jueves, 14 de julio de 2022

La cotidianidad mítica de ‘Kirikou y los hombres y las mujeres’ y el mundo interminable de Michel Ocelot













Para cerrar la trilogía de Kirikou, tras haber cultivado todo un terreno de memoria auténtica en la historia del cine de animación, Michel Ocelot confrontó al pequeño y heroico Kirikou con un nuevo conflicto, con una nueva adversidad, que ya no sería precisamente la bruja Karaba o las bestias salvajes, sino los hombres y las mujeres, los propios y los extraños, hombres y mujeres de su aldea y del exterior. Con la consolidación de todo un mundo ya bien identificado, en las profundidades del África Subsahariana, en la integración intensa de una naturaleza orgánica y transversal, en un escenario en ebullición, justo con la misma calidad latente de lo impredecible de la naturaleza más condensada, Ocelot traslada las historias excepcionales de Kirikou a la cotidianidad, a la particularidad propia de cada día, de un día común en la vida aldeana. En ‘Kirikou y los hombres y las mujeres’ (2012), su abuelo, en el fondo de la cueva, relata nuevas hazañas de Kirikou, que van desde la relación propia con los propios personajes de su aldea y con los externos, que llegan a transformar profundamente su perspectiva frente a todo el mundo y la vida. 

Las acciones de Kirikou parten del trabajo comunitario, de las tareas diarias, usualmente colectivas. Desde ese mismo mundo profundamente feliz, surge una novedad que resulta especialmente útil para describir una vida entera, una forma de existir, desde las chozas, en las inmediaciones de la selva, en los puntos específicos de un sistema integrado plenamente a algo mucho más extenso. Las miradas, el sueño, los pasos, los caminos y los gestos se vuelven relevantes, consiguen un relieve resplandeciente que pone en perspectiva una existencia desatendida desde nuestro mundo como espectadores. Con una extraordinaria habilidad, Ocelot consigue proyectar, desde la simplicidad de una vida funcional, todo un tejido interconectado, que puede derivar en valores extraordinarios y abismales, como la libertad, el amor, la vida misma. En las reparaciones simples de las chozas, en el cuidado mismo entre los aldeanos, en las risas, en las celebraciones constantes de la danza, en las risas, en las miradas, en la atención cada vez menos común en la comunicación. Poco a poco, historia tras historia, las historias de Kirikou dan cuenta de una vida que está en el propio entorno pero que pertenece a un universo mucho más extenso, que relaciona la vida de forma extendida, más allá de lo que puede ser perceptible, en las inmediaciones del entorno. Kirikou extiende gradualmente los hilos de un tejido extraordinario, lleno de matices, en los que la simplicidad de las cosas alberga una trascendencia profunda. Los colores y las líneas característicos en el mundo que ha creado Ocelot dan cuenta de una biología detallada, de una verdad escalada e inmanente a todo lo que se considera vivo. La progresión didáctica de las tareas, de las artes, de la música, de los procesos naturales de la supervivencia misma, dejan entrever una realidad asombrosa. La estructura convencional de este libro de cuentos, no permite que nada trascienda, porque a fin de cuentas ya es trascendente, desde su propia cotidianidad, desde su propia realidad. Es la repetición de los días, pero cada día trae su propia particularidad y en un entorno interconectado y orgánico resulta ser la repetición de la trascendencia, como si asistiéramos a las costumbres de un mundo trascendido, con una fuerte presencia en la vida de cada quien. Kirikou, como siempre, es el personaje que activa los acontecimientos míticos, aquellos que a fin de cuentas se convertirán en el sustento de la tradición oral, en el vehículo de una memoria que se transmite boca a boca, de generación en generación. 


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