Pocos cineastas en la historia del cine han sido tan influyentes y transformadores como Ingmar Bergman. Desde los inicios de su carrera, Bergman hizo del cine un arte verdaderamente evolucionado como canal expresivo. Su aporte al lenguaje, a la conceptualización, a la expresividad, a la técnica y a la voz autoral sigue siendo motivo de estudio profundo hasta nuestros días. La forma en la cual Bergman vertió en sus películas las perspectivas de su experiencia con respecto a la condición humana y al mundo llevó también a la reflexión profunda con respecto a temas cruciales. Una de las películas en las cuales se pueden encontrar reunidas de mejor forma todas estas inquietudes del actor sueco es sin duda ‘El silencio’ (1963), una película que ha terminado de cierta forma oculta detrás de otros títulos inmortales en la filmografía de Bergman, pero que resulta inolvidable para quienes deciden explorar su legado. ‘El silencio’ nos describe el viaje de dos hermanas Ester (Ingrid Thulin) y Anna (Gunnel Lindblom), acompañadas por Johan (Jörgen Lindström), el pequeño hijo de esta última, con destino a un país indefinido en plena guerra, en el centro de Europa. Ester enferma cada vez más y se dirigen a un hotel en donde finalmente parecen desatar finalmente sus emociones más intrínsecas, todo esto con el pequeño Johan como un testigo que descubre el mundo a su edad.
Desde el propio trayecto en el tren, Bergman nos introduce en una experiencia llena de sensaciones, casi palpables, en las que podemos percibir el calor intenso de la temporada, el estertor del decaimiento físico, el contacto físico. Así nos vamos adentrando, igual que los personajes, en un paisaje lleno de pulsiones incluso sexuales que hacen ebullición cada vez con más fuerza. Las dos hermanas se plantean como la clásica separación entre la razón y el ser. Ester es una mujer culta, asaltada por la desesperanza de su enfermedad y con las ansiedades propias de su intelectualidad. Anna es una mujer joven, plena, física, llena de deseo, en busca de la liberación. Estos dos planetas colisionan frente a la vista de Johan, un niño repleto de curiosidad, inquieto, con una mirada absorta y una actitud abierta. Bergman recorre los espacios de este gran hotel con maestría, retratando la presencia de estos dos seres contrarios pero vinculados en medio de pasiones que de una u otra forma las queman intensamente. Los cuerpos se expresan con naturalidad y eso implica proporciones similares de belleza y de horror. Los tanques de guerra se pueden ver por la ventana en medio de la noche, como si fueran la representación de la avanzada misma de la conmoción en los personajes. Contar con tres personajes alrededor de los cuales construir la trama le permite a Bergman dominar con maestría el ritmo de la película, ya que podemos transitar del ardor placentero de Anna al incendio doloroso de Esther con un espacio para la contemplación que se puede derivar de Johan como un niño descuidado en un palacio, que camina los corredores conectando sus sentidos como si se alimentara del entorno. Los temas que durante toda la vida se expresaron en el cine de Bergman hacen su aparición como si profetizaran filmes futuros. Podemos vislumbrar la enfermedad de ‘Gritos y susurros’, la dualidad de ‘Persona’, la infancia de ‘Fanny y Alexander’, el conflicto familiar de ‘Sonata de otoño’ y por supuesto se extienden las inquietudes de películas anteriores, como el fantasma mortuorio de ‘El séptimo sello’, o en el camarero (Håkan Jahnberg), el enternecimiento de la senectud en ‘Fresas salvajes’ o el escenario teatral frecuente en su filmografía.
Para esta película, Bergman contaba ya con un equipo consolidado, en donde por supuesto se destaca la presencia del gran Sven Nykvist, quien logra hace de cada plano una imagen para degustar. La cámara también vislumbra el desarrollo del movimiento sobre el corte en el cine de Bergman, con una fluidez hipnótica. Por supuesto, Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom, dos favoritas particulares de Bergman, confluyen en un encuentro actoral que por sí solo vale históricamente.
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