Martin
Scorsese es uno de los cineastas vivos más importantes del mundo. El director
de Queens es una de las figuras emblemáticas del llamado “Nuevo Hollywood”,
aquella generación de cineastas independientes surgidos de la contracultura
estadounidense, en donde también se dieron a conocer Coppola, Robert Altman y
Mike Nichols, entre otros, transformaron por completo el cine de Occidente al
adentrarse a fondo en las profundidades más sensibles de un país multicolor.
Scorsese ha sido un hombre del cine entero y su filmografía es extensa y con
varias líneas muy nutridas. Una de sus películas más trascendentes es sin duda ‘Goodfellas’
(1990), la cumbre de sus célebres epopeyas sobre las mafias, que se han
extendido más allá del submundo gansteril y se han extendido posteriormente a
inmensas corporaciones voraces, como la de las apuestas, en ‘Casino’ (1995), y
la de Wall Street, en ‘The Wolf of Wall Street’ (2013). ‘Goodfellas’ cuenta la
historia de Henry Hill (Ray Liotta) en el mundillo de la mafia italoamericana
de sindicato, desde sus inicios como imberbe ayudante del círculo más poderoso
de capos, conformado por el legendario Jimmy Conway (Robert De Niro), el
hiperviolento Tommy DeVito (Joe Pesci) y el paternal Paul Cicero (Paul
Sorvino). pasando por su ascenso como auténtico capo y su final en las manos de
la ley. Además, podemos ver el transcurrir de su intensa y destructiva relación
con Karen Hill (Lorraine Braco), su novia de juventud y esposa de viaje.
Scorsese se
hizo especialmente famoso para una masa muy amplia de público con esta
vertiente de su filmografía, que resultó tener una gran acogida con base en el
muy tradicional subgénero de los gánsteres del clásico star system de
Hollywood. Sin embargo, se trata de un contexto especialmente natural para el
Scorsese original, aquel que creció en medio de las pandillas y los mafiosos en
su mismo barrio, con el respectivo sometimiento a la violencia más inaudita en
sus propias narices, acompañada por esa tentación a unirse a esa fuerza llena
de poder social que conquistaba jóvenes por montones. Scorsese parece construir
una especulación acerca de sí mismo si se hubiera entregado a esos brazos en lugar
de los del cine. Por supuesto, nos invita a una experiencia de inmersión en el
contexto y para eso se vale de una profunda elaboración escenográfica y de un
movimiento característico de cámara, con planos largos en los que los personajes
principales y secundarios aparecen en composición que evoca la renacentista, de
la mano de su fotógrafo de cabecera, el alemán Michael Ballhaus. La música
característica del influjo contracultural siempre está presente como si
escucháramos la radio, directo de las décadas de los cincuenta, sesenta y
setenta, con selecciones de conjuntos corales del soul, grandes piezas del
blues y clásicos del rock. La conjunción de todos esos elementos estéticos en
este tipo de películas cuenta con el trabajo crucial de Thelma Schoonmaker,
quien por sí misma se ha consolidado como una figura histórica por su trabajo
junto a Scorsese.
En este
recipiente sumamente virtuoso desde lo formal, no solamente nos confronta a la
agresividad propia de círculos masculinos tribales y beligerantes en donde se
ponen en juego las jerarquías, incluso poniendo en juego la vida, siempre con el
esfuerzo denodado por proteger una dignidad especialmente frágil. Pero además,
se puede sentir en el aire la trascendente y trascendida atmósfera de la
nostalgia que yace en las reuniones con amigos y familiares, con el eco de las
risas, el calor de las estufas, el amor y la amistad en su más fértil
territorio, en las habitaciones de las casas de familia latinas. Es el medio en
el que crece un placer embriagante alimentado por el dinero como si se tratara
de leños en un gigantesco horno. En ese vórtice vertiginoso se despiertan
entonces las pasiones más viciosas de la condición humana hasta terrenos
dominados por la degradación misma, en donde toda virtud se marchita. El camino
de Henry es al final la parábola exprés y prodigiosa de Scorsese sobre su
propio origen. Es a fin de cuentas el paisaje de la imposibilidad social, del
éxtasis siempre efímero.
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