jueves, 4 de agosto de 2022

El apocalipsis satánico de ‘Prince of Darkness’ y la ñoñería zombi de John Carpenter










Para 1987, John Carpenter ya estaba sólidamente posicionado como uno de los directores de culto en el género del horror a nivel global. Ya en su filmografía se había anotado clásicos notables como ‘Halloween’ (1979), ‘The Fog’ (1980) y ‘The Thing’ (1982), la primera entrega de su ahora reconocida trilogía apocalíptica. La segunda parte de la tríada es para ‘Prince of Darkness’ (1987), una película que demostraba que Carpenter se asentaba en su estilo pero no se detenía en la búsqueda de nuevos recursos. ‘Prince of Darkness’ nos cuenta la historia de una alianza entre la religión y la ciencia en pos de mantener encerrado al mismísimo Satanás en el sótano de una iglesia abandonada de Los Ángeles. Las cabezas de la alianza son el sacerdote local de la zona (Donald Pleasence) y el profesor Howard Black (Victor Wong), académico prominente de la física con tendencias metafísicas. El profesor Black recluta a un grupo de estudiantes multidisciplinarios para crear un campo en el cual pudiera controlarse la energía del príncipe de las tinieblas y evitar así su despertar. 

Carpenter le aporta a la larga tradición de ese enclave crucial entre la ciencia y la religión en el género del horror, sustento de no pocos clásicos del género considerablemente contemporáneos a la primera etapa de Carpenter en los terrenos del Nuevo Hollywood, como ‘The Exorcist’ (1973) y ‘The Omen’ (1976). En ‘Prince of Darkness’ (1987), Carpenter multiplica los personajes, los pone a todos en una palestra incontrolable, en la que se difuminan casi escaladamente, como con cronómetro, haciendo que la película transite accidentadamente, sin mayor elaboración dramática, al terreno del horror zombi, con inmensamente menos aciertos de lo que podría lograr George A. Romero, sin que baste que el mismísimo Alice Coopper sea la cabeza de la mancha de poseídos que crece en las inmediaciones de la iglesia donde la casi decena de héroes se refugian en su tarea científica – religiosa tampoco definida muy especialmente entre ingenieros, físicos, químicos, matemáticos y demás. Casi de forma exclusiva, la película se sostiene en la elegancia que logra construir Carpenter, valiéndose de la arquitectura propia de sus locaciones, en interiores y exteriores, aprovechando muy bien la tradicional arquitectura suburbana de la ciudad y por supuesto con su ya consistente aportación en la música, con los teclados que formarían parte de lo imperecedero de su estilo. Sin que se alcance a construir un vínculo suficientemente sólido como para que nos importe el destino de los personajes, van cayendo como moscas, por demás inocentes en el barrizal de su propia ñoñería y poca experticia. El trazado dramático de Carpenter, la telaraña en la que monta a las inconsistentes víctimas de su historia, es sin duda prometedor. Con la más poderosa oposición en términos históricos y culturales, la del Diablo (así con mayúsculas), y una sucesión de tentadoras reuniones para filosofar alrededor de la potente energía del mal, en medio de una extendida tensión sexual, el escenario se presta para toda una disputa de altos vuelos entre la razón y el ser, entre un bien diverso y un mal unitario. Sin embargo, las piezas van cayendo una a una sin mayor sobresalto (para la audiencia) y entonces los rostros se deshacen como si fueran una más de las notables monstruosidades de Carpenter. Pero cuando ya parece haberse perdido toda esperanza, en la realidad de la ficción y en la del espectador, la película resurge y el Diablo extiende su pezuña a través del portal interdimensional, paradójicamente para salvar a la película de Carpenter de su propia condena. Justo en la dirección opuesta a los fallos más convencionales, que cojean más en el remate, El ‘Príncipe de las Tinieblas’ de Carpenter se eleva con vigor en el último tramo, pero ya el lodo está en el cuello y es difícil que el platillo horroroso se salve lo suficiente de la quema.


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