jueves, 15 de diciembre de 2022

El apartamento sepulcral de ‘El Inquilino' y el descargo antisocial de Roman Polanski



Tras la relevancia que tuvo ‘Rosemary’s Baby’ como pieza considerable del horror para la época, Polanski regresó a París, la ciudad que fue escenario de su expansión individual como artista, para filmar el cierre de la “trilogía de los apartamentos”, en unas calles bien conocidas para él, pero en inglés, para aprovechar la visibilidad comercial que empezaba a conquistar. A mediados de los años setenta, con el idealismo mucho más fundido por las aplastantes realidades políticas de Occidente, Polanski aprovecha para desplegar el carácter sardónico que ya era bien reconocible en su estilo y en el discurso que necesitaba expresar. 

En ‘El Inquilino’, Polanski toma buena parte de su propia circunstancia para construir a Trelkovsky, el personaje principal, interpretado por él mismo. Se trata de un polaco naturalizado francés que está incrustado en una ciudad constantemente acosadora, demandant, que se sitúa en medio de una inquisición que aparece por doquier. Busca un apartamento en los viejos inquilinatos parisinos para vivir una vida promedio como oficinista, con amigos vulgares y la expectativa de algún romance en los círculos intelectuales de la juventud. Con fortuna da con un lugar irresistible, marcado por el suicidio de su anterior huésped, una egiptóloga que dejó pedazos de sí misma y de su profesión por todo el espacio y terminó por lanzarse por la ventana hacia el patio interior. Ese fantasma siempre invisible todavía flota a sus anchas. 

De la mano del ya íntimo guionista Gerard Brach, Polanski elabora otro retrato de psicología meticulosa, como el de las dos protagonistas predecesoras en la trilogía, pero ahora sobre un hombre temeroso, introvertido, que no puede encajar su vida en un entramado social lleno de acoso, de roles impuestos con gran violencia pasiva. La sombra de Simone Choule se difunde cada vez más en la vida de Trelkovsky y penetra cada vez más en su vida, como si lo poseyera por completo. Lo que se revela progresivamente es un sepulcro, lleno de vestigios egipcios, en el que se está formando una nueva momia con Trelkovsky, el que se empieza a recubrir de nuevas ropas y de nuevas vendas para transformarse en la suicida interminable. 

Pero en el terreno realista cada vez más diluido, Trelkovsky es un hombre tan aislado como marginado, azotado por diversas uniformidades estrictas, las de su propios vecinos de inquilinato, la de sus compañeros que lo someten a un comportamiento repleto de construcciones sociales ineludibles e incluso una intelectualidad que lo acecha con el utilitarismo por su relación apenas existente con el caso de la egiptóloga que ahora lo ronda. Con esos elementos, en el trasfondo del horror, Polanski construye todo un descargo antisocial, una observación especialmente incisiva y crítica sobre la sociedad misma, como las muchas coerciones para el desarrollo mismo de la personalidad e incluso para vivir la vida. Se trata de una auténtica tiranía 

En el escenario propio del horror como género, ‘El Inquilino’ es una película ejemplar, especialmente en la abstracción de los espacios, en esa extraordinaria ruptura del tiempo y la distancia. En medio de la oscuridad, en donde apenas aparece la mancha cada vez más desfigurada del rostro expresivo de una mente que se derrumba, se pierde la noción de las distancias, las medidas, igual que se resquebraja el quicio de la cordura. Los exteriores de París también se hacen cada vez menos amables, cada vez están más fríos, más distantes, y Trelkovsky sufre progresivamente de una soledad cruel, imposible de evitar por su propia vulnerabilidad mental, por el miedo que lo inunda cada vez más, en forma de una paranoia extraordinaria. Este entonces es el horror más filoso, el más aterrador, porque se distancia de los sobrenatural y más bien se ciñe tenebroso en la naturalidad misma de la condición humana y social.

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