El ya sexagenario Olivier Assayas, con más de treinta años de una sustanciosa carrera, es uno de los directores de cine más destacados del cine francés contemporáneo. La década que está por terminarse parece ser el periodo en el que su cine se ha consolidado de forma definitiva, con obras que, a partir de un cine que se mueve con solvencia en medio de diversos géneros, han conseguido elaborar un paisaje de la Francia más constatable en la actualidad. ‘Después de mayo’ (2012), ‘Las nubes de María’ (2014) y ‘Fantasmas del pasado’ (2016) parecen ser la consolidación de un mensaje y de un estilo simultáneamente. Se trata de películas que exploran la humanidad misma a partir de un sabor cinematográfico francés bien identificable. Su más reciente película, ‘Doble vida’ (2018) fue nominada al León de Oro del Festival de Venecia el año pasado. Está contextualizada en los adentros de la intelectualidad editorial francesa y con una construcción coral nos habla de las diversas crisis emocionales y sentimentales de diferentes parejas, en donde se destacan Alain Danielson (Guillaume Canet), un pragmático, seco y eficiente editor literario, quien vive con Selena (Juliette Binoche), una actriz exitosa pero que se siente degradada al mundo televisivo, y por el otro lado Leónard Spiegel (Vincent Macaigne), un incipiente y desprolijo escritor, quien vive en pareja con Valérie (Nora Hamzawi), una periodista política constantemente disgustada por su propio estrés. Todos ellos acompañados por personajes que flotan alrededor de ellos como planetas del mismo sistema solar de incertidumbres.
En un contexto de intelectualidad que parece enmascarar emociones frágiles, Assayas nos va introduciendo gradualmente en una disertación filosófica sobre los tiempos que vivimos. La referencia es el mundo editorial, en donde se puede encontrar con nitidez la combinación del negocio, el pensamiento, la socialización y cierta banalización de la creatividad, como una pequeña muestra de lo que sucede en la conflagración entre la realidad y la virtualidad. El director parisino construye todo sobre el diálogo como elemento directo para poner en relación a todos estos planetas que poco a poco, en su conjunción colectiva, nos van a adentrando en una distopía apocalíptica que nunca se desprende de los terrenos del realismo. Siempre estamos transitando en los espacios propios de los personajes, en donde se encuentran para confrontar sus perspectivas sobre diversos asuntos. Mientras todo esto sucede, la practicidad empresarial y el apático paso del tiempo les obliga a cobijarse con sus propias compañías, por encima de las diferencias, las traiciones o incluso las potenciales explosiones emocionales. La realidad poco a poco va pasando por encima de ellos mismos, de sus palabras, de sus ideas, y entonces comprenden que no queda más que estar juntos y ser conscientes de lo valioso que resulta cada instante en un mundo que cada vez es más abrumador en su condición distópica. El proceso de la toma de conciencia aquí no está impregnado de moralismo, sino que deriva en el hedonismo, en el solaz que representa la calidez que podemos compartir, enfrentando así el sufrimiento.
La comedia resulta una muy acertada elección de género para mostrarnos de la forma más clara la decisión que toman los personajes de no ser infelices, a pesar de que les suceden cosas que por siglos nos han sido señaladas como motivos para el sufrimiento. La cámara entonces nos involucra en los espacios, con los personajes, nos invita a la conversación y finalmente nos permite sentirnos también acogidos en estos sitios en donde incluso los miedos son comprensibles. Las circunstancias críticas de una vida doble aquí se plantean como críticas precisamente por su origen dentro de la división de la realidad que cada quien hace para satisfacerse. Entonces la ruptura de esa clandestinidad parece liberar los demonios de una vez por todas. De todas formas, el final llegará, así que es mejor recibirlo con buena cara. No hace falta sufrir si honestamente no parece necesario sufrir.
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