Para la segunda película de la trilogía de Kirikou, Michel Ocelot trabajó muy de cerca con Bénédict Galup, un animador experto, que incluso tiene crédito como codirector. La razón se puede explicar fácilmente con el notable avance en los detalles y las precisiones extraordinaria de ‘Kirikou y las bestias salvajes’ (2005). Sobre la estela inolvidable de ‘Kirikou y la hechicera’ (1998), Ocelot y Galup consiguen hacer del pequeño Kirikou un héroe trascendente desde su propia aldea. Desde su trono en el fondo de la gruta azul, el abuelo nos relata las varias transformaciones de Kirikou en las tareas propias de su comunidad, al interior de su aldea, desde el jardinero dedicado hasta el gran héroe histórico, pasando por alfarero visionario. Desde esa perspectiva territorial, Kirikou se proyecta como un héroe que encuentra la redención a partir de su parte como tejido comunitario.
Ocelot y Galup parten de la aldea reverdecida tras la hazaña de Kirikou que trajo de vuelta el agua, tras internarse al centro mismo de la tierra. De forma extraordinariamente novedosa, la saga continúa con una deriva del episodio del regreso del agua a la aldea. En la regeneración de los huertos secos, Kirikou se erige como un líder inagotable, que con su velocidad extrema surca la tierra para que vuelvan a crecer las plantas, pero en el contexto de esa misma naturaleza integral, las bestias salvajes, los animales silvestres, que también reclaman su parte, que hacen su papel en el círculo equilibrado. Kirikou los enfrenta acogiéndolos, redirigiéndolos, soportado en la convivencia. Kirikou nuevamente, como en ‘Kirikou y la hechicera’, recorre un camino de obstáculos, pero en el universo particular de una comunidad universal, en la colectividad. Como una película de perfil mucho más infantil, en la simplicidad de los acontecimientos, pareciera extenderse la representación de una cultura que no puede ser más original que la africana subsahariana. Esa representación de la integralidad se fortalece en el minimalismo propio del relato infantil. Se trata de una síntesis que profundiza la esencia cultural misma, que consigue cada vez más expresar la naturalidad como un elemento común para todos. Ocelot aumenta considerable los múltiples retratos en close-up de Kirikou y su aldea, en la exaltación estética de la negritud, en la desnudez, en el dibujo detallado de un fondo armónico, lleno de brillo, de detalles, de ornamentos naturales que auténticamente conmueven. La inteligencia de Kirikou no parte de un conocimiento heredado, sino de una virtud fundamentalmente sobrenatural, como sucede con los dones de los héroes. Parte de una intuición potente, de una previsión insospechada. Así pues, fuera de su gran velocidad, los dones de Kirikou no parecen realmente inalcanzables pues se complementan con una inteligencia que lo hace siempre útil, que lo convierte en el líder más apto a pesar de la subestimación que suele pesar sobre él, y también radica en lo que parecería su debilidad, en un tamaño minúsculo que le permite penetrar el espacio con una ductilidad asombrosa. Los animales no se presentan como supervillanos en esta gran épica de carácter mítico y popular, sino que aparecen simplemente como elementos que necesitan de reorganización armónica, de integrarse de nuevo en el gran tejido de la naturaleza. Por otra parte, los ejércitos que comanda la bruja Karaba son el total artificio, una pléyade de máquinas torpes, que chocan entre sí, que no tienen siquiera la flexibilidad para alcanzar la elusión indestructible de Kirikou. En los ciclos interminables, Kirikou pronto se convierte en el nuevo rescatista de la sociedad matriarcal y les abastece de los antídotos suficientes contra el veneno de la embriaguez colectiva. A fin de cuentas, se trata de nuevo de los jóvenes que tienen que poner su vigor en beneficio de los más débiles.
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