La crisis que vive el mundo en el que vivimos no pasa desapercibida para nadie. Se transforma en nostalgia, melancolía, angustia, enojo y mucho más. Como siempre ha sucedido, el arte se convierte en el registro emocional de cada época, y el cine no es la excepción. El sistema en el que vivimos hace agua por todas partes y el presente se inunda cada vez más de la distopía que siempre pensamos exclusiva del futuro. Mientras los grandes monstruos del cine comercial se alimentan vorazmente de una nostalgia cada vez más superficial, el cine independiente se sumerge contrariado en las emociones naturales que desata tal situación. No hay escenario más didáctico y transparente que el escenario obrero para comprender las complejidades y conflictos en los que nos metimos al decidirnos por este modelo de mundo, al escoger el capitalismo. En los albores del cine y del comunismo, el Realismo Socialista de los soviéticos transitó esos caminos con ideología y vanguardia, marcando la historia del cine. Con el paso del tiempo, el tema nunca se ha agotado, porque los asuntos de fondo nunca se han resuelto del todo. El segundo largometraje de ficción del portugués Pedro Pinho se planta en la actualización de esa crisis, en un momento en el que podemos ver con más claridad los estragos del mundo fallido que construyó el ser humano. ‘La fábrica de nada’ (2017) nos cuenta la historia de la huelga y ocupación de una fábrica en Lisboa, por parte de sus trabajadores, quienes se ven sometidos al cierre sin otro ofrecimiento que el de aceptar una liquidación.
La película nos ofrece todo un panorama de rostros maduros de la clase media de Lisboa, que han entregado su vida a un empleo, pero se centra en la historia del más joven de quienes se han resistido a las tentaciones del finiquito. Se trata de José (José Smith Vargas, quien se representa a sí mismo), un joven de tradición izquierdista que vive con su novia manicurista (Carla Galvão) y con el pequeño hijo de ella, mientras se mantiene cercano a su padre, un viejo rebelde de armas, decidido a la independencia y en total resistencia frente mundo. Mientras tanto, un veterano cineasta argentino (Danièle Incalcaterra) los impulsa políticamente mientras filma el proceso de huelga y ocupación de las instalaciones. En este escenario, se desarrollan las tensiones propias de enfrentarse a las urgencias propias del despido, del desempleo al borde de la tercera edad, con la tentación de las tenebrosas liquidaciones y la necesidad de la unión como único vehículo para subsistir. Pinho nos introduce en la situación con el estilo del documental (que ha ocupado dos de sus cuatro largometrajes) y fácilmente se desliza hacia un cine contemplativo que conmueve, que instala a quienes lo hemos vivido en la melancolía de las mañanas frías de esos sitios congelados del transporte público y la armazón arquitectónica repleta de maquinaria, mientras el sol se asoma o se esconde lánguidamente. Mientras tanto, presenciamos con emoción dramática profunda la confrontación de los obreros, como lo hiciera Elio Pietri en ‘La clase obrera va al paraíso’ (1971), incluido el desencanto brutal que implica el descubrimiento de un sistema aplastante en el que no solo el obrero, sino el hombre ha sido construido socialmente para alimentar constantemente las entrañas de una máquina imparable que avanza hacia el precipicio.
A pesar de su trasfondo apocalíptico, con esa atmósfera melancólica que se respira tan naturalmente en el cine contemporáneo, ‘La fábrica de nada’ es también propositiva y su propuesta consiste en que solo el cooperativismo, la autogestión y la solidaridad, como principio universal, podrían ayudarnos a navegar en la tormenta. De forma conmovedora plantea esa alternativa, pero también es bellamente pesimista y se refugia en la lúdica de tono neorrealista como el único espacio de liberación, al menos para jugar, para reír, para bailar. A veces con la nobleza de Kiarostami, a veces con la desolación de Béla Tarr. Quién sabe si alcance, pero solo nos tenemos los unos a los otros.
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