jueves, 13 de octubre de 2022

El silencio de la fe de ‘Luz de invierno’ y la crítica anticlerical de Ingmar Bergman


Tras los visos terroríficos de ‘A través del espejo’, en la consolidación estilística que se daba golpe tras golpe cinematográfico en la filmografía de Ingmar Bergman en la década de los sesenta, la reflexión sobre el silencio extendido de Dios, sobre el abandono divino, continuaba con ‘Luz de Invierno’ (1963), en donde Bergman nuevamente concentraba en otro aislamiento a sus personajes convulsos hacia el interior, para entregarlos a la angustia de una crisis de fe, esta vez desde la dignidad de las jerarquías eclesiásticas. ‘Luz de invierno’ cuenta la historia de la profunda crisis de fe del sacerdote Thomas Ericsson (Gunnar Björnstrand), el párroco de una lejana e incipiente comunidad clavada en la crudeza invernal, con todo y sus desolaciones. Lo acompaña con amor auténticamente carnal Märta Lundberg (Ingrid Thulin), una joven mujer especialmente diligente, protectora y entregada por completo a una tarea que jamás es recompensada. La visita que le hace en privado, en la oficina sacerdotal, la pareja conformada por los Persson, Jonas y Karin (Max von Sydow y Gunnel Lindblom), quienes lidian con la profunda e intensa depresión suicida del marido, sacude estructuralmente no solo la fe sino las razones enteras de Ericsson para llevar la vida que ha construido por décadas. 
Bergman estructura su contundente crítica clerical desestructurando desde el ritual mismo de la misa. Poco a poco, en el encuentro entre los comulgantes y el sacerdote, se empieza a romper la solemnidad, en el silencio autoimpuesto, en la esperanza de redención de los fieles, que se encuentran con un árbol que ya no les puede dar sombra, que no soporta siquiera la bondad mínima, que está harto de pretender, que quiere incluso librarse del amor romántico, cruelmente y sin arrepentimientos. Esa ida y vuelta constante entre lo público y lo privado, entre el deber ser y el ser mismo, se hace cada vez más crítica y conflictiva en la realidad, en unas urgencias inaguantables. Thomas Ericsson se arranca la sotana de tal manera que olvida y poco le importa a fin de cuentas que hayan recurrido a él como alternativa para evitar un suicidio. El efecto de una profunda rebelión interna solo puede ser descomunal y violento cuando fue causado por la toma de consciencia de un largo de tiempo de entrega a lo que ahora surge como inaudito y, sobre todo, como falso, como irreal. 
A estas alturas de la filmografía de Bergman, el histórico cineasta sueco ya sabía bien hacer de los rostros todo un paisaje, un espectáculo emocional de confrontaciones intensas, que ponen en riesgo la vida o la cordura. Todo esto con el respaldo extraordinario, nuevamente de Sven Nykvist y de unos actores que son auténticos aliados en esa tarea, que crecen al ritmo de sus intenciones, que son capaces de sostener ellos mismos la carga dramática de muchas narrativas concentradas en una sola, desde aquella de la misma trama hasta las propias de la descripción de un paisaje interno convulsionado por las angustias, por la desesperación, por el dolor o por el abandono de Dios, por la espera interminable por el milagro. En el mundo inclemente del invierno más implacable, se ensañan las crisis con los comulgantes, que ya pueden soportar su subsistencia extensa con la fe. En la necesidad constante de estarse explicando la ausencia de esa presencia eternamente prometida. Cuando la luz de invierno ilumina la consciencia sacudida de Ericsson, lo que se puede ver con claridad es que la red que ha logrado la supervivencia de la pequeña aldea ha sido una red comunitaria que es frágil, y que necesita constantemente de los esfuerzos titánicos de cada individuo, para soportar el peso abrumador de la existencia, en los cuerpos y las mentes constatablemente dolientes. 





























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