sábado, 28 de diciembre de 2019

La nueva piel de 'Star Wars: The Rise of Skywalker' y la última hora de J.J. Abrams

















Cuando apareció ‘Star Wars’, en 1977, el negocio del cine a nivel mundial se rompió en dos de forma histórica. En el marco del neoliberalismo, aparecieron gigantescas corporaciones conocidas como blockbusters que en forma de franquicias multiplataforma se convirtieron en un pulpo gigantesco y voraz que generó el replanteamiento de todo tipo de proyecto cinematográfico en el mundo. En esta década repleta de blockbusters de superhéroes, ‘Star Wars’ ha pretendido instalarse en los nuevos imaginarios generacionales con la transición de sus héroes clásicos y continuando la extensa saga que ya abarca más de cuatro décadas. La última entrega, de al menos la más reciente trilogía, se titula ‘The Rise of The Skywalker’ (2019) y cierra el recorrido heroico de Rey (Daisy Ridley) la heroína que ha sido elegida para conservar la leyenda de los Jedi, desde su posición de recicladora en las profundidades más rudas de la galaxia. El regreso del histórico emperador Palpatine (Ian McDiarmid), obliga a la nueva generación de la resistencia, ahora comandada por la princesa Leia Organa (Carrie Fisher), a enfrentar de nuevo a Kylo Ren (Adam Driver), en la batalla definitiva entre el bien y el mal, entre los Jedi y los Sith. Rey estará acompañada en la aventura por los ya instalados Finn (John Boyega) y Poe Dameron (Oscar Isaac), con el agregado de los históricos Chewbacca (Joonas Suotamo) y C-3PO (interpretado desde 1977 por Anthony Daniels).

Abrams fue el encargado de abrir la nueva trilogía con ‘The Force Awakens’ (2015), en donde emuló evidentemente la originalísima ‘A New Hope’ (1977) y ahora tiene la misión fundamental de cerrar el recorrido de Rey, al aterrizar por fin esa historia sobre su pasado que siempre estuvo sobrevolando por aleatoriamente durante toda la trilogía. Abrams es un conocedor del género y de la saga, no solamente como cineasta sino auténtico fan. Dirigió dos de las nuevas películas de ‘Star Trek’, además de las dos de ‘Star Wars’, pero su cercanía con el tono preciso de la construcción original de Lucas e incluso del familiar Spielberg de los ochenta, como se pudo percibir en ‘Super 8’ (2011), quizá su mejor película. La desproporción reinante en esa trama crucial con respecto al pasado de Rey, obliga a que Abrams y Chris Terrio como guionistas, tienen la tarea de culminar un asunto que apenas se ha insinuado y que lamentablemente debe resolverse con diálogos de los actores, sin tiempo suficiente para que la trama misma y las acciones develen el misterio siempre latente. Desde el punto de vista de la dirección, la visión experta en el asunto de Abrams parece resolver algunos apuros de un asunto que debe terminar pronto, incluyendo además a todos aquellos personajes nuevos que se requieren para alimentar la maquinaria de la franquicia para la próxima década. Abrams abusa en varias ocasiones de la reaparición de los espíritus que siempre fueron todo un asunto de plena trascendencia y emoción en la sala de cine, aquí se convierte en un evento consuetudinario que hace que la muerte pierda trascendencia. Ya estarán todos ellos como espectros aconsejando a sus herederos en la aventura. Toda esta nueva piel que se instaló precisamente en ‘The Return of The Jedi’, por Rian Johnson, requiere ahora del regreso a la casa, en busca de los padres, para que ellos los orienten y les digan lo que tienen que hacer, les diga otra vez por dónde es el camino, cuál era la lección, para que busque y encuentre por ellos, para que otra vez les dé la mano y les ayude a cruzar la calle. Esta nueva piel vuelve a ser la de los niños, finalmente dependientes de sus padres para enfrentar al mundo. Los padres muertos deben volver de su merecido descanso en la eternidad de los héroes para hacerles la tarea el domingo en la noche. Abrams parece ser el indicado para que los viejos héroes vuelvan a tomar las riendas que sus hijos no pueden controlar. Generacionalmente, no parece muy halagüeño que la nueva sangre de ‘Star Wars’ luzca tan inútil frente al futuro. No está mal en realidad pedir consejo, pero aquí es como si los padres soplaran en el oído de los niños para que pasen el examen de una vez porque nos vamos de vacaciones.

sábado, 21 de diciembre de 2019

La epopeya mafiosa de Martin Scorsese y la parábola exprés de ‘Goodfellas’

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Martin Scorsese es uno de los cineastas vivos más importantes del mundo. El director de Queens es una de las figuras emblemáticas del llamado “Nuevo Hollywood”, aquella generación de cineastas independientes surgidos de la contracultura estadounidense, en donde también se dieron a conocer Coppola, Robert Altman y Mike Nichols, entre otros, transformaron por completo el cine de Occidente al adentrarse a fondo en las profundidades más sensibles de un país multicolor. Scorsese ha sido un hombre del cine entero y su filmografía es extensa y con varias líneas muy nutridas. Una de sus películas más trascendentes es sin duda ‘Goodfellas’ (1990), la cumbre de sus célebres epopeyas sobre las mafias, que se han extendido más allá del submundo gansteril y se han extendido posteriormente a inmensas corporaciones voraces, como la de las apuestas, en ‘Casino’ (1995), y la de Wall Street, en ‘The Wolf of Wall Street’ (2013). ‘Goodfellas’ cuenta la historia de Henry Hill (Ray Liotta) en el mundillo de la mafia italoamericana de sindicato, desde sus inicios como imberbe ayudante del círculo más poderoso de capos, conformado por el legendario Jimmy Conway (Robert De Niro), el hiperviolento Tommy DeVito (Joe Pesci) y el paternal Paul Cicero (Paul Sorvino). pasando por su ascenso como auténtico capo y su final en las manos de la ley. Además, podemos ver el transcurrir de su intensa y destructiva relación con Karen Hill (Lorraine Braco), su novia de juventud y esposa de viaje.
Scorsese se hizo especialmente famoso para una masa muy amplia de público con esta vertiente de su filmografía, que resultó tener una gran acogida con base en el muy tradicional subgénero de los gánsteres del clásico star system de Hollywood. Sin embargo, se trata de un contexto especialmente natural para el Scorsese original, aquel que creció en medio de las pandillas y los mafiosos en su mismo barrio, con el respectivo sometimiento a la violencia más inaudita en sus propias narices, acompañada por esa tentación a unirse a esa fuerza llena de poder social que conquistaba jóvenes por montones. Scorsese parece construir una especulación acerca de sí mismo si se hubiera entregado a esos brazos en lugar de los del cine. Por supuesto, nos invita a una experiencia de inmersión en el contexto y para eso se vale de una profunda elaboración escenográfica y de un movimiento característico de cámara, con planos largos en los que los personajes principales y secundarios aparecen en composición que evoca la renacentista, de la mano de su fotógrafo de cabecera, el alemán Michael Ballhaus. La música característica del influjo contracultural siempre está presente como si escucháramos la radio, directo de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, con selecciones de conjuntos corales del soul, grandes piezas del blues y clásicos del rock. La conjunción de todos esos elementos estéticos en este tipo de películas cuenta con el trabajo crucial de Thelma Schoonmaker, quien por sí misma se ha consolidado como una figura histórica por su trabajo junto a Scorsese.
En este recipiente sumamente virtuoso desde lo formal, no solamente nos confronta a la agresividad propia de círculos masculinos tribales y beligerantes en donde se ponen en juego las jerarquías, incluso poniendo en juego la vida, siempre con el esfuerzo denodado por proteger una dignidad especialmente frágil. Pero además, se puede sentir en el aire la trascendente y trascendida atmósfera de la nostalgia que yace en las reuniones con amigos y familiares, con el eco de las risas, el calor de las estufas, el amor y la amistad en su más fértil territorio, en las habitaciones de las casas de familia latinas. Es el medio en el que crece un placer embriagante alimentado por el dinero como si se tratara de leños en un gigantesco horno. En ese vórtice vertiginoso se despiertan entonces las pasiones más viciosas de la condición humana hasta terrenos dominados por la degradación misma, en donde toda virtud se marchita. El camino de Henry es al final la parábola exprés y prodigiosa de Scorsese sobre su propio origen. Es a fin de cuentas el paisaje de la imposibilidad social, del éxtasis siempre efímero.

sábado, 14 de diciembre de 2019

El dolor amoroso de ‘Marriage Story’ y la infelicidad revelada de Noah Baumbach

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Noah Baumbach es uno de los más importantes directores del cine independiente estadounidense surgido a mediados de los años noventa. En una camada en la que también se dieron nombres tan importantes como Paul Thomas Anderson y Wes Anderson y Richard Linklater, Baumbach se caracterizó por un cine tendiente a la comedia intelectual y urbana, con raíces claras en la obra de Woody Allen, Robert Altman, Peter Bogdanovich y Hal Ashby entre otros. Baumbach recogió las preocupaciones de una generación que se enfrentaba al nuevo siglo, con toda la expectativa que despertaba empezar una nueva página gigante, en el contexto de un mundo que estaba cada vez más al alcance, todavía con los cimientos de una sociedad llena de viejos anhelos que se convirtieron en ruinas y todavía algunas estructuras conservadoras. ‘The Squid and The Whale’ (2005) fue la primera película que puso el nombre de Baumbach en boca de la crítica, siempre con comentarios destacados. En la década que está por terminar, entregó una filmografía especialmente sustanciosa que marcó algunos puntos de inflexión en su carrera, como ‘Greenberg’ (2010), ‘Frances Ha’ (2012) y ‘The Meyerowitz Stories’ (2017). ‘Marriage Story’ (2019), su más reciente película, no solamente cierra con broche de oro una década crucial para Noah Baumbach, sino que parece complementar la narrativa abierta catorce años atrás en ‘The Squid and The Whale’. En ‘Marriage Story’, Baumbach nos relata el proceso de divorcio entre el director Charlie (Adam Driver) y la actriz Nicole (Scarlett Johansson), una pareja prometedora de la escena teatral estadounidense. El tremendo dolor de la absurda disputa es el marco en el que se explayan las emociones más intensas y viscerales.

Baumbach expresa de forma extraordinaria el proceso de degradación de la relación, que es absorbida completamente por las pasiones beligerantes del divorcio. Nicole descubre que no es feliz con la misma intensidad de una condena perpetua. La vida familiar que pensaba era absolutamente ideal, resulta ser un inmenso artificio que no le da jamás la satisfacción como mujer y como ser humano y social. Por su parte, Charlie está tan adentrado en sí mismo y en su propia realización, con la idea firme de que su vida familiar es feliz, que no puede percibir el descomunal egoísmo con el cual ha llevado su relación. Baumbach elabora un guion impecable caracterizado por unos diálogos reveladores que nos permiten compartir los instantes precisos en los que los personajes asisten a la revelación de su propia verdad. Este tinglado se completa con total armonía de la mano de actores ya históricos que giran como satélites ante la furiosa situación que se desata. Nora Fanshaw (Laura Dern) no solamente es la abogada de Nicole, sino que resulta ser para ella un ejemplo de las posibilidades infinitas que le esperan como mujer independiente. Charlie, por su parte, tiene la contraposición del hombre rabioso y vengativo y el experto y sereno con sus dos abogados, Jay Marotta (Ray Liotta) y Bert Spitz (Alan Alda). Entonces como espectadores empezamos a comprender gradualmente que día a día rompemos el corazón de las personas que más queremos, abrumadoramente sin tener la más mínima conciencia al respecto. Podemos ver que el amor indestructible e imperecedero no resulta suficiente para alimentar los anhelos de vivir. La revelación es tan extensa que cubre toda nuestra vida, porque podemos ver a nuestros padres, a nuestros hijos y a nosotros mismos como padres y parejas. Nicole y Charlie nos permiten ver lo potente que es el deseo de libertad y lo vital que resulta sentirlo y no solo creer que existe. Robert Benton había hablado del asunto en ‘Kramer vs. Kramer’ (1978) y antes Ingmar Bergman había puesto el lente en la revelación de esa infelicidad en su incluso subestimada ‘Secretos de un matrimonio’ (1973). Estos asuntos también fueron tratados muy de cerca en el teatro por Harold Pinter en ‘Traición’ (1978), todo un clásico del teatro moderno. Noah Baumbach recoge el asunto en el momento preciso en el que se aproxima una nueva década en la que una generación vuelve a reconsiderar su propia felicidad.

sábado, 7 de diciembre de 2019

El deleite anacrónico de Woody Allen y el refugio abrazador de ‘A Rainy Day In New York’

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El incansable Woody Allen sigue manteniendo la frecuencia de su filmografía, a pesar de que ya ser un hombre octogenario. Después de sortear obstáculos serios, por fin puede verse en las salas de cine su película más reciente, titulada ‘A Rainy Day In New York’ (2019). La película representa el regreso formal de Woody a Nueva York y al tiempo presente, al menos desde el punto de vista objetivo. Otra característica importante consiste en un elenco integrado plenamente por varias de las estrellas juveniles del Hollywood contemporáneo. La película cuenta la historia del inicialmente corto viaje a Nueva York de una pareja de jóvenes universitarios conformada por Gatsby (Timothée Chalamet) un dandi desgarbado y oveja descarriada de la élite (una clara referencia a ‘El gran Gatsby’ de Fitzgerald) y Asleigh (Elle Fanning), una entusiasta, brillante e ingenua estrella de la provincia, quienes viajan a Manhattan para que ella entreviste a Rolland Polard (Liev Schreiber), una de las grandes personalidades del cine de autor, quien sufre una crisis emocional frente a su propia obra. Gatsby y Ashleigh se apartan a realizar sus propias tareas en la ciudad y él se encuentra con Chan (Selena Gomez), una informal e independiente mujer a quien conoció antes como una niña especialmente antipática.

El tablero está puesto entonces para que volvamos a las calles de Nueva York, al fondo de Manhattan, para contemplar nuevamente una película de Woody sobre aquellas legendarias almas errantes que recorren la ciudad presos por la melancolía y las dudas existenciales. El personaje que históricamente siempre estuvo reservado para Woody, aquí está diseccionado en dos matices que también son de películas históricas. Gatsby (Chalamet) está en la dirección de aquel hombre abatido y con profundas reflexiones melancólicas que se puede ver en películas como ‘Hannah and Her Sisters’ (1986) y ‘Crimes and Misdemeanors’ (1989) y Asleigh (Fanning) aquel con raíces en la screwball comedy, en las propias de Woody, que corre por el mundo casi en busca de la supervivencia, preso por las emociones más intensas de un mundo salvaje, y que se pudo ver muy pulido en películas como ‘Bullets Over Broadway’ (1994) y ‘Celebrity’ (1998). Así es como vamos alternando entre estos dos escenarios perfeccionados en la experiencia por Woody, con estos personajes actualizados para nuestros tiempos en la forma pero conservados en un anacronismo siempre cálido y acogedor, que permite que podamos siempre disfrutar desde una posición especialmente cómoda, en la ciudad embriagante que siempre ha expresado Woody desde su mirada enamorada a Nueva York. Woody parece decirnos que la ciudad siempre será la misma al menos para él, y que siempre será a fin de cuentas una representación del mundo y de la vida, donde nos debatimos para sobrevivir y donde siempre tenemos la necesidad de los espacios y las personas en donde realmente encontremos un refugio acogedor.

Para volver a su territorio de verdadero dominio y confort, Woody por supuesto recurre a sus colaboradores de siempre, como el histórico diseñador de producción Santo Loquasto y la editora Alisa Lepselter, quienes han participado en la construcción del mundo Woody desde hace décadas. Nuevamente, Woody recurre al legendario cinefotógrafo Vittorio Storaro, quién también había trabajado en sus dos anteriores películas, y resulta especialmente idóneo para construir ese escenario confortable y bucólico en medio de la gran ciudad, en donde se quiere estar para siempre. Woody se mantiene apacible en su mundo de ensueño, mientras el cine contemporáneo parece preso por una melancolía distinta a la suya, llena de una atmósfera angustiosa. Woody enfrenta a estos tiempos sumergiéndose en una cápsula del tiempo, con un modelo que conoce bien, donde se siente a sus anchas y así nos hace sentir a todos los demás, mientras confluye su intelectualidad, su inclinación por la bohemia y su trascendencia especialmente desenfadada. Se ha convertido en un arquitecto de sí mismo.

sábado, 30 de noviembre de 2019

La euforia creativa de Agnès Varda y la mirada orgánica de ‘Varda por Agnès’



La Nueva Ola Francesa extendió los límites del cine mucho más allá de la narrativa y la escenificación, apropiándose por completo de la potencia característica de la integración de imagen, sonido y movimiento. Fue una vanguardia autoral que surgió del pensamiento profundo alrededor del cine. En ese contexto, se destacó especialmente la figura de Agnès Varda como representante de las mujeres en ese escenario predominantemente masculino, con auténticas personalidades como Godard, Truffaut y Rivette, entre otros. La cineasta nacida en Bélgica ha sido una figura especialmente vigorosa en el panorama histórico de la cinematografía europea. ‘Cleo de 5 a 7’ (1962), ‘La felicidad’ (1965), ‘Las criaturas’ (1966), ‘Sin techo ni ley’ (1985), ‘Los espigadores y la espigadora’ (2000) y ‘Rostros y lugares’ (2017), entre muchas más, son películas que sin duda han contribuido a la expansión de la propia identidad del cine y han trazado la línea de la filmografía emblemática del cine hecho por mujeres. Agnès Varda falleció el pasado mes de marzo en París y dejó como legado una última película, titulada ‘Varda por Agnès’ (2019), un documental expositivo en el que la directora observa su propia trayectoria artística como una exposición memoriosa de retazos que poco a poco van conformando la colcha de su propia historia en el mundo del arte.

Agnès se sienta frente al público y se abre para que su voz se expanda en el tiempo y el espacio. Su voz siempre está llena de esa sorpresa emocionante al rememorar las sensaciones propias de la creatividad, de su propia imaginación y del descubrimiento de la inmensa belleza en los detalles, al reactivarse las emocionantes y profundas conexiones de la expresión misma. Tal y como lo indica el título de la película, Agnès explora a Varda. La mujer al final de su vida revisa su obra extensa, con un pensamiento vital que viaja en el tiempo sin ceñirse a la cronología, sin ninguna atadura y simplemente dirigido por la conexión emocional que a fin de cuentas parte de una mirada orgánica, desde las alturas de su edad y de su posición. Sentada en la característica silla desplegable de lona del director, Agnès observa el panorama de su extensa audiencia de la misma forma en la que mira la inmensidad de su obra, como si contemplara el mar. Constantemente estamos guiados por su voz mientras visitamos como en una road movie pequeñas pero significativas estaciones de sus ficciones y sus documentales, de sus cortometrajes y sus largometrajes, de su cine y de sus instalaciones visuales. Agnès retoma piezas de su obra, desde sus inicios hasta sus finales, y hace el montaje de una obra definitiva, la obra de sus obras, la que convierte cada una de sus películas en un fragmento para el último monumento, para el último suspiro, como diría Buñuel.

La mirada de Agnès sobre la obra de Varda es vigorosa, llena de la emoción fulgurante de la sorpresa. Esa euforia creativa de Agnès se siente en su voz, en su entonación, en el énfasis particular que le da a la revisión de los momentos que reviven a través de su propia obra ante sus ojos. Constantemente, se puede percibir en su mirada la sensación profunda que resulta de volver a recorrer los pasos de su obra y eso demuestra la intensa honestidad de su historia como artista, siempre vinculada a su propia historia humana, tanto en lo individual como en lo colectivo, relacionada con los acontecimientos de su privacidad y también con los acontecimientos de los tiempos transformadores por los cuales transcurrió como artista. La poesía constante en su obra también está aquí presente. Constantemente se transita de la descripción de la conferencia a la explicación concreta en la obra misma. El efecto poético se percibe en esa transición y se hace latente en el silencio que ofrece un espacio valiosísimo para la contemplación de la obra terminada, ahí expresada con toda su contundencia. Agnès Varda hace del cine el arte definitivo para hacer de su propia vida como artista su última obra para el mundo.

sábado, 23 de noviembre de 2019

El anticlímax potente de Jim Jarmusch y la mordacidad apocalíptica de ‘The Dead Don’t Die’

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Jim Jarmusch fue el primer gran representante de una de las más importantes generaciones de cineastas independientes en Estados Unidos. Los independientes gringos de los ochenta tuvieron que batirse frente a los omnipotentes blockbusters del neoliberalismo, contemporáneos suyos. Esta generación se abrió paso en las salas alternativas y subterráneas de los Estados Unidos, alimentados por la cultura punk, la poesía y, como siempre fue característico, por la mirada humana a las profundidades de un país gigantesco y complejo. Jarmusch fue el primero en llamar la atención de la crítica sobre el movimiento con ‘Stranger Than Paradise’ (1984) con la cual ganó la ópera prima en el Festival de Cannes (aunque luego se descubrió que no era realmente su primer largometraje). Desde entonces, este hombre de Ohio ha construido un cine especialmente influyente para las siguientes generaciones de cineastas, siempre contemplativo y adentrándose en el encuentro de diversas soledades en contextos únicos. Películas como ‘Down By Law’ (1986), ‘Mistery Train’ (1989), ‘Night On Earth’ (1991), ‘Dead Man’ (1995), ‘Ghost Dog’ (1999), ‘Coffee And Cigarrettes’ (2003) y ‘Broken Flowers’ (2005), se han convertido en referencias palpables de un cine independiente y posible. Después de la acogida que consiguió en la crítica la poética ‘Paterson’ (2016), Jarmusch está de vuelta con una incursión en el cine de zombis, después de haber pasado por el subgénero de vampiros con ‘Only Lovers Left Alive’ (2013). Se trata de ‘The Dead Don’t Die’ (2019), cuenta la historia de los eventos que se desatan en la pacífica población de Centerville, motivados por fuerzas misteriosas relacionadas con el cambio de eje del planeta. El jefe de la policía Cliff Robertson (Bill Murray) y el oficial Ronnie Peterson (Adam Driver), atienden los hechos con todas las limitaciones de la fuerza local. Poco a poco la invasión zombi crece y los habitantes deben enfrentarlo. El reparto se complementa con grandes nombres como Chloë Sevigny, Steve Buscemi, Danny Glover, Caleb Landry Jones, RZA, Rosie Perez, Selena Gomez, Tilda Swinton, Iggy Pop, Sara Driver, Tom Waits y Sturgill Simpson, entre otros.

La película responde sin grandes pretensiones a la expectativa que se podría tener al combinar el estilo característico de Jarmusch y el cine de zombis. Resulta ser una película desenfadada, que no por ello deja de tocar temas profundos relacionados especialmente con la crisis ambiental, impulsada desmedidamente por el consumismo. Los característicos personajes silenciosos pero activos de Jarmusch se plantean aquí en el tono de una comedia irónica con respecto a la terrible perspectiva del planeta mismo. Solamente quienes parecen más alejados de la convencionalidad de los roles sociales tienen posibilidades de sobrevivir a la plaga cada vez más irrefrenable de muertos vivientes. Jarmusch ambienta su comedia crítica en las tierras aisladas características del wester. El coro de personajes que presenta responde rápidamente a su propuesta. Bill Murray resulta una elección inmejorable para el papel principal, siempre con esa característica de expresar comedia pura con el silencio y la mirada, en los terrenos cáusticos de Jarmusch. Adam Driver encuentra el tono perfecto como en una variación más superficial de Paterson, su rol en la filmografía del director. El anticlímax potente de Jarmusch se toma la emergencia característica del horror y permite aprovechar el empaque del género para una reflexión que no por ser hilarante deja de ser pertinente. La ruptura con la ficción es eficiente y sobre todo esa hipnosis característica de los detalles que nos terminan por hacer la vida en medio de cada estación supuestamente relevante, algo que Jarmusch ha sabido explotar a la altura de cineastas como Jean-Luc Godard. No deja de tener un delicioso grado de subversión el que uno de los más culturalmente arraigados representantes del cine independiente estadounidense aproveche uno de los géneros predominantes del cine y la televisión en la actualidad para hacer una crítica lúdica y salpicada de poesía con respecto a las consecuencias que está trayendo consigo la deshumanización neoliberal.

sábado, 16 de noviembre de 2019

El cine magno de Martin Scorsese y el ocaso trascendente de ‘The Irishman’

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Desde hace varios años, en esta década que está por terminar, se anunció una película que se preveía como uno de los acontecimientos más importantes en el panorama cinematográfico. Era el retorno de la mancuerna histórica de Martin Scorsese y Robert De Niro, además de Joe Pesci y la suma estelar de Al Pacino más el agregado de Harvey Keitel en el elenco. Varios de los mejores representantes de una generación de actores que le dieron rostro al Nuevo Hollywood se unían bajo el mando de uno de sus próceres, el apasionante Martin Scorsese. Por fin la película está aquí y puede verse en privilegiadas salas del planeta, antes de su estreno global en Netflix. La obra se titula ‘The Irishman’ (2019) y cuenta la historia del gánster obrero Frank Sheeran (Robert De Niro), de origen irlandés y veterano de la Segunda Guerra Mundial, quien estuvo asociado a la liga mafiosa que rodeaba al legendario sindicalista camionero Jimmy Hoffa (Al Pacino), comandada con especial eficiencia y meticulosidad por el experimentado siciliano Russel Bufalino (Joe Pesci). Desde un asilo de ancianos, en una silla de ruedas, Sheeran, el último de su especie, relata con detalle su entrada al mundo del crimen y describe el entramado criminal alrededor de los acontecimientos que rodearon la vida y la muerte de Hoffa. Simultáneamente, podemos apreciar el tránsito de la historia política de los Estados Unidos al inicio de la segunda mitad del siglo XX y también el consecuente conflicto en la familia Sheeran.

El filme nos presenta a un personaje sumido en la melancolía de sus últimos años, que observa con tranquilidad los acontecimientos que determinaron por completo su vida en todos los escenarios. Scorsese  sube al pedestal de auténticos gigantes que también hicieron ese ejercicio emocional de observar la magnitud de la existencia. Sheeran tiene resonancias del emblemático vaquero solitario Ethan Edwards (John Wayne), de la gigantesca ‘The Searchers’ (1956), de John Ford; del abrumado Charles Foster Kane, del catedralicio ‘Citizen Kane’ (1950), del magnífico Orson Welles; del entrañable Dr. Borg (Victor Sjöström), de la emotiva ‘Fresas Salvajes’ (1957), de Ingmar Bergman, pero sobre todo se alimenta constantemente, no solo Sheeran, sino toda la película, de la colosal ‘Once Upon a Time In America’ (1984), del gran Sergio Leone. Aquella película, protagonizada también por De Niro, era otro vistazo del viejo gánster sobre su pasado. A fin de cuentas, la mirada de Leone sobre el suyo propio. También ‘The Irishman’, a fin de cuentas, es la mirada de Scorsese sobre su vida, su origen, su época y su propio tiempo en el mundo. La música, a cargo del inmenso Robbie Robertson (exintegrante de la histórica agrupación canadiense The Band), integra el espíritu contracultural en el que se forjó el arte de Scorsese con una atmósfera nostálgica y profundamente contemplativa similar a la del gran Ennio Morricone para ‘Once Upon a Time In América’, también con la armónica por momentos, pero además con un violonchelo que retumba acompañado por una batería inagotable. El trabajo del mexicano Rodrigo Prieto es sumamente elegante, fino, suficiente, dándole a cada escena el matiz preciso para construir cada momento. El diseño de producción de Bob Shaw es preciso en la reconstrucción de cada década, sin caer nunca en la caricaturización. La edición de la magistral Thelma Schoonmaker, montajista de cabecera de Scorsese, nos permite viajar gustosamente a través de un relato que se toma todo el tiempo para poder degustar cada momento y conservarlo para siempre. Scorsese sabe hacerlo todo y está tan lleno de frescura que asombra. El dominio absoluto sobre su propio estilo es siempre asombroso y su narración sigue siendo tan moderna y vigorosa que llena el alma de un gozo espiritual. Poco a poco, vamos comprendiendo que este grupo maravilloso y eterno de artistas están mirándonos a los ojos y compartiéndonos lo que es, profundamente, su testamento para el mundo. Es un asunto de vida y muerte, sin emergencias, sin tragedias, en la asunción de lo que fue, abrazando el miedo mientras el tiempo avanza, mientras se descubren ancianos y cruzando las últimas puertas de sus propios lapsos en la vida.

sábado, 9 de noviembre de 2019

La correspondencia de la resistencia en ‘A Hidden Life’ y la naturaleza trascendente de Terrence Malick





















En el siempre reluctante cine independiente estadounidense, se dieron históricamente casos en los que han crecido frondosamente verdaderos autores que han entregado obras maestras históricas e influyentes sin afiliarse precisamente a ningún grupo para ser vanguardistas. Una de esas grandes figuras ha sido Terrence Malick, quien con una filmografía tan excepcional como profunda, ha sabido instalarse con maestría en la lista de los clásicos del cine, siempre recurriendo a la humanidad más reconocible para expresar verdaderas sensaciones poéticas. Sus dos primeras películas, ‘Badlands’ (1973) y ‘Days of Heaven’ (1978) adoptaron temas recurrentes en el cine de Estados Unidos y los transformaron en auténticos discursos poéticos elevados. Tras una larga pausa de veinte años, Malick volvió a sumar otra película para la historia con la bélica ‘The Thin Red Line’ (1998) y, después de haber vuelto para quedarse en la actividad, nos regaló otro clásico en los albores de la década actual con la ganadora de la Palma de Oro en Cannes ‘The Tree of Life’ (2011). En el ocaso de la década, entrega una nueva película titulada ‘A Hidden Life’ (2019), fuera de los Estados Unidos y sobre el poco conocido caso de objeción de conciencia, nada menos que frente a los nazis en la Segunda Guerra Mundial, por parte del campesino austriaco Franz Jägerstätter.

Para construir el retrato familiar desde el cual parte la película, Malick nos pone en la perspectiva de la joven y hermosa familia Jägerstätter, integrada por Franz, el padre (August Diehl), Franziska, la madre (Valerie Pachner), quienes tienen dos preciosas hijas pequeñas. Franz es llamado a integrar la tropa en plena guerra, como reserva del ejército, y al resistirse en encarcelado y sometido a un juicio sin garantía alguna. Malick nos invita entonces a los avatares humanos propios de la situación, con la columna vertebral de la correspondencia que se escribían los esposos Jägerstätter, mientras nos sumergimos de forma extraordinaria, en un extraordinario entorno natural que es escenario de las tribulaciones espirituales y filosóficas de este hombre que encarna toda la resistencia posible y de esta mujer que se enfrenta a la denostación y la segregación propia de su pequeña aldea conservadora. Malick consigue que las palabras se integren con la naturaleza propia de su cine, con el respaldo en la fotografía de Jörg Widmer, siempre con lentes angulares que nos integran como espectadores, puestos en contrapicado, mientras seguimos a los personajes en una dinámica absolutamente libre, usualmente con la steady cam y terminando en composiciones cuidadosísimas en cada cuadro. La música de James Newton Howard se integra con piezas de Bach, Beethoven, Handel y Dvorak, de tal forma que el paisaje audiovisual se va componiendo con el naturalismo trascendente que caracteriza el estilo de Malick. Además, Malick utiliza metraje de archivo de la Segunda Guerra Mundial que no es precisamente el del Hitler de beligerancia discursiva, sino aquel del Hitler jovial que compartía en privado con sus más cercanos, incluso son niños.

Malick se acerca sin duda al mártir característico de Robert Bresson, pero por la vía estética de Tarkovsky, de tal forma que asistimos a un verdadero espectáculo de fe por encima de la religiosidad, soportado en la sensibilidad profunda del amor más puro, aquel que se gesta con quienes compartimos la vida cada día y se refuerza emocional y dolorosamente con la distancia y el destino trágico que no se puede eludir. Malick se refiere a la resistencia plena, pero no desde la violencia activa, sino a partir de la convicción plena y de la defensa profunda de los principios, lo cual, puesto en el contexto de la cruda realidad, resulta en un conflicto existencial contra los propios instintos de supervivencia. Por supuesto, siempre hay un susurro autorreferencial de ‘The Tree of Life’, porque aquí también el asunto es la distancia, la calidad efímera de la vida y la naturaleza más elevada del amor que subsiste en todas las condiciones. Nuevamente, Malick nos entrega un clásico que se conservará como experiencia profunda.

sábado, 2 de noviembre de 2019

La desigualdad explosiva en ‘Parasite’ y el género observador de Bong Joon Ho

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El cine del Lejano Oriente sigue marcando la pauta de este arte hasta el final de la década. Las cinematografías de Corea, Japón, China y demás países de esa región se han convertido en todo un fenómeno del arte contemporáneo que podremos ver más claramente dentro de unos años con la perspectiva que da el tiempo. El turno para estimular la conversación es para el coreano Bong Joon Ho, quien ha elaborado una filmografía vigorosa con películas como ‘El huésped’ (2006), ‘Tokyo!’ (2008), ‘Madre’ (2009) y ‘Okja’ (2017), en donde de forma frenética ha subvertido y transformado los géneros clásicos hollywoodenses para expresar críticas incisivas al mundo en que vivimos. Su más reciente película ‘Parasite’ (2019) recibió la prestigiosa Palma de Oro a la mejor película en el Festival de Cannes. ‘Parasite’ cuenta la historia de una familia pobre y hacinada en un pequeño apartamento subterráneo que se dedica en grupo al armado de cajas de pizza, mientras soporta la defenestración social desde todos los frentes y especialmente desde la superficie, desde el mundo que se vislumbra arriba por la ventana. Para Min, (Woo-sik Choi) el hijo de la familia, se abre una posibilidad laboral independiente con una familia exclusiva y privilegiada de Seúl.
Como suele suceder en el cine de Bong Joon Ho, el planteamiento consiste fundamentalmente en la instalación de los elementos genéricos fundamentales, que luego servirán a la desestructuración misma de esos parámetros. En este caso, la comedia hollywoodense será transformada progresivamente en una farsa tragicómica con inserciones de horror y repleta de humor negro. La película se alimenta consistentemente de Buñuel para diseccionar los vicios profundos de la sociedad, sin importar las diferencias de clase, para luego exponerlas con verdadera furia. También se puede traer a la memoria esa ebullición perversa y misteriosa de la personalidad que es tan característica en Polanski. Al final, puede rememorarse, aunque solamente desde lo formal, la aplastante estilización de la violencia de Quentin Tarantino o más precisamente la del también coreano Chan-wook Park. La forma de la película se construye a partir de composiciones sumamente precisas que son características constantes del cine oriental, en escenarios precisos para la situación, trazados en función de construir esas composiciones visuales que en suma determinan la particularidad narrativa de la película. En esa tarea se destaca especialmente la música clasicista y de alto volumen de Jaeil Jung y el diseño de producción Ha-jun Lee que cruza de lo reducido a lo expandido para remarcar la diferencia de clases.
El proceso de Bong Joon Ho desde el punto de vista emocional consiste en la recreación de la risa que se vuelve espanto, la carcajada de la situación fársica es asaltada por sorpresa para convertirse en el silencio de la pesadumbre que produce la identificación de una realidad aplastante por parte del espectador. Por eso, resulta muy importante construir ese escenario social ligero con simples vicios cómicos del cual no se sospeche demasiado que pueda llegar hasta el fondo de una reflexión social profunda y extensa, que abarca desde lo más individual hasta lo más colectivo. Construir ese preámbulo lúdico e incluso juguetón hace que la película caiga en una inverosimilitud de la que no podrá librarse tan fácilmente, pero que por fortuna puede ser superada por los giros de tuerca sorpresivos que llevan a la trama y a toda la película, sana y salva, hasta ese espacio filosófico al que quería llegar. La importancia del asunto fundamental es tal que termina por imponerse sobre cualquier otro tipo de construcciones artificiosas, lo cual se puede percibir con claridad cada vez que la película vuelve a enfocarse en su tema. Esa esencia lo vale todo porque describe la desigualdad insostenible que revienta cada vez más hilos del tejido social. La experiencia exitosa de Bong Joon Ho en la captación del público masivo a través de los géneros hollywoodenses, para luego introducirlos en una observación de su propia realidad, es un aporte constatable y valioso del cine al mundo convulsionado en el que hoy vivimos.

sábado, 26 de octubre de 2019

El cine humanista de F.W. Murnau y la vejez del obrero en 'El último de los hombres'



Durante los años veinte, apenas sacando la cabeza de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, el espíritu creativo en Europa se agitó de tal forma que se desarrollaron vanguardias que edificaron las bases del arte moderno. El cine, nacido apenas tres décadas atrás, aprovechó este formidable impulso vital para consolidarse como arte y nutrir su propio lenguaje. Alemania, uno de los países más azotado por el conflicto bélico, desarrolló una cinematografía crucial en la historia del cine. En paralelo al intenso Expresionismo Alemán, surgió el Kammerspielfilm. A diferencia de la vanguardia expresionista, el Kammerspielfilm tiene como objetivo el retrato de la realidad pura, sin ambages, y usualmente con protagonismo en las clases medias y populares. Friedrich Wilhelm Murnau, una de las figuras fundamentales y fundacionales del gran cine alemán, fue el  director de la película cumbre del Kammerspielfilm. Se trata de El último de los hombres (1924), un filme repleto de luminarias de la industria cinematográfica alemana por ese entonces. Además de la dirección de Murnau, la película es protagonizada por el camaleónico actor suizo Emil Jannings (Fausto, de 1926, La última orden de 1928 y El ángel azul, de 1930), el guionista transversal del cine alemán, Carl Dreyer (El gabinete del Dr. Caligari, de 1920, Tartufo, de 1925 y Amanecer, de 1927) y el prestigioso fotógrafo Karl Freund (El Gólem, de 1920, Metrópolis, de 1927 y Drácula, de 1931). El último de los hombres es el retrato del anciano portero del lujoso Atlantic Hotel (Emil Jannings), quien, a su edad avanzada, venera su trabajo y disfruta del reconocimiento que le otorga en la vecindad donde vive. El orgulloso celador viste con toda dignidad su uniforme de corte militar y es tratado casi como un héroe de guerra por sus allegados. En pleno contexto de dicha y realización, el hombre es relegado de su puesto y enviado como asistente a los sanitarios, recibiendo como explicación la mella de sus capacidades físicas y la repercusión en el desarrollo de su oficio. Esta fatalidad destruye su ánimo y acaba hasta con el respeto que le brindaban quienes antes lo admiraban.
Tanto en los géneros realistas como en los géneros fantásticos, Murnau puso un foco específico sobre los tormentos a los cuales nos someten nuestras propias emociones en esa batalla intensa que se libra entre nuestros deseos y los límites crueles que impone la realidad. En El último de los hombres, construye uno de los retratos más decididamente emocionales en la historia del cine, con soporte firme en la interpretación de Jennings, quien borda un personaje preciso desde las miradas hasta el andar, a quien le es arrebatada una felicidad que había construido en la sencillez maravillosa de su posición como obrero. El impacto emocional de la degradación laboral golpea de forma significativa la humanidad misma de este hombre viejo; en su carne y sus huesos, en su verticalidad física. Un hombre que ha entregado su vida entera a su empleo, con tal devoción que ha conseguido por medio de su propio esfuerzo, por muchos años, un sitio digno en la sociedad. La melancolía lo invade de una forma aterradora y Jennings sabe expresar esta caída devastadora con un derrumbe integral del personaje, además de ser realmente pocas las manos que están en la disposición caritativa de ponerlo nuevamente en pie. El guion de Dreyer tiene la virtud de llevar al personaje de una antípoda emocional a otra, de forma siempre coherente y verosímil, utilizando como vehículo el dolor profundo de sentirse inútil. El acontecimiento central de la degradación laboral divide en dos partes simétricas la trama y así podemos contrastar las realidades del personaje en ambas situaciones, con efecto devastador para sus emociones. Los interiores crepusculares en la fotografía de Freund no solamente responden a la oscuridad a la que parece condenado el viejo portero, sino que son el marco expresivo de su propia tristeza.  Dentro del realismo del Kammerspielfilm, la película cruza por la percepción de este hombre abatido que se sumerge en la embriaguez alcohólica de su despecho laboral para después revelar en los sueños el tierno deseo de conseguir la fuerza sobrenatural para recuperar su antigua y gloriosa posición.
Esta conexión particular del Kammerspielfilm con la realidad cotidiana de los espectadores, especialmente aquellos de la lacerada Alemania de entreguerras, hizo del cine un vehículo de conciencia colectiva, un espacio idóneo para la reflexión sobre la vida en la sociedad. Por supuesto, impulsó un cine que el hombre común podía abrazar, que podía acoger como un espacio para sentirse respaldado, para sentirse acompañado y valorado en el contexto de su propia sencillez, que le daba valor a sus sueños, a sus expectativas, y que se ponía de su lado frente a la inequidad drástica de un sistema en el cual ya se percibía la deshumanización. Esa aproximación al hombre común resulta impactante dentro de las cualidades formales del cine. La capacidad de ampliar esta representación de la vida real, con las características definitorias del cine que amalgaman la imagen, el movimiento y posteriormente el sonido, hicieron de este género una alternativa eficiente para estimular el humanismo en el arte, para que la identificación con los personajes repercutiera en la conciencia social a partir de una experiencia verdadera.

La textura de este cine acogedor y rebosante de verdad facilita el reencuentro con nuestro propio espíritu, con nuestra propia condición humana, marcada con fuego por la fragilidad. Establecer una línea temporal desde aquel cine que apenas se hacía treintañero, enmarcado en una saludable industria, con gran valor artístico, hasta el cine más taquillero de nuestros tiempos, nos plantea necesariamente una reflexión con respecto al rumbo de este arte hacia el futuro. Una disertación mucho más importante que aquella que se da frecuentemente con respecto al soporte y el influjo de la tecnología. Sin que esa conversación sea abordada decididamente todavía, puede percibirse el asunto como una síntesis reveladora de la transformación del mundo, en tiempos en los que la crisis multilateral hace de El último de los hombres una mirada aterradoramente vigente. 

sábado, 12 de octubre de 2019

La filosofía transversal de Richard Linklater y la arquitectura emocional de ‘Where’d You Go, Bernadette?’

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El cine independiente estadounidense ha nutrido constantemente el desarrollo de este arte, especialmente durante los últimos sesenta años. Después de la legendaria generación de los años sesenta y setenta, surgida en la ebullición de la contracultura, década tras década, nuevas generaciones de cineastas han influenciado notablemente el desarrollo fílmico en el mundo. En los años noventa, tras el final de la Guerra Fría y el auge de nuevas juventudes determinadas por la tecnología y la globalización, surgió una figura crucial de aquella generación de independientes. Se trata de Richard Linklater, quien fue tallando su estilo desde la transición entre los ochenta y los noventa, hasta que entregó ‘Before Sunrise’ (1995), que revolucionaría las comedias románticas y adoptaría curiosamente la figura comercial de las sagas para extenderse en el tiempo con otras dos películas de altura: ‘Before Sunset’ (2004) y ‘Before Midnight’ (2013). En el intermedio, trabajó en películas de auténtica vanguardia como las sorprendentes animaciones ‘Waking Life’ (2001) y ‘A Scanner Darkly’ (2006), la contestataria ‘Fast Food Nation’ (2006) y, por supuesto, la maratónica ‘Boyhood’ (2014). Linklater está de regreso con ‘Where’d You Go, Bernadette?’ (2019), una película que tiene todo el aroma de su obra, protagonizada por Cate Blanchett y con las actuaciones de Billy Cudrup, Emma Nelson, Kristen Wiig y Laurence Fishburne.

‘Where’d You Go, Bernadette?’ nos cuenta la historia de Bernadette Fox (Cate Blanchett), una genio de la arquitectura que se ha convertido en ama de casa tras abandonar revolucionarios proyectos y casarse con Elgie Branch (Billy Cudrup), un brillante desarrollador de animación y gurú de Microsoft, con quien tuvieron a Bee (Emma Nelson), ahora una inquieta y vivaz adolescente. Bernadette ha desarrollado una misantropía consistente, especialmente en relación con su propio vecindario, encabezado por la insoportable y voluntariosa Audrey (Kristen Wiig), y también una actitud maniática de fiera enjaulada que poco a poco la consume, mientras se resiste a dejar atrás sus sueños profesionales y procura cumplir con sus labores del hogar. El reencuentro con Paul Jellinek (Laurence Fishburne), uno de sus amigos en la gloria de la arquitectura, le impulsa a dar pasos en nuevas direcciones.  Linklater construye un retrato consistente de su personaje, soportado en una Cate Blanchett que rememora a la Jasmine de Woody Allen, sobre un concepto que incluye el falso documental, la comedia y el drama, que no deja de lado el tono lúdico su cine y las conversaciones trascendentes que caracterizan su obra. Todo sufre con una música innecesaria que siempre distrae. Pocas veces los personajes femeninos de Linklater han tenido tal preponderancia y aquí además todo se enriquece con una relación madre – hija repleta de momentos simples y llenos de emoción cotidiana. Bernadette siempre está incómoda, inquieta, insatisfecha, con un sobrante de energía que no puede domar, llena de estrés angustiante, con efectos en su salud física. No parece visible ese lugar en el que vuelva a reaparecer para ella la armonía, la fluidez necesaria para que su vida vuelva a tomar su cauce. Se trata de un avance extenso y progresivo del caos sobre su vida, a tal punto que todo ese ruido, toda esa inestabilidad, toda esa frustración casi por reflejo explota en la situación social, derriba las barreras y responde a la inercia de la agitación.

La mejor faceta de Richard Linklater es la que ha cultivado este cine que naturalmente filosófico que enfrenta a sus personajes con entornos en los cuales solamente flota sin que se puedan sujetar por completo de algo, mientras recorren el entorno con una humanidad exuberante. Bernadette es otro más de sus personajes para esa colección emblemática en su obra que retrata de forma extensa a una sociedad norteamericana que no precisamente representa a los más segregados, sino a aquellos que desde una posición de privilegio considerable batallan continuamente por encontrarse a sí mismos.

sábado, 5 de octubre de 2019

La furia social en ‘Joker’ y el retrato cruento de Todd Phillips

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Sin lugar a dudas, el cine de superhéroes no solamente se ha consolidado como todo un subgénero durante la década que está por expirar. Son los blockbusters de esta generación y la avalancha no termina. En ese contexto, Marvel le ha ganado ampliamente la carrera a DC, así que los personajes de la tradicional editorial de Superman exploran nuevas estrategias, siempre con la referencia de la saga de Batman de Cristopher Nolan, exitosa para la crítica y la taquilla. La poderosa Warner Bros. adoptó al histórico Guasón, uno de los personajes emblemáticos de la oscura Ciudad Gótica. Todd Phillips, frecuente director de comedias hollywoodenses en atmósferas oscuras (especialmente la trilogía ‘The Hangover’ en 2009, 2011 y 2013) fue el elegido para construir ‘Joker’, una película preconcebida para enfrentar a Marvel fuera de sus dominios. Después de interpretaciones memorables del personaje, con mayor o menor éxito, a cargo de actores de gran prestigio como Jack Nicholson, Mark Hammill (en entregas de animación televisiva), Jared Leto (sin mucho éxito) y sobre todo Heath Ledger (que dejó la vida en ello), la elección del actor principal debía ser de altos vuelos, y así lo fue, con Joaquin Phoenix, uno de los actores más importantes de su generación. La película sorprendió al llevarse el León de Oro en Venecia, en uno de los más prestigiosos festivales de cine del mundo. Ahora, por fin podemos verla en las salas de cine a nivel global.

‘Joker’ se refiere específicamente a la transformación de Arthur Fleck (Phoenix) en Guasón, una de las némesis a su vez fundacionales en la conversión de Bruce Wayne en Batman. Fleck es un aspirante a comediante que deambula por la ciudad trabajando como payaso de anuncios mientras sueña con el estrellato viendo el Late Night Show de Murray Franklin (Robert De Niro), en compañía de Penny, su madre (Frances Conroy), convaleciente en mente y cuerpo, en un apartamento en tinieblas. Fleck sufre de una inestabilidad psiquiátrica que se caracteriza por una risa chillona y dolorosa que emerge en situaciones emocionales intensas que no suelen ser felices. Lo que viene será la caída por las escaleras del sótano, a las profundidades tenebrosas de la demencia más furiosa de todas. La presencia de De Niro en el casting no es gratuita. Las referencias a la obra de Scorsese con De Niro son evidentes, específicamente a ‘Taxi Driver’ (1976) y ‘The King of Comedy’ (1982), en donde De Niro también interpreta a desadaptados con diferentes complejidades psiquiátricas que tienen enfermizas pretensiones heroicas y cómicas, como Arthur Fleck. Esta referencia no solamente se circunscribe al personaje sino a la construcción del entorno, en una sociedad oscura y decadente, cuyas calles son auténticas fauces deshumanizadas. La ascensión del personaje en este contexto establece sin duda un paralelo con los tiempos que vivimos, en donde el abandono masivo termina lanzando a los ciudadanos a una lucha intestina que en muchas ocasiones deriva en el crimen, en una sociedad que cada vez se consume más a sí misma. Sin embargo, a diferencia de las obvias referencias a Scorsese, aquí se trata de un personaje victimizado en una construcción casi melodramática, a tal punto que el desenlace de sus tormentos resulta a fin de cuentas predecible. No es fácil que el espectador se conecte con Fleck porque, a pesar del entorno hiperrealista, se trata de un personaje para el que no hay matices en la vida, que siempre es golpeado hasta la laceración. Fleck va descubriendo dolorosamente la verdad horrorosa de su propia vida y la película se sustenta en esa escalada emocional que al final libera una locura brutalmente violenta. En ese proceso, el trabajo de Joaquin Phoenix es tan potente como se requiere y carga sobre sus escalofriantes hombros el peso de la película entera, con la creación de una voz inolvidable, una corporeidad asombrosa y una mirada a través de la cual se puede contemplar la abismal caída a la degradación mental de Fleck, mientras el Guasón asciende hasta la cima del poder sociopolítico más sectario. Aquel al cual espantosamente nos vamos acostumbrando en el mundo.

sábado, 28 de septiembre de 2019

El espacio interior de ‘Ad Astra’ y el espacio exterior de James Gray

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El viaje espacial siempre ha sido uno de los grandes tópicos de la ciencia ficción. Es un escenario inmejorable para el fondo filosófico que caracteriza al género. Auténticas obras maestras del arte cinematográfico, como ‘2001: odisea del espacio’ (1968) y ‘Solaris’ (1972), firmadas respectivamente por gigantes del cine como lo son Stanley Kubrick y Andrei Tarkovsky, representan la cima del viaje espacial en el cine. Más allá de la Carrera Espacial, uno de los campos de batalla de la Guerra Fría, el hombre en el espacio se dispone humanamente para el encuentro consigo mismo, cuando todo el artificio materialista se queda atrás millones de kilómetros y no queda más que enfrentarse a la oscuridad que caracteriza nuestros adentros. Un ejemplo reciente de la insoportable condición humana que hace ebullición en el vacío del espacio exterior es sin duda ‘High Life’ (2018), de la histórica cineasta francesa Claire Denis. También puede mencionarse la subestimada ‘First Man’ (2018), de Damien Chazelle acerca del heroico Neil Armstrong. El muy interesante cineasta neoyorquino James Gray, quien se ha apuntado auténticos logros cinematográficos con películas como ‘Little Odessa’ (1994) y ‘Two Lovers’ (2008), por mencionar solo un par de ellas, está de regreso, esta vez con su primera inmersión en la ciencia ficción, un viaje espacial titulado ‘Ad Astra’ (2019), protagonizado por Brad Pitt. Cuenta la historia del viaje fuera del planeta que emprende Roy McBride (Pitt), un astronauta fisiológicamente superdotado, quien es asignado a la misión de encontrar a su propio padre, el destacado explorador espacial H. Clifford McBride (Tommy Lee Jones), quien ha desaparecido de los radares y rastreadores y alimenta una catástrofe de proporciones astronómicas.

‘Ad Astra’ nos señala desde el comienzo que el tiempo de esta película está en un futuro no muy lejano. Como si de cierta forma nos dijera que prácticamente ya estamos en el futuro que el cine siempre nos había descrito, con la sensación de que tenemos una pared insalvable en frente, con ese halo melancólico y apocalíptico del cine contemporáneo. Roy McBride, el héroe casi superhéroe de esta historia, es un hombre silencioso, con pocas alteraciones que lo convierten en el modelo ideal para emprender física y mentalmente cada una de las tareas que requiere entregarse a la inmensidad del espacio exterior. El mismo McBride, sin embargo, nos va relatando íntimamente las tribulaciones que vive su alma, especialmente determinadas por la relación transversal y conflictiva con su padre y por Eve (Liv Tyler), la mujer a la que ama, quien siempre está ahí en sus pensamientos como una presencia metafísica. Constantemente tenemos luces de la memoria de McBride que nos permiten contemplar la calidez de su sensibilidad, mientras en el exterior luce impasible. En el camino se encuentra con los problemas extendidos de la tierra en plena distopía y también con Thomas Pruitt (Donald Sutherland), un viejo contendor de su padre que aparece ante él casi como el vestigio encarnado de la desaparición de quien fue su héroe. El héroe del héroe. Roy cruza con su habilidad extraordinaria las adversidades incluso mortales de su expedición, pero se mantiene en la profundidad de su memoria, de sus emociones intensas. Se trata de un flujo de pensamiento que resulta casi letárgico para el espectador. Hipnótico con el fondo abrumador del espacio y la variación de gravedad.

Lamentablemente, esa logradísima disertación cinematográfica, repleta de trascendencia sustanciosa, en los terrenos de Kubrick y Tarkovsky, se rompe como un despertar con agua fría. La ciencia ficción se destroza abruptamente en el instante cumbre del drama para resolverse en los terrenos de una fantasía que jamás no fue establecida de antemano, como una broma de mal gusto que al final pareciera lanzarnos al patriotero ‘Armageddon’ de Michael Bay, con todo y Liv Tyler esperando tras la puerta de cristal. Así es como se desvirtúa la declaración de principios positivista del final, lo que hubiera sido todo un nuevo matiz en el escenario de la melancolía cinematográfica contemporánea.

sábado, 21 de septiembre de 2019

La aplanadora sistémica en ‘La fábrica de nada’ y la comunión obrera de Pedro Pinho

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La crisis que vive el mundo en el que vivimos no pasa desapercibida para nadie. Se transforma en nostalgia, melancolía, angustia, enojo y mucho más. Como siempre ha sucedido, el arte se convierte en el registro emocional de cada época, y el cine no es la excepción. El sistema en el que vivimos hace agua por todas partes y el presente se inunda cada vez más de la distopía que siempre pensamos exclusiva del futuro. Mientras los grandes monstruos del cine comercial se alimentan vorazmente de una nostalgia cada vez más superficial, el cine independiente se sumerge contrariado en las emociones naturales que desata tal situación. No hay escenario más didáctico y transparente que el escenario obrero para comprender las complejidades y conflictos en los que nos metimos al decidirnos por este modelo de mundo, al escoger el capitalismo. En los albores del cine y del comunismo, el Realismo Socialista de los soviéticos transitó esos caminos con ideología y vanguardia, marcando la historia del cine. Con el paso del tiempo, el tema nunca se ha agotado, porque los asuntos de fondo nunca se han resuelto del todo. El segundo largometraje de ficción del portugués Pedro Pinho se planta en la actualización de esa crisis, en un momento en el que podemos ver con más claridad los estragos del mundo fallido que construyó el ser humano. ‘La fábrica de nada’ (2017) nos cuenta la historia de la huelga y ocupación de una fábrica en Lisboa, por parte de sus trabajadores, quienes se ven sometidos al cierre sin otro ofrecimiento que el de aceptar una liquidación.

La película nos ofrece todo un panorama de rostros maduros de la clase media de Lisboa, que han entregado su vida a un empleo, pero se centra en la historia del más joven de quienes se han resistido a las tentaciones del finiquito. Se trata de José (José Smith Vargas, quien se representa a sí mismo), un joven de tradición izquierdista que vive con su novia manicurista (Carla Galvão) y con el pequeño hijo de ella, mientras se mantiene cercano a su padre, un viejo rebelde de armas, decidido a la independencia y en total resistencia frente mundo. Mientras tanto, un veterano cineasta argentino (Danièle Incalcaterra)   los impulsa políticamente mientras filma el proceso de huelga y ocupación de las instalaciones. En este escenario, se desarrollan las tensiones propias de enfrentarse a las urgencias propias del despido, del desempleo al borde de la tercera edad, con la tentación de las tenebrosas liquidaciones y la necesidad de la unión como único vehículo para subsistir. Pinho nos introduce en la situación con el estilo del documental (que ha ocupado dos de sus cuatro largometrajes) y fácilmente se desliza hacia un cine contemplativo que conmueve, que instala a quienes lo hemos vivido en la melancolía de las mañanas frías de esos sitios congelados del transporte público y la armazón arquitectónica repleta de maquinaria, mientras el sol se asoma o se esconde lánguidamente. Mientras tanto, presenciamos con emoción dramática profunda la confrontación de los obreros, como lo hiciera Elio Pietri en ‘La clase obrera va al paraíso’ (1971), incluido el desencanto brutal que implica el descubrimiento de un sistema aplastante en el que no solo el obrero, sino el hombre ha sido construido socialmente para alimentar constantemente las entrañas de una máquina imparable que avanza hacia el precipicio.

A pesar de su trasfondo apocalíptico, con esa atmósfera melancólica que se respira tan naturalmente en el cine contemporáneo, ‘La fábrica de nada’ es también propositiva y su propuesta consiste en que solo el cooperativismo, la autogestión y la solidaridad, como principio universal, podrían ayudarnos a navegar en la tormenta. De forma conmovedora plantea esa alternativa, pero también es bellamente pesimista y se refugia en la lúdica de tono neorrealista como el único espacio de liberación, al menos para jugar, para reír, para bailar. A veces con la nobleza de Kiarostami, a veces con la desolación de Béla Tarr. Quién sabe si alcance, pero solo nos tenemos los unos a los otros.

sábado, 14 de septiembre de 2019

La mexicanidad de tres pistas en ‘Los tres García’ y el espectáculo costumbrista de Ismael Rodríguez

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El movimiento cinematográfico latinoamericano más importante de la historia es sin duda el Cine de Oro Mexicano. Durante esta etapa de esplendor, con base en un star system tan potente como el del Hollywood Clásico, se configuró en gran medida la imagen cultural de México en el mundo, con base en las historias de sus ciudades, sus barrios, sus pueblos y sus campos, incluyendo diversas regiones y todas las clases sociales, siempre interrelacionado con la música vernácula y las profundas y antiguas tradiciones de un país multicolor. Uno de los cineastas fundamentales de este periodo fue sin duda Ismael Rodríguez, quien es el autor de muchos de los clásicos más populares en la historia del cine mexicano, destacándose muy especialmente la legendaria mancuerna que hizo con Pedro Infante, muy seguramente la figura más celebrada y querida en la historia de la cultura mexicana entera, más allá del cine. Ismael Rodríguez fue todo un precursor de las sagas cinematográficas, con dos o tres películas en diferentes escenarios creativos y costumbristas mexicanos, donde Pedro Infante siempre fue protagonista. El primer éxito masivo de esta sociedad artística fue ‘Los tres García’ (1947), una delirante comedia romántica protagonizada por estrellas crecientes del Cine de Oro. Además de Pedro Infante, estelarizaron Sara García, Marga López y Fernando Soto ‘Mantequilla’. Los tres García nos lleva hasta la provincia mexicana en donde tres charros que se detestan tienen el infortunio de ser primos. Todos se llaman Luis y se apellidan García (unos nombres no casualmente genéricos). Luis Antonio García (Pedro Infante) es el mujeriego, José Luís García (Abel Salazar) es el pobre lleno de resentimiento, mientras que Luis Manuel García (Víctor Manuel Mendoza) es el poeta. Solamente tiene control sobre ellos su matriarcal y temperamental abuela Doña Luisa García (Sara García). Al pueblo llega Lupita Smith García (Marga López), su prima de los Estados Unidos y entonces los tres gallos se ponen en plan de conquista.

Se trata de un auténtico espectáculo costumbrista que definiría la carrera de Ismael Rodríguez durante décadas y abriría de forma definitiva su legado dentro del Cine de Oro. La película, con todo el espíritu del patriotismo mexicano, no deja nunca de enmarcarse en los escenarios tradicionales mexicanos, cruzando las fiestas, la comida, la música e incluso ese humor tan verbal y tan característico hasta estos días, lleno de doble sentido, picardía y subtextos tradicionales. La historia de los hermanos que se enfrentan se remonta hasta la Grecia Antigua y aquí desde el punto de vista de la cinematografía se procura siempre el cotejo evidente de las tres fuerzas que se oponen. El orgullo machista se lleva al punto del delirio y de forma muy interesante tiene un tono de parodia que con el tiempo parece cada vez más crítico. La presencia de los temas del western siempre es constante, como es característico en el Cine de Oro que habla de la provincia. El honor del macho como un valor que es más grande que la vida misma es una constante y lo más asombroso es que efectivamente retrata la realidad de una cultura que se fundamenta en una historia que ha implicado mucha violencia en todos los niveles para construir el desarrollo del país. Al considerar las fuentes genéricas de las que se alimenta usualmente el Cine de Oro se puede contemplar un mapa emocional de la cultura mexicana. Estos géneros son la comedia, el romance, el western y el melodrama (que aquí no se hace presente). Esta combinación explica en gran parte la identidad cultural colectiva del país. Esa configuración casi biológica se puede ver con claridad en la figura del charro, que aquí está multiplicado por tres, con diversos énfasis. A fin de cuentas, es una síntesis de la mexicanidad, repleta de espíritu festivo, de melancolía trascendente, romántica, soberbia, orgullo y potencialmente violenta. El esplendoroso espectáculo costumbrista del Cine de Oro Mexicano, especialmente de ‘Los tres García’ es un ejemplo inmejorable del proceso de construcción de la identidad cinematográfica de un país, de la forma en la que el camino para el cine nacional de cualquier nación es el de la plena transparencia de su humanidad.

sábado, 7 de septiembre de 2019

La prisión humana de ‘High Life’ y el pensamiento poético de Claire Denis

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Claire Denis es una de las mujeres cineastas más importantes en toda la historia del cine. La directora parisina ha construido una filmografía que no solamente se refiere a los temas feministas, sino que ha extendido su mirada a la condición humana completa, a la presencia misma del ser humano en el mundo que ha construido. En su obra se destaca especialmente la intensa y profunda ‘Beau Travail’ (1999), todo un clásico del cine y una de las miradas más impresionantes de la mujer a la masculinidad. En 2017, Denis causó buen impacto con ‘Una bella luz interior’, de paso exitoso por el Festival de Cannes de aquel año. Su más reciente película se titula ‘High Life’ (2018) y para ella reclutó a Juliette Binoche y a Robert Pattinson. Cuenta la historia de una misión espacial de tripulación conformada por conejillos de Indias sacados de reformatorios, hospitales psiquiátricos y algunos a quienes se les presenta como una segunda oportunidad después de haber cometido un delito o de ser considerados un fracaso. En este escenario especulativo y repleto de condición humana en ebullición, empieza a progresar un proceso que podría considerarse biológico hacia la autodestrucción.

La ciencia ficción se presenta como una alternativa inmejorable para explorar asuntos de este tipo que van directo a la inviabilidad de las sociedades a causa de la condición humana siempre compleja, destructiva e intensa. Aunque es una película esencialmente existencial, como podría decirse de ‘2001: A Space Odissey’ (1968), de Stanley Kubrick, en realidad está mucho más cerca de los ejercicios de ciencia ficción de Tarkovsky: ‘Solaris’ (1972) y ‘Stalker’ (1979). En ‘High Life’, esa textura afectada por la naturaleza, característica en Tarkovsky, está vinculada estrechamente con la situación aquí planteada y sirve como medio para expresar el proceso ampliamente científico y casi biológico que lleva a la degradación completa de la vida misma. Monte (Robert Pattinson) es el asceta que se enfrenta a su propia naturaleza que se acentúa en el encierro para todo el grupo, para utilizar su propia filosofía como un medio de subsistencia, para ponerse a salvo a sí mismo tanto como sea posible. Ese planteamiento hace de la película una pieza fundamental para integrar a las amplias discusiones sociales con respecto al futuro del mundo. A fin de cuentas, se trata de aprovechar el cine para que podamos adentrarnos en un pequeño modelo de la sociedad y plantear una nueva perspectiva con respecto a la forma en la cual nos asumimos como seres sociales.

La película rompe naturalmente con la línea temporal y nos lleva al futuro y al pasado de tal forma que progresivamente vamos integrando la trama, a medida que las emociones se van activando cuando vamos yendo al fondo profundo de los asuntos que hierven y poco a poco emergen a la superficie. La doctora (Juliette Binoche) ejerce como una chamana racional y obsesiva, con ética discutible, que es quien activa los hilos de los acontecimientos que se detonan y se expanden como un gas venenoso que termina por embriagarlos a todos, víctimas de sus propios instintos, de la naturaleza que crece sobre ellos y los cubre en un naufragio cada vez más irreversible. La producción es modesta para el género de la ciencia ficción espacial, pero la dirección está orientada hacia los planos cerrados, de tal forma que así se va elaborando meticulosamente una atmósfera muy eficiente, con base en la interacción y en la presencia de los personajes mismos en los espacios reducidos. Se trata de una película que está más en función del pensamiento que de las emociones. Su belleza radica en la poesía de ese ejercicio reflexivo profundo que Claire Denis tiene la capacidad de construir de forma extensa, en espacios y tiempos ágiles y abarcables que nos acogen con tranquilidad, que nos dan todo el margen necesario para entrar en la experiencia, para sentir ese pensamiento profundo y ponerlo en función de considerar el extenso asunto que debemos enfrentar. Un asunto que parte desde nuestra simple individualidad y cubre la extensión física del mundo y el universo. El modelo de Claire Denis resulta placentero en ese ejercicio vital.

sábado, 31 de agosto de 2019

La oda beatle de Danny Boyle y la fantasía reveladora de ‘Yesterday’

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El inglés Danny Boyle ha sido desde hace un cuarto de siglo uno de los referentes fundamentales de la odisea juvenil para diferentes décadas. Con su estilo luminoso, siempre vigoroso, intenso y posmoderno, Boyle ha dejado varias películas bien recordadas y algunos clásicos que han sabido expresar de forma única la agitación intensa de los jóvenes en las grandes ciudades modernas, desde los suburbios hacia los centros, en carreras siempre excitantes que se convierten en memorables viajes interiores de sus héroes contraculturales. Películas como ‘Shallow Grave’ (1994), ‘Trainspotting’ (1996), ‘Slumdog Millionaire’ (2008) y ‘127 Hours’ (2010), entre otras, han sabido expresar la confrontación constante de los jóvenes frente a un entorno que los oprime, y no siempre los resultados son los más felices. Incluso la supervivencia resulta ser todo un logro. La más reciente película de Danny Boyle vuelve a estos terrenos, pero con el contagio nostálgico irresistible de los tiempos distópicos que vivimos. Se trata de ‘Yesterday’ (2019), en donde el fallido aspirante a músico Jack Malick (Himesh Patel), sufre un incidente doloroso pero milagroso que lo convierte en el poseedor musical de la memoria entera y universal de la fundacional banda de rock inglesa The Beatles.

En un escenario más fresco y ligero, enmarcado en la comedia romántica, pero con el muy identificable estilo cinematográfico de Boyle, la película se adentra en los familiares suburbios de Lowstoft, la ciudad más oriental del Reino Unido, en donde Jack se esfuerza por darle el encendido a su carrera de músico, mientras soporta un empleo paupérrimo en una tienda departamental. En ese esfuerzo, solamente tiene la ayuda de Ellie Appleton (Lily James), amiga suya desde la infancia y siempre incondicional a pesar de sus responsabilidades como maestra. Siempre están presentes los trazos luminosos en la imagen de Boyle que retratan tan particularmente la cultura inglesa, con composiciones pop que resultan fundamentales para ver la transformación de este personaje que, con la prominencia exclusiva que le brinda el descomunal legado beatle, va subiendo peldaños cada vez más sofisticados que finalmente tienen un impacto en él muy diferente al que siempre pensó que representaría el más grande los éxitos. La película cumple sucesivamente con una amplia diversidad de objetivos que puede haberse o no propuesto. Desde los terrenos de la comedia romántica más ligera, va adquiriendo un tono más filosófico que termina por hacer que valga mucho más la pena. La música de los Beatles, extensamente popular, consigue distanciarse para presentarse de nuevo en el envoltorio de esta fantasía, y entonces la emoción del redescubrimiento de su belleza resulta una experiencia sobrecogedora, hasta la conmoción de encontrar la más pura humanidad detrás de aquella obra.

Pensar en esta película en el contexto de la oleada nostálgica, que de forma heterogénea copa todo el panorama cinematográfico, lleva a adentrarse en una reflexión profunda a la cual se puede acceder si se integran los diferentes discursos. Haciendo ese ejercicio, ‘Yesterday’ hace énfasis en la reconsideración del bienestar y del éxito como parte de un modelo que a fin de cuentas es la causa fundamental de la crisis que sufrimos en escenarios humanos, ambientales, sociales, económicos y políticos en todo el mundo. Pensarlo de esa forma, también nos lleva de vuelta a la propia filmografía de Danny Boyle, en donde siempre ha existido el cuestionamiento de los modelos, de los roles, de las instituciones, de las corporaciones, de todo aquello que siempre se ha presentado generación tras generación como ideal, lo correcto e incluso como lo obligatorio, especialmente para los jóvenes, para aquellos que están en la búsqueda de la satisfacción. Este es precisamente el espíritu contracultural que lideraron los Beatles, que rompieron con una energía irresistible y jubilosa los modelos que hasta ese entonces se habían construido para la juventud. Después de viajar hasta esa estratósfera filosófica, volvemos al sencillo Jack Malick, quien se nutre de ese espíritu y finalmente disfruta de la anagnórisis hacia la paz y el amor.

sábado, 24 de agosto de 2019

El manifiesto artístico de Quentin Tarantino y la memoria utópica de ‘Once Upon a Time in… Hollywood’

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Sin duda alguna, uno de los cineastas más influyentes durante los últimos treinta años, incluso más allá del cine y extendiéndose a la cultura en general, ha sido Quentin Tarantino. El director de Knoxville, Tennessee, ha construido década a década una filmografía memorable que, además de influenciar a las siguientes generaciones de cineastas, se ha convertido en toda una referencia de la cultura popular. Películas como ‘Reservoir Dogs’ (1992), ‘Pulp Fiction’ (1994) y ‘Jackie Brown’ (1997), por mencionar solo unas cuantas, han quedado en la memoria del público y han conseguido su lugar en la historia del cine. Tarantino ha anunciado desde hace unos años que solamente hará diez largometrajes y ya podemos disfrutar del noveno de ellos, probablemente la película más esperada del año: ‘Once Upon a Time In… Hollywood’ (2019). Cuenta la historia de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), estrella de shows televisivos de géneros explosivos como el bélico y el western, en crisis existencial al percibir la decadencia de su carrera, y Cliff Booth (Brad Pitt), doble de acción de Rick, envuelto en un aura de misterio, y compañero incondicional de Dalton. Esta dupla contrastante de amigos flota en la atmósfera embriagante del Hollywood de finales de los años sesenta, y Rick tiene como vecina a Sharon Tate (Margot Robbie), brutalmente asesinada por la secta del lunático Charles Manson (Damon Herriman) y aquí esbozada con un encanto hipnótico.

La inserción de personajes ficticios en el contexto histórico es una de las claves de la película. La estrella televisiva y serie B, junto a su cáustico doble de acción, representan la encarnación de aquellos personajes que inspiraron la identidad cinematográfica de Tarantino. En ellos se centra la evocación amorosa y melancólica de una época que atravesó los sentidos del director. Recuerdan las duplas de series definitivas de la época como ‘Batman’ (1966-1968) y ‘El avispón verde’ (1966-1967). Tarantino construye cuidadosamente, con un espíritu similar a 'Roma' (2018), de Alfonso Cuarón, su memoria emotiva de Los Angeles, en donde se forjó su pasión por el cine, la televisión, la música y las voces de la radio, que podemos escuchar siempre en los preciosos vehículos sesenteros. Tarantino nos permite entrar a los vestíbulos hechos realidad de sus héroes infantiles, en los espacios íntimos de sus personajes que preparan las bebidas para sentarse frente al resplandor magnético del televisor. Así pues, a su característica y prodigiosa  selección de canciones para la banda sonora, Tarantino suma escenas poéticas en su textura, tomadas de las imágenes y sonidos que lo hechizaron desde que era niño y que marcaron su carrera y toda su vida. Mientras podemos ver el temor existencial de Dalton, también disfrutamos de la sencillez pragmática de Booth y esas personalidades tan vinculadas y tan contrastantes le dan a la película todos los matices que requiere para que el encanto no se rompa nunca para nosotros en la contemplación de este escenario alucinante y repleto de melancolía nostálgica. La memoria rompe la realidad constantemente y se fusiona de forma exquisita con las imágenes del cine y la televisión, con inserciones de edición que hace que la experiencia sea vivaz, emocionante.

Tarantino no desaprovecha la metaficción y la referencia histórica para nuevamente, como en ‘Inglorious Basterds’ (2009) y ‘Django Unchained’ (2012), invitarnos a una placentera fantasía utópica y justiciera sobre el pasado, sin limitaciones morales y casi con desprecio por la corrección política. Estamos invitados a un sueño fascinante del que no seremos despertados. En el cual podremos quedarnos a vivir, a diferencia de la realidad llena de crueldad, injusticia y absolutamente plagada de desencanto. Esto resulta especialmente conmovedor al percibir la nostalgia de un artista que dejó una huella indeleble con su filmografía y ve cerca el final de su obra con una estremecedora melancolía.

sábado, 17 de agosto de 2019

La verdad profunda de ‘Tres rostros’ y la excavación dramática de Jafar Panahi

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El cine del Medio Oriente y el Norte de África siempre ha permitido extender nuestras posibilidades de conocer a fondo culturas que han sido sistemáticamente estigmatizadas en Occidente. En Irán se ha cultivado década a década una cinematografía extraordinaria que ha influido consistentemente en el cine independiente de estos tiempos. Seguramente, el emblema del cine iraní es el histórico Abbas Kiarostami, quien definió sin duda la senda de la identidad cinematográfica del país. Con una carrera de treinta años, quien parece tomar las banderas de Kiarostami sea Jafar Panahi, quien, especialmente durante este siglo, ha ido tomando relevancia con un cine maduro, fundamentado en sensacionales estructuras dramáticas y que revelan las profundidades sociales de Irán. Películas como ‘El círculo’ (2000), ‘Crimson Gold’ (2003), ‘Offside’ (2006), ‘El acordeón’ (2010), ‘Cortinas cerradas’ (2013) y ‘Taxi Teherán’ (2005), han tenido la capacidad de poner un espejo amplio para que la sociedad iraní, urbana y rural, se vea reflejada. La más reciente película de Panahi se titula ‘Tres rostros’ (2018) y consiguió el premio al Mejor Guion en el Festival de Cannes de 2018. ‘Tres rostros’ cuenta en términos de ficción el viaje del mismo Panahi junto a la actriz Behnaz Jafari (actriz también en la vida real), quienes buscan afanosamente en los pueblos de la provincia profunda iraní a una joven adolescente por cuya vida temen. Así cruzan por un paisaje condimentado de tradiciones, autoridades y expresiones humanas intensas.

Panahi nos pone de frente con la intimidad más intensa de los personajes, en la crisis plena. Nos introduce en el mensaje que detona todo este viaje en busca no solo de una joven, de una persona, sino de los intríngulis de la cultura profunda iraní, evidentemente marcada por la religión islámica. Panahi parte de la premisa narrativa para involucrarnos no solamente en el objetivo más visible de sus personajes, sino para expresarnos de forma conmovedora el latir que retumba por debajo de lo que suele juzgar superficialmente como autoritarismo. Comprendemos entonces que por supuesto existen esos límites aplastante de la autoridad, pero que el abandono degradante, la pobreza misma, es lo que termina convirtiéndose en el sustrato de todas las injusticias, visiblemente con las mujeres, pero también con los ancianos, los niños y los jóvenes en general. Desde que empieza la película, Panahi juega con la versatilidad espacial que permite la cámara, en pos de la revelación de la trama. Primero vemos rostros, miradas y nos sentimos involucrados profundamente por esas emociones que nos son compartidas. Después, los planos se abren y entonces vamos comprendiendo cuál es la situación. Es una comprensión en diferentes niveles, desde la propia de la trama hasta la comprensión de cuál es el verdadero trasfondo humano y cómo afecta a todos quienes tienen que soportar la presión violenta del silencio, de la oscuridad. La llegada de estos dos personajes urbanos y reconocidos, hace que todos salgan de la oscuridad de sus vidas, y que muchos se atrevan a confiar en ellos esperanzas sencillas pero profundas y que en este contexto resultan auténticas proezas. Ese tránsito constante entre la intimidad y el contexto nos van llevando hacia el fondo de un asunto mucho más profundo de lo que se considera a priori.

‘Tres rostros’ es una película que promueve la profundidad. Que remueve los límites simplistas de la interpretación estigmatizadora. Como lo hizo Kiarostami en películas como ‘El sabor de los cerezos’ (1997) o ‘Close up’ (1990), Panahi nos muestra también lo que reside en el fondo de los espíritus: ese cultivo imaginativo de deseos y visiones sobre la felicidad. Panahi combate el estigma y el prejuicio. Nos invita a abrir la puerta y entrar, para fomentar la empatía, para comprender que los demás están también inmiscuidos en esa lucha permanente entre sus sueños y la realidad. Entre lo ideal y lo necesario. La supervivencia sigue siendo tristemente el único fin por alcanzar.

sábado, 10 de agosto de 2019

La melancolía extensa de ‘La camarista’ y la poesía humanista de Lila Avilés























La producción de cine mexicano no cesa, a pesar de las condiciones adversas que enfrenta la actividad industrial en toda Latinoamérica. Las mujeres no están en lo absoluto por fuera de esta producción y cada vez obtienen más visibilidad con películas que exploran no solamente la feminidad, sino la gran diversidad de matices que caracterizan al espíritu humano. A figuras destacadas como Elisa Miller (‘Mi placer es mío’, 2015), Claudia Sainte-Luce (‘Los insólitos peces gato’, 2013), Tatiana Huezo (‘Tempestad’, 2016), Natalia Beristáin (‘Los adioses’, 2017), Lucía Carreras (‘Tamara y la Catarina’, 2016), Yulene Olaizola (‘Epitafio’, 2015) y Lucía Gajá (‘Batallas Íntimas’, 2016), se una ahora como directora la también actriz Lila Avilés, con su ópera prima ‘La camarista’ (2018), que se ha destacado en el panorama del cine internacional por donde ha viajado desde su estreno, recibiendo premios y gran acogida por parte de la crítica, en escenarios tan importantes como el Festival de Cine de la Habana, los premios Ariel y el Festival de Cine de Morelia en México. ‘La camarista’ nos pone en la perspectiva de Eve (Gabriela Cartol), una joven camarista empleada en un hotel de lujo de la Ciudad de México. La mayor parte de su vida pasa en esta mole corporativa que está distante a su casa, en donde está su hijo de cuatro años, aferrándose a la solidaridad femenina para jornadas interminables, en donde se las arregla además para existir como mujer y como ser humano, a fin de cuentas.

Eve, pequeña, tímida y entrañable, intenta dominar la descomunal omnipotencia de un hotel de lujo que arrasa con todos sus esfuerzos por existir. Que la empuja inmisericordemente a la simple supervivencia. Pero Eve se resiste y se abraza a su risa, a su cariño, a su sexualidad, a su ilusión, que es tan sencilla como ella misma. Lila Avilés nos ofrece la perspectiva de una mujer completa, absoluta y pequeña, amorosa, enmarcada en los espacios descomunales y desoladores del boato, del lujo desbordado. Son usuales los planos bien abiertos que tienen la potencia de expresar la profunda melancolía de Eve, quien usualmente cae en el más bello letargo que se ha visto en mucho tiempo en el cine, con la tristeza que la inunda mientras se hace consciente de su posición en una cárcel laberíntica, en donde se encuentra con otros personajes que delatan el clasismo, pero también la esperanza y la solidaridad. Cada escena es como la presentación de un cuadro diferente sobre la condición humana, especialmente en el contexto aplastante de la subordinación ante el más aplastante corporativismo. Cada habitación es como un mundo nuevo y en los corredores se encuentra con otras mujeres originarias de la pobreza que parecen ser una perspectiva de su futuro, sumidas en la resignación a la que Eve se niega, a pesar de que la llama con una potencia que resuena en los espacios inmensos del lugar. De fondo siempre se ve la gran ciudad con una melancolía que se extiende por toda la pantalla. La música está casi siempre ausente y solo se escucha el sonido de la maquinaria que mueve al monstruo hotelero y retumba el silencio abrumador de la soledad que implica el trabajo como camarista. Es una pulcritud incluso siniestra, que recuerda por momentos al Kubrick de ‘2001: odisea del espacio’ (1968), pero con una esperanza vibrante y emotiva que recuerdo al Lars von Trier de ‘Bailando en la oscuridad’ (2000). Resulta así particular y significativa en el contexto de un tema que ha sido abordado en no pocas ocasiones en la historia del cine.

Probablemente, la mayor trascendencia de ‘La camarista’, a pesar de su inmenso valor estético y específicamente cinematográfico, sea el de la reflexión social. La deshumanización lacerante de un corporativismo insensible se ejemplifica aquí de forma muy didáctica y valiosa para comprender por contraposición lo que de verdad le da significado a nuestra vida, lo que dignifica la existencia. El contraste de los instantes felices y cálidos de Eve frente al impasible poder abrumador de su entorno laboral nos señala con una claridad fascinante lo que sinceramente vale la pena en la vida.

sábado, 3 de agosto de 2019

El diálogo revelador de Olivier Assayas y el fin del mundo en ‘Doble vida’

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El ya sexagenario Olivier Assayas, con más de treinta años de una sustanciosa carrera, es uno de los directores de cine más destacados del cine francés contemporáneo. La década que está por terminarse parece ser el periodo en el que su cine se ha consolidado de forma definitiva, con obras que, a partir de un cine que se mueve con solvencia en medio de diversos géneros, han conseguido elaborar un paisaje de la Francia más constatable en la actualidad. ‘Después de mayo’ (2012), ‘Las nubes de María’ (2014) y ‘Fantasmas del pasado’ (2016) parecen ser la consolidación de un mensaje y de un estilo simultáneamente. Se trata de películas que exploran la humanidad misma a partir de un sabor cinematográfico francés bien identificable. Su más reciente película, ‘Doble vida’ (2018) fue nominada al León de Oro del Festival de Venecia el año pasado. Está contextualizada en los adentros de la intelectualidad editorial francesa y con una construcción coral nos habla de las diversas crisis emocionales y sentimentales de diferentes parejas, en donde se destacan Alain Danielson (Guillaume Canet), un pragmático, seco y eficiente editor literario, quien vive con Selena (Juliette Binoche), una actriz exitosa pero que se siente degradada al mundo televisivo, y por el otro lado Leónard Spiegel (Vincent Macaigne), un incipiente y desprolijo escritor, quien vive en pareja con Valérie (Nora Hamzawi), una periodista política constantemente disgustada por su propio estrés. Todos ellos acompañados por personajes que flotan alrededor de ellos como planetas del mismo sistema solar de incertidumbres.

En un contexto de intelectualidad que parece enmascarar emociones frágiles, Assayas nos va introduciendo gradualmente en una disertación filosófica sobre los tiempos que vivimos. La referencia es el mundo editorial, en donde se puede encontrar con nitidez la combinación del negocio, el pensamiento, la socialización y cierta banalización de la creatividad, como una pequeña muestra de lo que sucede en la conflagración entre la realidad y la virtualidad. El director parisino construye todo sobre el diálogo como elemento directo para poner en relación a todos estos planetas que poco a poco, en su conjunción colectiva, nos van a adentrando en una distopía apocalíptica que nunca se desprende de los terrenos del realismo. Siempre estamos transitando en los espacios propios de los personajes, en donde se encuentran para confrontar sus perspectivas sobre diversos asuntos. Mientras todo esto sucede, la practicidad empresarial y el apático paso del tiempo les obliga a cobijarse con sus propias compañías, por encima de las diferencias, las traiciones o incluso las potenciales explosiones emocionales. La realidad poco a poco va pasando por encima de ellos mismos, de sus palabras, de sus ideas, y entonces comprenden que no queda más que estar juntos y ser conscientes de lo valioso que resulta cada instante en un mundo que cada vez es más abrumador en su condición distópica. El proceso de la toma de conciencia aquí no está impregnado de moralismo, sino que deriva en el hedonismo, en el solaz que representa la calidez que podemos compartir, enfrentando así el sufrimiento.

La comedia resulta una muy acertada elección de género para mostrarnos de la forma más clara la decisión que toman los personajes de no ser infelices, a pesar de que les suceden cosas que por siglos nos han sido señaladas como motivos para el sufrimiento. La cámara entonces nos involucra en los espacios, con los personajes, nos invita a la conversación y finalmente nos permite sentirnos también acogidos en estos sitios en donde incluso los miedos son comprensibles. Las circunstancias críticas de una vida doble aquí se plantean como críticas precisamente por su origen dentro de la división de la realidad que cada quien hace para satisfacerse. Entonces la ruptura de esa clandestinidad parece liberar los demonios de una vez por todas. De todas formas, el final llegará, así que es mejor recibirlo con buena cara. No hace falta sufrir si honestamente no parece necesario sufrir. 

sábado, 27 de julio de 2019

La agonía tragicómica de ‘La muerte del Señor Lazarescu’ y el absurdo realista de Cristi Puiu

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Desde finales de los años ochenta, el auge de cinematografías diversas en el continente europeo concentró el interés del cine a nivel mundial. En la primera década del siglo XXI, uno de los países fundamentales en el panorama global del cine sin duda alguna fue Rumania. Con una larga tradición cinematográfica, el cine rumano se consolidó con obras auténticamente históricas de una generación de jóvenes cineastas que han dejado un legado que toma aún más brillo con la distancia que permite el tiempo para contemplarlo. Directores como Cristian Mungiu, Corneliu Porumboiu y Cristi Puiu, finalmente alcanzaron la definición de la identidad cinematográfica rumana con un cine histórico, social, realista y repleto de la autenticidad propia de la experiencia de vida verdadera. Probablemente, la película que marcó la senda definitiva fue ‘La muerte del Señor Lazarescu’ (2005), de Cristi Puiu, una película que finalmente se refirió como ninguna otra a las condiciones de vida del pueblo rumano más vulnerable, de aquel pueblo de quienes están a merced de un sistema insuficiente y escaso para atenderlo. ‘La muerte del Señor Lazarescu’ nos presente a Domnui Lazarescu (Ion Fiscuteanu), un hombre ya en los terrenos de la tercera edad, que vive solo y gradualmente ha perdido la batalla contra el día a día, lo cual se refleja en el abandono de su pequeño apartamento y de sí mismo, con una hija que se fue a los Estados Unidos, una hermana que vive a las afueras de la ciudad y una esposa fallecida diez años atrás. Entonces, el escenario menos propicio siempre es el más posible: el de la enfermedad.

Con una clara influencia del Cinéma Verité, la cámara siempre al hombro y una luz escasa que aporta además a la construcción de una atmósfera melancólica, Puiu nos embarca en la travesía de un hombre que se enfrenta a su destino final, que flota a la deriva por un sistema de salud ineficiente y saturado, con la única y conmovedora compañía de la paramédica Miora Avran (Luminita Gheorghiu), quien en el proceso comprende que no solo es su tarea acompañar al paciente, sino que se trata de un hombre que no tiene a nadie más en ese trance de puro sufrimiento. La música no está presente casi nunca, ni siquiera de forma incidental. Solo escuchamos las voces de quienes van y vienen mientras el Señor Lazarescu cruza todo un pantano institucional, inclusive desde su propia casa, en donde solamente sus conversaciones por teléfono  y la televisión apática llenan el espacio. Los gatos parecen haberse tomado el lugar, con la permisividad paternal del anciano. El cuerpo afectado, el ser entero de este hombre se entrega a la corriente de los acontecimientos en una madrugada desquiciada, absurda, en la privacidad lúgubre de una ambulancia o en la frialdad esperpéntica de los consultorios médicos. La negligencia, el estrés y la desesperación cruzan con frecuencia los límites de la violencia y es frecuente que el humor más negro, el sarcasmo más devastador, sirva como balsa para aferrarse por momentos a la vida y no naufragar ante la monstruosidad de la pena El viaje del Señor Lazarescu y su protectora, en medio de la noche más profunda, recuerda el trasegar diario y usualmente invisible de todos aquellos que se enfrentan a la discriminación, a la escasez, a la pobreza más cruel.

Puiu nos involucra, de forma excitante a pesar de la situación, en una aventura emocionante, vibrante y por supuesto repleta de angustia. La película supera las dos horas, pero el movimiento y las acciones son tan intensas que resulta imposible despegarse de la experiencia. Cada vez estamos más involucrados con un personaje que conocemos desde su intimidad, desde esa posición de ver la televisión, sentado en el sofá. Estuvimos ahí con sus primeras dolencias, e igual que Miora, su acompañante en el peor trance de todos, no lo abandonaremos hasta conocer su destino. Se trata de todo un tour de force que nos pone en una perspectiva inmejorable la aplastante fragilidad de la condición humana y el avasallante efecto del paso del tiempo sobre nuestra propia existencia biológica. El Señor Lazarescu tiene la capacidad de acogernos para que se despierte la conciencia de nuestra brevedad física.