimenta del naufragio, de la desconfianza mútua, de la vulnerabilidad de los héroes que son presas de tu propio pavor. Pero a diferencia de Alien, ‘The Thing’ desciende del espacio exterior y se planta en una tierra verídica, aunque tan distante como es posible en los márgenes de la realidad, por lo cual se ata con más firmeza a la especulación sobre el mundo. Carpenter también aparta a las mujeres y parte de un grupo de hombres que se pelean como venados el territorio gélido. Desde sus propias especialidades, como puede serlo entre una comunidad científica real, estos hombres siempre están posicionándose en la crisis, en medio de la desconfianza, en la necesidad forzada y contraproducente de lo colectivo. Pero en ese posicionamiento, en esa reivindicación subsiste la amenaza misma, porque en el fondo puede yacer una imitación depredadora, una monstruosidad viral, que adopta una identidad para fagocitar al dueño de ese rostro y fagocitarlo a él y a los demás. Es una escalada inescrupulosa, mortífera, que solo es extinguida con el fuego abundante que alivia las temperaturas gélidas del entorno, bajo las llamas que ya eran la supervivencia antes de la llegada del monstruo. Carpenter observa la falsedad, la imitación, en un entorno social, desde la mirada del horror y con la perspectiva aún más horrorosa de una proyección social que permite la ciencia ficción. Solo un año después, Woody Allen, desde el encuentro entre la comedia y la farsa, observó el fondo del mismo problema con su extraordinaria ‘Zelig’ (1983), también en la imitación, en la falsedad, encubierta en una adaptación natural. Los sorprendentes y repugnantes efectos especiales y de maquillaje de ‘The Thing’ canalizan un sentimiento hondo de desprecio por esa monstruosidad, por ese huésped usurpador, que rapta la personalidad, que deshumaniza, que saquea la condición humana, para conservar solamente su rostro. Es una maldición descarnada, que puede tener el rostro de cualquiera, que distancia, que separa, que divide, que se reconvierte en bicho tan brutal como escurridizo. En esa despersonalización está el fondo de la inmensa grieta social.

jueves, 21 de julio de 2022

La consciencia carnal de David Cronenberg y el cuerpo superviviente de ‘Crimes of the future’













Durante más de cincuenta años, el canadiense David Cronenberg se ha convertido en el enclave más visible entre los géneros fantásticos del cine en Occidente, lo cual sin duda alguna lo ha posicionado como todo un autor determinante en la construcción de un cine transversal, que extiende las perspectivas a partir de la inmensa tradición artística, no solo narrativa de las fuentes de las cuales se alimenta. Cronenberg, uno de esos escasos autores que ha entregado clásicos década tras década, ha decidido retomar el hilo discursivo de su propia obra, algo que fácticamente debe ser aún más escaso que su propia trascendencia transgeneracional. Su más reciente largometraje, ‘Crimes of the future’ (2022), renueva el tema del que fue apenas su segundo largometraje, en 1970, el homónimo ‘Crimes of the future’, que resulta pertinente para los tiempos que vivimos, al menos en las ideas. En la evolución fisiológica de los seres humanos al entorno sintético, el artista de performance Saul Tarsen (Viggo Mortensen), secundado por la melancólica asistente Caprice (Léa Seydoux), hace de la cirugía de extracción de sus nuevos y desconocidos órganos todo un procedimiento de placer extenso, que va de lo más plenamente sexual hasta lo espiritual, cruzando la inmensa fascinación intelectual científica, encarnada en la entusiasta Timlin (Kristen Stewart).

En la discusión autorreferencial, Cronenberg encuentra la profundidad de su propio pensamiento, con el bien conocido arraigo casi obsesivo sobre la carnalidad trascendida, fusionada con el entorno, con las cosas, como una visceralidad extendida que termina por representar una existencia profunda, un alma innegable que deriva en dolor, en placer, en la muerte y en la vida. En un futuro ruinoso, seco, vacío, despreocupado finalmente por el entorno, emerge la belleza fulgurante de los seres humanos concentrados en su propio proceso interno, en la sardónicamente llamada “belleza interna”, no la de la personalidad, sino la de las tripas renovadas, las nuevas tripas que traen consigo el nuevo sexo, la nueva resistencia, el nuevo camino hacia la supervivencia. La historia de Cronenberg en esta especulación futurista se centra en el punto de transición entre la distopía y la utopía, en la antesala de la victoria de la resistencia que finalmente traerá la liberación. Se trata de una resistencia que se sustenta en la ruptura con las leyes naturales, en la nueva definición de lo natural que abre las puertas para la intervención del ser humano sobre su propio destino, en la apertura final de todas las puertas cerradas por el conservadurismo, en la reescritura del discurso evolutivo. El escenario de ‘Crimes of the future’ no se centra en la recuperación del entorno, es un mundo ensimismado pero extraordinariamente colectivo, en el que se comparte extensamente. Los seres humanos de esta visión futurista se abren de par en par, en los hechos y en los símbolos, se diseccionan entre sí, se reparan, se sacan los males de adentro, en el entorno griego en el que se filmó la película, en las ruinas del viejo mundo que sirven de muros, techos y recintos para convertirse finalmente en el marco de una obra de arte culminada, en la que los cuerpos son el convenio de todos los placeres. Cronenberg se distancia de una visión escéptica y repara en un camino más alcanzable para la humanidad, consistente en la revisión de sus propias entrañas. Podría también decirse que mira al planeta como un caso perdido, sobre el cual no vale la pena seguir esperanzado.  A pesar de la ausencia de una trama consistente, Cronenberg descansa su película en una atmósfera fascinante en sus propias sombras, en la trascendencia de un deseo auténticamente metafísico, con personajes inconstantes, inasibles, convulsionados en la búsqueda de aquel equilibrio definitivo que le dé sentido a todo.


jueves, 14 de julio de 2022

La cotidianidad mítica de ‘Kirikou y los hombres y las mujeres’ y el mundo interminable de Michel Ocelot













Para cerrar la trilogía de Kirikou, tras haber cultivado todo un terreno de memoria auténtica en la historia del cine de animación, Michel Ocelot confrontó al pequeño y heroico Kirikou con un nuevo conflicto, con una nueva adversidad, que ya no sería precisamente la bruja Karaba o las bestias salvajes, sino los hombres y las mujeres, los propios y los extraños, hombres y mujeres de su aldea y del exterior. Con la consolidación de todo un mundo ya bien identificado, en las profundidades del África Subsahariana, en la integración intensa de una naturaleza orgánica y transversal, en un escenario en ebullición, justo con la misma calidad latente de lo impredecible de la naturaleza más condensada, Ocelot traslada las historias excepcionales de Kirikou a la cotidianidad, a la particularidad propia de cada día, de un día común en la vida aldeana. En ‘Kirikou y los hombres y las mujeres’ (2012), su abuelo, en el fondo de la cueva, relata nuevas hazañas de Kirikou, que van desde la relación propia con los propios personajes de su aldea y con los externos, que llegan a transformar profundamente su perspectiva frente a todo el mundo y la vida. 

Las acciones de Kirikou parten del trabajo comunitario, de las tareas diarias, usualmente colectivas. Desde ese mismo mundo profundamente feliz, surge una novedad que resulta especialmente útil para describir una vida entera, una forma de existir, desde las chozas, en las inmediaciones de la selva, en los puntos específicos de un sistema integrado plenamente a algo mucho más extenso. Las miradas, el sueño, los pasos, los caminos y los gestos se vuelven relevantes, consiguen un relieve resplandeciente que pone en perspectiva una existencia desatendida desde nuestro mundo como espectadores. Con una extraordinaria habilidad, Ocelot consigue proyectar, desde la simplicidad de una vida funcional, todo un tejido interconectado, que puede derivar en valores extraordinarios y abismales, como la libertad, el amor, la vida misma. En las reparaciones simples de las chozas, en el cuidado mismo entre los aldeanos, en las risas, en las celebraciones constantes de la danza, en las risas, en las miradas, en la atención cada vez menos común en la comunicación. Poco a poco, historia tras historia, las historias de Kirikou dan cuenta de una vida que está en el propio entorno pero que pertenece a un universo mucho más extenso, que relaciona la vida de forma extendida, más allá de lo que puede ser perceptible, en las inmediaciones del entorno. Kirikou extiende gradualmente los hilos de un tejido extraordinario, lleno de matices, en los que la simplicidad de las cosas alberga una trascendencia profunda. Los colores y las líneas característicos en el mundo que ha creado Ocelot dan cuenta de una biología detallada, de una verdad escalada e inmanente a todo lo que se considera vivo. La progresión didáctica de las tareas, de las artes, de la música, de los procesos naturales de la supervivencia misma, dejan entrever una realidad asombrosa. La estructura convencional de este libro de cuentos, no permite que nada trascienda, porque a fin de cuentas ya es trascendente, desde su propia cotidianidad, desde su propia realidad. Es la repetición de los días, pero cada día trae su propia particularidad y en un entorno interconectado y orgánico resulta ser la repetición de la trascendencia, como si asistiéramos a las costumbres de un mundo trascendido, con una fuerte presencia en la vida de cada quien. Kirikou, como siempre, es el personaje que activa los acontecimientos míticos, aquellos que a fin de cuentas se convertirán en el sustento de la tradición oral, en el vehículo de una memoria que se transmite boca a boca, de generación en generación. 


jueves, 7 de julio de 2022

La aldea reverdecida de ‘Kirikou y las bestias salvajes’ y la comunidad universal de Michel Ocelot y Benedicte Galup

Para la segunda película de la trilogía de Kirikou, Michel Ocelot trabajó muy de cerca con Bénédict Galup, un animador experto, que incluso tiene crédito como codirector. La razón se puede explicar fácilmente con el notable avance en los detalles y las precisiones extraordinaria de ‘Kirikou y las bestias salvajes’ (2005). Sobre la estela inolvidable de ‘Kirikou y la hechicera’ (1998), Ocelot y Galup consiguen hacer del pequeño Kirikou un héroe trascendente desde su propia aldea. Desde su trono en el fondo de la gruta azul, el abuelo nos relata las varias transformaciones de Kirikou en las tareas propias de su comunidad, al interior de su aldea, desde el jardinero dedicado hasta el gran héroe histórico, pasando por alfarero visionario. Desde esa perspectiva territorial, Kirikou se proyecta como un héroe que encuentra la redención a partir de su parte como tejido comunitario. 

Ocelot y Galup parten de la aldea reverdecida tras la hazaña de Kirikou que trajo de vuelta el agua, tras internarse al centro mismo de la tierra. De forma extraordinariamente novedosa, la saga continúa con una deriva del episodio del regreso del agua a la aldea. En la regeneración de los huertos secos, Kirikou se erige como un líder inagotable, que con su velocidad extrema surca la tierra para que vuelvan a crecer las plantas, pero en el contexto de esa misma naturaleza integral, las bestias salvajes, los animales silvestres, que también reclaman su parte, que hacen su papel en el círculo equilibrado. Kirikou los enfrenta acogiéndolos, redirigiéndolos, soportado en la convivencia. Kirikou nuevamente, como en ‘Kirikou y la hechicera’, recorre un camino de obstáculos, pero en el universo particular de una comunidad universal, en la colectividad. Como una película de perfil mucho más infantil, en la simplicidad de los acontecimientos, pareciera extenderse la representación de una cultura que no puede ser más original que la africana subsahariana. Esa representación de la integralidad se fortalece en el minimalismo propio del relato infantil. Se trata de una síntesis que profundiza la esencia cultural misma, que consigue cada vez más expresar la naturalidad como un elemento común para todos. Ocelot aumenta considerable los múltiples retratos en close-up de Kirikou y su aldea, en la exaltación estética de la negritud, en la desnudez, en el dibujo detallado de un fondo armónico, lleno de brillo, de detalles, de ornamentos naturales que auténticamente conmueven. La inteligencia de Kirikou no parte de un conocimiento heredado, sino de una virtud fundamentalmente sobrenatural, como sucede con los dones de los héroes. Parte de una intuición potente, de una previsión insospechada. Así pues, fuera de su gran velocidad, los dones de Kirikou no parecen realmente inalcanzables pues se complementan con una inteligencia que lo hace siempre útil, que lo convierte en el líder más apto a pesar de la subestimación que suele pesar sobre él, y también radica en lo que parecería su debilidad, en un tamaño minúsculo que le permite penetrar el espacio con una ductilidad asombrosa. Los animales no se presentan como supervillanos en esta gran épica de carácter mítico y popular, sino que aparecen simplemente como elementos que necesitan de reorganización armónica, de integrarse de nuevo en el gran tejido de la naturaleza. Por otra parte, los ejércitos que comanda la bruja Karaba son el total artificio, una pléyade de máquinas torpes, que chocan entre sí, que no tienen siquiera la flexibilidad para alcanzar la elusión indestructible de Kirikou. En los ciclos interminables, Kirikou pronto se convierte en el nuevo rescatista de la sociedad matriarcal y les abastece de los antídotos suficientes contra el veneno de la embriaguez colectiva. A fin de cuentas, se trata de nuevo de los jóvenes que tienen que poner su vigor en beneficio de los más débiles.