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jueves, 30 de mayo de 2024

La Alemania cómplice de ‘La caída de los dioses’ y la devastación nazi por Luchino Visconti


En las canteras del Neorrealismo, la primera vanguardia cinematográfica de posguerra tras la Segunda Guerra Mundial, no solamente empezó el avance histórico de la contracultura cinematográfica con respecto a Hollywood, sino que se gestaron algunos de los autores más destacados del cine europeo en el corazón del siglo XX. Como Fellini y Antonioni, Luchino Visconti también nació para el cine en la escuela neorrealista, con la diferencia de que inmediatamente fue uno de los grandes maestros de aquella corriente histórica del arte. Clásicos como ‘La tierra tiembla’ (1948) y ‘Bellísima’ (1951) le dieron consistencia, expansión y popularidad al Neorrealismo en lo esencial. Y en la transición hacia la independencia de los autores italianos, en la década de los 60, Visconti dejó inmediatamente nuevas obras de referencia para el cine europeo en el albor de la contracultura, como lo siguen siendo ‘Rocco y sus hermanos’ (1960), ‘El Gatopardo’ (1963) y ‘El Extranjero’ (1967), en las cuales Visconti hacía una exploración tan histórica como profunda del pasado e Italia, sobre los hombros firmes del Neorrealismo. Con todo este inmenso antecedente, Visconti emprendería el último tramo de su vida y de su filmografía con la “trilogía de Alemania”, en cuyo necesario replanteamiento histórico, que poco a poco recorrían otros cineastas más jóvenes y de la misma Alemania como Fassbinder, el histórico cineasta italiano encontró un caldo de cultivo para liberar demonios, pasiones y convulsiones propias de la confrontación de aquella Europa de mitad de siglo consigo misma. La primera entrega del tríptico alemán de Visconti fue ‘La caída de los dioses’ (1969), un estudio de la aristocracia industrial alemana, entregada a los negocios cómplices con el régimen nazi y derivada en la degradación más profunda de su propia humanidad. 

El ascenso y posterior encumbramiento del régimen nazi en Alemania ha sido un tema constante en el cine europeo, incluso antes de que se consolidara en los hechos, como lo advertía siempre de forma subrepticia el Expresionismo Alemán, y como lo extendió Fritz Lang más allá de lo histórico hasta lo filosófico, en su trilogía del Doctor Mabuse. Visconti, heredero de la multiplicidad de artes europeas, desde el teatro hasta la música, pasando por la ópera e incluso la pintura, elaboró en ‘La caída de los dioses’ el retrato multitudinario y escandaloso de una sociedad depravada, delirante en su hundimiento; en el naufragio de todas sus pompas de lujo y exceso. Los nazis, en el deleite de sus crímenes infernales, en la muerte, contagian en la película de Visconti a una aristocracia que adolece de principios para defenderse mínimamente de una violencia conceptual completa, que no solo le compete a lo físico, sino también a lo emocional, que se sustenta en la imposición brutal de todo tipo de fuerzas por parte de un régimen devastador. La cámara de Visconti esencialmente vuela por los grandes salones, se concentra en los rostros compungidos y se infiltra en las intimidades perversas. Se pasea observante del delirio melancólico de puñados de almas perdidas, que a fin de cuentas, necesitan sacar de adentro sus monstruos: aquellos incluso nobles y vilmente castrados por la infamia, como los de la homosexualidad largamente reprimida (que el mismo Visconti reivindicó mil veces) o esos tan oscuros que son también ciegos, que avanzan como fantasmas sombríos, como la pedofilia y el incesto. 

Pocos en la historia han dirigido a los actores como Visconti y especialmente en ‘La caída de los dioses’ el eje impresionante y desgarrado que construye en torno a Helmut Griem (su amante por ese entonces) y la por sí misma siempre espectacular Ingrid Thulin (musa eterna de Bergman), desemboca en todo un sistema solar con dos soles. Una exhibición de evoluciones, destrezas, destellos e interacciones milagrosas. 


jueves, 20 de octubre de 2022

El silencio inquietante de 'El Silencio' y la integración creativa de Ingmar Bergman


Pocos cineastas en la historia del cine han sido tan influyentes y transformadores como Ingmar Bergman. Desde los inicios de su carrera, Bergman hizo del cine un arte verdaderamente evolucionado como canal expresivo. Su aporte al lenguaje, a la conceptualización, a la expresividad, a la técnica y a la voz autoral sigue siendo motivo de estudio profundo hasta nuestros días. La forma en la cual Bergman vertió en sus películas las perspectivas de su experiencia con respecto a la condición humana y al mundo llevó también a la reflexión profunda con respecto a temas cruciales. Una de las películas en las cuales se pueden encontrar reunidas de mejor forma todas estas inquietudes del actor sueco es sin duda ‘El silencio’ (1963), una película que ha terminado de cierta forma oculta detrás de otros títulos inmortales en la filmografía de Bergman, pero que resulta inolvidable para quienes deciden explorar su legado. ‘El silencio’ nos describe el viaje de dos hermanas Ester (Ingrid Thulin) y Anna (Gunnel Lindblom), acompañadas por Johan (Jörgen Lindström), el pequeño hijo de esta última, con destino a un país indefinido en plena guerra, en el centro de Europa. Ester enferma cada vez más y se dirigen a un hotel en donde finalmente parecen desatar finalmente sus emociones más intrínsecas, todo esto con el pequeño Johan como un testigo que descubre el mundo a su edad.

Desde el propio trayecto en el tren, Bergman nos introduce en una experiencia llena de sensaciones, casi palpables, en las que podemos percibir el calor intenso de la temporada, el estertor del decaimiento físico, el contacto físico. Así nos vamos adentrando, igual que los personajes, en un paisaje lleno de pulsiones incluso sexuales que hacen ebullición cada vez con más fuerza. Las dos hermanas se plantean como la clásica separación entre la razón y el ser. Ester es una mujer culta, asaltada por la desesperanza de su enfermedad y con las ansiedades propias de su intelectualidad. Anna es una mujer joven, plena, física, llena de deseo, en busca de la liberación. Estos dos planetas colisionan frente a la vista de Johan, un niño repleto de curiosidad, inquieto, con una mirada absorta y una actitud abierta. Bergman recorre los espacios de este gran hotel con maestría, retratando la presencia de estos dos seres contrarios pero vinculados en medio de pasiones que de una u otra forma las queman intensamente. Los cuerpos se expresan con naturalidad y eso implica proporciones similares de belleza y de horror. Los tanques de guerra se pueden ver por la ventana en medio de la noche, como si fueran la representación de la avanzada misma de la conmoción en los personajes. Contar con tres personajes alrededor de los cuales construir la trama le permite a Bergman dominar con maestría el ritmo de la película, ya que podemos transitar del ardor placentero de Anna al incendio doloroso de Esther con un espacio para la contemplación que se puede derivar de Johan como un niño descuidado en un palacio, que camina los corredores conectando sus sentidos como si se alimentara del entorno. Los temas que durante toda la vida se expresaron en el cine de Bergman hacen su aparición como si profetizaran filmes futuros. Podemos vislumbrar la enfermedad de ‘Gritos y susurros’, la dualidad de ‘Persona’, la infancia de ‘Fanny y Alexander’, el conflicto familiar de ‘Sonata de otoño’ y por supuesto se extienden las inquietudes de películas anteriores, como el fantasma mortuorio de ‘El séptimo sello’, o en el camarero (Håkan Jahnberg), el enternecimiento de la senectud en ‘Fresas salvajes’ o el escenario teatral frecuente en su filmografía.

Para esta película, Bergman contaba ya con un equipo consolidado, en donde por supuesto se destaca la presencia del gran Sven Nykvist, quien logra hace de cada plano una imagen para degustar. La cámara también vislumbra el desarrollo del movimiento sobre el corte en el cine de Bergman, con una fluidez hipnótica. Por supuesto, Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom, dos favoritas particulares de Bergman, confluyen en un encuentro actoral que por sí solo vale históricamente.


jueves, 13 de octubre de 2022

El silencio de la fe de ‘Luz de invierno’ y la crítica anticlerical de Ingmar Bergman


Tras los visos terroríficos de ‘A través del espejo’, en la consolidación estilística que se daba golpe tras golpe cinematográfico en la filmografía de Ingmar Bergman en la década de los sesenta, la reflexión sobre el silencio extendido de Dios, sobre el abandono divino, continuaba con ‘Luz de Invierno’ (1963), en donde Bergman nuevamente concentraba en otro aislamiento a sus personajes convulsos hacia el interior, para entregarlos a la angustia de una crisis de fe, esta vez desde la dignidad de las jerarquías eclesiásticas. ‘Luz de invierno’ cuenta la historia de la profunda crisis de fe del sacerdote Thomas Ericsson (Gunnar Björnstrand), el párroco de una lejana e incipiente comunidad clavada en la crudeza invernal, con todo y sus desolaciones. Lo acompaña con amor auténticamente carnal Märta Lundberg (Ingrid Thulin), una joven mujer especialmente diligente, protectora y entregada por completo a una tarea que jamás es recompensada. La visita que le hace en privado, en la oficina sacerdotal, la pareja conformada por los Persson, Jonas y Karin (Max von Sydow y Gunnel Lindblom), quienes lidian con la profunda e intensa depresión suicida del marido, sacude estructuralmente no solo la fe sino las razones enteras de Ericsson para llevar la vida que ha construido por décadas. 
Bergman estructura su contundente crítica clerical desestructurando desde el ritual mismo de la misa. Poco a poco, en el encuentro entre los comulgantes y el sacerdote, se empieza a romper la solemnidad, en el silencio autoimpuesto, en la esperanza de redención de los fieles, que se encuentran con un árbol que ya no les puede dar sombra, que no soporta siquiera la bondad mínima, que está harto de pretender, que quiere incluso librarse del amor romántico, cruelmente y sin arrepentimientos. Esa ida y vuelta constante entre lo público y lo privado, entre el deber ser y el ser mismo, se hace cada vez más crítica y conflictiva en la realidad, en unas urgencias inaguantables. Thomas Ericsson se arranca la sotana de tal manera que olvida y poco le importa a fin de cuentas que hayan recurrido a él como alternativa para evitar un suicidio. El efecto de una profunda rebelión interna solo puede ser descomunal y violento cuando fue causado por la toma de consciencia de un largo de tiempo de entrega a lo que ahora surge como inaudito y, sobre todo, como falso, como irreal. 
A estas alturas de la filmografía de Bergman, el histórico cineasta sueco ya sabía bien hacer de los rostros todo un paisaje, un espectáculo emocional de confrontaciones intensas, que ponen en riesgo la vida o la cordura. Todo esto con el respaldo extraordinario, nuevamente de Sven Nykvist y de unos actores que son auténticos aliados en esa tarea, que crecen al ritmo de sus intenciones, que son capaces de sostener ellos mismos la carga dramática de muchas narrativas concentradas en una sola, desde aquella de la misma trama hasta las propias de la descripción de un paisaje interno convulsionado por las angustias, por la desesperación, por el dolor o por el abandono de Dios, por la espera interminable por el milagro. En el mundo inclemente del invierno más implacable, se ensañan las crisis con los comulgantes, que ya pueden soportar su subsistencia extensa con la fe. En la necesidad constante de estarse explicando la ausencia de esa presencia eternamente prometida. Cuando la luz de invierno ilumina la consciencia sacudida de Ericsson, lo que se puede ver con claridad es que la red que ha logrado la supervivencia de la pequeña aldea ha sido una red comunitaria que es frágil, y que necesita constantemente de los esfuerzos titánicos de cada individuo, para soportar el peso abrumador de la existencia, en los cuerpos y las mentes constatablemente dolientes. 





























sábado, 14 de julio de 2018

El espectáculo emocional de Ingmar Bergman y la memoria desgarradora de ‘Gritos y susurros’


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Esta semana, se cumplen cien años del natalicio del fundamental cineasta sueco Ingmar Bergman, una de las figuras más importantes en el desarrollo del cine europeo durante tres décadas. Bergman marcó la pauta del cine al iniciar la segunda mitad del siglo XX, con una cantidad de clásicos que solamente puede ostentar un grupo de cineastas realmente reducido. Después de su vertiginosa y abundante filmografía durante los cincuenta y sesenta, Bergman marcó su primera obra maestra en la década de los setenta con ‘Gritos y susurros’, una película vigorosa, espasmódica y pasional como solo es posible para un artista de su calibre e intensidad. ‘Gritos y susurros’ nos sitúa históricamente en los albores del siglo XX, en la agonía de Agnes (Harriet Andersson), quien es visitada por sus hermanas Karin (Ingrid Thulin) y Maria (Liv Ullman) en el desenlace de su enfermedad, mientras es protegida maternalmente por su criada y madre sustituta Anna (Kari Sylwan). El agudo, terrorífico e ineludible dolor que padece Agnes reabre exponencialmente las heridas memoriosas de la familia, las huellas placenteras y dolorosas de la sexualidad y la convivencia de Karin y María con sus parejas, además de la mirada prácticamente sobrenatural de Anna, hasta el punto de sacar a la luz la auténtica cara de un grupo familiar clasista, reprimido, represor, cruda y violentamente pragmático.

Para emprender esta película, Bergman convocó a una buena parte de sus actores favoritos, incluyendo a la inspiradora Liv Ullman y a la sobrecogedora Ingrid Thulin, quienes aquí, encarnando a Karin y Maria, tienen una confrontación escénica que sirve de eje para sostener las pasiones turbulentas de una auténtica danza emocional. No es menos impactante la actuación de otra de sus actrices de cabecera: Harriet Andersson, quien se escuece del dolor de tal forma que nos presiona el pecho como espectadores. Además, también está presente el muy versátil Erland Josephson, otro frecuente en la filmografía de Bergman, quien interpreta al cálido doctor David. Con este elenco que conoce casi como una extensión de sí mismo, el prodigioso director sueco construye un espectáculo lleno de matices para la observación y la escucha. Para la narración utiliza la voz de la misma Agnes como narradora, contando en gran parte el trasfondo de esta familia que se encuentra en este punto lleno de pena. Después, utiliza las diferentes voces de las protagonistas, para que cada una presente su testimonio de la situación y las derivaciones que implica internamente, incluyendo la voz de la querida y leal Anna. Bergman marca estos testimonios con contraluces para el inicio y el final, enmarcados en una propuesta fotográfica llena de zonas de luz que en muchas ocasiones definen por completo la existencia de los personajes en el espacio. La cámara fluye de forma especialmente ligera, casi como si nos pusiera en la posición de un ente que recorre esta gran casona, prefiriendo siempre el montaje sobre el plano, la recomposición sin el corte de edición, con un trazo escénico impecable en cada instante. Los detalles, los primeros planos y los fondos como de teatro guiñol están presentes aquí dentro de todo el impresionante desarrollo de un diseño de producción lleno de rojos y arabescos floridos, con trajes esplendorosos que sirven de fondo a unas pieles casi perceptibles, a unas miradas que parecen surgir de ese mismo entorno para invitarnos, para integrarnos a este entorno tan atrayente y al mismo tiempo tan violento. Los amaneceres y los atardeceres son permanentes, como una representación de los ciclos que aquí se abren y cierran de forma casi dictatorial, sin tener en cuenta las tribulaciones de estas mujeres intensas, expuestas, llenas de vida y muerte.

Después de haber expresado sus ideas con respecto a la existencia y el mundo durante las décadas anteriores, con ‘Gritos y susurros’, Bergman entro a una década prolífica cinematográficamente expresando lo más personal de su propia humanidad, de su mirada única como artista. Se puede decir que gradualmente empezó a recogerse sobre sí mismo, en una contemplación intensa de su existencia.